Juana le había pedido a Julián que no matara al santo. Él le había advertido que no podía dejar inconclusa su misión y que por ello tendría que partir. Juana, como buena hija de la hybris, yendo en contra de su destino acaba cumpliéndolo. Toma un caballo y sigue los pasos de Julián hacia el duelo final, el último encuentro, en medio de la oscura madrugada tucumana. Al llegar, encuentra a Julián ante la tumba de Aballay. Muy probablemente, consciente de lo que ha hecho, el joven ha enterrado el cuerpo del santo, habiéndose dado cuenta demasiado tarde -como siempre- de que había matado a otro hombre. Aballay ya no era el gaucho que había degollado al padre de Julián Herralde.
Juana, quizá comprensiva o quizá sólo feliz de encontrarse con Julián, quizá pensando que éste la esperaba, sonríe al joven. A modo de cruz, la daga de plata yace clavada en el montón de tierra que señala la tumba de Aballay, justo al lado izquierdo del horizonte, mientras bajo el cobijo de su imagen los jóvenes amantes siguen a caballo su camino bajo el ojo de Febo que todo lo ve, a través del desértico paisaje tucumano.