La canción del alma

Continuamos la exploración del relato que hace Sebastian Junger de uno de tantos rostros de lo humano como lo es el de la desnudez de la carencia cuando ésta habita la naturaleza demandante de un cuerpo. La metáfora constituida por un conjunto de narraciones históricas nos ofrece dicha imagen, nos remite a la aspereza de la guerra y a la relevancia de la cotidianeidad de un combate naturalizado en todos los aspectos de la circunstancia inmediata de un soldado en cada una de sus prácticas y actividades diarias, como ahondaremos más adelante, cada detalle de la misma se convierte en un asunto de vida o muerte.
Una vida que no tiene principio ni fin por la omnipresencia de la incertidumbre tan sólo es continuidad. Está partiturizada por el compás de aparentes discontinuidades, en este caso preámbulos, contemplaciones y repliegues estratégicos que invitan al dominio, instantes de suma emergencia y contingencia que invitan a una inesperada alegría, terriblemente espontánea, en la que la oportunidad de tal presencia es apreciada con tal compromiso que se vuelve sumamente aprovechada, intensamente vívida y vivida: “El valle de Korengal viene a ser el “Afganistán” de Afganistán: demasiado apartado para conquistarlo, demasiado pobre para intimidarlo, demasiado independiente para sobornarlo. Los soviéticos nunca llegaron más allá de la entrada del valle y los talibanes ni siquiera se atrevían a entrar.” El testimonio anterior nos ofrece una postal del lugar donde se encuentran los protagonistas de nuestro relato. “Una postal del infierno” sería lo fácilmente afirmado por las inteligencias más burdas tendientes a estigmatizar a lo monstruoso por rebasar su experiencia, la comprensión de la que sus cuerpos son capaces. Seres rebasados por la complejidad de la profunda penumbra que columbran, el problema (próblema) del misterio que es el hombre.
A pesar de lo anterior, también es la postal de un hogar para quienes han hecho de tal paisaje algo semejante. El hogar está donde se encuentra el corazón y el latido del mismo son los afectos, la familia, con quienes compartimos la tristeza del duelo y la alegría emergente de los momentos tan únicos que llamamos “eternos”, un tiempo que brota, nos dice Bachelard, indeterminable, único y de afortunada y ambigua volátil variabilidad, como la emergencia del afortunado verso por parte del poeta durante la subversiva torcedura que implica la plenitud de su momento de creación, momento de armoniosa relación consigo mismo en tanto que parte del cosmos.
Desde tal comprensión puede surgir el darse cuenta del carácter aparente de la soledad. No hay soledad en el paisaje porque es habitable o no es paisaje, al grado que incluso nuestro dolor es una compañía, una habitación de nosotros mismos, digna de contemplación, recurso de templada actividad tendiente a la quietud, capaz de ser una puerta hacia la comprensión, madre de la serenidad como bien afirman los cínicos, estoicos y epicúreos.
Estos hombres están rodeados de La materia cuya sensibilidad habitante de sus cuerpos confirma la vida que los atraviesa y constituye, la vida de un cuerpo dispuesto al vínculo con lo inmediato desde la más básica conciencia sensorial que implica su existencia como presencia en dicho paisaje a través de su proxemia. Estamos ante el paisaje de la adversidad que demanda en situaciones extremas rebeldía, y en situaciones no tan distantes un arte, el de constituirnos para ser la habitación de nosotros mismos a través de la relación con la aparente desolación de tal paisaje. Es ahí cuando se da el encuentro consigo mismo por parte de quien se ve como el animal que bebe de la fuente de su vida, la sublime experiencia de su destino: “Un pelotón, por lo general, está integrado por ocho hombres más un jefe, y esos ocho soldados se dividen en dos unidades de fuego, denominadas “alfa” y “bravo”. En un pelotón de armas de apoyo, cada unidad era responsable de una ametralladora pesada M240.” Un hombre describe las herramientas para su sobrevivencia, instrumentos de cacería, la presa es la vida. Un hombre en busca de otra clase de alimento, lo que nutre y sostiene la vida y su existencia. Tal posicionamiento exige la logística necesaria para garantizar el éxito de la misión que, para ellos, no es sólo el objetivo buscado u ordenado sino el regreso a casa que le da sentido a todo, lo más importante.
Dicho territorio es “demasiado apartado para conquistarlo”. Nos habla de su inaccesibilidad, de su aislamiento. Podemos imaginar un ámbito cerrado por una muralla de dificultades que posibilitan la magnitud de su vida, su desempeño y dinámica. Un sitio ajeno a la novedad, a lo poco familiar que esta resulta. Podemos inferir que el peligro es no estar lo suficientemente preparado cuando ésta llegue. La problemática invasión de un cuerpo vivo. En este caso la apariencia es la supuesta certeza del resguardo descrito, siempre es posible la novedad, incluso su más radical acontecimiento. Resulta indeterminable su probabilidad en tanto que siempre es posible. Las condiciones para ella y sus consecuencias jamás están del todo negados. Dado lo anterior, ¿la aparente quietud de toda paz no resulta problemática? ¿No es ello una apariencia? Puede ser muy duro el cambio, la aceptación de la misma implica el duelo de lo que creíamos. Quizá siempre sea bueno estar preparado para la novedad en la medida de lo posible, así, quizá, podríamos desapegarnos de la apariencia de nuestra paz y todo lo que supuestamente implica.
Probablemente se trató de probar e invertir infraestructura para habitar lo aparentemente inhabitable, crear las condiciones para hacer de la adversidad un hogar. ¿Puede no dejar de ser así en el caso de un ser humano? Lo que los soviéticos no lograron y lo que desafió la voluntad de los talibanes en su momento ha sido consumado en una compleja y difícil habitación. Ha sido ocupado a través de un uso estratégico de la inteligencia, capaz de dinamizar, por medio de la tecnología, un cálculo óptimo de la fuerza de un grupo de hombres hasta alcanzar el mejor de sus resultados según lo planeado.
Se abre un porvenir de manera semejante a la cual el hombre lo hace cuando domina a la naturaleza, a pesar de lo indeterminable e incalculable de sus efectos. Es ante tal posibilidad lo que la demanda por parte de nosotros mismos, en el mejor de los casos, un posicionamiento a favor de nuestra prudencia, un acto de virtud. Se evidencia claramente tal necesidad a pesar de que la magnitud de la circunstancia nos rebase. Vemos como el dominio implica un dominio de nosotros mismos, una relación adecuada que comprenda la ley, el logos, de nuestra vida. Quien desea ir en contra de la ley, del logos, va en contra de la naturaleza y, por lo tanto, va en contra de sí mismo. No es capaz de habitar la ley, de habitarse así mismo y, en esa medida y proporción, habitar la naturaleza, ser parte de ella y su comprensión, he ahí el dominio que se opone a la barbarie de la dominación.
Con cierta pertinencia habrá quien dirá, “Sin embargo, ¿no dice el sabio efesio que los dormidos participan del logos?” Así es, y, de hecho, en tanto que tal posibilidad de bárbara dominación (algoi) es parte también de la dinámica cósmica de la materia es necesario comprenderla en el sentido más profundo, amplio y pleno de la palabra. Por ello, porque nuestro carácter racional, ese Ethos que es nuestro destino, evidencia la ineludible responsabilidad implicada en la conciencia de toda racionalidad, lograr nuestra virtud consiste en lograr el dominio de la armonía -sintonía y afinación- en la que consiste el logos, en tanto que parte correspondiente del mismo.
Lograr la habitación virtuosa, la armonía, con aquello y aquellos con los cuales compartimos la vida. La guerra desafía la manera tan trivial en la que generalmente entendemos la vida. Sin comprender lo paradójico de nuestra condición humana y, por lo tanto, de nuestra libertad -como bien advierten los estoicos, grandes herederos del sabio efesio-, habitamos el mundo haciendo de él un difícil cosmos privado como si fuera ajena nuestra ineludible animalidad. Cedemos a la somnolencia y no vemos los matices posibles en relación con lo que realmente sabemos de la vida, probablemente por ello nos cueste tanto trabajo entender la guerra.
Sin juzgar, sólo intentando comprender, me permito las siguientes preguntas. ¿Es lo mismo una guerra que una invasión? Pienso, por ejemplo, en el caso de un pueblo que requiera satisfacer sus necesidades a costa de vulnerar la vida de otro pueblo saqueándolo y tomando la propiedad del mismo -propiedad, en un sentido muy antiguo y tradicional de la palabra. Ello, como llegó a ocurrir de parte de los pueblos celtas del norte de Europa, implicaba la sumisión de la voluntad del adversario, una narrativa del enemigo, la generación de su imagen -una imagen que puede ser susceptible de odio al grado de abrir la posibilidad de un exterminio ante la necesidad de este último, por ejemplo-, que permitiera fenómenos como la territorialización de la intimidad del invadido a través de la violación de sus mujeres, siendo también objeto simbólico de la sumisión y derrota de la virilidad de un pueblo conquistado, un acto simbólico de castración.
La legitimidad de tal acto puede inferirse por parte del invasor en relación con la debilidad del pueblo conquistado ante su incapacidad de defenderse, lo cual legitimaría también su servidumbre. En un contexto actual, sin dejar a un lado lo problemático de las inferencias antes hechas y sin hacer juicio alguno, insisto, con la intención de comprender la complejidad del fenómeno de la guerra para no caer en una burda denuncia de la misma, ¿podríamos hablar de una legitimidad semejante en el caso de una invasión dispar por parte de un Estado-Nación o una Dictadura? Ello, por supuesto, tomando también en cuenta la relación convencional que puedan tener desde su especificidad con el Derecho Internacional y su manipulación constante a favor de los intereses privados de los propietarios que lo atraviesan. Ante ello, ¿cuál es la legitimidad de una guerra defensiva? Todo lo dicho hasta ahora lo digo sin negar su terribilidad, aquello que llamaba Esquilo, deinotés.
¿Es lo mismo una guerra defensiva que una guerra de exterminio? Creo que muchos coincidiríamos en la legitimidad de la misma en tanto que acto de afirmación de la vida, legítimo derecho a cumplir el deseo de seguir viviendo, coincidente con la defensa de lo amado, ser amante, protector de lo amado, aquello que, en el sentido más anticonvencional de la palabra podemos llamar familia, los seres a los que brindamos la mutualidad de nuestros afectos. Alguna vez en una clase Josu Landa nos dijo, “Hay ocasiones en que la lucha es un deber”. Sin embargo, ¿qué pasa si, en términos estratégico y a favor del bien común -la vida de todos, por ejemplo-, es mejor ceder para proteger, para no exponer inútilmente lo amado a su pérdida? Ello también implica una acción de armonización, puede consistir una atención al logos. Sobre todo, si comprendemos, maquiavélicamente, a la política como la oposición geométrica de fuerzas entre cuerpos. También, por ello, está otro caso extremo, posible deriva de la inactividad, de una aparente pasividad ante el acecho de lo amado. ¿Qué pasa si lo mejor -aquello que puede constituir un bien común en situaciones tan adversas- es permitir el terrible y difícil sacrificio de lo amado? Ello puede implicar la superación de la enfermedad del ego -el yo cuando ya no es una apariencia preservadora de la vida- capaz de dar cuenta de la virtud de quien no está instalado en la somnolencia de un logos privado. Bien dicen que tanto la guerra como la política -la guerra como política al igual que la política como guerra-, en tanto que parte de la vida, también son un arte al igual que vivir.
¿Qué pasa con todo lo que implica la hiperprofesionalización tecnológica de la guerra, la cual también ofrece el asesinato a distancia de otros cuerpos sin una relación directa entre atacantes y atacados? No puedo negarlo, me resulta dolorosa la imagen de poblaciones enteras siendo exterminadas por armas enemigas desde la tremenda ventaja de la distancia incapacitante para cualquier contraataque, hay algo de perverso en la angustia de lograr dicha impotencia. Me viene a la mente el sufrimiento de un querido amigo yugoslavo, sobreviviente de la ocupación nazi, que tuvo que confrontarse con el hecho de que, después de la extinción de su país (referente de sus afectos más importantes), tuvo que reencardinar su comprensión de las cosas ante lo inminente de los bombardeos a Kosovo por parte de la OTAN… Sin embargo, ¿podemos descartar la posibilidad de que haya circunstancia alguna en la cual ello no sea una necesidad, resultado incluso de la preservación del bien común correspondiente con un legítimo sentido de justicia? Asumo el riesgo del posicionamiento que implica esta hipótesis, sé que, quizá, pongo en peligro a los demás, además de a mí mismo. Sin embargo, quizá por ello, por la posibilidad del peligro de la irracionalidad de una circunstancia de ese tipo, sea necesario pensarlo y hacernos responsables de nuestra violencia, hacernos responsables de nosotros mismos. Hay quien, con cierta legitimidad, podría decir, “¿no sería mejor no pensar o, por lo menos, no hablar de ciertas cosas?”. Honestamente, en algunos casos, creo que no. En mi humilde opinión, cierta clase de silencio ante ciertas circunstancias, siempre ha sido parte del problema de las mismas.
Todas estas complejidades se hacen más patentes desde que la guerra dejó de llevarse a cabo únicamente entre ejércitos profesionales para también involucrar a sectores de la población en el combate, sin negar que hay ejércitos no ortodoxamente profesionalizados pero sí lo suficientemente competentes como para combatir con efectividad, von Clausewitz lo reconoce al reivindicar el papel de la voluntad de un pueblo en la victoria del mismo ante dicha circunstancia. Tampoco, podemos negar que el involucramiento de la población en el combate sea algo nuevo de diversas formas, tanto en el ataque como en la defensa, al igual que en el hecho de haber sido abatidos por el mismo, como en el ejemplo que dábamos en relación con las invasiones de los antiguos pueblos celtas del norte de Europa. La comprensión de la guerra nos demanda la atención de estos matices. Por ello, lejos de juzgar llanamente cualquiera de estas posibilidades, me parece pertinente ponerlas sobre la mesa para pensarlas y, sobre todo, problematizarlas. Parece que hay que hacerle mucho caso a von Clausewitz cuando afirma, “Si quieres paz, prepárate para la guerra.”
Combatir no necesariamente es confrontarse. Luchar implica el dominio de la armonía de sí mismo para habitar la adversidad y aprender a vivir en ella. No hay adversario sino adversidad y, por lo tanto, tampoco hay lucha con un mismo. Lograr la armonía, nuestro dominio, ser señores de nosotros mismos, implica lograr una relación virtuosa con los demás, en relación con la circunstancia de nuestro encuentro, incluyendo a la adversidad en menor o mayor medida. Por ello, dicha relación virtuosa con los demás incluye la posibilidad de matar o morir.
Pensemos en el ajedrez, metáfora y metonimia del cosmos. Las fichas blancas son la vida, incluyendo nuestras potencias. Las fichas negras son la adversidad. El tablero es la eternidad y, todo en su conjunto, el cosmos. Bien dice el sabio efesio que “El tiempo es un niño que mueve las fichas, de un niño es el reino.” No hay adversarios, somos “uno y lo mismo”. El dominio está en la unidad que implica la habitación de ti mismo, manifiesto en la completud que logra el pensamiento al ser uno con la sensación manifiesta en la materia. Sensación de un cuerpo habitado, capaz de reconocer la dinámica cósmica de la música del todo, su ritmo, su tonalidad con la cual nos afinamos, nuestra correspondencia con su armonía. Ello se manifiesta en la atención de nosotros mismos a la pertinencia de nuestra actividad y su descanso, al igual que del reposo que este último implica y la atención que tanto actividad como reposo nos exigen como ejercicios sintónicos de nuestra armonización. “El inteligente es el que descansa”, me dijo un día mi amiga Emma Cecilia Delgado Hernández. De tal forma nos vinculamos en la libertad que implica la flexibilidad de nuestra acción, la atención a favor de nuestra adaptación, capaz de llevar a cabo nuestra poiesis, habitación de nosotros mismos, habitación de la naturaleza, el cosmos que habita nuestro cuerpo y nuestro cuerpo navegante, habitante del cosmos.
Ser capaz de nuestra habitación dinámica de la vida correspondiente con el lenguaje secreto de la misma, nuestro ritmo, nuestra danza, nuestra música, manifestaciones de un arte de vivir. Seguir jugando la poiesis de su habitación, escuchar al logos, atender su voz que habla a través de nuestro cuerpo. Quizá, a partir de este punto, podamos comprender la música de la guerra por parte del sabio efesio, la poiesis de los contrarios y su opuesta complementariedad.

Porvenir

Juana le había pedido a Julián que no matara al santo. Él le había advertido que no podía dejar inconclusa su misión y que por ello tendría que partir. Juana, como buena hija de la hybris, yendo en contra de su destino acaba cumpliéndolo. Toma un caballo y sigue los pasos de Julián hacia el duelo final, el último encuentro, en medio de la oscura madrugada tucumana. Al llegar, encuentra a Julián ante la tumba de Aballay. Muy probablemente, consciente de lo que ha hecho, el joven ha enterrado el cuerpo del santo, habiéndose dado cuenta demasiado tarde -como siempre- de que había matado a otro hombre. Aballay ya no era el gaucho que había degollado al padre de Julián Herralde.
Juana, quizá comprensiva o quizá sólo feliz de encontrarse con Julián, quizá pensando que éste la esperaba, sonríe al joven. A modo de cruz, la daga de plata yace clavada en el montón de tierra que señala la tumba de Aballay, justo al lado izquierdo del horizonte, mientras bajo el cobijo de su imagen los jóvenes amantes siguen a caballo su camino bajo el ojo de Febo que todo lo ve, a través del desértico paisaje tucumano.

De cabras y corderos

Estamos ante el último encuentro, la despedida entre dos hombres. Para uno se trató de la búsqueda que dio sentido a su existencia, para el otro fue el principio de una transformación que, sin saberlo, está por consumarse. El destino los ha unido en la misma derrota, de ella depende el motor respectivo de sus vidas.
Para el primero el camino a penas empieza. Este es el principio de un porvenir más allá de lo que siempre ha creído, una incertidumbre que desconoce y con la cual apenas se confrontará. Para el segundo todo lo que ha sido lo ha llevado hasta este punto porque, como bien nos lo enseña la tragedia, el destino es tan ineludible e inevitable como la muerte que lo sella.
Herralde le pide a Aballay que se baje del caballo para pelear con él. Por supuesto, éste último se niega fiel a su misión. Herralde no pierde tiempo y ataca con el mismo puñal, ahora recobrado, con el que el antiguo gaucho degolló a su padre. Es la pelea entre un joven a ras de suelo y un anciano montado en un caballo. Aballay se defiende con un carrizo que le sirve de bastón, el báculo del anacoreta, tratando de evadir el filo esgrimido por Herralde. Este último alcanza el bastón de Aballay y parte su extremo haciéndole un filo. En el inútil intento de alejar al joven necio que quiere una pelea que el estilita no desea, Aballay empuja el carrizo clavándose a un costado de la garganta del joven porteño. El grito es terrible, la sangre borbotea caudalosamente al punto de casi ahogar a Herralde. La herida duele a quien la ve, así es de profunda. Aballay, haciendo un breve pero importante esfuerzo saca su bastón de la garganta del joven. Queriendo ayudar a este último, baja del caballo, regresa a la tierra en la cual ha pecado, se produce un contundente sismo, una trémula onda sobre el suelo impactado por las botas del antiguo gaucho, como si Aballay dejara de ser tan celeste y etéreo como un santo y volviera a ser tan pesado como el cuerpo de un hombre, tan denso como sus pecados. Vuelve el aturdimiento de aquel primer encuentro con Herralde, al cual la desgracia sucedió como si nuevamente la anunciara… Así es. Aballay justifica el abandono de su misión ante el solar ojo de Dios que lo contempla: “Fue por causa mayor”, se disculpa el antiguo gaucho e inmediatamente su pecho es atravesado por la daga de plata con la que degolló al padre del joven porteño. Es ahí cuando sucede el último encuentro, un close-up desde el emplazamiento de Aballay quien ve a Herralde con gesto de llanto y duelo, empuñando el arma de su padre, atravesado por la conmoción de haber cumplido su destino como buen hijo de la hybris. Es la mirada de Aballay viéndose a sí mismo al empezar la misión que lo llevó a una nueva vida, un hombre en pleno duelo por la pérdida de sí mismo que tendrá que resignificar el encardinamiento de sus pasos en medio del duelo de haber matado a un santo que, pese a todo, le ayudó más de una vez y en una de ellas le salvó la vida. Un santo en el cual, por cierto, motivado por su profundo amor por Juana, alguna vez llegó a creer. Gracias a un plano nadir nos enteramos de que el desenlace de tal drama -como todo- ocurrió bajo la mirada de Febo, nada escapa a la misma (Omnia sol temperat).

Comunidad

Sin embargo, antes de ir por Aballay, debe rescatar a Juana quien nuevamente a caído en manos de “El Muerto”. Juana, estaqueada como lo estuvo Julián, reza por un último milagro a “el pobre” para salvarse y reencontrarse con Julián. El milagro ocurre. Para salvarla, Julián hace una alianza con “el santo”. Le dice a “El Muerto”: “Te traje algo que se te perdió hace tiempo”. “El pobre” está atado encima de su caballo. Sin embargo, en la confianza de su supuesta victoria, “El Muerto” no se percata de que Aballay está desatado. Y que de sus amarras flojas Julián puede tomar una pistola con la que se enfrenta a tiros con “El Muerto” y sus hombres, logrando herir de muerte a tres de ellos. Aballay antes del tiroteo corre maniatado y montado en su caballo, cumple su promesa de no volver a hacer daño y se va sin matar a nadie. Julián intenta tomar un caballo, las patas traseras quedan atadas por la boleadora de un gaucho aliado de “El Muerto”. Van otros hombres de “El Muerto” contra él. Logra arrebatarle a uno un cuchillo, hiriendo a dos de gravedad y dejando a otro tuerto. Toma a otro de rehén y le quita la pistola. Empieza un nuevo tiroteo donde logra acabar con el resto de los hombres de “El Muerto” ahí presentes, usando a su rehén como escudo humano. Este último recibe todas las balas que le tocaban a Herralde.
Asumamos que eran pocos hombres los que estaban en escena a favor de “El Muerto”. Si bien suena un poco excesivo lo ocurrido en la confrontación, concedamos esta licencia poética como parte del género western, en este caso un western gauchesco. Me parece necesaria esta digresión. Quizá no tanto para el lector de este trabajo como para mí, con el fin de ser justo con la muy estimable calidad de la película. Probablemente tal sea el peligro de la descripción de un relato, en este caso la secuencia de un filme, desmontar al mismo en la unidad de sus elementos, al grado de hacer de su explicación el malentendido de la misma, acentuando la insalvable distancia con su experiencia. Ante dicha posibilidad prefiero ser cauto.
Sin embargo, a Julián se le acaban las balas. Sólo quedan él, “El Muerto” y Juana estaqueada, flotando con el polvo árido de Tucumán. “El Muerto” advierte: “Suelta tu arma y a ese hombre que me estoy poniendo nervioso”. Ello lo dice apuntando a Juana con su revolver. Julián obedece y, cuando parece inminente la derrota del joven porteño e imposible un milagro más por parte de “el pobre”, ocurre nuevamente. El pueblo se cura de la malaria, el pueblo de “La Malaria” se cura. Antes de que “El Muerto” dispare es atravesado por una bala. Pronto llega otra proveniente del rifle del hombre al que “El Muerto” le robó tres caballos al principio de la película. Llega otra más por parte del vendedor de ropa que le regaló un pañuelo de “seda de la India” a Julián cuando buscaba alambre para trabajar en la casa de Juana cuando era empleado de la misma. Después disparó una mujer. Un close-up da cuenta de que un niño lo ve todo. Disparo otro hombre. Al igual que el resto, lo hace con su propio rifle o pistola. Así fue hasta que cayó de bruces sobre el suelo aquel Tirano y verdugo.
Este fue el último milagro del santo, el milagro que aparentemente no llegó y por el cual pidió Juana. Como vemos al principio de la película en la secuencia de la pulpería cuando Julián toma venganza por primera vez y recaba la primera pista que lo lleva a “El Muerto” y Aballay, todo el pueblo era devoto de “el pobre”. A pesar de su miedo, la única figura de bondad y altruismo en territorio tan adverso y ante el autoritarismo despiadado que sufría era “el pobre”. En su imagen yace la memoria de la solidaridad como necesidad, la solidaridad necesaria para hacer de la vida en dicha circunstancia digna de ser vivida. Sólo ello hacía posible una mínima alegría, sólo compartiendo se podía tener algo que compartir.
Siendo justos con el pueblo -perdón por la omisión- Juana logra escapar de “El Muerto” -después de la secuencia del anuncio de su “matrimonio”- gracias a la ayuda de algunos pobladores que, además, también le facilitan la liberación de Julián y los dos caballos con los que llega con su padrino, el contacto que les permite encontrarse con “el pobre” quien atenderá la ceguera de Julián. De la misma forma en la que la imaginación del dolor de Julián cuando era niño por parte de Aballay transformó a este último de un terrible delincuente en un estilita, el pueblo en su momento se transformó, empezando a curarse de la fiebre del miedo, cuando se imaginó el sufrimiento de Juana durante la fiesta en la que “El Muerto” hizo de ella “su” “esposa” al marcarla con el hierro ardiente con el que se señala a una yegua. Por cierto, como preámbulo a dicha “unión”, “El Muerto” dio un discurso en el que recordó los tres grandes valores sagrados de la nación argentina: Dios, La Patria y La Familia.

Hado

Es tentador pensar que la redención nos permite escapar del pasado, huir o, por lo menos, alejarse del dolor de lo que fuimos, inaugurando de tal forma una nueva vida. Sin embargo, eso sería huir de la responsabilidad de lo que hemos hecho como si pudiéramos renunciar a sus consecuencias, las implicaciones de lo realizado como concretud de lo consumado. Éstas se evidencian y manifiestan en nosotros, nos constituyen. Sin embargo, ello no implica que debamos cargar con el peso muerto de la culpa. No hay cabida para ella en el cultivo verdadero de la conciencia de nuestra biografía -el trayecto vital de nuestro querer y el drama en el que se ha concretado- que entraña la plena voluntad de hacernos responsables de nosotros mismos, debido a que tal decisión nos exige la misión de intentar el logro de una comprensión de lo que hemos sido como aquello pasado que nos constituye y de lo cual somos responsables ante el porvenir. Una plena conciencia del ejercicio de nuestra libertad y la manera en la que ésta nos ha formado, al permitirnos ser testigos de la dinámica de nuestro deseo, ofreciéndonos las claridades necesarias para constituir prácticas que nos permitan un arte (tecné) para guiar nuestro querer y llevar a cabo la realización de nuestra querencia. En eso consiste una poiesis de nosotros mismos.
Hago este preámbulo para adentrarnos al momento definitorio del filme. La redención como búsqueda de justicia (logos) con nosotros mismos es hybris. La hybris aspira a La Justicia (logos) que significa la realización de nuestro deseo como realización de la convicción de aquello que creemos verdadero y, por lo tanto, justo para, en y desde nosotros mismos. Esta última justicia es una justicia del mundo y en el mundo ya que corresponde con nuestra forma de vida, una forma de vida justa como habitación del mundo. De tal justicia con uno mismo depende nuestra alegría y, por lo tanto, en tanto que bienestar, una forma de habitar el mundo de manera justa, con justicia. Ser justo con el mundo como consecuencia de tener las condiciones para ello en tanto que nos hemos hecho cargo de nosotros, somos responsables de nosotros mismos y, por lo tanto, somos capaces de un dominio autárquico y autónomo de nosotros mismos. Ser justo con nosotros mismos implica la congruente correspondencia entre nuestra querencia y su realización como la manera virtuosa (areté) en la que habitamos el mundo, por lo cual sería imposible un conflicto con el mismo.
Siguiendo con esta digresión, problematicemos lo anterior. Aspirar a La Justicia (logos) es hybris porque es una plenitud que se opone a la falibilidad de nuestra finitud. También dicha voluntad de justicia se confronta con el deseo de lograr algo que no depende de nosotros, compartir la voluntad de dicha aspiración -por más “perfectamente” racional (logoi) que parezca- implica pretender que el mundo corresponda con tal expectativa, nuestra expectativa. Ello resulta infantil, ingenuo, histérico y neurótico. El ser humano hace de su vida un drama por el conflicto que implica la falibilidad de su deseo, manifiesto en la tensión entre el bien común -valga el pleonasmo- y nuestros intereses privados. En dicha oscilación ocurren muchas cosas fuera de nuestro control, incluyendo una serie de decisiones y circunstancias -propias y ajenas- dispuestas a la inconmensurabilidad de nuestra voluntad, nuestro conocimiento, las circunstancias y, por lo tanto, el azar. Sin embargo, y, por lo tanto, nos es constitutivo aspirar a la justicia (logos) como resultado de dicha tensión y, por lo tanto, como el elemento central del drama y conflicto capaz de hacer del sentido de la vida un objeto de reflexión y una manifestación desde y de, respectivamente, de la escena de la condición humana. Si no fuera así no existiría la disputa por la verdad en la que la filosofía consiste. En ello se manifiesta la relevancia de la Justicia (logos) en la vida de los hombres, correspondiente con la hybris como manifestación del fisis en nuestro carácter.
Paradójicamente, dicha justicia entraña en la plenitud de nosotros mismos el carácter trágico de nuestro destino como afirmación de nuestra vida hasta la muerte, nuestra plenitud yace en que la realización de nuestro deseo nos mate en la honesta voluntad de decidir ser lo que queremos ser a pesar de todo, incluso a pesar de lo que supuestamente es mejor o más conveniente para nosotros. Esta postura hace patente la aceptación del peligro de la negación irracional (alogoi) -estúpida- de la vida, por parte de un nihilismo torpe -imperfecto lo llamarían tradiciones como el budismo. Una inercia capaz de prolongar una existencia sin sentido y aletargada. Una existencia que tan sólo tiene como fin el retraso de la muerte ante el dominio de la sensación ocasionada por la incomprensión que significa el miedo a la misma, la absurda voluntad de posponer lo inevitable como si ello fuera posible, como si fuera evadible la determinación del carácter que se manifiesta en nuestro deseo como depositario de la más honesta y, por lo tanto, verdadera de nuestras voluntades, ligada inextricablemente a la fisis y, por lo tanto, definida por nuestra finitud y la falibilidad que implica. En ello consiste la inmediatez de un aparente bienestar ligado a la insignificancia de una mismidad replicable, uniformante y normalizadora en la que se basa la predictibilidad y lo predecible de una vida signada por la monotonía, la aceptación resignada de la derrota de la náusea, una muerte en vida atravesada por el sinsentido de hacer de dicha inercia el sentido de la vida por considerar a esta última un valor en sí mismo con toda la hipócrita problematicidad que ello implica. El engaño de una satisfacción motivada por el pusilánime miedo a la muerte como incomprensión de la sublime magnitud de la vida antes expuesta.
Ante la pírrica victoria de una nueva vida (la gloriosa derrota de nuestro carácter trágico) podemos caer en la ilusión de una imposible superación de la “anterior” cuando, en realidad, vida hay solo una. Las diversas facetas de la misma son correspondientes con un carácter que, si bien cambia, no deja de ser el mismo porque se trata de la misma fase cósmica mortal y finita con la cual habitamos nuestro cuerpo. No podemos dejar de ser nosotros y, por lo tanto, las conciencias posibles y correspondientes que ello significa, asumiendo a las mismas como experiencia del cuerpo. Es insuperable dicha concretud.
Aballay cae en dicha trampa. No espera que el pasado lo busque, podemos inferir con ello una negación de la contundencia de sus actos. Julián Herralde ha sido estaqueado al confrontarse con El Muerto quien ha forzado a Juana a “casarse” con él. Juana -también apodada “negro”- ha sido marcada como las yeguas con un hierro ardiente que tiene la forma de la letra “M” dentro de un círculo. Después de haber sido violada por el negro, a la mañana siguiente, logra escapar y liberar a un malherido Julián que, en su aprehensión y por lo cercano a su rostro de la detonación de una bala, ha quedado ciego. Sus ojos han sido lastimados por la pólvora y las sutiles cargas de metal del disparo. Con la esperanza de reestablecerlo, Juana le pide ayuda a su padrino, un cordobés devoto de “el pobre”, le pide que convoque al mismo para sanar a Julián. Después de una serie de pasos y códigos para dicho contacto y de una travesía a lo más profundo y elevado de una breve cordillera tucumana logran contactar al santo quien atiende a Julián.
Si bien el primer encuentro entre ambos fue hace diez años, ahora el segundo es en condiciones muy diferentes. No hay mirada en la cual se puedan encontrar, Julián está ciego y, desde esa ceguera, lograr reconocer a aquél hombre como “el pobre” del que tanto le ha hablado Juana, devota del mismo. Julián lleva consigo un dije tallado en madera, una figura de “el pobre” que le dio Juana. De cuando en cuando, Julián lo empuña para darse fuerza ante el sufrimiento de su convalecencia, más por ella que por el santo. El dije es símbolo de su amor, lo podemos apreciar en la manera en la que Julián lo besa cuando Juana se lo pide. Julián en dicha secuencia no deja de verla. Juana, después del gesto de Julián, inmediatamente besará el dije del mismo lado en el que se posaron los labios de Julián. “Entonces es el pobre, la gente le reza, le pide protección”, le dice Julián a Aballay para hacerle ver que lo ha reconocido a través del amor que siente por Juana.
A pesar de lo anterior, Aballay ve los dibujos de Julián quien ha retratado de memoria los rostros de los asesinos de su padre, el rostro de cada uno de los integrantes de la banda que lo mató. Destaca el rostro de “El Muerto”, el hombre ante el cual Aballay no puede ocultar, a pesar de su nueva vida, un desprecio por la manera en la que lo traicionó. Pero el rostro que más lo impacta es el de aquél que Julián después describirá como “El peor de todos”. Aballay se confronta con el rostro del hombre que fue, dibujado fielmente por Julián. El único objeto capaz de evocar fielmente aquél evento es la daga de plata que le robó al padre de Julián durante aquel asalto y con la cual degolló al mismo. La tiene sujeta a su espalda con su cinturón. Julián también tiene un dibujo del arma en dicho registro. Aballay acaba de reconocer en él su crimen.
Conciente de la inminente recuperación de Julián, Aballay deja solo al chico en la montaña para que concluya su recuperación, la cual sucede con la brevedad del lapso entre un día y otro. Aballay, manifestando conciencia de lo inevitable del destino, clava la daga de plata en un montón de tierra cerca de Julián. Cuando este último recupera la vista, rápidamente se percata del arma blanca confrontándola con su dibujo de la misma. Es entonces que descubre que “el santo”, “el pobre”, no es otro sino “el peor de todos”, Aballay. De alguna forma, en ese momento, Julián confirma lo que le dijo Aballay durante algún episodio del tiempo en el que compartieron la atención y convalecencia de la ceguera del joven porteño. Julián le confiesa al pobre: “…todavía tengo que seguir matando, eso es terrible”. Aballay evidencia su carácter de profeta, derivado de su vínculo con lo divino en la fisis. Vidente de ojos sanos, da cuenta de ser oráculo sin complejidad. Habla con la transparencia posible ante la incertidumbre, la claridad del estilita curandero, lector de los signos de la naturaleza: los movimientos del cielo y de sus habitantes; los reflejos del sol; los sonidos del ambiente. Hace de su entorno el lugar en el cual encontrar los materiales necesarios para llevar a cabo la artesanía que le permita sobrevivir en medio de la adversidad desértica de Tucumán, al igual que los remedios con los que garantiza la atención y subsistencia de sí mismo ante la gravedad del malestar y la enfermedad, los mismos con los que atiende a los que lo necesiten: “Y lo que viene después… es peor”, sentencia “El pobre”. Es la lucidez de un cuerpo que ha padecido en carne propia la decisión de matar. Aballay advierte el incesante apego de la venganza, el cual implica la irresponsabilidad de delegar en las inmediatas consecuencias que buscamos para los objetos de nuestra más profunda aversión la solución definitiva de nuestro dolor. La ilusoria creencia de que una vez aniquilado el objeto de nuestro desprecio habremos acabado con dicho sentimiento tan incontrolable que es capaz de dominarnos. Ello es optar por el exterminio de la materialidad concreta de lo odiado. Se opone a la misión de hacernos cargo de la dominación irracional de tal sensación atravesando al cuerpo, nos lleva a dicha falta de dominio. Dejamos de ser señores de nosotros mismos al permitir que lo que despreciamos nos domine. Confundimos la aparente retribución de la venganza con la justicia. En ello Herralde, sin jamás reconocerlo, es sumamente parecido a Aballay, es tan hybris como él -como cualquier ser humano. Manifiesta la actitud infantil de que el problema es “lo otro” y la condición concreta y material en la que se manifiesta, como si su padecimiento no tuviera alguna relación conmigo. ¿Puede dejar de haber alguna clase de intimidad con lo sentido, incluyendo lo odiado? Evado, niego y pospongo la responsabilidad de hacerme cargo de mí mismo, elijo seguir siendo una víctima cuando opto por ser el victimario de lo que más desprecio.
Me llama poderosamente la atención lo fácil que resulta inferir que, nuevamente, Aballay se ha visto en Julián. Se reconoce en la vulnerabilidad de la ceguera de la sensación que lo atraviesa, la venganza. Sabe que una vez que matas para vengarte nunca dejas de hacerlo porque siempre estás evadiendo, negando y posponiendo el hacerte cargo de lo que sientes, el hacerte responsable de tu vida. Probablemente por tal rencor sedimentado Aballay mató al padre de Julián. Ante el angustiado insulto de este último, como preámbulo del degollamiento de aquel hombre porteño con su propia daga de plata, el gaucho le dijo: “Le voy a mostrar cómo firmamos los ignorantes”.
Julián ha hallado a quien cree su enemigo principal, sin saber que éste realmente es sí mismo. Cómo cuando era niño, cómo en aquél primer encuentro, Julián se ve a sí mismo en Aballay. Ve a aquel niño que, al igual que su padre, fue víctima del gaucho que mató a este último. Lo ha encontrado, ha dado con “el peor de todos”. Cree que acabar con él es acabar con su dolor. Evidentemente no es así, el único dueño de su dolor y, por lo tanto, responsable único del mismo es él, Julián Herralde.

Estilita

Aballay recobra la conciencia mientras pasa cerca de él una peregrinación de católicos devotos dirigidos por un cura, alcanza a oír el discurso del mismo a la distancia. Aballay está cerca de un río del paisaje tucumano, se disponía a tomar agua del mismo antes de ser asaltado por sus propios compañeros. Quizá aquello fue el gesto de un cuerpo sediento en busca de la redención de un bautismo interior, capaz de apagar el fuego de la noche y su amenazante opacidad, manifiesta en el nublamiento mismo de la vista fatigada por la luz del sol. Febo ojo de Dios, motivo también presente en el filme, al igual que Febo es mencionado en la antes referida Marcha de San Lorenzo.
Aballay conoce al sacerdote de la procesión. Este último le habla de los Anacoretas Estilitas. El cura hace referencia a los más importantes practicantes de dicha tradición, Simón el Mayor y Simón el Menor. Ambos dedicaron su vida a venerar a Dios en la cima de una torre ya que en la tierra habían pecado. Pretendían acercarse a Dios con dicho gesto, decidieron pasar el resto de sus vidas en la cima de una torre alimentándose de lo que fuera, insectos, roedores y la hierba que encontraran. Según el relato del cura, Simón el mayor pasó 37 años en la torre. Simón el menor estuvo en una durante setenta años.
Aballay, ante la vida que ha llevado y sorprendido por dicho relato y la promesa de purificarse de sus males cometidos, sus consecuencias y la adversidad en sí mismo que estos han generado, opta por subir a su caballo para ya nunca bajar del mismo, con la convicción de jamás volver a hacer daño, para así purificarse de los actos cometidos y de sus consecuencias en sí mismo. La búsqueda de la redención de sus pecados, como veremos más adelante, se robustecerá al grado de ampliarse y convertirse en una vocación de servicio, la voluntad de ayudar a aquellos que lo necesiten. Dicho carácter conducirá a Aballay, finalmente, a su destino. El efecto de ello será un culto popular a la figura de “el pobre”, “el santo”, epítetos designados por una población agradecida por dicho servicio ante la agreste adversidad manifiesta en múltiples formas, incluyendo la implicada en los efectos de la crueldad del actual gobernador de la región. Un ser dedicado a la curación y atención de los enfermos y desvalidos que será representado en las pequeñas esculturas rústicas de un hombre barbado con sombrero, pelo largo y siempre montando su caballo.

Cambio de piel

Aballay, minutos después del asalto al que es sometida la familia Herralde, cae en desgracia al ser traicionado por sus propios compañeros quienes reconocen su tedio, su cansancio, al grado de yacer bajo de guardia. A Aballay ya no parece importarle el oro que han robado, antes motivo de todo lo que hacía, anterior sentido de su vida. Confirman su confusión al ver su falta de reacción ante el hallazgo de una joven pareja que espera a un hijo, la cual acaba siendo asesinada por los bandoleros ante la evidente falta de un líder que fomente y cultive su crueldad. Esa violencia sinsentido ha perdido sentido para el agonizante criminal. Aballay está mutando a través de la turbación de su cuerpo en busca de sí mismo, en escape de lo que ha sido, en imposible huida del sometimiento del dolor que le inflige su impotencia y finitud, Aballay lleva a cabo la peor de las confrontaciones con el más terrible adversario: uno mismo, guardián de nuestra libertad. Tal lucha es la transformación en algo más, tal parece ser el sentido de la misma. Tal es el portal hacia un especial tipo de muerte que nos permite comprender a la misma como el flujo cósmico en el que se manifiesta la continuación misma de la vida. La muerte es una ilusión producto de la incomprensión de nuestro carácter: tan sólo ser una minúscula fase de la inconmensurable dinámica del mundo.
El Muerto se cobra todos los momentos en los que, de la peor manera, Aballay le impuso su autoridad dándole una golpiza que lo deja en la inconciencia. Se puede inferir que la sobrevivencia del exlíder de la banda, de la cual ahora El Muerto tiene el control, se debe a que probablemente lo creyeron muerto. Efectivamente, Aballay, el gaucho bandolero y asaltante de caminos, ha muerto.

La fiebre del tábano del miedo bajo la sombra de una Nación

Detengámonos un momento en un elemento importantísimo de la película. Antes de ser asaltados, Herralde, su padre y el militar que los acompañaba cantaban en la diligencia La Marcha de San Lorenzo. Dicha marcha fue compuesta en honor a la batalla que ocurrió en dicha población durante la campaña militar de José de San Martín, ocurrida en el periodo del proceso de independencia argentina. Dicha batalla fue considerada el bautismo de fuego del ejercito del libertador criollo. Esa marcha también será cantada por El Muerto, años después, mientras se rasura y durante la secuencia en la que va hacia las orillas del pueblo del cual se ha convertido en gobernante al haber asumido -podemos inferir al tratarse de un pueblo “sin” “ley” cuyo paisaje evoca el origen mismo del mundo- un puesto policiaco-militar bastante impreciso. El Muerto es una extraña clase de autoridad totalmente vertical de la región. No perdamos de vista este elemento, más adelante será obvia la relevancia del mismo. Dicho lugar es conocido como “La Malaria”, una enfermedad, un pueblo enfermo de sí mismo. Podemos adelantar, prometiendo tratar de evidenciarlo, que se trata de un pueblo enfermo de su propia indolencia, la cual los ha condenado a la esclavitud de su propia corrupción a través de su propia negligencia.
Por otra parte, en relación con Argentina, estamos ante una nación que lleva para entonces décadas constituyéndose y que parece no acabar de hacerlo. Se observa en el paisaje tucumano el contraste con el “esplendor” civil de lo porteño -muy probablemente de cepa europea-, insinuado en la ilustración que denotan los modales de Julián Herralde, su padre y el militar de la diligencia, a pesar de lo poco que los hemos podido contemplar. Buenos Aires parece ser el beneficiario de la orfandad a la que el proyecto de La Patria Argentina ha decidido condenar al llamado “interior de la república” dedicada a las labores más agrestes. Por cierto que Pablo Cedrón, actor intérprete de Aballay en la película, en alguna entrevista hizo referencia a la manera injusta en la que se subvalora al resto de Argentina en relación con Buenos Aires, al referirse con ironía al interior de la república como “el inferior de la república”. Hay algunas opiniones que considera a Argentina un país macrocéfalo que pone al llamado “inferior de la república” al servicio de la ciudad de Buenos Aires. Lo pongo sobre la mesa sin asumirlo ante la falta de elementos que puedo aportar al respecto. Sin embargo, no creo que sea irrelevante al respecto que en la película, en tono de reproche y burla, El Muerto le diga a Herralde: “Los porteños no son buenos para el trabajo del campo”.

Nocturno del vértigo

Es ahí cuando el gaucho despiadado entra en la confusión antes descrita como si se tratara de una nueva sensación o, quizá, alguna sensación perdida ante el olvido de su experiencia. Ya sea la novedad o el recuerdo, el quiebre del protagonista evidencia el desconcierto de ambos tipos de sorpresa, semejantes entre sí. Un aturdimiento que lo debilita, volviéndolo lábil ante la voluntad de sus propios compañeros y subordinados, entre ellos El Muerto, quien ya está harto de la dirección del antes implacable e indolente gaucho. En este último podemos inferir una disposición al sacrifico subsecuente, demandado por un cuerpo dispuesto a la dominación de la debilidad de su propia compasión. La disposición de un cuerpo a morir para renacer, después de cargar sobre sí una historia ahora insostenible que se quiebra a través de la angustia de su protagonista, territorio y paisaje de la escena de su propia finitud. Aballay es el hombre sediento en medio del desierto de su cuerpo atravesado por la sensación, la náusea, el vértigo.

Una mirada

Cabe mencionar que ante el terrible evento que da pie al conflicto principal del filme, este último manifiesta una elipsis importante en relación con dicho evento. ¿Qué pasó con Herralde después del asesinato de su padre?
La película muestra la angustia de Aballay al hacer el descubrimiento en la diligencia del todavía niño Julián Herralde, atemorizado y oculto en el baúl de la diligencia. El impacto de dicho encuentro y la conmoción del mismo llevan a Aballay a un estado de aturdimiento, una relación de opacidad consigo mismo estratégicamente evidenciada por el director a través de una fotografía tendiente al esmeril característico de la disolvencia. La confusión y el desconcierto propios de la compasión manifiestan la pérdida del dominio de sí mismo a través del control de la sensación generadora de una labilidad del cuerpo. Dicha circunstancia determinará un cambio irreversible en la vida de Aballay.
Me atrevo a inferir que, a pesar de la lábil lucidez de Aballay a partir de dicho encuentro, podemos suponer que hizo algo para salvar al joven Herralde de su propia banda y que después Herralde hallaría auxilio o la forma de salir de tan vulnerable situación. ¿Qué sería para un grupo de este tipo un niño indefenso? ¿En qué habría sido convertido? ¿Qué habría sido de él? La compasión parece ser uno de los escenarios más lejanos al respecto. Sin embargo, más allá de la colectividad devenida en masa a través de la embriaguez misma de la estupidez -la disolución etílica y social en algunos personajes, clara al principio de la película, parece ser una metáfora de dicha alienación-, parece haber sido posible la “escena” de la imaginación del sufrimiento ajeno que llevó a Aballay a tal posicionamiento. Ello implica la inferencia de la generación de un mundo posible correspondiente a dicha “escena”, entendido como producto de la sensibilidad del bandolero gaucho.
Fernando Spiner en dos ocasiones nos ofrece la escena de dicho encuentro a través de un super close-up de los ojos del líder gaucho que minutos antes había matado al padre de Herralde por llamarlo en la desesperación por proteger a su hijo: “gaucho ignorante”. Tal estrategia narrativa corresponde con un close-up al rostro temerosos del niño que fue Julián Herralde. El audio de esa escena evoca un recuerdo, es el sonido de voces desesperadas, entre ellas la de niños. ¿Qué vio Aballay en el rostro de ese niño? ¿Qué vio en los ojos de Julián Herralde cuando tan sólo era un niño indefenso? Probablemente, nos atrevemos a inferir, al propio Aballay en una circunstancia parecida. Quizá, alguna acontecida durante la infancia del gaucho convertido en asesino y asaltante de caminos.