Cuando terminé el cuarto grado de primaria, me cambiaron de escuela. Sin saber cómo ni por qué, sin oportunidad para despedirme de mis compañeros, me encontré fuera de la escuela Margarita Maza de Juárez, comenzando un ciclo nuevo en la primaria federal Roberto Cañedo.
El cambio me sentó mal. Yo no quería estar ahí. Me sentía ignorado por los compañeros, los veía poco dispuestos para abrir un espacio para mí en alguno de los grupillos ya conformados, o para platicar conmigo siquiera. La relación con la profesora tampoco me gustó. Yo veía mal, escribía muy lento y mi letra, de por sí mala, se volvía peor con la prisa. Como resultado obtuve comentarios negativos sobre la limpieza de mi trabajo y tuve que repetir en casa algunas de las actividades para presentarlas en limpio después.
Al iniciar la segunda semana de clases, si no me equivoco, me sentí mal de camino a la escuela y de pronto comencé a vomitar. Mi padre me observó con detenimiento y ofreció una explicación: «No estás enfermo del estómago, es que no quieres ir a la escuela. Los compañeros no te caen bien, no te tratan como te gustaría y la maestra tampoco». Tenía razón, yo no estaba a gusto. Tal vez nadie me trataba mal, pero yo no me sentía cómodo.
Desafortunadamente, no había condiciones para volver a mi escuela anterior. Mis padres me dijeron que lo más que se podía hacer era cambiarme de grupo con la esperanza de que llegara a uno en el que me sintiera mejor. «Pero nosotros no podemos mover nada», añadieron, «vas a tener que pedir el cambio tú mismo». Así que me armé de valor y a la mañana siguiente me fui a plantar en la dirección para explicar mi situación y solicitar el cambio de grupo.
Afortunadamente para mí, la directora, la maestra Rosy, me escuchó atentamente, lo pensó un poco y accedió a mi solicitud. Me dijo cuántos grupos más había de quinto grado y los nombres de las profesoras que estaban a cargo de ellos. Uno de esos nombres llamó mi atención: Rayito. Resaltó tanto entre todos que no recuerdo los demás. Para mí, sonaba bien, sonaba como un nombre pronunciado con cariño, y, sin pensarlo mucho, pedí que me cambiaran a su grupo. «¿Estás seguro? —inquirió la directora— piénsalo bien, no te puedo cambiar de grupo más de una vez y Rayito, aunque es buena, tiene su carácter». Pero algo me atraía en ese nombre luminoso, que parecía anunciar cierta ternura y no dudé. Así que la maestra Rosy procedió a hacer el cambio, me acompañó para informar a la maestra de mi grupo y luego me llevó a mi nuevo salón.
Una vez en la entrada del salón, cuya puerta daba al patio principal, creo haber escuchado decir a la directora «Rayito, le traigo un niño», para luego ver avanzar a la profesora hacia la puerta. Me encontré frente a una mujer alta y delgada; morena, con el cabello corto cuidadosamente peinado y aretes dorados, vestida con pulcritud. La voz un tanto gruesa y rasposa con la que respondió a la directora que me sorprendió. Pero me recibió con una sonrisa y, después de escuchar lo que sea que le haya dicho la maestra Rosy, procedió a presentarme al grupo y asignarme un sitio en el salón.
Recuerdo que para hacerlo comparó mi estatura con la de otros compañeros, volvió a reír mientras decía algo relacionado con mi tamaño y el lugar que me tocaría y finalmente quedé en mi lugar. Además, les dijo a los compañeros que esperaba que me recibieran bien, les encargó que se hicieran mis amigos.
Jamás me arrepentí de haber entrado a ese grupo de quinto a cargo de la profesora Margarita Rayito Arroyo Medina. Es verdad que tenía un carácter fuerte, pero solía ser bastante alegre y sonriente. En retrospectiva, creo que no manifestaba enfado o molestia sin razón.
En mi caso, especialmente, tengo la impresión de que le molestaban dos cosas: mi pereza y mi soberbia. Las tareas escolares nunca me gustaron, había actividades a las que no les veía sentido y no las hacía o no me esforzaba al hacerlas. Creo que le molestaba porque estaba consciente de que si fallaba en algo escolarmente, no era por falta de capacidad. Al mismo tiempo, yo tenía bastante confianza en lo que sabía y en mis recursos, lo que a veces me hacía menospreciar los quehaceres. Pero no le molestaba mi confianza, sino ese menosprecio que llegaba a mostrar.
La recuerdo además como una docente comprometida con el impacto de su intervención más allá del aula, en las vidas de los niños. Hay dos anécdotas que tengo bastante presentes al respecto.
En una ocasión, tuvimos que hacer un cojín, creo que era para las fiestas decembrinas. Teníamos que cortar la tela, hacer las costuras, coser los adornos que llevaría, rellenarlo y cerrarlo bien. En clase se nos explicaba el proceso, se nos enseñaba cómo hacer las costuras y luego debíamos continuar en casa, para mostrar avances en la siguiente sesión. Pero hubo un compañero que no hacía el trabajo en casa. Como la situación fuera recurrente, Rayito solicitó que su mamá fuera a la escuela para platicar con ella.
Cuando la señora se presentó, la suerte quiso que yo estuviera lo bastante cerca para escuchar la plática. Cuando la maestra preguntó por qué su hijo no avanzaba con la tarea, la madre explicó que se debía a la oposición del papá, que cada vez que lo veía decía que esas eran cosas de mujeres y su hijo no tenía por qué hacerlas. Visiblemente enfadada, Rayito le dijo a la señora que eso no estaba bien, que el marido no tenía razón alguna y que ella no le hacía ningún bien a su hijo al permitir que no aprendiera cómo hacer ese tipo de labores. «¿Qué va a pasar si usted llega a faltar? ¿Qué le va a pasar si no encuentra alguien que lo atienda? ¿Se va a quedar sin botones por no saber pegarlos?», inquirió para luego añadir con voz alta y tono severo: «¡No! ¡Si su hijo no aprende a coser, a planchar, a cocinar, a limpiar, usted no está educando un hombre, está educando un inútil!». No sé cómo continuó la conversación, pero a partir de entonces nuestro compañero llegó a las siguientes clases con avances de costura hechos en casa.
La otra situación que recuerdo fue un tanto diferente, porque no involucraba al alumno de manera tan directa. No recuerdo bien cómo pasó todo, sólo sé que cuando una de las mamás fue a verla, terminó llorando y desahogándose con ella, quejándose de la falta de apoyo que sentía de parte de su marido. La maestra no dudó en citar al señor y ponerlo como lazo de cochino cuando se presentó. No escuché bien la charla completa, pero recuerdo a Rayito en pie tras de su escritorio, recargada en él, observando fijamente al señor por arriba de sus gafas mientras decía: «Su esposa necesita más de usted. Su esposa está triste y eso no está bien. Yo lo he visto y se lo puedo decir: detrás de una mamá contenta, hay un hombre; detrás de una mamá triste, no hay un hombre, hay una basura. ¡Usted tiene que decidir qué es lo que quiere ser!».
Así recuerdo a Rayito. Firme ante aquello que consideraba que no era correcto; tratando de ir más allá del ámbito escolar para mejorar el contexto de sus alumnos. Pero también alegre, invitándonos a salir al patio «a mover el bote» en el festival del día del niño o riendo con ganas ante alguna ocurrencia nuestra.
Supe que se jubiló y que le gustaba ir a bailar de tarde en tarde. Espero que sea feliz y que tenga la satisfacción de haber marcado para bien varias vidas, así como marcó la mía.