De la sublime semejanza y su escisión

En este cuento la vida y la “muerte” son uno y lo mismo como siempre, como jamás dejan de serlo, como “realidad” y ficción resultan uno y lo mismo, en la mutualidad de lo semejante que realmente significa lo común. La uniformidad de lo idéntico, su homogeneidad, excluye todo lo demás con lo cual hacer comunidad. ¿Con qué se convive entre iguales sino es con uno mismo?… Si es que ello es posible, ¿no será la identidad una inercia, una llana voluntad negadora, cómoda y negligente que haga, a través de su
convención, más fácil, más eficiente y, a la vez, más injusto al mundo y
nuestras vidas?

Sin embargo, ello no implica y puede excluir a la indignante mera sugerencia de lo que resulta intolerable, aquello cuya exclusión resulta, más que legítima, necesaria y hasta imprescindible. De ahí la urgente reivindicación de la intolerancia en contra de la pereza mental que significa su contrario. La tolerancia, muchas veces, -además de que siempre implica al problemático fenómeno de la represión– consiste en la reivindicación de una eficiencia a favor de la realización, ponderación y preeminencia de nuestro interés privado por encima del bien común y, por lo tanto, de la justicia que éste implica. En la tolerancia, en tanto que convención, se basan aquellas variantes de la deshonestidad -la hipocresía, por ejemplo- que detentan quienes tienen el poder de llevarlas a cabo. Aquellos capaces de jugar a favor de sí mismos y sus intereses (sin negar las circunstancias para ello), aquellos que pueden ser estrategas de acciones de las cuales dependen y a las cuales están sujetos los demás, muchas veces, en mayor o menor medida, los verdaderamente vulnerables. Esto lo digo sin negar que el poder también es variante y variable. La mayoría, en menor o mayor medida, somos tan vulnerables e indigentes como poderosos, sin negar a aquellos radicalmente excluidos, habitantes de una vida nuda, sujetos al poder de manera radical, más capaces de posibilidad que de probabilidad y, por lo tanto, radicalmente sujetos al poder si no son capaces de emanciparse de su necesidad. Más capaces de posibilidad que de probabilidad y, por lo tanto, menos capaces tanto de posibilidad como de probabilidad que muchos de nosotros.

Dificilísima y terrible misión resulta la emancipación de nuestra necesidad en circunstancias tan adversas como la de quien habita la calle, por ejemplo.  Sin embargo, no quiero negar la posibilidad de su emancipación del yugo del mundo porque, como toda experiencia -sin negar un correlato fáctico de la misma- resulta intransferible.

Sin embargo, tampoco quiero negar a aquellos que sistemáticamente son ignorados por el padecimiento de tan tremendas circunstancias y que se han enquistado a la miseria del mundo, nuestra miseria, haciéndose una con ella, además de su imagen, su retrato, su reflejo, el paisaje más adverso de la necesidad de nuestro mundo. Su emergencia también es un correlato fáctico de la dificultad que nos remite a nuestra necesidad, al dato semejante de nuestro dolor, por más intransferible que resulte su experiencia. Negarlo es tan irresponsable como la victimización de quienes padecen tal nivel de adversidad. Ahí se manifiesta la problemática conmiseración que da cuenta de nuestro carácter humano. Quizá estos seres humanos sean los más evidentemente negados por la lógica de la identidad y los que tengan la misión más difícil de todas, la misión semejante que nos une, a pesar de las distintas circunstancias. En ella se manifiesta la voluntad que entraña nuestra finitud, nuestra indigencia, una voluntad de vida que, sin posibilidad alguna de ir más allá del datum biológico-fisiológico de nuestra animalidad, resulta más compleja y problemática que la de cualquier otro ser vivo por los extravíos que significa la consciencia de sí misma, característica propia de lo humano.

En aquellos cuya voluntad de vida ya ha sido derrotada en batallas anteriores, magnitudes incalculables de un dolor que sólo ellos han sentido y del cual, quizá, apenas puedan hablar sin que ello signifique cabal comprensión del mismo, a pesar de que, quizá  con cierta verosimilitud, la de lo imaginable, a pesar de que dicha voluntad esté sumamente abandonada mas no del todo perdida y a pesar de lo carente de su consciencia, así de imaginable se vuelve su dolor, así de visible resulta dicho sufrimiento si no perdemos de vista que lo imaginable lo es porque puede ser imagen.

En las condiciones de una vida nuda, quizá de manera inevitable, quizá con la sensatez de toda lógica por más básica que sea esta última, surge en mí una pregunta, ¿para qué seguir viviendo?; ¿para qué un cuerpo querría seguir haciéndolo en dichas condiciones y tal circunstancia?; ¿qué de la fisis lleva a tal fisiología a aceptar dicho dolor como la vida o, peor aún, como un destino, sin advertir que tal semejante indigencia ya lo es en todo ser vivo, en todo animal, especialmente en el caso del hombre, de manera radical por lo inevitable de su autoconsciencia? Quizá haya algo de coraje en dicha voluntad de vida o quizá se trate de cierta indigna cobardía, la de no atreverse a matarse. Querido lector, ¿se da cuenta de lo estúpido que resulta juzgar tan compleja voluntad de vida? Probablemente nuestra verdadera cobardía radique en lo pueril de nuestras abstracciones, es la frivolidad de nuestra estupidez. Así de complejo (tan problemático como para poseer la ambigüedad de lo poético) resulta si quiera pensar en lo que significa afirmarse en el ser.

 No puedo hablar, sin dejar de recordarlas, de las únicas víctimas de la lógica de la identidad. Los más vulnerables, los únicos santos e inocentes, los niños. No negaré la responsabilidad tanto de “víctimas” como de “victimarios”, todos nosotros aparentes adultos que hemos constituido esta vida tan compleja. Ambos conjuntos, “adultos” negligentes y falibles, crueles y prejuiciosos, somos responsables de nuestra miseria y su resultado. Tampoco me parece justo negar la dificultad de dicho estadio, la del adulto que, paradójicamente, pondera la hipocresía moral de quien se detenta en el pedestal de juez, como si realmente alguno de nosotros no fuera falible. Quien lo haga, es el más responsable de todos y el más culpable de los miserables. No culpable de un delito sino aquél que más carga en sus hombros el peso de su miseria, el tonelaje de su culpa. Tal inquisidor lo hemos sido todos en cualquier presente (pasado y/o actual) o lo somos potencialmente en cualquier presente futuro. Tal es nuestra falibilidad, la de un ser finito, según el tamaño de nuestra miseria, el tamaño de nuestro poder y el acceso circunstancial a dicho pedestal según nuestro poder y, por lo tanto, de acuerdo a nuestra propiedad. Propietario de la verdad, ¿puede haber más falible, absurda y ridícula ilusión? Hay quien hace de ello su pasión. El poder es ridículo, hay que reírse de él.

 Ser adulto. La exigencia que inicia en el abrir de ojos al que empuja el nuevo día, su renovación, y termina con el cerrar de nuestros párpados derrotados por la penumbra, su remanso. No podemos negar que ser adulto también es variante y variable. Por más difícil que resulte la inevitable necesidad de ser adulto, procurar nuestra virtud, voz que escucha para atenderla o ignorarla desde el más poderoso hasta el más vulnerable, todo hombre está sujeto a la lógica de la identidad, es la demanda del mundo “adulto” que hemos creado (histérico y neurótico en los hechos). Sin embargo, insisto, a los únicos a los que no podemos exigirles nada y los cuales deben ser sagrados ante la adversa complejidad de la habitación del mundo  que hemos decidido llevar a cabo “los adultos”, son los niños.

La alteridad que niega a la comunidad, la semejanza, es el evento del fascismo y su negación. Por ello, la alteridad, con todo y su aparente radicalidad, con todo y su aparente desafío a nuestra inteligibilidad, no deja de poder entrañar la peor posibilidad de nosotros mismos porque también ello nos es semejante. En ella y en lo perverso de su reconocimiento puede consistir y estar entreverada la trampa que articule la inoculación de las larvas de la estupidez, joven madre del fascismo, encarnada en la masa indolente que le ha delegado su pensamiento al bárbaro. La injusticia es el resultado manifiesto y contundente de dicha voluntad, la renuncia a nosotros mismos a favor de la paternidad de quien nos ha normalizado a través de la uniformidad irracional de una identidad, su imagen y, por lo tanto, su lógica.

Lo intolerable, circunstancias y motivos de indignación que remarcan la diferencia y desafían lo semejante, lo que nos une, la comunidad. En nuestro cuento, la vida y la muerte oscilan entre la voluntad de ceder, permitir ser exterminado, y matar para evitar la propia muerte y, con ello, sobrevivir, aunque implique matar a los demás. El bien y el mal parecen diluirse y resultar la misma cosa ante el destino inevitable de nuestra finitud,con toda su problematicidad.Tal es la semejanza que nos une. Quizá por eso, tanto la vida como la muerte,no dejan de ser lo que son, lo mismo, cuando se encuentran en el arte.

De manera semejante, en nuestro cuento lo bueno y lo malo son indescifrables, tan sólo es evidente la turbulencia del dolor en su fatal contundencia. Queda claro en tal paisaje de lo humano que no sólo todo dolor es fisiológico sino que todo en el mundo, toda vida y su paisaje, todo mundo tan posible como probable, es fisiológico. Lo bueno y lo malo se evidencian apariencias por su disolución ante nuestra sobrevivencia, en este caso, la de nuestros protagonistas. Nuestra finitud signa nuestros actos, no por su bondad o su maldad sino por su necesidad.Se evidencia lo cuestionable de las primeras categorías ante la última por el carácter convencional que sugiere su mera enunciación, su carácter aparente y simplificador. Se antojan paliativos ante la dificultad de una emergencia que las rebasa, un fenómeno que son capaces de abarcar y del cual no pueden ser soporte. Su enunciación no responde, parecen evidenciar la falta de correspondencia con facticidad alguna, no refieren a correlato alguno. Por ello, no podemos hablar de una evidencia de la fisis, facticidad de cualquier tipo que nos hable de esta última,sino que parecen un intento de expresión, lo más que logra la impotencia ante la necesidad de comprensión ante la complejidad de nuestra vida.

Matar en nuestro cuento es un esfuerzo de persistencia en la materia, poder matar significa sobrevivir, la negación al abandono de la misma. Vivir es lograr que no te maten, no dejar de vivir al no permitir que el enemigo haga todo lo posible para ello. Matar es un acto de afirmación de la vida, de persistencia en el ser, lograr destruir al enemigo antes de que él lo haga. Tal es la semejante voluntad que entraña la misión común de ambos bandos, derrotar al enemigo. Lo veremos con mayor nitidez, nuestro cuento no tiene que ver con política, con patriotismo o ideología. No, por lo menos, en el sentido más burdo y habitual en el que entendemos tales conceptos. Sólo está el hombre desnudo en medio del desierto que es todo campo de batalla. Lo insignificante se ha vuelto invisible, lo importante está ante los ojos del corazón. Si pudiéramos hablar de sustancia alguna, quizá, ésa sólo sea el dolor, el dolor de un cuerpo, aquel que lo atraviesa. Por eso, bien y mal son lo mismo cuando se encuentran en el arte.

Nuestros protagonistas saben la diferencia entre el acto y el gesto, entre el instante, plenitud del presente inaugurador del porvenir (presente en movimiento), y la especulación probabilística (aunque siempre dentro de los márgenes de lo posible) de toda próxima circunstancia, mera aproximación convencional a condiciones siempre emergentes y tendientes a voluble volatilidad. Más que una imagen, una ilusión. Se diluye con la aproximación al hecho y la normalización reguladora del entrenamiento cuando se pone a este como un fin en sí mismo, en lugar de ser un medio habitado por el sentido. Sin embargo, a pesar de sus limitaciones, surge la actualización, la renovación de la vida en movimiento jamás será lo que creemos y/o pensamos, es lo que nos sucede, lo que nos atraviesa en el instante como la bala que destroza el cráneo del soldado en el campo de batalla, lo inmediato es la conciencia misma: ““Sé que todos los chicos que en el cuartel eran malos, luego en combate eran unos soldados de cojones. Son camorristas y les gustan las peleas. Es malo para el cuartel, pero bueno para el combate, ¿no? Yo ya sé que en el cuartel soy una mierda, pero ¿qué coño importa eso? Te vienen con que les saques brillo a las putas botas. ¿Y a mí qué mierda me importa si las botas brillan o no?””

La disciplina como convención es tan sólo una dinámica de control cuando quien queda sujeta a ella no entiende la materialidad, el contenido fáctico, de la circunstancia para la cual se está preparando. Si partimos de que toda experiencia es intransferible, la novedad de las mismas, por su radicalidad, pueden resultar tan distantes que se vuelven capaces de abrir el abismo que habita el hombre ante la incertidumbre de su destino. Ese lugar donde sólo queda claro el dolor de morir y, por lo tanto, la angustia de todo acto posible y probable de libertad en la que dicha circunstancia nos coloque y signifique. Pensamientos como el asesinato o el suicidio están dispuestos al padecimiento de dicha angustia, ambos habitantes de la muerte como radicalidad de la vida y del hecho de morir como radical incertidumbre que, a pesar de ser siempre así, se muestra como una intensidad agobiante, nueva e indescifrable. Por supuesto, sólo puedo hablar desde el testimonio ajeno y la inferencia. En la intransferibilidad de la experiencia se juega la diferencia entre el acto y el gesto, de ahí la comprensión que nos demandan aquellos que saben del acto por parte de quienes a penas si podemos intuir el gesto.

Si la disciplina del entrenamiento se rigidiza y no se permite su flujo existencial, más allá del hábito que la constituye, no hay forma de adquirir referentes materiales que concluyan lo entrenado, no hay condiciones suficientes y necesarias para la emulación de la guerra, la disciplina se constituye como conciencia y se comprueba en la completud que adquiere a través de la sensación del cuerpo, aquello que sólo analíticamente podríamos llamar la experiencia de este último, la experiencia del cuerpo, es la plena atención del mismo, un despertar a su inmediatez a través y desde ella, quizá, algo semejante a lo que los budistas llaman “atención consciente”. En esto último intentaremos indagar en momentos posteriores.

Se trata de la circunstanciación de un cuerpo a través de su padecimiento (pathos), cómo un arte de vivir (nuestra poiesis, nuestra performatividad en relación con un evento) nos introduce a una lógica de supervivencia que es guiada por la sensación, entendiendo a la misma como la manera en la que el cuerpo piensa y adquieren contenido las descripciones analíticas de todo pensamiento, a pesar de su inevitable tendencia a la abstracción. Desde este punto de vista y con base en lo anterior, quizá nuestro pensamiento sea lo que menos nos pertenece, a pesar de la ilusión alienante que nos dice todo lo contrario, ilusoriedad a la cual estamos tan condicionados que, por otra parte, el cuerpo, quizá y con base en lo anterior, sea aquello que más tendemos a enajenar hasta la alienación.

En este cuento el desierto de la vida es el campo de batalla, el paisaje en el que la vida se manifiesta como plenitud de nuestra finitud a través del padecimiento de esta última, la vida es la guerra. Nuestra adversidad constitutiva hace del dolor la inevitable confirmación de nuestra vida como padecimiento de nuestra finitud, nuestra angustia.

Las botas lustradas de un soldado hablan de su compromiso, de su obediencia, de su capacidad de asimilación y aprendizaje del entrenamiento. Sin embargo, dicho signo asciende a un carácter simbólico sólo si es capaz de matar para sobrevivir y la supervivencia, como veremos posteriormente, también implica que no maten aquella parte de uno que vive en lo que más queremos. En este caso, aquellos compañeros devenidos en amigos unidos por la semejanza de nuestro dolor mutuo, al grado de llegar a ser, por lo mismo y a pesar de todas aquellas diferencias que parecían trascendentales en la convencionalidad de lo social, más familia que la propia familia de origen, quedando superada la diferencia definida por la lógica de la identidad (sólo posible la articulación de esta última a través de su carácter convencional), para dar pie a la semejanza que implica nuestra falible finitud, a través de la cual un error le puede costar la vida tanto a uno mismo como a un hermano de guerra, ahí está la semejanza. Finitud que se manifiesta con toda su radicalidad en la dolorosa muerte de un querido cuerpo vivo, padeciente, sufriente, e inevitablemente sensible, atravesado por la angustia que confirma nuestra habitación del mundo. En este cuento tan sólo somos cuerpos, materia (átomos) devenida en carne (sarx), descarnados hombres de carne y hueso.

La vigilia como iniciación al sueño

¿Cómo no podría la muerte descarnada de un amigo invitarme a la poética de mí mismo?, la inspiración de un aliento, el de la transformación, la praxis que significa la búsqueda de la consciencia, la habitación de mi cuerpo, único dato fidedigno y “personal” del mundo, el cual, lejos de toda abstracción solipsista, también está constituido -inconmensurablemente, por supuesto- por lo demás. Cambiar, reinventarse, crecer, un acto de supervivencia ante el peligro de estar vivo. Encontrase ante la inconmensurable complejidad de nuestra existencia, cuya materialidad inaprehensible desafía los alcances de palabras como verdad y realidad. Necesitan del esfuerzo comprensivo de la imaginación de algo tan complejo como el carácter constitutivo de nuestra adversidad y las dificultades que ésta constituye y manifiesta en nuestra habitación del mundo.

Tal es la vida en su insondable movimiento, la profundidad de su logos: ““Cambié toda mi vida -me contó O’Byrne-. Me disculpé con todos los profesores a los que había faltado al respeto en alguna ocasión. Pedí perdón a los niños a los que solía apalizar. Me disculpé con todo el mundo e hice el puto juramento de no volver a ser como antes, nunca más. La gente ni me reconocía cuando volví a casa.”” Una transformación que tiene un correlato corporal, la materialidad de nuestra conducta manifiesta en nuestro movimiento, nuestra fisiología en la manifestación más inmediata de sus fenómenos. Una transformación del cuerpo, su reorganización, la cual implica la reconcientización de nuestras dinámicas vitales, integrantes e integradoras de nuestra cotidianidad.

Donde se comprueba todo entrenamiento, donde se comprueba toda teoría, es en su praxis, en la posibilidad transformativa de la poiesis como ejercicio artificial, la deliberación que implica, la artificial voluntad de reorientar nuestra relación con lo demás y los demás, la naturaleza, el cosmos. Esa es la vida (nuestra vida), la vida de un cuerpo (nuestra vida), la habitación de nuestro mundo, no hay más. “Lo demás”, las apariencias en las que se refleja aquella enfermedad llamada “yo” (ego), es la vanidosa abstracción en la que consiste dicha enfermedad y su reflejo. “Yo”, el ego “salvador” y condenatorio que nos eleva a ilusiones, bellas e importantes “mentiras” -aunque no menos problemática dejará de ser su relevancia ante la legitimidad de su cuestionamiento-, el sueño que constituyen nuestra vida… Y, sin embargo, si no pierden referencia -como peligrosamente le suele suceder al mitómano en casos extremos- resultan legítimas proyecciones de la inaprehensible verdad que significa la materialidad concreta y compleja de nuestro dolor, nuestro sufrimiento, nuestra pasión, legítima manifestación de la sabiduría trágica de la hybris, habitante y hábitat, nuestra fisiología (fisis): ““El entrenamiento no puede suplir el combate -le dijo un suboficial negro, de graduación E7, en fuerte Bragg-. Es imposible. Nada puede sustituir esa puta experiencia. Pide que te manden con algún destacamento y, si luego quieres volver, vuelve; pero luego.””

La vida es entonces una iniciación para sí misma, incluyendo la más definitiva de sus adversidades, el padecimiento más contundente e inevitable de nuestra finitud, la muerte.