Aballay, minutos después del asalto al que es sometida la familia Herralde, cae en desgracia al ser traicionado por sus propios compañeros quienes reconocen su tedio, su cansancio, al grado de yacer bajo de guardia. A Aballay ya no parece importarle el oro que han robado, antes motivo de todo lo que hacía, anterior sentido de su vida. Confirman su confusión al ver su falta de reacción ante el hallazgo de una joven pareja que espera a un hijo, la cual acaba siendo asesinada por los bandoleros ante la evidente falta de un líder que fomente y cultive su crueldad. Esa violencia sinsentido ha perdido sentido para el agonizante criminal. Aballay está mutando a través de la turbación de su cuerpo en busca de sí mismo, en escape de lo que ha sido, en imposible huida del sometimiento del dolor que le inflige su impotencia y finitud, Aballay lleva a cabo la peor de las confrontaciones con el más terrible adversario: uno mismo, guardián de nuestra libertad. Tal lucha es la transformación en algo más, tal parece ser el sentido de la misma. Tal es el portal hacia un especial tipo de muerte que nos permite comprender a la misma como el flujo cósmico en el que se manifiesta la continuación misma de la vida. La muerte es una ilusión producto de la incomprensión de nuestro carácter: tan sólo ser una minúscula fase de la inconmensurable dinámica del mundo.
El Muerto se cobra todos los momentos en los que, de la peor manera, Aballay le impuso su autoridad dándole una golpiza que lo deja en la inconciencia. Se puede inferir que la sobrevivencia del exlíder de la banda, de la cual ahora El Muerto tiene el control, se debe a que probablemente lo creyeron muerto. Efectivamente, Aballay, el gaucho bandolero y asaltante de caminos, ha muerto.