Lacerante plata de los ojos

La siguiente es una reflexión motivada por la profunda impronta que deja una gran película. Sin hacer a un lado que se trata de la adaptación cinematográfica de una historia fascinante, no podemos dejar de apreciar el logro que el filme en cuestión representa por sí mismo. En este caso, además de un gran trabajo cinematográfico, nos hemos encontrado con temas y tópicos de sumo interés para nosotros y de profunda relevancia en relación con la conciencia de lo humano, la experiencia más verdadera, desnuda y vital del hombre.
Antes de empezar este breve ensayo advierto que, siendo gentil con todo aquél que tenga la generosa deferencia de leerlo y con toda la intención de ser amable con los hábitos y obsesiones que pueden llegar a existir alrededor del ritual de ver una película, en este escrito se encuentran claras y detalladas descripciones y puntuales referencias a las secuencias del mismo. Por ello, si usted amable lector prefiere optar por ver primero la película en cuestión lo dejo a su criterio. Como decían los romanos en su derecho: “Ante la duda, absténgase”.

Aballay, el hombre sin miedo es una película argentina del director Fernando Spiner, basada en el cuento homónimo de Antonio Di Benedetto (Aballay). A dicho filme se le considera exponente del género western gauchesco. Aballay también es el nombre de uno de los dos protagonistas de la película. Se trata de un gaucho dedicado al asalto de diligencias, líder de una banda criminal.
Entre los integrantes de dicha organización se encuentra “El Muerto”, hombre sin escrúpulos, ambicioso, tendiente al vicio y a la violencia irracional. De carácter irascible es capaz de llevar a cabo las peores atrocidades a costa de los que le rodean. Al principio de la película podemos ver cómo este último se confronta con su líder, anunciándose una lucha de poder que dará orden y sentido a la película.
Confrontado con la autoridad del Muerto aparece el otro protagonista de la película, Julián Herralde. Originario de la ciudad de Buenos Aires, Herralde busca cobrar venganza por la muerte de su padre a manos de la banda que asaltó la diligencia en la que iban él, un militar y su padre. Dicha banda era la banda dirigida por Aballay, la cual ya contaba con El Muerto como integrante de la misma. Pasan diez años para que se proponga emprender dicha misión.

Números

Limpiando la casa me encontré con una vieja guía telefónica. Me dio curiosidad saber qué podía decirme del mundo en el año 1982, dos años antes de que yo naciera. Sin grandes novedades, me encontré con lo esperable, anuncios de negocios varios, un montón de números telefónicos y un montón de nombres. Algunos más destacables por las caras, viñetas y diseños que ofrecían las artes gráficas de la época, aquellas que se permitieron quienes pudieron pagarlas, junto con las campañas de publicidad de aquel tiempo. Franca ventaja ante los pequeños negocios que hacían lo que podían con la promesa de que la aparición en aquel librote capaz de noquear a cualquiera sin leerlo fuera suficiente para garantizar el éxito comercial que supone toda estrategia publicitaria.
Me concentré en los nombres y se me ocurrió elegir uno al azar como si fuera a hacer alguna broma telefónica. Elegí una letra de la A a la Z para llegar a la primera página de la misma. Después me dije un número del uno al cuatro para elegir una columna. Finalmente, pensé en número del uno al cien para seleccionar un elegido. La letra fue la “G” -seleccionada por el pensamiento más veloz que me permití durante el juego-, el número dos fue la columna afortunada y el número elegido del uno al cien fue el treinta y siete. Ahí estaba Ramiro Gómez Salas en las ofertas del servicio de reparación de calzado. Un oficio en extinción por lo desechable del calzado actual. “Antes las cosas se hacían para durar toda la vida, ahora lo nuevo es bello y hay que consumir y comprar lo más reciente”, gimotea el abuelo Eric en su libro “Del tener al Ser”, valga la paráfrasis -hace un montón que no hago esta lectura. Recuerdo al zapatero del mercado cercano a mi antigua casa familiar. Siempre con los ojos rojos por el cemento con el que pegaba las suelas, una legítima “narcodependencia”, inevitable por la necesidad de comer. Espero que esté bien, que siga vivo y que los bronquios de sus pulmones sigan soportando el estar repletos de químicos tan industriales. Era un hombre amable, una buena persona.
Así me imagino a Ramiro, un humilde zapatero de los años ochenta en esta ciudad. Quizá, si tiene la suerte cotidiana de estar vivo -tomando en cuenta nuestra milimétrica relación con la muerte-, le tocó sobrevivir al terremoto del ’85, ver por televisión la caída del muro de Berlín, sobrevivir al sismo del 2017 y, quizá, esté ahora resguardado en su casa debido a la pandemia. Probablemente ahora es un anciano, quizá ya no pueda ejercer su oficio. Espero que alguien esté a su lado para atenderlo.

La velocidad de los demás tiende a rigidizar nuestro cuerpo, el hábitat de lo que somos, la habitación del mundo que nos ha tocado y con la que hacemos lo mejor que podemos ante nuestra inevitable relación con la contingencia. Probablemente Ramiro se sometió a dicha rigidez, una rigidez que, en menor o mayor medida, se manifiesta en el cuerpo. Nos enseñan la estaticidad, cercana a la inercia que, dice el bisabuelo Sigmund, es muerte, valga la paráfrasis populachera que algún psicoanalista indignado me desmentirá sin entender que estoy jugando (“¡Es que todo mundo dice cosas que Freud jamás dijo!”). No nos enseñan a fluir, a estar con nosotros, a movernos en relación con el todo y corresponder con la animalidad química de nuestro cuerpo, su necesidad, que, por lo tanto, nuestro dolor requiere. No nos enseñan a reconocer la necesidad de parar, bajarnos del mundo para recobrar la serenidad, de forma semejante en la que un bosque se renueva después de haber sido depurado por el abrazo de un incendio. En el mejor de los casos tenemos que aprender nosotros mismos a través de nuestro malestar, hallar maneras de aligerar la carga de los años administrando nuestra angustia con diversos entretenimientos de todo tipo, así aprendemos a vivir. En el peor de los casos hay quien se instala en la rigidez amarga y angustiante de su miseria y, no le hace daño a los demás aunque así lo crea, sino a sí mismo. Espero que la decisión que haya tomado Ramiro haya sido la mejor para cuidar de sí y si no, ¿qué importa?, todos nos equivocamos.

El mundo aparentemente se ha detenido, ¿somos también capaz de ello?, aprovechar el tiempo y permitirnos invitar al silencio a casa para, junto a él, contemplar el vacío pleno de nuestra inactividad. Se dice que las nuevas y no tan nuevas generaciones están sobreestimuladas, saturadas de ruido, abrumadas por la intrusión de “sus” pensamientos, de manera semejante a la que estuvimos aquellos que tuvimos a la televisión como niñera, maestra y mejor amiga. “Esto está peor que con la televisión”, decía una vez un señor en el metro al ver a todo mundo conectado en su celular a través de sus audífonos. ¿Por qué sentir nostalgia del vacío cuando ya está ahí? Lo tenemos al alcance de la mano como lo tiene el monje zen cuando golpea una mesa y afirma: “La pregunta más importante de Zen es, “¿qué es esto?”, y su respuesta es, “Esto es esto””.
Voy a cocinar. Compre cebollas y antes de picar una de ellas pienso en Ramiro. Los hombres somos como cebollas, milimétricas capaz una sobre otra. Los demás (más que la vida y mucho más que el mundo) nos han cubierto de las mismas, el peso inerte de una rigidez, la de nuestra inmediatez que tanto nos cuesta comprender. ¿Qué pasaría si pudiéramos quitar, una por una, todas y cada una de aquellas milimétricas capas de cebolla? Al final, después de la última, ¿qué encontraríamos?

Piel de lágrima

El Velo de Maia es velo de carne, puerta abierta, una herida. Una boca, intimidad acuosa, historiadora de lo invisible, nuestros días, todos y cada uno en su aliento, trayectoria de todo tipo de alimento portador de vida. La boca es dueña de secretos, lo dulce jamás dicho, lo doloroso jamás dicho. Contiene para la memoria las dulces palabras que decimos, también las amargas mencionadas y calladas. Algunas de estas últimas ahogadas en llanto, ira o cualquier otra manifestación de impotencia. Sin embargo, todo lo que atraviesa ese portal es lo mismo, dolor, capaz de convertirse en vida.
Todos los sentimientos pasan (de adentro hacia fuera o viceversa) o, en el peor de los casos, se atoran. Quien tiene acceso a la boca por la permisibilidad clandestina e indeterminada de un beso tiene acceso a más de lo que cree. Lo saben bien las prostitutas y el poeta que empieza a serlo cuando aprende a amar su propia voz y el vuelo de la misma, su aliento. Es entonces que comprende al mismo como un proceso de combustión, el fuego de la inteligencia capaz de matarnos o salvarnos del frío. Lo común de lo que tanto hablaba el sabio efesio, por lo mismo, racional (logoi), verbo (logos) que no puede serlo sin la carne (sarx).
Escuchamos al verbo a través de ventanas-heridas, parte del portal que es nuestro velo. Los oídos nos dotan de la inmediatez de la armonía, lenguaje secreto de la materia, la fisis que habla siempre, aunque aparente discreción a través del silencio, a pesar de que su resonancia nos habite o habitemos al mundo a través de su invisible eco.
Vemos lo aparente por ello necesitamos la atención y la agudeza del resto de los sentidos para no ser engañados ante la parcializadora seducción del aparente privilegio de la vista, receptora de superficies. Legítima inconmensurabilidad que, sin embargo, aunque no deje de ser problemática, es lo que somos y nos exige comprensión, vinculación, armonización. Ser libre es estar vinculado, estar vinculado es armonizarse con la sintonía y el ritmo del todo (afinación), el cosmos, lo demás, a través de la semejanza, el logos, su lógica, nuestra lógica, lo común. Eso es hacernos cargo de nosotros mismos, el coraje de amarse como acto de generosidad y sacrificio, amar a los demás en dicha entrega, la de ser responsable, ser adulto, a través de la superación del egoísmo que significa la búsqueda de la virtud (areté) con todo y su incertidumbre. Estar dispuesto al descenso (Abschnitt) del autoconocimiento, a la oscuridad de la materia, para atravesar el portal de la penumbra, la noche. Eso es comprender, comprender es vivir y, por lo tanto, vivir es amar.
Por ello, probablemente la función más importante de las ventanas-heridas de nuestros ojos no sea la de ver sino la de quedar ciegos como los ojos de Homero y de Tiresias, como los estrábicos ojos de Sócrates quien, según Platón en el Fedón, elogió la ceguera de los mismos ante la agudeza que obtenían los ojos del alma con los años.
Una manera de su nublamiento es a través de la evidencia de nuestra conmoción, certeza del cuerpo ante la evidencia que capta el mismo, principio y/o consumación de nuestra comprensión, emergencia de un instante tan intenso, vulnerable y doloroso por lo mismo, quedamos expuestos ante nuestro dolor o alegría, nuestras lágrimas. Es ahí que somos todo, la plenitud del cosmos, habitantes plenos de nosotros mismos con todo el coraje de permitirnos estar en nosotros mismos, sentirnos en la plenitud que implica dicha aceptación, la de aquello de lo que somos parte, el cosmos, los que somos, el cosmos, vinculándolos en la flexibilidad de su movimiento, con la libertad de todo lo que puede ser, a pesar del legítimo desconcierto de nuestra inconmensurabilidad que, sin embargo, nos reserva el instante, el presente, para ver en el espejo del cuerpo nuestro rostro, el rostro de lo eterno, nosotros, velo de carne, en el que se refleja el todo como una pantalla, la del velo de maya, de manera semejante en la cual el cielo se confunde con el mar cuando coincide con las aguas de este último.
“«Nos encanta la vida y nos estamos preparando para ir a la guerra -dijo Restrepo, rodeando con el brazo el cuello de O’Byrne. Tenía la cara tan pegada a la cámara que casi provocaba un efecto de ojo de pez-. Nos vamos a la guerra. Estamos listos. Nos vamos a la guerra … nos vamos a la guerra.»” ¿Por qué un hombre va a la guerra?, ¿cuál es el sentido de dicha decisión? Esta pregunta nos lleva a pensar en la guerra como una necesidad, la guerra, más que un deber, se evidencia necesaria, responde a la demanda de lo imprescindible. Hay muchos referentes, con sus respectivas narrativas, acerca de cómo la lucha resulta parte de la supervivencia. La posibilidad de ser un hombre se signa en la capacidad de proteger y defender lo que se ama a través de la guerra. Defender a la familia, la mujer, los hijos, los padres, en tanto que se está en posibilidad de ello. Sin embargo, si pensamos en la posibilidad de atacar, el ataque tiene el sentido de adquirir la propiedad necesaria para subsistir, encontrar los medios que satisfagan nuestra sobrevivencia o, incluso, nuestra supervivencia, satisfacer nuestras necesidades. Ello demanda una voluntad comunitaria en la que todos coincidamos en la alianza que significa el encontrarnos con aquellos que pueden imaginar mutuamente nuestro dolor, de manera semejante en la que nosotros podemos imaginar el suyo, el padecimiento de nuestra necesidad y la de nuestros seres queridos. Tal afecto es familiar, dicha relación nos une y le da sentido a una decisión de dicho tipo que implica la administración y, en el mejor de los casos, disciplina y entrenamiento de y para nuestra violencia -ello lo podríamos también ver como la posibilidad de hacernos cargo de la misma- y la convicción de que matar es un acto de vida, de supervivencia, de sobrevivencia y de defensa y preservación de lo amado, incluyendo el caso tan drástico que puede llegar a implicar la salvación de lo amado. Por ello también resulta terrible morir en la guerra, a pesar de saber que ello es posible y que, ante ello, se está dispuesto al sacrificio. Morir en la guerra puede significar el desamparo de aquello que se ama, aquello por lo cual se pelea y le da sentido al combate. Especialmente, cuando no hay otra opción que la batalla.
Quizá estos sean los términos más amplios, desnudos y concretos en los que podemos hablar de la guerra. Como sabemos, dicho fenómeno se complejiza con la sofisticación, a veces absurda y sin sentido, de nuestras formas de vida y todo lo que implican.
Quisiera detenerme un momento para recordar una de tantas definiciones clásicas de la guerra. En este caso, la que nos ofrece uno de sus más importantes teóricos en occidente, Carl von Clausewitz, quien, entre varias caracterizaciones de la misma que podemos encontrar en su texto referente, De la guerra, concibe a la misma en una de ellas como “la continuación de la política a través de otros medios”. Después de lo que hemos expuesto, tanto en relación con la guerra como desde los ejemplos que hemos ofrecido de las materialidades concretas de la vida de un soldado, pueda parecer demasiado abstracta la afirmación del estratega prusiano. El relato de Sebastian Junger hasta ahora nos ofrecen una imagen de varias de las adversidades más extremas que pueden atravesar la cotidianidad e inmediatez de la vida de estos jóvenes reclutas que han optado por ser parte del ejército. Decisión que, en este contexto específico, no es del todo cercana a la planteada anteriormente en relación con la pregunta, ¿por qué un hombre va a la guerra?, ya que no es ajena de coerción y/o heteronomía. Muchos de ellos, por momentos adversos y circunstancias extraordinarias en sus historias de vida, optaron por tal posibilidad para evitar la cárcel.
Es interesante pensar en el bien que, quizá, pueda significar la guerra, su conformación junto con la de un ejército y decisión por la misma, a través de la guía del ejercicio de una voluntad soberana. ¿Ello es viable? ¿Se puede optar desde tal posicionamiento por una sujeción voluntaria a la obediencia que ello implica? Probablemente sí en términos estrictamente comunitarios, sin hacer a un lado el distanciamiento indolente de muchas de nuestras sociedades contemporáneas debido a la cultura de masas en las que hemos optado, heterónomamente, por vivir. Por cierto, al respecto -probablemente lo hagamos más adelante- valdría la pena detenerse a pensar en la noción de pueblo que nos ofrece von Clausewitz en su tratado.
Por ello, quizá, si en lugar de verlo en estrictos términos comunitarios y lo vemos desde la convencionalidad de los términos que hacen posible una institución, optar por la posibilidad de privilegiar como principio el ejercicio de una voluntad soberana para la conformación de un ejército nos dispone, ante una posible pérdida de sentido, a que dicho proyecto sea susceptible de labilidad porque implica la convocatoria de voluntades rebeldes para el mismo que, quizá, sólo accedan estratégicamente a tal institución sin dejar de ser problemática para sí mismos su decisión en tanto que voluntades autónomas. Tal susceptibilidad se hace más evidente ante la incalculabilidad de la adversidad que implica el combate. Hablamos de la disposición de un cuerpo que, probablemente, se forme en la novedad del campo de batalla. ¿Qué sería un soldado rebelde en tal panorama, pensando en la radicalidad que puede suponer una voluntad soberana ante lo terrible de ciertas adversidades? Definitivamente sería problemático para lograr la funcionalidad y eficiencia de una institución como el ejército y la necesidad a la que se supone responde, la defensa de un Estado-Nación, Nación, país y, en un ámbito colectivo más definido, una ciudad.
Sin embargo, sería sugerente, con base en el sentido planteado al principio de este apartado, pensar en la figura del ciudadano-soldado. Alguien que encarne en su opción por el combate y en el entrenamiento para el mismo la defensa de lo más amado, lo querido, y asuma la misión de proteger y preservar la vida de todos, empezando por el cuidado de sí mismo que garantiza su virtud para y en el combate, una poiesis de la propia virtud como bien común en tanto que defensora de la vida, la vida común, la vida de lo amado, imaginable en el dolor de nuestros hermanos de guerra. La preservación de tal virtud (areté), nuestro poético cuidado de nosotros mismos, como principio de vida y fomentador de la misma, además de preservador, protector, defensor y amante, la virtud que describe Platón en el Laques, la andreia, la hombría, entendida como el coraje necesario para combatir, para ir a la guerra en nombre de lo amado. Un soldado es un amante, quien lucha sin legítimo (logoi) sentido es un mercenario.
Quizá en algún momento podamos hacer un digno elogio de Esparta y comprender mejor la tajante, cruel y radical necesidad de sus prácticas comunitarias como prácticas a favor del bien común, una poética de la crueldad al servicio de la vida.
Sin duda Carl von Clausewitz sabía mucho más de la guerra de lo que probablemente yo, escritor pequeñoburgués, jamás sabré. Me permito abusar metodológicamente de la definición que nos ofrece de la guerra, sabiendo que él hablaba también de materialidades concretas en su tratado, para habitar nuestra intuición por los parajes problematizadores que ella requiera, sin hacer a un lado la ayuda y agudeza del gran estratega germano. Por lo pronto, antes de penetrar, acariciemos la piel de nuestra intuición.
Ante la desnudez terrible de la adversidad pienso en el contraste que significa el montón de frivolidades en las que consumimos la muy corta y pequeña vida de nuestros cuerpos. Somos simios amaestrados por una caricatura de la Modernidad, Modernidad a la que nos ha dado bastante pereza entender, a pesar de su importante racionalidad e interesantísimas e inagotables sofisticaciones, al punto de lograr la trivialización de su estudio y la facilidad de su insolvente “crítica”, quizá por la irresponsabilidad a la que tendía “su” promesa (habría qué ver qué tanto prometía, qué tanto le hicimos caso y, en esa medida, que tan racionales o problemáticas eran “sus” promesas si es que éstas están ahí) en manos de las mentes más perversas de la humanidad, los irresponsables e infantiles afeminados sedientos de privilegios que, probablemente, siempre han tenido. “¿Dónde está mi tierra de leche y miel?”, se preguntan, a pesar de saber que ni los robles dan miel ni estos crecen en todo el mundo, así como jamás habrá un río de leche, la naturaleza no necesita de sabiduría porque es la ley (logos). ¿Cómo llegamos a la adolescencia de tal miseria capaz de inspirar la exigencia hacia la fisis de la satisfacción de nuestra histeria? Una negligencia a favor de una practicidad de lo inmediato y basada en la pusilánime satisfacción de estúpidos deseos, “adversidades”, que representan la mayoría de las situaciones, según estos “dueños” de la verdad, aquellos que, en algún momento, todos hemos sido.
Para ellos hay pseudo filosofías igual de frívolas, disfrazadas por un discurso aparentemente semejante pero evidentemente carente de los verdaderos rigores de supuestos posmodernistas (una de las etiquetas más fáciles de los último tiempos, capaz de vender muchos libros, por cierto) que se confrontan con la pereza mental de estos verdaderos posmodernistas a quienes, quizá más que a ninguno, les da bastante güeva saber qué dijo la Modernidad, y mucho menos saber cómo ésta fue sepultada junto con su potencial revolucionario, además de ser cohabitante y antecedente de rebeliones, transgresiones, marginalidades e importantes y valientes clandestinidades, más allá de su somera simplificación negadora de sus heterogeneidades. No nos hemos permitido saber cómo la Modernidad fue explotada a favor de la eficiente instrumentalización de intereses hegemónicos, al grado de llegar a ser usada contra las voluntades diversas y profundas que la construyeron como fenómeno, complejidad más allá de las fáciles etiquetas de la historia cuando ésta la escriben, no solo los más poderosos, sino sus simios amaestrados por la normalización. Una Modernidad explotada incluso sexualmente.
Dicho sea de paso, bastante más de lo que creen resultan muy visibles aquellos lobos con piel de oveja que se disfrazan de racionalistas antiposmodernistas que resultan más oscurantistas que aquellos que critican, más posmodernistas que los “posmodernistas”.

Habiendo atendido esta digresión, volvamos al análisis del relato que nos convoca. Es innegable que la definición de von Clausewitz refiere y remite a un contexto y una relación particular con el poder que complejiza la facticidad del fenómeno de la guerra, en especial fuera del campo de batalla, del cual, como hay que hacer énfasis, para nada era ajeno el propio autor de De la guerra. Sin embargo, no nos interesa aquella imagen que todos tenemos de lo que supuesta y aparentemente es la guerra, a pesar de que la mayoría de nosotros jamás hemos estado en una y, quizá, jamás estaremos en alguna (por lo menos aparentemente). Pienso estrictamente en mí y, dadas mis condiciones existenciales, no dudo que lo más que podré hacer durante la guerra, si es que mi capacidad defensiva es suficiente, será morir, quizá ni siquiera para correr haya tiempo. Ahí está la imagen como sustituto de lo inimaginable, haciendo más grande y compleja la magnitud del abismo que supone dicha relación. Como hasta ahora hemos visto, a estos chicos no les importa la política ni la ideología en el sentido abstracto y convencional de las mismas al cual estamos habituado. Buscan un sentido, una experiencia que le dé razón de ser a las mismas. Más adelante ahondaremos en dichos detalles biográficos.
Podemos pensar que, dada la necesidad de evadir una adversidad tan terrible como lo puede ser ir a prisión, prefirieron la guerra como una oportunidad de resolver el problema que los llevó a ahí y, a su vez, quizá o probablemente, como una oportunidad para empezar de cero, desde lo que les ofrece una vida tan poco alentadora como para verse obligados a arriesgar su vida para no dejar de ser parte del mundo de alguna manera, no dejar de ser parte de la vida y, por lo tanto, estar vivos sin dejar de ser parte del mundo, de la vida. Es lo que hay, es lo que la vida les ofrece, entre otras cosas, para no acabar de perder su ciudadanía yendo a la cárcel -aunque con ello ahora sólo les quede una ciudadanía de segunda, con el estigma social, el reducto, de haber sido, en muchos casos, delincuentes o por haber sido el detrito de una guerra de la cual acabaron derrotados.
Una vida de por sí adversa que, en sus casos, fue lo suficientemente difícil y agobiante como para llevarlos a dicha situación. Una vida que ahora sólo puede ofrecer más adversidades o la posibilidad de acabar con la propia existencia si se tiene el coraje para ello. Ya sea por miedo a matarse o por amor a la vida, ellos han decidido vivir, sin acabar de vislumbrar que lo terrible los transformará a través de la radical experiencia de lo humano que es la guerra, una vida en el campo de batalla en la que toda política convencional, esa que se amplía por otros medios como nos dice el militar prusiano, acaba diluida. Ya no son los intereses de un Estado lo que prevalece, no importan realmente, lo que importa es no morir, sobrevivir, defender la propia vida y la de aquellos que, al proteger desde esa misma conciencia su propia vida, también protegen la de sus compañeros, nuestra vida.
Teniendo como referente nuestro propio dolor padecemos la imagen del dolor de nuestros compañeros, al grado de imaginar nuestra agonía en la de ellos, al igual que el dolor de nuestros seres queridos. Es la imaginación de la vida común amenazada por las altísimas probabilidades de la muerte que también signan a la guerra. Una vida que, por ello, también sostiene a la nuestra en la medida en que le da sentido a esta última. Una vida que, por ello, se vuelve amada, motivo de nuestra defensa al grado de sacrificarnos por ella. Se ama al que se tiene al lado porque es quien comparte la adversidad de nuestra finitud que nos une por lo mismo. La guerra hermana a estos jóvenes a través de su ineludible circunstancia, no hay evasión posible en situaciones límite de tal radicalidad, todo lo que pasa ahí tiene el mismo sentido, vivir y, por lo tanto, vivir es amar. ¿Puede haber mejor (aristóos) política, con mayor legitimidad (logos) que ésta?, ¿Será posible mejor (aristóos) ley (logos) que ésta?, ¿Puede haber otro sentido de la vida?
Política mutual del bien común, de los afectos de la vida única y común, un “comunismo de lo común”, dice el filósofo patavino, al grado de volverse irrelevante hasta el porqué de estar ahí por más problemático, arbitrario, irracional, cuestionable, ajeno e ilegítimo de dicho motivo. Esto último según los “dueños” de la verdad a los que, en realidad, poco les importan estos chicos y la nobleza de su política, la política del guerrero. Estos “críticos” se mueven en la pedestre moral de la paupérrima manera en la que se nos ha condicionado a entender de manera normalizante a la “política”. Estos soldados necesitan matar para sobrevivir porque está la muerte acechando a la vida tan amada en el campo de batalla, probabilidad que signa el fin de todo, su propio fin y el de lo amado. Sólo les queda la radicalidad del presente, su momento y circunstancia.

Alguien que decide ir a la guerra supuestamente lo hace sabiendo que probablemente pierda su vida para proteger la vida. La alegría que nos une, el sentimiento de ser amados, la generosidad de compartirnos, el invaluable tiempo juntos. La alegría, lo común de la unidad que nos hermana por la semejanza en la que nos encontramos, esa risa que es la distancia más corta entre los hombres. Amigos y familia son lo mismo, resulta superada toda convención esencialista, incluso las de los vínculos de sangre. Es una carne (sarx) que manifiesta su plenitud vital en la vibrante calidez de los hechos, su movimiento atómico renovado y, por lo tanto, renacida por la emergente contingencia del encuentro, sea cual sea su circunstancia. Ya no hay conminaciones culturales, capaces de apagar dicho aliento, ígneo como todo aliento.
No se va a la guerra por una nación porque ésta no existe, hay un hondo amor a la vida (o miedo a la muerte que es lo mismo desde la legítima incomprensión de la vida) que motiva dicha voluntad. El Estado y sus intereses, el dispositivo de control disciplinar, queda rebasado ante quien asume su sacrificio, la posibilidad de aprender a superar la adversidad al permitirse el coraje de vivir, incluso aunque “muera” en su intento. Gloriosa resulta tal caída, la del héroe trágico quien no por haber descendido a la materia, a sí mismo, deja de ser héroe (hybris). Ante el amor de dicho aliento, ¿puede ello no ir más allá de afirmar la vida, ¡vivir!, padecer el peligro de su plenitud?
Es por ello que al amar encontramos potencias y capacidades de nuestro cuerpo, hasta entonces desconocidas. Plenitudes amatorias dispuestas al gozo de haber sobrevivido, la alegría de continuar con vida después de haber atravesado el portal del cuerpo, su dolor.