A los hombres nos gustan las palabras grandilocuentes, nos hacen sentir importantes e imprescindibles como especie, además de muy inteligentes. La naturaleza, en cuanto se harte -que parece que ello será en muy breve-, con la mano en la cintura nos desmentirá. Una de ellas, según mi parecer, es la de Historia. Bueno es el hombre para hacer armas de destrucción masiva sin olvidar el doble filo.
Otra de estas “grandes” palabrotas es “Bien” que, más que una palabra, son dos porque no se puede mencionar al Bien sin que llegue a la cabeza el Mal. Dos hermanas siamesas con un mismo corazón, el hombre. Bueno es el hombre para volverse esclavo de sí mismo, ya sea obedeciendo o mandando, buenos somos para hablar de lo que no sabemos.
Todas ellas tienen una madre, La Verdad. Más que una palabra, su mera mención es una incógnita, la dinamita en busca de explosión que siempre se refugia en la pregunta sabiamente. No busca respuesta para no matar a nadie, peligroso resulta quien la usa, a los fascistas les gusta mucho. Bueno es el hombre para crear falsas consciencias, falsas razones, para justificar su tendencia a renunciar a la responsabilidad de su violencia, ¿es posible?
Más que hablar desde la superficie sinuosa de todas estas palabras -error que ya llevo tiempo cometiendo- quisiera hablar de aquello poco que creo que sé y que, sin embargo, probablemente a penas vislumbro con limitada pero honesta claridad. Quiero hablarles acerca de algo que leí, un relato, una fábula, acerca de un paisaje -humano como todo paisaje- que tiene lo mismo que todos los demás, lo que tienen en común todos los paisajes: sus habitantes, aunque puedan llegar a aparentarlo, no son ni buenos ni malos. Como todos, al igual que nosotros, también están heridos.
Le pregunto a Kalenits en qué momento se dio cuenta por primera vez de que había caído en una emboscada y responde que fue cuando el casco le saltó disparado de la cabeza. Casi de inmediato fue alcanzado tres veces en el pecho y dos en la espalda y, acto seguido, vio cómo una ráfaga taladraba la frente de su mejor amigo y le vaciaba la parte de atrás de la cabeza. Kalenits dice que, cuando lo vio, simplemente “se quedó sobrecogido”.
“En realidad”, esa expresión tan coloquial y cotidiana con la cual podemos decir tan poco a pesar de pretender lo contrario. ¿Qué es entonces lo extraordinario o, mejor dicho, qué es lo que consideramos cotidiano? Parece que la situación aparentemente extraordinaria de la guerra nos pone ante la complejidad de nuestras vidas, las habitaciones del mundo en el cual este último consiste.
Estamos ante el testimonio de un hombre convertido, en este caso un soldado, que se da cuenta de la manera en la que habita el mundo cuando ésta lo dispone a la cercanía milimétrica que siempre tenemos con la muerte. Quizá de aquí podamos inferir una primera imagen de la vida como el esfuerzo por afirmar la satisfacción de nuestra existencia en el mundo a pesar de su dolor, a pesar de la cercanía con el inminente fin de la misma. Más que un acto de amor a uno mismo parece la voluntad de comprender y apreciar la belleza posible del mundo, la plenitud que este último puede ser, en el padecimiento de nuestro cuerpo, desde su más llana fisiología, ya que las demás posibilidades de aproximación a la misma, aparentemente, nos son lejanas debido a su fantasmalidad. Esa experiencia del cuerpo que parece no acontecer porque no registramos su inmediatez de manera fehaciente, a pesar de que la prueba de su contundencia es el mínimo equilibrio que significa la vida como mínima conciencia de sí misma.
Esta inconmensurabilidad hace de mucha de nuestra vida un supuesto fantasma metafísico que se traduce en la inmediata apariencia de lo visible o invisible de un cuerpo. Sin embargo, da cuenta de la inconmensurabilidad del mundo que somos, nuestra complejidad. Lo que no vemos no necesariamente es inasible o inaprehensible, no necesariamente deja de acompañarnos, se vincula de manera diferente con nosotros y, conscientemente, nos podemos vincular de manera diferente con tales procesos, a través de la sensación, por ejemplo. No olvidemos que en esta última se cifra la complejidad de fenómenos como nuestra emoción y sentimiento. En este punto amable lector, le pido paciencia, probablemente tenga que soportar cierta reiteración de mi parte.
¿Hasta que punto estamos dispuestos a vincularnos con nosotros mismos?, por más bella y profunda, romántica en el mejor de los casos, que se antoje tal idea, a más de uno nos resulta un reto, a muchos les resulta, en el fondo, aterradora, es estar parado ante la sublime complejidad de un abismo, ¿se está dispuesto a tal ofrenda?, ¿estoy dispuesto a dicho sacrifico con todo y el halo trágico que significa en tanto que fenómeno manifestante de la radicalidad de lo humano? Más allá de fantasmalidades metafísicas, apelamos a lo que muchos podemos estar tentados a llamar su verdadera ontología -¿qué tanto podríamos entrecomillar la palabra verdadera en este caso para hablar de “verdadera” ontología?-, la posibilidad de atender la voz de su logos que significa su manifestación fisiológica para relacionarnos con ella lo mejor posible y, en ese sentido, hacer de nosotros mismos el mejor mundo posible, la poiesis que resulta tal invitación, a pesar de su inconmensurabilidad manifiesta en dicha invisibilidad.
Sin embargo, por si doy pie a alguna confusión, antes de hacer creer que soy partidario de un realismo ingenuo, incluso después de haber dudado de postura semejante en las primeras líneas de este escrito, me parece pertinente aclarar lo siguiente. Asumiendo los limites del lenguaje verbal, sin demeritar la importante posibilidad del mismo para la transmisión de nuestro pensamiento, ¿no será posible que fenómenos como las fantasmalidades metafísicas de las que hablo nos ayuden a establecer una primera relación simbólica, por supuesto, siempre susceptible de reconfiguración, con el padecimiento -en términos llanos- al cual queremos acceder para su comprensión? ¿Por qué no podrían contribuir a clarificar la inextricable relación entre padecimiento como consciencia y consciencia como padecimiento de nuestra fisiología? La clarificación de las dinámicas vitales del cuerpo manifiestas en la complejidad de su actividad.
Por supuesto, tales fenómenos simbólicos son inevitables y, por su carácter aparente y “elevado” -como si dejaran de ser fenómenos de un cuerpo y, por lo tanto, su fisiología-, susceptibles de la ambigüedad propia de lo poético, sin dejar de ser fenómenos del cuerpo en el que se manifiestan, insisto, y de la sabiduría de una verdad que construimos todos, que, por ello, jamás es absoluta. En ella se manifiesta la sabiduría de quien accede al humor y no se toma en serio la vida. Bien dice Dostoievski, “El humor mueve a la conmiseración”. Ese es justo el tema, la posibilidad de aprovechar la sabiduría de una debilidad como la compasión -me permito un abuso conceptual a través de una palabra cercana a la usada por Dostoievski- para hacer la labor de habitar la fisiología de nuestro cuerpo, aquella que manifiesta nuestra emociones y sentimientos, y, de tal forma, abrir una vía para intentar comprender el sufrimiento de los demás.
Es entonces que la ambigüedad propia de lo poético juega a nuestro favor ante la complejidad de los fenómenos que constituyen la manifestación vital de nuestra fisiología, tanto en su apariencia como en la invisibilidad vinculante que se manifiesta en la primera. Más allá de la rigidez de la claridad y distinción y su compromiso con una lógica de la identidad -sin desestimar lo importante que ésta fue en su momento y sin poner en duda su probable necesidad, actualidad y vigencia, sobre todo ante fenómenos que la demanden para facilitar su comprensión-, la ambigüedad característica de lo poético nos permite ser un puente, el de la lógica de la semejanza, parafraseando a mi amigo Rafael Ángel Gómez Choreño, capaz de permitirnos las imaginaciones que configuren, signos, símbolos e imágenes que evidencien la relación, el vínculo, entre los fenómenos aparentes e invisibles de nuestra fisiología, entre la “verdad” y “mentira” entrecomilladas por la valiosa sencillez de lo común de lo cotidiano, entre la verdad y mentira de nuestro mundo, a pesar de la profundidad de nuestro logos del cual todos participamos.
El mundo busca habitar a un hombre de carne y hueso al tratar de impactar su cabeza para destruirla. La bala que fue usada para ello resulta detenida por el casco que portaba. El mundo que es la relación de su cuerpo con el paisaje que lo habita para habitarse se ensaña con su pecho y espalda y, aunque nos parezca increíble, el hombre puede contarlo, si decidimos creerle a nuestro cronista, Sebastian Junger. Sin embargo, el duelo resulta lo más contundente de todo, si seguimos el relato.
El mundo como paisaje de quien lo padece ha hecho restos de plomo y esquirlas de sí mismo al cráneo vaciado de su mejor amigo. ¿Qué verdad capaz de claridad y distinción es posible ante tal contundencia?, ¿qué definición u artificio metafísico con tales pretensiones puede soportar -ser soporte- de tal padecimiento de la propia finitud sin antojarse experiencia de estufa? La radical pérdida de alguien, parte de lo demás, alguien que es parte constitutiva tu emoción y sentimiento, quizá lo más invisible de tu finitud, manifiesta en su fisiología dinámica, la vida profunda de tu cuerpo siempre e inevitablemente sensible, el mundo, tu mundo, el de aquel soldado, invisible en la apariencia de la emoción y el sentimiento habitantes de sí mismo, su mundo, su cuerpo testigo de la aparente fuga de la vida más concreta y particular de un cuerpo, el de su compañero, habitando el instante último de la extinción del mundo, su mundo ¿no resulta limitado el lenguaje y sus imágenes? ¿Por qué no asumir su finitud, no como una incapacidad sino como la compleja posibilidad de sus potencias ante el tipo de relaciones que puede ser capaz de establecer en tanto que fenómeno humano?
Es momento de hacer una humilde advertencia, quien en este punto esté decepcionado por haber esperado alguna novedad de mi parte -si es que algo así realmente es posible, en especial de mi parte-, tiene todo el derecho a abandonar esta lectura. No vine aquí a hablar de nada nuevo ni de nada que otros no hayan dicho.
¿Qué clase de vida se mueve en el cuerpo de quien sufre el sobrecogimiento, la fisiología, que implica ver el cráneo vaciado de tu mejor amigo mientras su contenido se derrama sobre su espalda?; ¿qué clase de significatividad se constituye a través del dolor de tan sublime magnitud en un cuerpo cuya sensibilidad ha sido subvertida por tal sufrimiento?; ¿cómo no esperar que la consciencia busque su escisión del cuerpo -desvinculación, desarmonización, de sí mismo- ante la experiencia del fin del mundo?; ¿cómo el ser testigo de tan sublime magnitud sobrevive sin reinventarse, sin una poiesis de sí mismo, más allá de lo abstracta que resulta en tal momento la palabra muerte si le hacemos caso a la veracidad que pretende la crónica que ahora nos invita a su reflexión?
Es suficiente la “simple” evocación de los trágicos paisajes del mundo desolado en esta clase de instantes para desafiar al pensamiento, basta su imaginación. Resulta en la invitación al esfuerzo de que la emergencia de su vida en nosotros no derive meramente en una formalización-convencional y abstracta como a las que tiende la constitución de toda moral. Nos invita a una subversión de nosotros mismos, una praxis, una poiesis, en el mejor de los casos cuando resulta una consciencia. Nos exige una representación vital en nosotros mismos, en un sentido de actualidad más aristotélico que platónico. Sólo queda la ayuda de nuestra imaginación, a través del ejercicio perverso de la sabia debilidad de nuestra compasión, para hacer de nuestro dolor una habitación de nosotros mismos. De tal forma, hacemos el esfuerzo de “apropiarnos” de lo “ajeno”, lo demás que constituye nuestro mundo (haciéndolo común), haciendo el esfuerzo de contener -no reprimir- la necesaria y salvadora fantasmagoría metafísica del yo -con todo y su potencialmente poética emergencia y carácter simbólicos. El sentido de ello es comprender a los demás que son parte de nuestro mundo (comunidad).