I.- Encuentro

Tengo muy presentes varias de las magníficas clases del doctor Enrique Hülsz acerca de Heráclito de Éfeso, un filósofo de sus más profundas pasiones y dedicaciones, y en cuyo trabajo acerca de él manifestó sus más arduos rigores y compromisos. Eso es mucho decir sobre un autor, verdadero filósofo y hombre de profundos pensamientos, que siempre asumió todo lo que tenía que ver con la filosofía, especialmente todo aquello que tenía que ver directa e indirectamente con la filosofía griega, con total entrega y constancia. En una de estas clases nos comentaba que el epíteto de “El oscuro”, adjudicado al importantísimo presocrático, le parecía, más que una justa descripción de la obra de dicho referente, una manifestación de la incapacidad de sus lectores para comprenderlo. Más allá del aparente chiste que ello significaba en el ambiente ameno de sus clases, me parece legítimo y pertinente pensar de tal manera dicho posicionamiento histórico ante las narrativas alrededor de la vida y obra de tan gran pensador.

Sin embargo, con suma humildad, creo que pensar la aparente oscuridad de Heráclito entraña un importante aspecto de la comprensión y aproximación a dicho filósofo, paradójicamente. Es impresionante la claridad y musicalidad de los fragmentos heracliticos (adjetivo acuñado por otra gran autoridad del estudio de la filosofía y de la filosofía griega, Angel J. Cappelletti), al igual que la unidad fractal y correspondiente de los mismos y entre ellos. La coloquialidad y cotidianidad de su lenguaje (según su contexto y según los verdaderos expertos), nos remite a la profundidad de su enigma y, a su vez, da cuenta de esa oscuridad a la que, me parece, varios se refieren, la profundidad detrás de la apariencia de sus palabras, la aparente sencillez de las mismas. Ello, desde mi humilde lectura (para nada experta ni dotada de los recursos de la filología como lo sería la de una verdadera autoridad en los estudios de la obra de “el oscuro” -insisto-) me remite a la inconmensurabilidad de la cual trata de dar cuenta el discurso de Heráclito, el enigma de aquello ante lo que está la inteligencia ígnea de este gran poeta del pensamiento, nada más y nada menos que la naturaleza, el cosmos.

La oscuridad como inconmensurabilidad es habitación, nuestro estadio en el enigma, en la sensación como plena experiencia –sublime experiencia– de la magnitud del cosmos ante nuestra finitud. Ese descenso es el autoconocimiento, el sendero del hombre sabio que afina su atención ante la oracularidad de los signos de un lenguaje concreto, cuya atención entraña todo en cada uno de sus elementos. En ese sentido, la comprensión de tal inasible e inaprehensible oscuridad es el principio de la sabiduría. Su habitación, una habitación de lo común, una habitación del cosmos. Es el estadio de la comprensión y, por lo tanto, de su abraso. No es ningún problema como lo sería para una lógica de la identidad que tiende a mutilar la complejidad de la habitación de nosotros mismos, cuerpos vivos, capaces de la sensación que completa el pensamiento, y la plenitud de dicho estadio. Estamos ante una lógica de la semejanza, capaz de aproximarnos asintóticamente -no puede ser de otra manera- a la verdad del sentido de nuestra habitación y lugar como parte del todo (Hen Panta einai…).

            El querido doctor Hülsz para nada era ajeno a la claridad de dicha comprensión (valga la paradoja). Por ello en su magnífico texto cumbre sobre Heráclito (el cual antes de ser propiamente un libro fue su tesis doctoral), Logos: Heráclito y el origen de la filosofía, nos habla del concepto de problema (πρόβλεμα), acuñado por la cultura griega. Se trata de todo fenómeno en el cual se manifiesta nuestro asombro o incertidumbre ante un fenómeno que, aparentemente, manifiesta una correspondencia legítima con el mundo. Una aparente armonía que nos resulta problemática. Sin duda ello nos remite a una vieja y muy en desuso definición de la filosofía que, sin embargo, manifiesta su pertinencia, la pertinencia de lo común y su relevancia, la filosofía como análisis de lo obvio. La invitación a rasgar la luz que define a lo aparente, al grado de delimitarlo, para intentar ver lo que su velo no nos permite ver, al incendiar la completud de las imágenes que se proyectan sobre ella, su profundidad. Sólo para darnos cuenta de que su fondo inasible y la inaprehensibilidad de su certeza, paradójicamente, dan cuenta de una legalidad común que nos atraviesa, al grado de posibilitar, tanto nuestra inteligencia e inteligibilidad, como la de la diversidad de fenómenos que integran al mundo que compartimos con ellos y en el cual nos encontramos. Queda aquí este humilde elogio de la oscuridad, y su invitación a pensar la profunda complejidad de la ley, y la manera en la cual ésta se manifiesta en nuestras acciones, relaciones, convivencia y, al final de cuentas, habitaciones de lo común:

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…y acerca de estas mismas cosas, investigan de forma más elevada y más acorde con la naturaleza, Eurípides diciendo que ʻla tierra reseca ama la lluvia, y el cielo sagrado, lleno de lluvia, ama caer a la tierraʼ, y Heráclito [que] ʻlo contrario es concordanteʼ, y ʻde los diferentes [surge] la más bella armoníaʼ, y ʻtodas las cosas suceden por la discordiaʼ. Y al contrario de ésos, otros, en especial Empédocles: pues [dice que] ʻlo semejante desea a lo semejanteʼ.

R (Aristóteles, Eth. Nic., Θ 1, 1155b 4)

Difícil resulta no pensar en definir qué es un contrario. Desde las posibilidades de una lógica de la identidad, podemos pensar al mismo como un opuesto, sólo en una primera aproximación desde el ejercicio de intentar un orden o, mejor, una metodología. El opuesto corresponde con su contrario, en la medida en que se ve ante él, en la medida en que hay una relación de dicho tipo, correspondiente. De manera semejante, podemos pensar en nuestro reflejo ante un espejo. La mayor parte del tiempo (por fortuna) no podemos ver nuestro reflejo ante un espejo. Alguna vez, en un seminario sobre poesía, Josu Landa nos explicó qué significó la posibilidad técnico-mimética que ello representa. Tener una claridad de nuestro reflejo y su contemplación es una conquista tecnológica que ha llevado largos procesos de perfeccionamiento que hasta ahora logran su ansiada nitidez. El reflejo de sí mismo de parte de un antiguo era todavía algo opaco, nebulosos o, simplemente, parcial y diferido, cortado por las intermitencias y accidentes del soporte de dicha experiencia. Probablemente una de las mejores opciones para ello era el acceso a aguas cristalinas como las de la naturaleza -probablemente menos habitada y dominada por nosotros en aquellos tiempos- como nos lo indica el famoso mito de Narciso. El ser humano tuvo a su primer espejo en su entorno, aquél que hizo paisaje de sí mismo, el mundo. Una complejidad opuesta y contraria a sí, una adversidad y, desde la ilusión del yo, probablemente un adversario. Por ello, ante el arrobamiento que causaban tales potencias, como ya muchos han teorizado, optaron por la humildad del culto a las mismas, generando las importantísimas poéticas de las cuales hoy en día podemos hablar como referentes de nuestra cultura.

            Sin embargo, lo contrario o el contrario implican la propiedad de cualidades que implican una relevante diferencia no necesariamente geométrica o, mejor dicho, no necesariamente simétrica. Una simetría no necesariamente correspondiente y exacta, aunque imposible de ser radicalmente diferente -desde una lógica de la identidad- en tanto que ello implicaría su ininteligibilidad y, por lo tanto, su incapacidad de ser parte de nuestra experiencia. En ello, desde el horizonte en el que lo pensamos, radicaría lo irracional y, a su vez, podemos asumirlo como el referente de todo aquello que pierde sentido y, por lo tanto, densidad ontológica. Todo aquello que es irracional en tanto que tiende a dicha desvinculación con lo común, haciendo de lo privado una categoría problemática que refiere a lo lábil, en estos términos insisto, de una lógica de la identidad.

            Es entonces que, en tanto que fenómeno, podemos hablar de todo aquello que signifique dicho estadio, en la medida en que es inteligible y, por lo tanto, elemento del mundo. A pesar de que su diferencia nos demanda su comprensión porque la aproximación en la que consiste su impresión en nosotros inaugura nuestra relación con el mismo. La mera exclusión sería racional desde una lógica de la identidad por su falta de correspondencia con la razón. De igual manera sería el esfuerzo sutil de comprensión que significa la aproximación crítica ante dicho fenómeno, un intento de ser estricto con la racionalidad que asumimos como pauta o, mejor aún, criterio. Ello vuelve problemática a la mera exclusión, en caso de que la misma -por más correspondiente que parezca con la racionalidad a la que refiere- caiga en la irracionalidad que implica la arbitrariedad negligente de no permitirse el rigor del análisis racional del fenómeno ante el que se encuentra.

            Sin embargo, he aquí cuando la razón se confronta con sus límites, como bien lo advierte Kant en la Crítica de la razón pura, y genera prejuicios (irracionalidad) ante el fenómeno de lo contrario. Las posibilidades de acción antes expuestas se evidencian problemáticas en la medida en que pueden resultar (insisto, desde una lógica de la identidad) irracionales porque no son legítimas ante cualquier circunstancia. Puede ser muy prudente la exclusión como forma de cuidado y contención ante una circunstancia, al igual que puede ser imprudente el rigor analítico ante determinados fenómenos que exigen acciones concretas e inmediatas debido a la urgencia de los fenómenos que las demandan. De la misma forma, las acciones contrarias en las circunstancias opuestas a tales posibilidades antes mencionadas, en sus respectivos casos, resultan irracionales y racionales, como ya hemos mostrado. Ello da cuenta de cómo, desde una lógica de la identidad, los contrarios se complementan al manifestar condiciones de necesidad y suficiencia en relación con el todo que integran. Sin embargo, si tales posibilidades se complejizan y problematizan al depender de circunstancia por el carácter multifactorial de las mismas y por estar, muchas veces, integradas por más de una situación y sus respectivas disyuntivas, no hay una sola posibilidad de acción representada en las mismas.  Por lo tanto, en sentido estricto y desde la racionalidad de una lógica de la identidad, no pueden ser reglas ni mucho menos normas apodícticas. En esta (aparente) dislocación implicada en la dinámica de lo contingente -he ahí la nociva pretensión de imponerle nuestra legalidad privada a la naturaleza-, aquella en la que se manifiesta el movimiento de la vida, se abre la necesidad prudencial de una lógica de la semejanza.

            Por ello, ubiquémonos en contexto lo mejor posible, en el contexto de comprensión del propio filósofo efesio, porque, como bien dice en sus clases Josu Landa, “sin contexto no hay sentido”.

            Si para Heráclito lo “contrario es concordante”, como lo señalan aquellas palabras identificadas como integrantes del discurso del filósofo efesio, podemos asumir que para Heráclito lo contrario es común, parte de todo aquello que remite al mismo y, por lo tanto, también es racional y correspondiente con el logos. Es racional que haya contrarios y que sean parte de la legalidad de la dinámica vital en la que lo común se manifiesta. Ello le da a lo contrario una relevancia y, en esa medida, una pertinencia en nuestras relaciones. Ello confirma su necesidad y, con base en ello, su densidad ontológica, su racionalidad.

            Lo contrario concuerda y, por lo tanto, es racional, es parte de la unidad y proporción de lo común. En tanto que es una parte proporcional de la unidad, manifiesta su legalidad en la relación armónica que significa la proporción del todo con sus partes. Lo contrario, por lo tanto, participa de la belleza de lo común. Concuerda en la particularidad de su legalidad en tanto que ente único signado y determinado por lo particular de su singularidad y, por lo tanto, en dicha inteligibilidad también manifiesta su necesidad y comprensión ante el asalto que, desde la descripción que significa su concepto, significa su evento o acontecimiento. El sobrecogimiento de aquella aparente ruptura de lo contrario en relación con una identidad es tan sólo un choque entre fenómenos semejantes y sus respectivos referentes. Negarlo sería tan irracional como negar la diversidad de los fenómenos de la naturaleza. En este pasaje Heráclito nos da cuenta de la complejidad de lo común y de lo contrario como habitación probable y posible del mismo.

            Y, por ello, no resulta nada impertinente la paráfrasis contenida en el mismo pasaje en el que se halla el fragmento del efesio antes citado, “de los diferentes surge la más bella armonía”. Ello, haciendo el matiz -he aquí un ejemplo de la lógica de la semejanza- de que, desde la perspectiva de Heráclito, la diferencia no es tal, en tanto que es aparente y, por lo tanto, al implicar una incomprensión, tiende a la irracionalidad que ésta implica. En el pensamiento de Heráclito no hay lugar para la diferencia en tanto que ésta es imposible porque implicaría la convivencia entre dos inteligibilidades igual de necesarias y suficientes y, por lo tanto, dependientes y determinadas. Por ello, no podrían ser principio como lo es el logos.

La diferencia es legítima como mera apariencia, una faceta del logos, una manifestación de la diversidad de su posibilidad y probabilidad, la posibilidad y probabilidad de lo común, de la misma manera en la que el fuego cambia de aroma al mezclarse con una diversidad de inciensos. Esto es muy importante, no hay comunidad sin el encuentro entre lo diverso, los elementos delimitados y significados por su singularidad. Por lo tanto, no hay comunidad sin encuentro. No hay encuentro de lo único y, por lo tanto, no hay encuentro en aquello que tan sólo posee su identidad. Se trata de una inteligibilidad que no puede referirse sino a sí misma, al grado de que dicha referencia sería imposible porque no hay hacia donde o hacia qué conducir una sensación y/o pensamiento, evidenciándose imposible dicha trayectoria. El encuentro se da entre aquellos que comparten, aquellos que comparten lo común -la habitación de una misma inteligibilidad que hace posible su encuentro, vinculación y comunicación– y que se distinguen por una singularidad dinámica que llanamente podemos llamar diferencia, la cual, por su inmediatez, tan sólo es lo que aparece, apariencia. Es por ello que, en tanto que el encuentro se lleva a cabo en lo común, todo encuentro también es un encuentro con nosotros mismos. La aparición como inteligibilidad da cuenta de su legalidad, en tanto que elemento de la unidad de lo común. Unidad, por lo tanto, del acontecimiento mismo como suceso integrante de dicha unidad de la que participa como fenómeno.

Estamos ante una dinámica, movimiento, animación y, por lo tanto, vida. No hay vida en lo que no es capaz de lo común y, por lo tanto, en aquello que no es capaz del encuentro. La identidad tiene la rigidez de la muerte, entendiéndola como tendencia al cese aparente del movimiento. La identidad no es dinámica sino monolítica -o en apariencia monolítica por su tendencia a la rigidez– porque no es capaz de establecer vínculos y relaciones, al grado de llegar a negar la necesidad de los mismos (o tender a ello), incluso en el caso de aquellos que le son inevitables, evidenciando así su instalación en la apariencia irracional de lo diferente. En oposición a ello, lo común y sus habitaciones dan cuenta de una armonía, la belleza inconmensurable del hogar al que su naturaleza la dispone y, por lo tanto, de su música, un lenguaje secreto que suele ocultarse. El de este hogar que, por lo tanto, también es cosmos manifiesto en la contrariedad vinculante de sus singulares apariencias, habitaciones de lo común, atravesadas por la inconmensurable profundidad de la ley que propicia nuestro encuentro.

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