Ahora el puesto de Nicole está en contraesquina del de Karen, cuando antes estaban uno al lado de otro. “¿Y le trajo suerte la gallina?”, le pregunta a Karen, Fermín, el chico de las gallinas que hizo el trueque de veintiséis baleadas por una gallina blanca, Tiresias adolescente y desgarbado. “¡Ah!, viera que suerte”, contesta Karen. “Si quiere me la puede traer”, dice Fermín. “Vea qué bonito, me la da y me la quita.”, reclama Karen. “Sólo le decía por si no la quiere, nomás”, ofrece Fermín. El muchacho toma su carretilla, en la que lleva ahora sus cajas llenas de aves, ya no en la espalda, las ha dejado de cargar (las aves, animal oracular al igual que su vuelo), y sigue su camino sin pedir baleadas.
Nicole (nombre, digamos, gringo) ha echado a Erling (nombre, digamos, gringo) de su casa. Ese día Karen (nombre, digamos, gringo) y Dionisio han llevado una canasta de rosas a la virgen de Suyapa. Ya en casa, tienen relaciones sexuales, Dionisio con un mecánico entusiasmo -valga la paradoja- y Karen con una parsimonia importante, quizá todavía atravesada por lo duelos recientes. Se le ve meditativa, recostada en la misma cama y la penumbra de siempre.
Al día siguiente, frente al puesto de Karen, se detiene una camioneta muy moderna y elegante. De ella baja una mujer apiñonada, una latina muy atractiva, sólo que con el cabello teñido de rubio como la conductora del Talk Show que se transmite desde Miami, del cual Karen es telespectadora.También la animadora de tal programa es latina y apiñonada, sólo que no es una mujer tan atractiva como esta otra mujer, que, inmediatamente, roba la atención de todos. Un acto de territorialización de la mirada muy interesante. Esta mujer, no sólo por su belleza sino por lo atípico de su presencia tan poco rural y más bien urbana, se impone al lograr habitar la sensación de su público.
“Me dijeron que es el mejor lugar para comer baleadas […] todos recomiendan el puesto de Karen, el mejor lugar para comer baleadas […] Todos son muy amables en este pueblo”, afirma la “extranjera”. “Y usted de dónde es, joven”, pregunta a la mujer uno de sus hipnotizados. “De Tegucigalpa”, responde la chica. “¿Anda paseando?”, indaga el mismo hombre cautivado. “No, trabajando”, aclara la extranjera de la capital (De muchas formas y ante muchas personas, por diversas circunstancias, uno puede ser un extranjero en su propio país). “Don Omar [¿habrá en este nombre alguna voluntad reivindicativa reggaetonera?], para servirle”, afirma el mismo hombre deslumbrado para que, por lo menos, sepa cómo se llama. “Mucho gusto, Suyapa (Marisela Flores)”, responde la extraña, mientras en la cara atónita de Karen se dibuja el desconcierto en sus hermosos ojos negros.
“Suyapa, Suyapucha [les juro que tal cual es el diálogo de la actriz], ¡qué casualidad!”. Afirma Karen precipitándose al vértigo de los celos, nuevamente. Mientras tanto, Ramiro, el pretendiente eterno de Karen, la sigue buscando en su moto. Karen se esconde de él, ya no es tan flexible como antes. Quizá ahora sabe que su carne es más “débil” y “accesible” de lo que cree.
¿Por qué habría que tenerlo miedo al placer? o ¿Por qué no temerle? He ahí la necesidad de nuestro deseo y la búsqueda de nosotros mismos que implica su satisfacción, por más necesariamente dolorosos que puedan llegar a ser sus tránsitos. El verdadero problema, parece ser, radica en que Karen siente culpa.
Dionisio y Karen van a un karaoke (un humilde bar pambolero con karaoke, en realidad), a ver un partido de la selección de Honduras. De repente el anfitrión del Karaoke anuncia, “Tenemos una petición para cantar, a qué no saben desde dónde, desde la ciudad capital, Tegucigalpa”. Aparece “Suyapa”, aquella mujer foránea que se apersonó en el puesto de Karen. Viste una ombliguera hecha con la camiseta de la selección de Honduras, mostrando un muy esculpido abdomen, una brevísima cintura y luciendo unas más que estimables caderas. “Esta noche, quiero dedicarle esta canción a un hombre que me robó el corazón”, declara “Suyapa” señalando a Dionisio, quien, ya bastante alcoholizado, recibe unos codazos de atención de su celosa esposa. “Yo soy la otra,/ la que tienes escondida,/ en lo tibio de una herida,/ que te cuida con amor./ Yo soy la otra,/ la que guarda tu perfume,/ en los besos que nos unen,/ cuando ya se esconde el sol./ Yo soy la otra,/ la que limpia tu mirada,/ cuando tu alma está cansada,/ y te arrulla en su calor./ Yo soy la otra,/ la que no se llama esposa,/ la que da el color de rosa,/ a tu tiempo que sobró.”, le canta “Suyapa” a Dionisio, ante la sonrisa etílica de este último y los celos de Karen. Aparentemente victoriosa, Suyapa va hacia Dionisio, le da un beso en la mejilla y acaricia su rostro.
Karen y Dioniso salen de la fiesta. Este último está demasiado tomado y Karen lo carga. “Suyapa” los ve y le dice a Karen, “Deja que lo llevo yo”. “Qué te metés”, le dice Karen aireada. “Qué estés mejor mañana, Dionisio”, grita “Suyapa” para seguir amarrando navajas en la pelea de gallos de los celos. “«¡Qué estés mejor mañana, Dionisio!» ¡Imbécil¡, ¿qué se cree esa estúpida?”, reclama Karen a un Dionisio totalmente dormido por el alcohol, tumbado en la cama, mientras Karen acaba de cambiarse en la oscuridad ligera de la noche. Vemos la captura de su sensación, el dominio de los celos. Está tan enojada que se desquita con la pobre gallina, “¿Y vos qué me vez?”, le dice mientras la arroja fuera de la casa. Queda la toma de su torpe vuelo como lo contrario al vuelo de una paloma de la paz. Su cacareo manifiesta el estruendo del alma de Karen. Sin embargo, falta el tiro de gracia. Suena el celular de Dionisio. Karen contesta, le cuelgan y hace una rabieta. Marca el número del cual llamaron, a través del registro de llamadas (insisto, quien inventó el celular era un hombre de tan buena voluntad como el que inventó el silenciador de las pistolas). “Aló, Dionisio. ¿Sos vos?”, se trata de la voz de “Suyapa”. “¿Aló?, soy yo, “Suyapa”, quiero hablar con vos, llámame.” repite la extranjera que vino a alterar el orden de la pequeña polis (y quizá ni tan pequeña) que puede ser un matrimonio. Karen golpea una pared y un mueble, “¡Era verdad, desgraciado!”, le dice a un Dioniso prácticamente inconciente por el alcohol, mientras patea la cama sobre la que duerme. “¡Pendeja!”, se dice Karen a sí misma (No deja de sorprenderme lo mucho que nos parecemos entre nosotros los latinoamericanos). En medio de su rabieta, Karen no se da cuenta de que alguien, oculto en la penumbra rural de dicha casa, roba a la gallina, que estaba ante la puerta de Karen y Dionisio, justo en los límites de la polis.
Gracias por tu articulo. Un cordial saludo.