Números

Limpiando la casa me encontré con una vieja guía telefónica. Me dio curiosidad saber qué podía decirme del mundo en el año 1982, dos años antes de que yo naciera. Sin grandes novedades, me encontré con lo esperable, anuncios de negocios varios, un montón de números telefónicos y un montón de nombres. Algunos más destacables por las caras, viñetas y diseños que ofrecían las artes gráficas de la época, aquellas que se permitieron quienes pudieron pagarlas, junto con las campañas de publicidad de aquel tiempo. Franca ventaja ante los pequeños negocios que hacían lo que podían con la promesa de que la aparición en aquel librote capaz de noquear a cualquiera sin leerlo fuera suficiente para garantizar el éxito comercial que supone toda estrategia publicitaria.
Me concentré en los nombres y se me ocurrió elegir uno al azar como si fuera a hacer alguna broma telefónica. Elegí una letra de la A a la Z para llegar a la primera página de la misma. Después me dije un número del uno al cuatro para elegir una columna. Finalmente, pensé en número del uno al cien para seleccionar un elegido. La letra fue la “G” -seleccionada por el pensamiento más veloz que me permití durante el juego-, el número dos fue la columna afortunada y el número elegido del uno al cien fue el treinta y siete. Ahí estaba Ramiro Gómez Salas en las ofertas del servicio de reparación de calzado. Un oficio en extinción por lo desechable del calzado actual. “Antes las cosas se hacían para durar toda la vida, ahora lo nuevo es bello y hay que consumir y comprar lo más reciente”, gimotea el abuelo Eric en su libro “Del tener al Ser”, valga la paráfrasis -hace un montón que no hago esta lectura. Recuerdo al zapatero del mercado cercano a mi antigua casa familiar. Siempre con los ojos rojos por el cemento con el que pegaba las suelas, una legítima “narcodependencia”, inevitable por la necesidad de comer. Espero que esté bien, que siga vivo y que los bronquios de sus pulmones sigan soportando el estar repletos de químicos tan industriales. Era un hombre amable, una buena persona.
Así me imagino a Ramiro, un humilde zapatero de los años ochenta en esta ciudad. Quizá, si tiene la suerte cotidiana de estar vivo -tomando en cuenta nuestra milimétrica relación con la muerte-, le tocó sobrevivir al terremoto del ’85, ver por televisión la caída del muro de Berlín, sobrevivir al sismo del 2017 y, quizá, esté ahora resguardado en su casa debido a la pandemia. Probablemente ahora es un anciano, quizá ya no pueda ejercer su oficio. Espero que alguien esté a su lado para atenderlo.

La velocidad de los demás tiende a rigidizar nuestro cuerpo, el hábitat de lo que somos, la habitación del mundo que nos ha tocado y con la que hacemos lo mejor que podemos ante nuestra inevitable relación con la contingencia. Probablemente Ramiro se sometió a dicha rigidez, una rigidez que, en menor o mayor medida, se manifiesta en el cuerpo. Nos enseñan la estaticidad, cercana a la inercia que, dice el bisabuelo Sigmund, es muerte, valga la paráfrasis populachera que algún psicoanalista indignado me desmentirá sin entender que estoy jugando (“¡Es que todo mundo dice cosas que Freud jamás dijo!”). No nos enseñan a fluir, a estar con nosotros, a movernos en relación con el todo y corresponder con la animalidad química de nuestro cuerpo, su necesidad, que, por lo tanto, nuestro dolor requiere. No nos enseñan a reconocer la necesidad de parar, bajarnos del mundo para recobrar la serenidad, de forma semejante en la que un bosque se renueva después de haber sido depurado por el abrazo de un incendio. En el mejor de los casos tenemos que aprender nosotros mismos a través de nuestro malestar, hallar maneras de aligerar la carga de los años administrando nuestra angustia con diversos entretenimientos de todo tipo, así aprendemos a vivir. En el peor de los casos hay quien se instala en la rigidez amarga y angustiante de su miseria y, no le hace daño a los demás aunque así lo crea, sino a sí mismo. Espero que la decisión que haya tomado Ramiro haya sido la mejor para cuidar de sí y si no, ¿qué importa?, todos nos equivocamos.

El mundo aparentemente se ha detenido, ¿somos también capaz de ello?, aprovechar el tiempo y permitirnos invitar al silencio a casa para, junto a él, contemplar el vacío pleno de nuestra inactividad. Se dice que las nuevas y no tan nuevas generaciones están sobreestimuladas, saturadas de ruido, abrumadas por la intrusión de “sus” pensamientos, de manera semejante a la que estuvimos aquellos que tuvimos a la televisión como niñera, maestra y mejor amiga. “Esto está peor que con la televisión”, decía una vez un señor en el metro al ver a todo mundo conectado en su celular a través de sus audífonos. ¿Por qué sentir nostalgia del vacío cuando ya está ahí? Lo tenemos al alcance de la mano como lo tiene el monje zen cuando golpea una mesa y afirma: “La pregunta más importante de Zen es, “¿qué es esto?”, y su respuesta es, “Esto es esto””.
Voy a cocinar. Compre cebollas y antes de picar una de ellas pienso en Ramiro. Los hombres somos como cebollas, milimétricas capaz una sobre otra. Los demás (más que la vida y mucho más que el mundo) nos han cubierto de las mismas, el peso inerte de una rigidez, la de nuestra inmediatez que tanto nos cuesta comprender. ¿Qué pasaría si pudiéramos quitar, una por una, todas y cada una de aquellas milimétricas capas de cebolla? Al final, después de la última, ¿qué encontraríamos?

2 comentarios en «Números»

  1. Me agrada el modo en que la guía de teléfono se instancia como dispositivo para evocar el recuerdo (y su dinámica que oscila entre rigidez y fluidez). El tono nostálgico y medianamente sombrío me hizo pensar en el texto de Ana Paula Maia <>, aunque esa historia es completamente sombría y se centra en una perspectiva «miserabilista» de la experienca humana, narrado desde una mirada exterior. Aproximarse desde esas vertientes de la experiencia humana, también puede ser visto-intuido, en un extremo como instancias de lo finito-infinito (lo posible de lo imposible, y lo imposible de lo posible)

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