Es tentador pensar que la redención nos permite escapar del pasado, huir o, por lo menos, alejarse del dolor de lo que fuimos, inaugurando de tal forma una nueva vida. Sin embargo, eso sería huir de la responsabilidad de lo que hemos hecho como si pudiéramos renunciar a sus consecuencias, las implicaciones de lo realizado como concretud de lo consumado. Éstas se evidencian y manifiestan en nosotros, nos constituyen. Sin embargo, ello no implica que debamos cargar con el peso muerto de la culpa. No hay cabida para ella en el cultivo verdadero de la conciencia de nuestra biografía -el trayecto vital de nuestro querer y el drama en el que se ha concretado- que entraña la plena voluntad de hacernos responsables de nosotros mismos, debido a que tal decisión nos exige la misión de intentar el logro de una comprensión de lo que hemos sido como aquello pasado que nos constituye y de lo cual somos responsables ante el porvenir. Una plena conciencia del ejercicio de nuestra libertad y la manera en la que ésta nos ha formado, al permitirnos ser testigos de la dinámica de nuestro deseo, ofreciéndonos las claridades necesarias para constituir prácticas que nos permitan un arte (tecné) para guiar nuestro querer y llevar a cabo la realización de nuestra querencia. En eso consiste una poiesis de nosotros mismos.
Hago este preámbulo para adentrarnos al momento definitorio del filme. La redención como búsqueda de justicia (logos) con nosotros mismos es hybris. La hybris aspira a La Justicia (logos) que significa la realización de nuestro deseo como realización de la convicción de aquello que creemos verdadero y, por lo tanto, justo para, en y desde nosotros mismos. Esta última justicia es una justicia del mundo y en el mundo ya que corresponde con nuestra forma de vida, una forma de vida justa como habitación del mundo. De tal justicia con uno mismo depende nuestra alegría y, por lo tanto, en tanto que bienestar, una forma de habitar el mundo de manera justa, con justicia. Ser justo con el mundo como consecuencia de tener las condiciones para ello en tanto que nos hemos hecho cargo de nosotros, somos responsables de nosotros mismos y, por lo tanto, somos capaces de un dominio autárquico y autónomo de nosotros mismos. Ser justo con nosotros mismos implica la congruente correspondencia entre nuestra querencia y su realización como la manera virtuosa (areté) en la que habitamos el mundo, por lo cual sería imposible un conflicto con el mismo.
Siguiendo con esta digresión, problematicemos lo anterior. Aspirar a La Justicia (logos) es hybris porque es una plenitud que se opone a la falibilidad de nuestra finitud. También dicha voluntad de justicia se confronta con el deseo de lograr algo que no depende de nosotros, compartir la voluntad de dicha aspiración -por más “perfectamente” racional (logoi) que parezca- implica pretender que el mundo corresponda con tal expectativa, nuestra expectativa. Ello resulta infantil, ingenuo, histérico y neurótico. El ser humano hace de su vida un drama por el conflicto que implica la falibilidad de su deseo, manifiesto en la tensión entre el bien común -valga el pleonasmo- y nuestros intereses privados. En dicha oscilación ocurren muchas cosas fuera de nuestro control, incluyendo una serie de decisiones y circunstancias -propias y ajenas- dispuestas a la inconmensurabilidad de nuestra voluntad, nuestro conocimiento, las circunstancias y, por lo tanto, el azar. Sin embargo, y, por lo tanto, nos es constitutivo aspirar a la justicia (logos) como resultado de dicha tensión y, por lo tanto, como el elemento central del drama y conflicto capaz de hacer del sentido de la vida un objeto de reflexión y una manifestación desde y de, respectivamente, de la escena de la condición humana. Si no fuera así no existiría la disputa por la verdad en la que la filosofía consiste. En ello se manifiesta la relevancia de la Justicia (logos) en la vida de los hombres, correspondiente con la hybris como manifestación del fisis en nuestro carácter.
Paradójicamente, dicha justicia entraña en la plenitud de nosotros mismos el carácter trágico de nuestro destino como afirmación de nuestra vida hasta la muerte, nuestra plenitud yace en que la realización de nuestro deseo nos mate en la honesta voluntad de decidir ser lo que queremos ser a pesar de todo, incluso a pesar de lo que supuestamente es mejor o más conveniente para nosotros. Esta postura hace patente la aceptación del peligro de la negación irracional (alogoi) -estúpida- de la vida, por parte de un nihilismo torpe -imperfecto lo llamarían tradiciones como el budismo. Una inercia capaz de prolongar una existencia sin sentido y aletargada. Una existencia que tan sólo tiene como fin el retraso de la muerte ante el dominio de la sensación ocasionada por la incomprensión que significa el miedo a la misma, la absurda voluntad de posponer lo inevitable como si ello fuera posible, como si fuera evadible la determinación del carácter que se manifiesta en nuestro deseo como depositario de la más honesta y, por lo tanto, verdadera de nuestras voluntades, ligada inextricablemente a la fisis y, por lo tanto, definida por nuestra finitud y la falibilidad que implica. En ello consiste la inmediatez de un aparente bienestar ligado a la insignificancia de una mismidad replicable, uniformante y normalizadora en la que se basa la predictibilidad y lo predecible de una vida signada por la monotonía, la aceptación resignada de la derrota de la náusea, una muerte en vida atravesada por el sinsentido de hacer de dicha inercia el sentido de la vida por considerar a esta última un valor en sí mismo con toda la hipócrita problematicidad que ello implica. El engaño de una satisfacción motivada por el pusilánime miedo a la muerte como incomprensión de la sublime magnitud de la vida antes expuesta.
Ante la pírrica victoria de una nueva vida (la gloriosa derrota de nuestro carácter trágico) podemos caer en la ilusión de una imposible superación de la “anterior” cuando, en realidad, vida hay solo una. Las diversas facetas de la misma son correspondientes con un carácter que, si bien cambia, no deja de ser el mismo porque se trata de la misma fase cósmica mortal y finita con la cual habitamos nuestro cuerpo. No podemos dejar de ser nosotros y, por lo tanto, las conciencias posibles y correspondientes que ello significa, asumiendo a las mismas como experiencia del cuerpo. Es insuperable dicha concretud.
Aballay cae en dicha trampa. No espera que el pasado lo busque, podemos inferir con ello una negación de la contundencia de sus actos. Julián Herralde ha sido estaqueado al confrontarse con El Muerto quien ha forzado a Juana a “casarse” con él. Juana -también apodada “negro”- ha sido marcada como las yeguas con un hierro ardiente que tiene la forma de la letra “M” dentro de un círculo. Después de haber sido violada por el negro, a la mañana siguiente, logra escapar y liberar a un malherido Julián que, en su aprehensión y por lo cercano a su rostro de la detonación de una bala, ha quedado ciego. Sus ojos han sido lastimados por la pólvora y las sutiles cargas de metal del disparo. Con la esperanza de reestablecerlo, Juana le pide ayuda a su padrino, un cordobés devoto de “el pobre”, le pide que convoque al mismo para sanar a Julián. Después de una serie de pasos y códigos para dicho contacto y de una travesía a lo más profundo y elevado de una breve cordillera tucumana logran contactar al santo quien atiende a Julián.
Si bien el primer encuentro entre ambos fue hace diez años, ahora el segundo es en condiciones muy diferentes. No hay mirada en la cual se puedan encontrar, Julián está ciego y, desde esa ceguera, lograr reconocer a aquél hombre como “el pobre” del que tanto le ha hablado Juana, devota del mismo. Julián lleva consigo un dije tallado en madera, una figura de “el pobre” que le dio Juana. De cuando en cuando, Julián lo empuña para darse fuerza ante el sufrimiento de su convalecencia, más por ella que por el santo. El dije es símbolo de su amor, lo podemos apreciar en la manera en la que Julián lo besa cuando Juana se lo pide. Julián en dicha secuencia no deja de verla. Juana, después del gesto de Julián, inmediatamente besará el dije del mismo lado en el que se posaron los labios de Julián. “Entonces es el pobre, la gente le reza, le pide protección”, le dice Julián a Aballay para hacerle ver que lo ha reconocido a través del amor que siente por Juana.
A pesar de lo anterior, Aballay ve los dibujos de Julián quien ha retratado de memoria los rostros de los asesinos de su padre, el rostro de cada uno de los integrantes de la banda que lo mató. Destaca el rostro de “El Muerto”, el hombre ante el cual Aballay no puede ocultar, a pesar de su nueva vida, un desprecio por la manera en la que lo traicionó. Pero el rostro que más lo impacta es el de aquél que Julián después describirá como “El peor de todos”. Aballay se confronta con el rostro del hombre que fue, dibujado fielmente por Julián. El único objeto capaz de evocar fielmente aquél evento es la daga de plata que le robó al padre de Julián durante aquel asalto y con la cual degolló al mismo. La tiene sujeta a su espalda con su cinturón. Julián también tiene un dibujo del arma en dicho registro. Aballay acaba de reconocer en él su crimen.
Conciente de la inminente recuperación de Julián, Aballay deja solo al chico en la montaña para que concluya su recuperación, la cual sucede con la brevedad del lapso entre un día y otro. Aballay, manifestando conciencia de lo inevitable del destino, clava la daga de plata en un montón de tierra cerca de Julián. Cuando este último recupera la vista, rápidamente se percata del arma blanca confrontándola con su dibujo de la misma. Es entonces que descubre que “el santo”, “el pobre”, no es otro sino “el peor de todos”, Aballay. De alguna forma, en ese momento, Julián confirma lo que le dijo Aballay durante algún episodio del tiempo en el que compartieron la atención y convalecencia de la ceguera del joven porteño. Julián le confiesa al pobre: “…todavía tengo que seguir matando, eso es terrible”. Aballay evidencia su carácter de profeta, derivado de su vínculo con lo divino en la fisis. Vidente de ojos sanos, da cuenta de ser oráculo sin complejidad. Habla con la transparencia posible ante la incertidumbre, la claridad del estilita curandero, lector de los signos de la naturaleza: los movimientos del cielo y de sus habitantes; los reflejos del sol; los sonidos del ambiente. Hace de su entorno el lugar en el cual encontrar los materiales necesarios para llevar a cabo la artesanía que le permita sobrevivir en medio de la adversidad desértica de Tucumán, al igual que los remedios con los que garantiza la atención y subsistencia de sí mismo ante la gravedad del malestar y la enfermedad, los mismos con los que atiende a los que lo necesiten: “Y lo que viene después… es peor”, sentencia “El pobre”. Es la lucidez de un cuerpo que ha padecido en carne propia la decisión de matar. Aballay advierte el incesante apego de la venganza, el cual implica la irresponsabilidad de delegar en las inmediatas consecuencias que buscamos para los objetos de nuestra más profunda aversión la solución definitiva de nuestro dolor. La ilusoria creencia de que una vez aniquilado el objeto de nuestro desprecio habremos acabado con dicho sentimiento tan incontrolable que es capaz de dominarnos. Ello es optar por el exterminio de la materialidad concreta de lo odiado. Se opone a la misión de hacernos cargo de la dominación irracional de tal sensación atravesando al cuerpo, nos lleva a dicha falta de dominio. Dejamos de ser señores de nosotros mismos al permitir que lo que despreciamos nos domine. Confundimos la aparente retribución de la venganza con la justicia. En ello Herralde, sin jamás reconocerlo, es sumamente parecido a Aballay, es tan hybris como él -como cualquier ser humano. Manifiesta la actitud infantil de que el problema es “lo otro” y la condición concreta y material en la que se manifiesta, como si su padecimiento no tuviera alguna relación conmigo. ¿Puede dejar de haber alguna clase de intimidad con lo sentido, incluyendo lo odiado? Evado, niego y pospongo la responsabilidad de hacerme cargo de mí mismo, elijo seguir siendo una víctima cuando opto por ser el victimario de lo que más desprecio.
Me llama poderosamente la atención lo fácil que resulta inferir que, nuevamente, Aballay se ha visto en Julián. Se reconoce en la vulnerabilidad de la ceguera de la sensación que lo atraviesa, la venganza. Sabe que una vez que matas para vengarte nunca dejas de hacerlo porque siempre estás evadiendo, negando y posponiendo el hacerte cargo de lo que sientes, el hacerte responsable de tu vida. Probablemente por tal rencor sedimentado Aballay mató al padre de Julián. Ante el angustiado insulto de este último, como preámbulo del degollamiento de aquel hombre porteño con su propia daga de plata, el gaucho le dijo: “Le voy a mostrar cómo firmamos los ignorantes”.
Julián ha hallado a quien cree su enemigo principal, sin saber que éste realmente es sí mismo. Cómo cuando era niño, cómo en aquél primer encuentro, Julián se ve a sí mismo en Aballay. Ve a aquel niño que, al igual que su padre, fue víctima del gaucho que mató a este último. Lo ha encontrado, ha dado con “el peor de todos”. Cree que acabar con él es acabar con su dolor. Evidentemente no es así, el único dueño de su dolor y, por lo tanto, responsable único del mismo es él, Julián Herralde.