Hubo un punto de mi vida en el que decidí ser filósofo y esto me llevó a ingresar a la licenciatura en filosofía. Ahora que los veo en retrospectiva, los motivos que tuve para hacerlo probablemente no eran las mejores razones; de hecho, algunos tal vez no son razones en sentido propio.
Llegué a la carrera en gran medida debido a que estaba indeciso, había muchas disciplinas que me llamaban la atención y, de alguna manera, sentí que la filosofía podía satisfacer mis inquietudes diversas. Por un lado, me gustaban las matemáticas y la física. Aunque me atraía más la primera, en parte por el nivel de abstracción que implicaba, pero más porque veía en ellas un aspecto lúdico; me gustaba sentirme retado por los problemas y disfrutaba tratando de resolverlos, así como buscando soluciones diferentes para uno mismo.
También contemplaba la posibilidad de estudiar historia o economía. La primera porque había algo que me fascinaba en los esfuerzos por reconstruir el pasado y explicarlo, más aún en los que trataban de buscar en el pasado respuestas o posibles guías para problemas del presente. Sentía que podía ayudarnos a entender mejor lo que somos y lo que podemos ser.
Consideraba la segunda simplemente porque mis padres y mi tío Rodrigo me habían hablado maravillas de Marx y su crítica al sistema económico; de cómo sus estudios lo habían llevado a exhibirlo como generador de miseria, desigualdad, y sufrimientos. Aunque no entendía bien de qué iba la cosa, lo que decían lo hacía aparecer ante mi imaginación como alguien que había sido capaz de ver con profundidad grandes problemas que enfrentamos como humanidad. Dado que Marx había estudiado economía, pensaba, quería ver lo que él vio, estudiarlo a él mismo y, de ser posible, ir más allá todavía.
Un día, cuando estaba en tercero de prepa, una amiga me sonsacó para saltarme las clases que restaban y asistir a una conferencia que iba a dictar Enrique Semo; entonces se abrió una perspectiva muy atractiva para mí, al ver que podía conjugar ambos intereses en la historia económica. Aunque después de enterarme de que Marx había sido filósofo de formación y de que Semo mismo reconocía su deuda intelectual con Marx y otros filósofos marxistas como Adolfo Sánchez Vázquez, me incliné más bien hacia la filosofía.
Para complicar más mi panorama, justo cuando me estaba haciendo a la idea de que mis aptitudes no bastaban para tener un futuro profesional en la música, tuve la suerte de encontrar un maestro que me hizo ver las cosas de diferente manera. Me ayudó a ganar confianza en mí mismo y a ver todo un conjunto de opciones de vida como músico en las que no había pensado.
Un tanto abrumado por tantas opciones atractivas de uno u otro modo, supe después que había filosofía sobre muchas cosas, que existían, entre otras, la filosofía de la ciencia, de la historia, de la música. Esto claramente contribuyó a inclinar más la balanza hacia la opción de estudiar filosofía. Como he dicho, sentí que de alguna manera encontraría ahí cierta satisfacción para la diversidad de inquietudes y preguntas que tenía.
Sin embargo, lo que más peso tuvo en mi decisión, lo que despertó y afirmó en mí el deseo de convertirme en filósofo, fue la influencia de dos personas.
Una de ellas fue mi profesor de filosofía de la prepa, el profe Álvaro. Lo primero que supe de él fue que le decían “El Vikingo”; me lo dijeron Diana y sus amigas cuando les enseñé mi horario el primer día de clases y me hicieron comentarios sobre todos los profes que conocían. Cuando lo vi pensé que le quedaba bien el sobrenombre: era alto, ancho, de cabello claro y largo que solía llevar amarrado en una coleta, de ojos azules y voz potente. Lo vi llegar a la escuela vistiendo traje y cargando un portafolios, lo que me hizo esperar un profesor serio con cierto aire de solemnidad. Resultó ser dicharachero, relajiento, burlón y, para mí, inspirador.
Una de las primeras cosas que hizo en clase fue preguntarnos cómo haríamos una teoría sobre la memela. Bajita la mano, nos guió en los intentos de encontrar una definición de memela, de dar cuenta de la esencia de esa garnacha exquisita que hacía nuestras delicias en los almuerzos y —lo veo ahora— nos metió en una discusión ontológica sin que fuéramos conscientes de ello. Con él, sólo vimos un poquito de lógica y algunas cosillas de ética; mi formación filosófica en la prepa transcurrió sin que tuviera que leer un diálogo platónico o algún otro texto filosófico clásico.
Más que los temas vistos en clase, fue él mismo quien me provocó admiración y cierta fascinación. Como he dicho, solía ser burlón y jugaba con la manera en que entendíamos las cosas. Recuerdo, por ejemplo, que decía jocosamente: “Aquí el galán del grupo es fulano de tal”; y cuando alguien le replicó con incredulidad cómo podía decir eso si el mencionado era feo, chiquito y flacucho, respondió: “Dije que era galán, no que era guapo. Y para ser galán, no se necesita ser guapo ¡Mírenlo nada más! Siempre que lo veo, está rodeado de mujeres. No como los demás hombres del grupo, que suelen hablar y convivir nada más entre ellos”.
Y así, alternando la seriedad con las chanzas, nos cuestionaba, intentaba hacernos conscientes de nuestros prejuicios y llevarnos a problematizarlos. Nos hacía reflexionar sobre cosas que teníamos por seguras para descubrir que no lo eran; nos forzaba a buscar una manera de fundamentar lo que creíamos y a cambiar de idea si descubríamos que no había bases para sostener lo que pensábamos.
Cuando tuve la oportunidad de platicar personalmente con él, me admiró su manera de ver las cosas, de ayudarme a despreocuparme de asuntos que de pronto me parecían urgentes para ponerme a pensar en otros que, como él decía, me «indigestaban» el cerebro. Cuando se llegaron a sumar a la plática otros compañeros, aprecié su forma de responder mordazmente cuando alguien aseveraba algo con suma confianza, señalando puntos en los que hacía agua lo que sostenía.
No puedo decir que aprendí de él teorías filosóficas, pero sí diría que me enseñó una forma de vivir como filósofo. Se podía ser filósofo y ejercer la filosofía a través del magisterio. Tratando de ayudar a otros a encontrar maneras de pensar y vivir con autonomía.
Tuve otra fuente de inspiración en mi tío Rodrigo. Me encantaba su plática desde que era pequeño. Me contaba historias de Aquiles y otros héroes griegos. Luego, mientras yo iba creciendo, agregó comentarios para relacionarlas con la historia de Grecia misma. “Los mitos tienen un fundamento en la historia real —me decía—, responden a la sociedad de su tiempo». También platicaba conmigo sobre las cosas que me veía leer, las comentábamos y cuestionaba mi manera de entenderlas. Era muy grato para mí tener alguien así que se interesara por mis lecturas infantiles y se prestara a acompañarlas, que me ayudara a relacionar lo que leía con el mundo que me rodeaba.
Él solía platicar mucho de política en las reuniones familiares y me gustaba escuchar, aunque no entendiera lo que se discutía. Sentía que había algo especial en su manera de entender y decir las cosas, algo que también debían percibir los demás, a juzgar por cómo lo escuchaban.
Mientras crecía, también creció mi respeto por él. Sabía desde pequeño que trabajaba en prensa, que tenía que moverse constantemente de un lado a otro en busca de información, pero después supe más sobre cómo se esforzaba por conjugar su trabajo periodístico con las luchas locales de campesinos y trabajadores, de la manera en que trataba de obtener y usar o mover la información para favorecerlos.
Un buen día, supe que él había estudiado filosofía. Fue todo un descubrimiento para mí, en todos esos años nunca me había preguntado cuál había sido su formación. Me dio cierto gusto saber, además, que había tomado esa decisión contracorriente de las expectativas de muchos en su entorno familiar. Cuando esperaban que estudiara derecho, él optó por una vía diferente. Su decisión fue un ejercicio de autonomía y también la expresión una toma de posición ética: había visto algunas cosas que implicaba el trabajo de un abogado, cosas que él consideraba injustas y no estaba dispuesto a hacer. Prefirió buscar herramientas para entender las injusticias y luchar contra ellas.
¡Entonces también así se podía ser filósofo! Usando las herramientas adquiridas con base en horas y horas de estudio para analizar la información que se recaba, con la finalidad de contribuir a la lucha contra la miseria, exclusiones, despojos y otras formas de injusticia.
Cuando entré a la prepa, y le hablé a mi tío sobre el Vikingo, resultó que ambos habían sido compañeros en la carrera. Además, los dos habían formado parte de un equipo «liberador» de libros que ayudaba a estudiantes a conseguir textos necesarios para sus estudios. A pesar de su formación común, sus vidas como filósofos eran muy distintas. Ambos habían tomado caminos diferentes y habían encontrado su propia manera de ejercer la filosofía.
Si este era el tipo de posibilidades que ofrecía la filosofía, estaba dispuesto a tomar ese camino. Y fue así, menos a través de la teoría y más debido a la influencia de la forma de vida de estas dos personas, que decidí ser filósofo.