¿Cómo no podría la muerte descarnada de un amigo invitarme a la poética de mí mismo?, la inspiración de un aliento, el de la transformación, la praxis que significa la búsqueda de la consciencia, la habitación de mi cuerpo, único dato fidedigno y “personal” del mundo, el cual, lejos de toda abstracción solipsista, también está constituido -inconmensurablemente, por supuesto- por lo demás. Cambiar, reinventarse, crecer, un acto de supervivencia ante el peligro de estar vivo. Encontrase ante la inconmensurable complejidad de nuestra existencia, cuya materialidad inaprehensible desafía los alcances de palabras como verdad y realidad. Necesitan del esfuerzo comprensivo de la imaginación de algo tan complejo como el carácter constitutivo de nuestra adversidad y las dificultades que ésta constituye y manifiesta en nuestra habitación del mundo.
Tal es la vida en su insondable movimiento, la profundidad de su logos: ““Cambié toda mi vida -me contó O’Byrne-. Me disculpé con todos los profesores a los que había faltado al respeto en alguna ocasión. Pedí perdón a los niños a los que solía apalizar. Me disculpé con todo el mundo e hice el puto juramento de no volver a ser como antes, nunca más. La gente ni me reconocía cuando volví a casa.”” Una transformación que tiene un correlato corporal, la materialidad de nuestra conducta manifiesta en nuestro movimiento, nuestra fisiología en la manifestación más inmediata de sus fenómenos. Una transformación del cuerpo, su reorganización, la cual implica la reconcientización de nuestras dinámicas vitales, integrantes e integradoras de nuestra cotidianidad.
Donde se comprueba todo entrenamiento, donde se comprueba toda teoría, es en su praxis, en la posibilidad transformativa de la poiesis como ejercicio artificial, la deliberación que implica, la artificial voluntad de reorientar nuestra relación con lo demás y los demás, la naturaleza, el cosmos. Esa es la vida (nuestra vida), la vida de un cuerpo (nuestra vida), la habitación de nuestro mundo, no hay más. “Lo demás”, las apariencias en las que se refleja aquella enfermedad llamada “yo” (ego), es la vanidosa abstracción en la que consiste dicha enfermedad y su reflejo. “Yo”, el ego “salvador” y condenatorio que nos eleva a ilusiones, bellas e importantes “mentiras” -aunque no menos problemática dejará de ser su relevancia ante la legitimidad de su cuestionamiento-, el sueño que constituyen nuestra vida… Y, sin embargo, si no pierden referencia -como peligrosamente le suele suceder al mitómano en casos extremos- resultan legítimas proyecciones de la inaprehensible verdad que significa la materialidad concreta y compleja de nuestro dolor, nuestro sufrimiento, nuestra pasión, legítima manifestación de la sabiduría trágica de la hybris, habitante y hábitat, nuestra fisiología (fisis): ““El entrenamiento no puede suplir el combate -le dijo un suboficial negro, de graduación E7, en fuerte Bragg-. Es imposible. Nada puede sustituir esa puta experiencia. Pide que te manden con algún destacamento y, si luego quieres volver, vuelve; pero luego.””
La vida es entonces una iniciación para sí misma, incluyendo la más definitiva de sus adversidades, el padecimiento más contundente e inevitable de nuestra finitud, la muerte.