La resurrección o nueva vida del reencuentro

Karen le hace un último reproche a Dionisio, “¿Cómo está tu Suyapa?, ¿ya te cumplió todos tus deseos?” Obviamente Karen sigue pensando en la mujer de karaoke. “Ya quisiera, se ve difícil”, para Dionisio no hay más Suyapa que la virgen con dicha advocación. “¡No te quiere dar hijos!”, sentencia Karen para desazón de ambos, ella por la relación de Dionisio con otra mujer, él por la pérdida de la gracia de su madre santísima.

            A pesar de la angustia de Karen, su cuerpo despertó a la sensación a través de su relación con Ramiro. Se habita en la certeza del cuerpo que es la misma. Permite que la lleve a casa en cada encuentro, al grado de quedar de verse regularmente, para hacer ese mismo viaje de velocidad y vibración cada vez que sea necesario. Ramiro ya no sólo acompaña los trayectos de Karen de su casa al trabajo, también entra a su casa durante considerables lapsos y estadios. Ha entrado un extranjero a la polis y se ha logrado coronar bajo los techos del templo.

            Nicole lo advierte y se da cuenta que la hoja afilada de la moral y la enfermedad de la culpa no le hacen nada a Karen, es inmune. En la amargura de su derrota, se da cuenta que nada puede hacer contra una mujer que se desujeta de las miradas de los otros, asumiendo la vida que quiere llevar a favor de su deseo, llevando a cabo la habitación de sí misma que es su sensación, al igual que las decisiones que ello implica. Un acto de honestidad que exige tanto coraje que resulta tan invencible como el verano de Camus. Tan invencible que no se le pueden pedir ni siquiera justificación o explicación alguna, un adulto no da explicaciones. Por ello, Nicole le devuelve a Karen la gallina, hacía tiempo que la tenía secuestrada, queriendo ejercer dominación sobreuna persona invencible porque es capaz de ser sujeto de dominación, en la medida en que parte de su fortaleza es saberse vulnerable y permitírselo, desmantelando la coraza defensiva que la hacía impenetrable ante los ojos de los demás y que no le permitía manifestar la plenitud de su sensación, la realización de su deseo. Karen se asume herida y por eso no pueden lastimarla.

Nicole, como buena moralista, cae en la comodidad de la ambigüedad. No cumple del todo de lo que tanto se jactaba, echar a su marido si le era infiel y cobrarle la afrenta con la misma moneda. Es la debilidad del que tiene que demostrar a los demás una aparente fortaleza para adquirir su reconocimiento, una manera de protegerse y no parecer vulnerable. Así, aparentemente, no te hacen daño. Sin embargo, el daño está más que hecho, quedas sujeto a la moral y, por lo tanto, a la mirada de los demás, en este mundo de máscaras, en su mayoría, bastante torpes y poco conscientes de sí mismas. Nicole “perdonó” a su marido y no le fue infiel. Su venganza quedó desactivada y, probablemente, arrastre la culpa de haber sido el catalizador para que Karen acabara acostándose con su marido. Insisto, la moral es la vía más sofisticada para distintas y diversas maneras y formas del suicidio, desde la comprensión más distinta y diversa de la vida. ¿De qué tantas formas nos matamos? o ¿Qué tanto y cuanto de nosotros mismos hemos matado? Toda una enfermedad de perverso diseño intelectual y pasional que los seres humanos llevamos siglos practicando.

            Sin embargo, Nicole libera a Karen (y quizá también una parte de sí misma) al desactivarse su venganza por el ejercicio soberano de la voluntad de Karen. Hablando de la necesidad de confesar por parte del que está atravesado por la culpa y de los dolorosos tránsitos de la comprensión, Nicole revela qué pasa con “Suyapa” y da cuenta del tremendo poder estructurante de la imaginación. De ahí la necesidad de atención a nuestros sentimientos, emociones, deseos, pasiones y aquello en donde todas conviven, nuestra sensación, un cuidado de nosotros mismos. “¿No te das cuenta, Karen, lo inocente que sos?! ¡Que la famosa Suyapa sólo está en tu cabezota! ¡Dionisio no se esconde de nada! [tampoco Dioniso, quizá por eso Platón le tenía tantas reservas], porque no tiene nada con nadie! […] ¡Él mismo te lo dijo y no quisiste escucharlo! ¡Su famosa Suyapita no es más que la virgen de Suyapa! […] ¡A ésa la pague yo para que te hiciera la vida imposible y te diera una buena lección! [Se refiere Nicole a la mujer del karaoke que le dedicó una canción a Dionisio] […] ¡Como no tenés ojos más que para tus celos, no te diste cuenta de que la llamada era desde mi celular! [se refiere a las llamadas que recibió Dionisio después de la fiesta en el Karaoke].”

            Claro que Karen comprende y pasa por el dolor de comprender. Le dieron una buena lección y esa lección fue el extravío que la regresó a Ítaca, su sensación. El hogar de la comprensión, la cuna de la autonomía de la que habla Kant. Sólo es posible esta última si su raíz es la sensación, imantando radiantemente cada célula de sus flores y frutos.

Reflexiva, Karen acaricia la gallina que ha recuperado, a ella la ha recuperado.

            Dioniso regresa a casa, nota el desconsuelo de Karen. “¿Querés ir al doctor?”, le pregunta Dioniso a su esposa. Ella soltó la gallina cuando él llego para estar entre sus brazos, “No Dionisio, sólo abrázame”. Dionisio sonríe.

Un año después, Ramiro pasea con su novia en motocicleta. Karen, quien lleva en brazos a su hija, y Dionisio pasean, al lado de Erling, Nicole y su hijo Pablito, en la camioneta Pickup de estos últimos. La niña se llama Suyapa.

La extranjería del “inferior” de la República o la polis como zona de exclusividad

Karen va a Tegucigalpa. Quiere ir a la Iglesia. Sin saberlo, va en busca de sí. Decide extraviarse en la inmensidad de la gran capital para hallarse a sí misma, un punto de arena en la inmensidad del cosmos. Encontrarse en aquél signo que todavía le da algo de razón, esa calcomanía de los televangelistas que alguna vez le dijo, “No te divorcies”.

            Karen se encuentra en la misa (es un decir) de los televangelistas. Ante ella y los demás está el mismo tipo que vio en el comercial que se transmitió a través de la tele. Todos entienden la dinámica, ella apenas se integra a la misma, intenta saber en qué consiste. “El señor está entre nosotros y me dice que hay una mujer por aquí, hay una mujer que tiene muchos pecados”. Karen se sobresalta, evidentemente se siente señalada. Es el sobresalto de la sensación capturada, su cuerpo dominado por la enfermedad de la moral, la culpa como forma de control. Por lo tanto, si tan sólo es un artificio, apelando al realismo ingenuo de quien nos quiere imponer como verdad la rigidez de sus creencias y convicciones, en sus términos, insisto, podemos decir que la culpa no existe. Hay que ir hacia nuestro dolor porque es una de tantas habitaciones posibles y probables (quizá la más posible y probable) de nosotros mismos, nuestra sensación.

            “Ella está aquí, ¿dónde está?, eres tú”, dice el pastor (por llamarle de alguna forma al mercachifle en cuestión), señalando a otra mujer, no a Karen, para sorpresa de la misma. “Ven acá hermana, que Dios quiere administrar tu vida. Esta mujer me dice Dios que tiene un pecado de infidelidad [¡¿Qué coincidencia?! Sobre todo, tratándose de un “pecado” que casi nadie ha cometido]” Después de decir lo anterior estigmatizando a la mujer en cuestión (No hay cosa más efectiva que el dolor, parte de nuestro cuidado es su cuidado. Que no nos mate, ni permitir que los otros ejerzan dominación sobre nosotros a través de él. Ese cuidado es posible si accedemos al dolor, sin pelearnos con su sensación, nuestra sensación, la sensación,habitándola, como una oportunidad de caminar la senda de la comprensión. Quizá no haya nada más universal de la condición humana que el dolor), el tipo éste le impone la mano en la frente. “¡Que Dios te cambie!, ¡El señor quiere darte vida!, ¡Oh, Satanás sal de ella!”. Como siempre, no basta con evadir la responsabilidad de nuestros actos al ser hijos de “el Dios de los niños”, diría Levinas -pero vaya que Levinas lo adoraba y creía en él- sino que también hay que culpar al diablo para ayudarle a dicho Dios a ser un irresponsable, curiosamente igual que nosotros. Claro, esto siendo congruente con el realismo ingenuo de la lógica de la identidad que atraviesa la imposición de toda moral. Desde una lógica de la semejanza, habría que tratar de comprender que tan hondo es nuestro dolor como para haber llegado hasta aquí, de animales racionales a monos amaestrados. “¡Déjala libre en el nombre del señor!, ¡Amén!”, y la mujer en cuestión cae en una plancha, de espaldas. “¡Gracias, señor por dejarla libre, hoy el señor ha cambiado la vida de esta mujer!”, vocifera el “párroco”. “¡Eres libre!, ¡eres libre!” Afirma este hombre. Sí, ya sé que somos libre y es muy difícil. Qué hacer con ello es el tema. “¡Oh señor! ¡Ella se levanta! ¡Ven hermana mía! ¡Porque el señor te ha dado libertad! ¡Dame tu mano! ¡Dame tu mano! ¡Sé libre! ¡Ve en paz y tranquilidad! ¡Ora en este momento! ¡Ten tranquilidad! ¡Ve a tu asiento de nuevo, que Dios te bendiga! […] Tú quieres vida eterna, él te dará vida eterna. Pero tú también tienes que darle al señor, él te pide y tú le das [todo esto sin albur, claro está]. Que Dios te bendiga hermano. En este momento pasará alguien por ahí, y en este momento comparte lo que tienes con el señor.” Un niño pasa a los asientos con una canasta de limosnas que tiene un laaargo mango para alcanzar hasta el último feligrés sentado en la banca. “Deja ese espíritu de tacañería, esa duda que te está matando [¡sapere aude!]. Hoy el señor te pide que esa duda se vaya de tu corazón, que ese espíritu de represión se vaya. El señor abrirá los cielos, abrirá los cielos para que tengas ambición, y se derrame mucha paz, mucha tranquilidad. El señor te dé la vida eterna, te dé felicidad. [¿Qué tan cara es la vida eterna?] pero necesitamos de ese diezmo. ¡Qué Dios te bendiga!”. Todo esto lo dice este administrador de la vida eterna, mientras el niño con la canastita con palo le insiste a Karen que dé limosna, ante su falta de voluntad para ello. La insistencia con golpecitos de canasta (literal) y el evidente desagrado de Karen, sólo paran hasta que ella le suelta en dicho instrumento un billete.

No sé si Dios le dé mucho a estos rebaños ni si ellos le den mucho a Dios. Lo que sí me queda claro es que a quienes integran estas congregaciones les dan, les dan mucho, y no precisamente Dios (sic).

“Entonces, Pastor, ¿qué puedo hacer para que se me componga la vida? Mi marido es lo más importante para mí, pero yo no quiero vivir así, en el engaño. Yo no lo quiero engañar, ¿me entiende? Es que eso no es para mí”. Afirma Karen ante el pastor, quien está muy concentrado haciendo algo en la computadora. “Tranquila, hermana, tranquila, Dios tiene una solución para todo.”, afirma el “pastor”. Si es así, ¿porque Dios permite que lucren con él? Dejémoslo así, ya habrá tiempo para Agustín, Kant y todas las teodiceas y proyectos afines que hallemos en medio. “Yo le quiero dar hijos, pero por algo no los da Dios, ¿verdad?”, afirma Karen que hasta hace no mucho no era creyente. Está en la búsqueda honesta que es todo extravío, ¿cuánto no le debemos los seres humanos a nuestras errancias? “Yo no quiero pagarle mal [a Dionisio], Pastor, pero es que a veces me siento tan sola. Yo quisiera ser feliz con él, realmente ser feliz con él.”, confiesa Karen. Habría que pensar en la urgencia de confesar como síntoma de esa enfermedad llamada culpa. “Hermana, ¿vienes a la Iglesia siempre?, porque yo no te he visto mucho por aquí”, interpela el pastor. “La verdad es la primera vez que vengo”, la primera vez de Karen se confronta con una de las espesuras de los vicios de las grandes ciudades. ¿Entre más grandes son las ciudades, más grandes sus vicios? No sólo creo que sea una cuestión de magnitudes, ¿tendrá algo que ver el poder y su tendencia a la concentración de sí mismo? “¡Ah!, ¿de veras? Y ¿ya te explicaron los diáconos lo del diezmo?”, curiosamente el “pastor” parece, por fin, brindarle más atención a Karen. “¿La ofrenda? [lo que acá en México llamamos limosna, México es un país tan peculiar que hasta “Dios” pide limosna]”, dice Karen. “No, la ofrenda es una cosa, los diezmos son otra. La ofrenda es una donación voluntaria [Sí, claro, recordemos la insistencia del niño con la canasta de limosnas], el diezmo es un compromiso que tienes con el señor de darle la décima parte de lo que ganas con tu trabajo cada mes”. Debe haber una buena razón para ello, por eso Karen pregunta, “¿Y eso es obligatorio?”, a lo que el pastor responde, “Si quieres que Dios se haga cargo de ti y de tus problemas [hablando del carácter infantil de ciertas prácticas religiosas] debes responder a lo que él te manda. La gente está acostumbrada a pedir, y pedir, y pedir a Dios, creen que Dios tiene la obligación de darles todo lo que le piden, pero el compromiso es recíproco. Si Dios bendice a alguien es porque le da”. ¿Por qué, si Dios es Dios, necesita “tanto” de nosotros?, en fin, ya otros harán teodicea y teología. “¿Por eso cree que yo tengo problemas con mi marido?”, pregunta Karen. “Me imagino”, afirma el “pastor”. El pastor le pide a Karen que ahonde en sus problemas. Sin embargo, le suena el celular y la desatiende. Probablemente le llamó $u Dio$. El pastor se retira un momento de su oficina y Karen se siente ignorada y sin el consuelo que esperaba.

Karen regresa a casa sin integrarse a la congregación. Quizá podamos hablar de ello como un milagro de la voluntad humana. Karen toma el autobús con su dolor a cuestas. Quizá no haya nada más verosímil y honesto que las lágrimas.

¿Qué tan perdidos estamos?

Se perdió la gallina. Karen se olvidó de ella cuando se olvidó de sí misma. Suena una voz aguda, molesta y desaforada al fondo de la casa. Se trata de la conductora de talk show. “No voy a hablar mal de las buenas mujeres, voy a hablar mal de las malas mujeres”.

¿Cuál es la virtud de hablar mal de alguien? ¿Qué significa hablar “mal” de alguien? ¿No se supone que es opuesto al bien hacer cosas “malas”? ¿Puede haber justicia en hablar “mal” de alguien? Quizá creemos que sí, en la medida en que exponemos los vicios de los demás como algo opuesto al bien. Sin embargo, en tal habladuría, recordando al buen Al-farabi, se tiende a mezclar de manera indiscriminada filias y fobias, pasiones, propias y muy personales que, en realidad, no alcanzamos a comprender. ¿Puede haber justicia en ello? Me parece más honesto, por lo menos, tomar la decisión de ser malo con alguien, con la plena conciencia del mal radica que ello implica, como bien habla de él el Kant de La religión dentro de los límites de la mera razón. ¿No es más claro ello que el extravío al que siempre tenderá la mera opinión, la doxa? Insisto, ¿no está ahí la soberbia actitud de creerse Dios, la ley y nuestro verdugo (verdugo de todos), ejecutantes de esa guillotina llamada moral? Qué clase de psico-socio-patía entraña esa voluntad. ¿Qué clase de enfermedad es la moral y qué tan enferma está la cultura, al grado de que, en su normalización y naturalización, es capaz de convertirse en la enfermedad misma de nuestras dinámicas de consumo? Parece caricaturesco de mi parte, pero, entre lo que podemos hacer nosotros con las palabras y lo que hacía Robespierre con la afilada hoja del derecho no hay gran diferencia.

            “Hasta voz me dejaste, ¿verdad?”, le reclama Karen a la gallina ausente. “¿Qué te hiciste?”, le dice a la gallina en relación con su paradero, cuando en realidad la gallina no está, se lo está diciendo a sí misma. Mientras tanto, al fondo del espacio, se oye el griterío discursivo de la animadora del TalkShow acerca de aquellas mujeres que le hacen brujería a los hombres para tenerlos a su lado a la fuerza. Y, sin embargo, Karen desatiende la televisión, ahora está más preocupada por ella, la gallina. “Esas mujeres merecen que las metan en la cárcel, merecen que las escupan en la calle, son todas unas…”. Y antes de que la animadora acabe su decálogo, Karen apaga la televisión, probablemente harta de la perorata moral, del ruido, lo disonante aparentemente consonante, armonía aparente,siguiendo a Heráclito. Imposición de valores, moral, formas de consumo de la vida, de una “vida” privilegiada y sus privilegios. Probablemente tal decisión de Karen ante lo importante, su gallina y el amor a sí misma que ella representa, la lleve a darse cuenta, desde lo más profundo de sí, que, con base en lo último que ha hecho, ella sería “metida a la cárcel y escupida en la calle”. Sería sujeta a la crueldad del juicio, a la falta de comprensión de los prejuicios, de aquellos valores que constituyen la moral de la cual también fue verdugo.

Ni siquiera uno tiene derecho a ser juez de sí mismo. Merecemos la tierna comprensión de ser justos con nosotros mismos, la paciente y tierna escucha de nosotros, del logos de nuestras sensación, la comprensión. ¿Qué tiene de egoísta amarse a sí mismo? ¿No resulta irresponsable dejar de hacerlo?

Aventura

Ramiro insiste en estar más cerca de Karen de lo que ella, aparentemente, quiere. Va a verla nuevamente a su puesto. Cuando le da el pago por tres baleadas, sujeta la mano de Karen al recibir ésta los billetes. Ramiro insiste en que salga con ella, sólo quiere ser su amigo, según él. Karen sigue siendo firme, “Si mi marido me deja”, le dice a Ramiro. Parece que este último no soltará su mano hasta recibir una respuesta afirmativa de parte de Karen. Sin embargo, esta logra zafarse y, a pesar de ello, se muestra inusitadamente flexible con Ramiro. “Si me lo encuentro en el camino me voy con usted, si no, me voy sola.” Ella sabe que no es nada improbable el encontrarlo, sobre todo, porque él sigue buscándola y ella lo sabe.

            Después de que se va Ramiro, se acerca una camioneta al puesto de Karen. Le pide el conductor seis baleadas. La camioneta tiene en la parte inferior del parabrisas la calcomanía que ya había visto, “No se divorcie”. El conductor se da cuenta de ello y le da a Karen un volante, “Si va por Tegucigalpa, la esperamos”, le dice a Karen. Se trata de un trabajador y miembro del grupo televangelista, cuyo comercial había visto en la televisión.

            Y sucede, Ramiro encuentra a Karen. No le queda otra que cumplir su promesa, muy kantianamente, según ciertos kantianos sospechosos (sic). “¿De aquí de dónde me agarro?”, pregunta Karen. “De la cintura, más seguro”, afirma Ramiro mientras coloca los brazos de Karen alrededor de su cinturón. Se da un trayecto en el que Karen, por la velocidad (entre otras cosas), va prácticamente abrazada de Ramiro. Una cercanía suficiente y necesaria de los cuerpos. Un encuentro entre opuestos. Ella indígena de rasgos afro y él un chico de aspecto criollo, algo ibérico y caucásico. ¿Qué es lo común? El movimiento atómico de ambos cuerpos, su calor, la materia, la carne, finalmente. He ahí una conexión que puede ser de muchas formas, un juego matérico de probabilidades, y que tiende a una diversidad inconmensurable, un juego matérico de posibilidades.

De las cenizas de uno mismo a la renovación del desapego

Ahora el puesto de Nicole está en contraesquina del de Karen, cuando antes estaban uno al lado de otro. “¿Y le trajo suerte la gallina?”, le pregunta a Karen, Fermín, el chico de las gallinas que hizo el trueque de veintiséis baleadas por una gallina blanca, Tiresias adolescente y desgarbado. “¡Ah!, viera que suerte”, contesta Karen. “Si quiere me la puede traer”, dice Fermín. “Vea qué bonito, me la da y me la quita.”, reclama Karen. “Sólo le decía por si no la quiere, nomás”, ofrece Fermín. El muchacho toma su carretilla, en la que lleva ahora sus cajas llenas de aves, ya no en la espalda, las ha dejado de cargar (las aves, animal oracular al igual que su vuelo), y sigue su camino sin pedir baleadas.

            Nicole (nombre, digamos, gringo) ha echado a Erling (nombre, digamos, gringo) de su casa. Ese día Karen (nombre, digamos, gringo) y Dionisio han llevado una canasta de rosas a la virgen de Suyapa. Ya en casa, tienen relaciones sexuales, Dionisio con un mecánico entusiasmo -valga la paradoja- y Karen con una parsimonia importante, quizá todavía atravesada por lo duelos recientes. Se le ve meditativa, recostada en la misma cama y la penumbra de siempre.

            Al día siguiente, frente al puesto de Karen, se detiene una camioneta muy moderna y elegante. De ella baja una mujer apiñonada, una latina muy atractiva, sólo que con el cabello teñido de rubio como la conductora del Talk Show que se transmite desde Miami, del cual Karen es telespectadora.También la animadora de tal programa es latina y apiñonada, sólo que no es una mujer tan atractiva como esta otra mujer, que, inmediatamente, roba la atención de todos. Un acto de territorialización de la mirada muy interesante. Esta mujer, no sólo por su belleza sino por lo atípico de su presencia tan poco rural y más bien urbana, se impone al lograr habitar la sensación de su público.

            “Me dijeron que es el mejor lugar para comer baleadas […] todos recomiendan el puesto de Karen, el mejor lugar para comer baleadas […] Todos son muy amables en este pueblo”, afirma la “extranjera”. “Y usted de dónde es, joven”, pregunta a la mujer uno de sus hipnotizados. “De Tegucigalpa”, responde la chica. “¿Anda paseando?”, indaga el mismo hombre cautivado. “No, trabajando”, aclara la extranjera de la capital (De muchas formas y ante muchas personas, por diversas circunstancias, uno puede ser un extranjero en su propio país). “Don Omar [¿habrá en este nombre alguna voluntad reivindicativa reggaetonera?], para servirle”, afirma el mismo hombre deslumbrado para que, por lo menos, sepa cómo se llama. “Mucho gusto, Suyapa (Marisela Flores)”, responde la extraña, mientras en la cara atónita de Karen se dibuja el desconcierto en sus hermosos ojos negros.

            “Suyapa, Suyapucha [les juro que tal cual es el diálogo de la actriz], ¡qué casualidad!”. Afirma Karen precipitándose al vértigo de los celos, nuevamente. Mientras tanto, Ramiro, el pretendiente eterno de Karen, la sigue buscando en su moto. Karen se esconde de él, ya no es tan flexible como antes. Quizá ahora sabe que su carne es más “débil” y “accesible” de lo que cree.

¿Por qué habría que tenerlo miedo al placer? o ¿Por qué no temerle? He ahí la necesidad de nuestro deseo y la búsqueda de nosotros mismos que implica su satisfacción, por más necesariamente dolorosos que puedan llegar a ser sus tránsitos. El verdadero problema, parece ser, radica en que Karen siente culpa.

            Dionisio y Karen van a un karaoke (un humilde bar pambolero con karaoke, en realidad), a ver un partido de la selección de Honduras. De repente el anfitrión del Karaoke anuncia, “Tenemos una petición para cantar, a qué no saben desde dónde, desde la ciudad capital, Tegucigalpa”. Aparece “Suyapa”, aquella mujer foránea que se apersonó en el puesto de Karen. Viste una ombliguera hecha con la camiseta de la selección de Honduras, mostrando un muy esculpido abdomen, una brevísima cintura y luciendo unas más que estimables caderas. “Esta noche, quiero dedicarle esta canción a un hombre que me robó el corazón”, declara “Suyapa” señalando a Dionisio, quien, ya bastante alcoholizado, recibe unos codazos de atención de su celosa esposa. “Yo soy la otra,/ la que tienes escondida,/ en lo tibio de una herida,/ que te cuida con amor./ Yo soy la otra,/ la que guarda tu perfume,/ en los besos que nos unen,/ cuando ya se esconde el sol./ Yo soy la otra,/ la que limpia tu mirada,/ cuando tu alma está cansada,/ y te arrulla en su calor./ Yo soy la otra,/ la que no se llama esposa,/ la que da el color de rosa,/ a tu tiempo que sobró.”, le canta “Suyapa” a Dionisio, ante la sonrisa etílica de este último y los celos de Karen. Aparentemente victoriosa, Suyapa va hacia Dionisio, le da un beso en la mejilla y acaricia su rostro.

            Karen y Dioniso salen de la fiesta. Este último está demasiado tomado y Karen lo carga. “Suyapa” los ve y le dice a Karen, “Deja que lo llevo yo”. “Qué te metés”, le dice Karen aireada. “Qué estés mejor mañana, Dionisio”, grita “Suyapa” para seguir amarrando navajas en la pelea de gallos de los celos. “«¡Qué estés mejor mañana, Dionisio!» ¡Imbécil¡, ¿qué se cree esa estúpida?”, reclama Karen a un Dionisio totalmente dormido por el alcohol, tumbado en la cama, mientras Karen acaba de cambiarse en la oscuridad ligera de la noche. Vemos la captura de su sensación, el dominio de los celos. Está tan enojada que se desquita con la pobre gallina, “¿Y vos qué me vez?”, le dice mientras la arroja fuera de la casa. Queda la toma de su torpe vuelo como lo contrario al vuelo de una paloma de la paz. Su cacareo manifiesta el estruendo del alma de Karen. Sin embargo, falta el tiro de gracia. Suena el celular de Dionisio. Karen contesta, le cuelgan y hace una rabieta. Marca el número del cual llamaron, a través del registro de llamadas (insisto, quien inventó el celular era un hombre de tan buena voluntad como el que inventó el silenciador de las pistolas). “Aló, Dionisio. ¿Sos vos?”, se trata de la voz de “Suyapa”. “¿Aló?, soy yo, “Suyapa”, quiero hablar con vos, llámame.” repite la extranjera que vino a alterar el orden de la pequeña polis (y quizá ni tan pequeña) que puede ser un matrimonio. Karen golpea una pared y un mueble, “¡Era verdad, desgraciado!”, le dice a un Dioniso prácticamente inconciente por el alcohol, mientras patea la cama sobre la que duerme. “¡Pendeja!”, se dice Karen a sí misma (No deja de sorprenderme lo mucho que nos parecemos entre nosotros los latinoamericanos). En medio de su rabieta, Karen no se da cuenta de que alguien, oculto en la penumbra rural de dicha casa, roba a la gallina, que estaba ante la puerta de Karen y Dionisio, justo en los límites de la polis.

Intimidad

Se ha ido la luz en casa de Karen. Se siente cansada y se nota el remordimiento y, quizá, un poco de arrepentimiento en su rostro. Ahí está la culpa, esa enfermedad. Llega Dionisio y advierte su celular. “¿Qué le pasa al televisor?”, pregunta Dionisio a Karen. “No sé, ve a ver si ya vino la luz”. Y se hizo la luz, la luz de la pantalla del televisor.

            “Yo también estoy cansado”, dice Dionisio. “Trabajaste hasta tarde también hoy”, le dice Karen a Dionisio con tono de reclamo. “Sí, mucha chamba”, contesta el esposo de Karen. “¿Y qué tal está Suyapa?”, pregunta Karen con sarcasmo. “¿Qué decís?”, pregunta Dionisio realmente sorprendido. Karen avienta con ira un trapo de cocina al suelo. “¡Suyapa! ¡¿Qué crees que no sé quién es?!”, reclama Karen airada. “¿Cómo lo supiste, era un secreto?”, cuestiona Dionisio. “Un secreto a voces”, recrimina Karen. “¿Te molesta que vaya a rezar todos los días?”, pregunta Dionisio. “¿Cómo?”, pregunta Karen sorprendida. “Ahí, donde está la virgen de Suyapa”, afirma Dionisio. “Yo sé que no creés, por eso no te quería contar”, explica Dionisio. “Le estoy pidiendo un hijo”, dice Dionisio. Karen llora de culpa y remordimiento. Dionisio la procura, se mantienen juntos.

            Surgen dos reflexiones al respecto. Una que va a sonar muy básica pero también creo que tiene su relevancia. Sin intención de denostar las creencias de nadie, pero advirtiendo lo problemático que siempre será creer, en lugar de pedir un hijo, ¿no habría sido mejor que Dionisio procurara el cuidado de su vida sexual con su mujer, la intimidad con ella, independientemente de la frecuencia de la misma? Podríamos también inferir la idea de que ello fuera un problema con cierta antecedencia para lo cual hay profesionales, claro, sin dejar de advertir la accesibilidad a los mismos en relación con el contexto. Sin embargo, planteando estas meras obviedades que incluso son susceptibles de alejarse del contexto de la película, me parece sugerente pensar en qué medida podemos dejar de ser responsables o adultos ante nuestros problemas, en nombre de nuestras creencias y convicciones. ¿Qué tan cercanos son nuestros objetivos en relación con nuestras acciones? y ¿Qué tanto queremos lo que se supone que queremos? Por ejemplo, ¿qué tanto Dionisio quiere a Karen? o, quizá, ¿qué tanto Dionisio quiere más tener un hijo que estar con Karen?

            Por otro lado, intentando ser justo, ¿Por qué negarle a Dionisio el legítimo cuidado de la intimidad de sus creencias? Independientemente del posicionamiento de Karen ante las mismas, ¿por qué no pueden ser parte de la preservación íntima de su sensación? Ello también es parte de un cuidado de sí mismo. Ahí es donde vemos como Karen y Nicole actuaron como prótesis de la vigilancia del dispositivo, movilizadas como cuerpos insatisfechos (por la sensación de insatisfacción) para sujetar a Dionisio a la moral y sus perversiones.

1.3.- Imagen edénica

El cuerpo de Karen está atravesado por el calor que generan los celos. Algunos podemos dar cuenta del mismo como un ardor en nuestro centro, a la altura del esternón. Nos sentimos vulnerados y, por lo tanto, estamos inmersos en la sensación de nuestra vulnerabilidad. Karen se quita la ropa, no deja de llorar, se moja el rostro a palmadas angustiantes y se dice, “Tienes que ser fuerte, Karen”. No puede contenerlo, tiene que meterse a bañar. Aparentemente no advierte que lo está haciendo con la ventana abierta más cercana a la pared más próxima de la casa de sus vecinos. Por la ventana de la misma está viendo Erling, quizá desde hacía tiempo que esperaba una oportunidad como ésta.

            A través del espejo del baño, Karen se da cuenta de que es observada. Erling disimula el sobresalto de haber sido descubierto y sonríe. Karen también decide disimular su sobresalto, se ven a través del espejo. Ella sonríe, permite a su cuerpo la exuberancia de arqueos y posiciones del mismo que, quizá, se liberan, que, quizá, parecen desconocidas. Erling no lo duda, fue invitado, una oportunidad que, probablemente, sentía imposible.

            Mientras tanto, Nicole va de regreso a su casa con sus cosas y las de Karen, reclamando en la ausencia de la misma su paradero, al haberla dejado con el compromiso del cuidado de su puesto sin haber regresado al mismo. “Cómo le ven la cara a uno de pendeja”, se dice Nicole.

“Ya no llore, Karen”, dice Erling a espaldas del cuerpo desnudo y mojado de su vecina. “Una mujer tan bonita como usted no tiene que estar arrugando la cara tanto”, le dice a Karen su consolador. “Tranquila”, insiste Erling.

Karen y Erling parchan, cogen, culean, cachan, chapan, enchapan, follan, fornican (inserte aquí demás sinónimos del castellano en Iberoamérica). Nicole entra a la casa de su vecina con la intención de reclamarle su abandono. Ve a la gallina blanca sentada en el suelo e, inmediatamente, el llavero de su marido sobre el sofá, aquél chango de peluche amarillo, “testigo” mudo del primer toqueteo entre Erling y Karen. Va a la habitación de esta última y ¡¡¡Verga!!! (Sí, literal, ¡¡¡Verga!!!), encuentra a Karne, digo, Karen y Erwin parchando, cogiendo, culeando, cachando, chapando, enchapando, follando, fornicando (inserte aquí demás sinónimos, en gerundio, del castellano en Iberoamérica). Tal es la impresión de Nicole que suelta las bolsas ante tal imagen. Nicole respira agitadamente. Karen y Erling, interrumpidos, apenas si pueden disimular el asalto a su pudor. Nicole sale de aquella casa llorando.

Dicen que el Karma es una perra. En el Karma no hay venganza, es mera justicia y correspondencia lógica entre actos y consecuencias. Nietzsche advierte muy bien que el principio de causalidad probablemente fue el resultado de nuestra sensación de culpa. Sin embargo, no podemos negar los efectos y reacción de las causas y acciones. No como un mecanicismo burdo sino como posibilidad de lo probable, lo cual nos permite inferencias en relación con nuestras prácticas. La moral es la violencia ilegítima de la estupidez, en contra de todos y cada uno de nosotros, a través de asumir el ilegítimo posicionamiento, no solo de propietarios de la ley y la verdad, sino de ser y hasta encarnar tanto la ley como la verdad. Somos nuestros propios verdugos.

1.2- Armaggedon

Dionisio no está en casa. Karen le habla, su cuerpo deambula sin centro de un lado a otro, patea el refrigerador para sacarse de encima su angustia, sin lograrlo, pega un grito con tal gesto, su respiración es agitada. Dionisio está en la iglesia (que curiosa suena esta frase, pensando en la semejanza entre el nombre de Dionisio y el de Dioniso, sin duda no es casual tal decisión). Suena el celular del esposo de Karen, él contesta. “¡¿Dónde estás?!”, reclama Karen. “En el trabajo”, Dionisio miente fallidamente, Karen sabe bien que no es así. “¡Ah!, ¡¿sí?! ¡¿En el trabajo?! ¡¿A esta hora?!”, acusa Karen. “Ya sabes, horas extras”, sin saberlo Dionisio se “hunde” más. Dionisio, inquieto por la posibilidad de que ocurra algo, le pregunta a Karen “¿Por qué?”. Sin que lo deje terminar, Karen concluye el interrogatorio con un grito, de fuerza semejante a la que se escuchará (según los creyentes, claro) cuando suene la trompeta de Daniel, “¡¡¡Por nada!!!” Karen avienta el teléfono a la cama. Dionisio, a pesar de su desconcierto, se queda en la iglesia rezando.

1.1.-¿Cuál será el círculo del infierno para el inventor del celular?

Karen se da cuenta de que los compañeros de Dioniso están en la calle más temprano de lo normal. Con la precipitación de la incertidumbre habitándola, marca desde su celular a su esposo. Así es, a pesar de su humildad y la de su contexto, Karen y Dionisio tienen celular como todo ser humano probablemente ya lo tenga desde las primeras semanas de gestación desde hace, por lo menos, dos décadas. Sé que no hablo de nada fuera de lo cotidiano (así de normalizado está el asunto). Sin embargo, el contraste que ello genera en la película, manifiesto en su dirección de arte, resulta interesante. Me recuerda un poco a una charla con Daniel Filmus en un programa de televisión, en la que hablaba del realismo mágico como una transversalidad entre lo moderno y lo tradicional como signos de aparente progreso y de aparente subdesarrollo. Su ejemplo era el uso del microondas en una región indígena (no creo que del todo apartada) en una de sus estancias en México. Quiero poner sólo de relieve el contraste. Sin duda el fenómeno siempre será más complejo que el epifenómeno.

            Dionisio no le contesta, a pesar de que sería probable que, por la ubicación geográfica de la región, hubiera perdido la señal. Nicole se da cuenta de la incertidumbre de Karen y esta última le explica a la primera que se le hace raro no haberlo visto ir de camino a casa. Se encuentran con el guardia que no las dejó pasar, éste le explica que salieron temprano porque van a fumigar y que Dionisio se fue a casa diciendo que iba a la misma “para aprovechar la tarde”. Karen le pide a Nicole que cuide su puesto para ir a buscar a Dionisio a casa, “¡Seguramente a esta hora debe estar revolcándose con la tal Suyapita ésa!”.

¿Cuánto hemos permitido que se condicionen los espacios de nuestra imaginación y qué alcance tiene dicha posibilidad en nuestra vida? ¿Cuánto es posible permitir o negar el vuelo de nuestras imágenes sin quedar sujeto por tales tendencias? ¿Qué tanto haya que reconstruirnos, poetizarnos, para no ser dispositivo y prótesis del mismo? Probablemente hay que ver la forma de cultivar nuestra inmunidad, en términos de Roberto Esposito, asumir la inaccesibilidad de lo íntimo como el único territorio multitemporal, capaz de ser el resquicio que siempre hemos sido, aunque no lo comprendamos, nuestra sensación.

1.- Lo apocalíptico de una pantalla salvadora y lo integrado de nuestro extravío.

Después del encuentro con Erling, Karen llega a casa. Al prender la tele tiene una estática considerable y Karen se pregunta “¿Y ahora qué le pasó a la tele?”, como si se tratara de un familiar enfermo. De repente, se recupera la imagen. Efectivamente, la tele está enferma de culpa televangelista. “Hermano, hermana, basta ya de ese agobio que destruye tu vida. Sé fuerte como una roca. ¿Acaso ese problema que tienes en tu hogar, en tu trabajo, o específicamente en tu pareja, te hace sufrir? Nosotros tenemos la solución. La solución es ahora [Karen toma asiento intrigada, han capturado la sensación de su angustia, tienen su atención.]. Ahora que me está viendo, ¿acaso crees que los problemas del amor se resuelven en pareja? ¡No!, los problemas del amor se resuelven amando, amando al señor. Puedes creer que amas a tu pareja. Pero si no amas a Dios primero, jamás amaras a tu pareja. Sé fiel al señor y el señor será fiel contigo. Sin Dios nada podemos hacer. ¿Necesitas una solución?, ¿necesitas un consejo? Ven al centro de atención de Tegucigalpa [Karen toma un cuaderno rápidamente y apunta los datos que le están dando], a nuestra casa de oración, ahí te esperamos. No te divorcies, no te divorcies. Nosotros tenemos una solución para ti. Que Dios te bendiga, te invito y te espero.” Parece que al final resulta más importante decir “te invito y te espero” que “Dios te bendiga”.