Estamos ante el último encuentro, la despedida entre dos hombres. Para uno se trató de la búsqueda que dio sentido a su existencia, para el otro fue el principio de una transformación que, sin saberlo, está por consumarse. El destino los ha unido en la misma derrota, de ella depende el motor respectivo de sus vidas.
Para el primero el camino a penas empieza. Este es el principio de un porvenir más allá de lo que siempre ha creído, una incertidumbre que desconoce y con la cual apenas se confrontará. Para el segundo todo lo que ha sido lo ha llevado hasta este punto porque, como bien nos lo enseña la tragedia, el destino es tan ineludible e inevitable como la muerte que lo sella.
Herralde le pide a Aballay que se baje del caballo para pelear con él. Por supuesto, éste último se niega fiel a su misión. Herralde no pierde tiempo y ataca con el mismo puñal, ahora recobrado, con el que el antiguo gaucho degolló a su padre. Es la pelea entre un joven a ras de suelo y un anciano montado en un caballo. Aballay se defiende con un carrizo que le sirve de bastón, el báculo del anacoreta, tratando de evadir el filo esgrimido por Herralde. Este último alcanza el bastón de Aballay y parte su extremo haciéndole un filo. En el inútil intento de alejar al joven necio que quiere una pelea que el estilita no desea, Aballay empuja el carrizo clavándose a un costado de la garganta del joven porteño. El grito es terrible, la sangre borbotea caudalosamente al punto de casi ahogar a Herralde. La herida duele a quien la ve, así es de profunda. Aballay, haciendo un breve pero importante esfuerzo saca su bastón de la garganta del joven. Queriendo ayudar a este último, baja del caballo, regresa a la tierra en la cual ha pecado, se produce un contundente sismo, una trémula onda sobre el suelo impactado por las botas del antiguo gaucho, como si Aballay dejara de ser tan celeste y etéreo como un santo y volviera a ser tan pesado como el cuerpo de un hombre, tan denso como sus pecados. Vuelve el aturdimiento de aquel primer encuentro con Herralde, al cual la desgracia sucedió como si nuevamente la anunciara… Así es. Aballay justifica el abandono de su misión ante el solar ojo de Dios que lo contempla: “Fue por causa mayor”, se disculpa el antiguo gaucho e inmediatamente su pecho es atravesado por la daga de plata con la que degolló al padre del joven porteño. Es ahí cuando sucede el último encuentro, un close-up desde el emplazamiento de Aballay quien ve a Herralde con gesto de llanto y duelo, empuñando el arma de su padre, atravesado por la conmoción de haber cumplido su destino como buen hijo de la hybris. Es la mirada de Aballay viéndose a sí mismo al empezar la misión que lo llevó a una nueva vida, un hombre en pleno duelo por la pérdida de sí mismo que tendrá que resignificar el encardinamiento de sus pasos en medio del duelo de haber matado a un santo que, pese a todo, le ayudó más de una vez y en una de ellas le salvó la vida. Un santo en el cual, por cierto, motivado por su profundo amor por Juana, alguna vez llegó a creer. Gracias a un plano nadir nos enteramos de que el desenlace de tal drama -como todo- ocurrió bajo la mirada de Febo, nada escapa a la misma (Omnia sol temperat).