Las alas del cielo

A Nim Datia Arcos Garduño y a su bebé que está por nacer,

 por recordarme que la vida es invencible.

“Al que todo lo pierde le queda Dios, todavía”

Arthur Schopenhauer

Según Lisa Simpson la palabra “crisis” en chino significa también oportunidad. Al respecto Homero, su padre, le dice, “sí, oportuncrisis”. Investigué al respecto en esa fuente tan confiable que es google traductor y me salen dos resultados. “Crisis” en chino (tradicional) se dice: Wéiji y “oportunidad” se dice Jihuí. Tratando de darle el beneficio de la duda a Lisa Simpson, busqué en la opción de “chino (simplificado)”. “Crisis” en chino (simplificado) se dice: Wéiji y oportunidad se dice Jihuí. A pesar de que estamos ante una licencia poética, me quedo con la afirmación de Lisa Simpson y con el concepto de su padre, crisis como oportunidad y “oportuncrisis”.

El mundo empezó a estallar desde que nació al igual que el cosmos, desde entonces no ha dejado de hacerlo. Algunos le llaman devenir, una danza, una música, que manifiesta su lenguaje secreto, aquél que hay que atender en tanto que palabra que suele ocultarse, logos se decía en la lengua de nuestro abuelo efesio. Por ello, resulta linda la metáfora la del big-bang. Ésta no es la imagen perdida de un suceso más del montón de datos que creemos parte de algo tan insignificante como la historia de los hombres. La actitud de tal concepción refleja el narcisismo de creer que nuestra historia es lo más importante que ha ocurrido desde siempre. Por supuesto que es importante porque nos atañe, es importante para nosotros y de ahí lo pertinente de su atención. Sin embargo, tal importancia evidencia la necesidad de asumir la responsabilidad de que su influencia en nuestra vida sea con medida y proporción. En el caso de los hombres, con justicia. ¿Qué es nuestra historia ante la eternidad? Esa es la gran lección, no es que la vida continúe, es que jamás ha dejado de ser y detenerse, no tiene por qué esperarnos.

 Dicha imagen -superando el prejuicio historicista de la definición arbitraria e imposible de un origen- resulta una metáfora de lo que no ha dejado de ocurrir y acontecer ante nosotros, en la sutileza de toda apariencia y su correspondiente invisibilidad, la vida y, con ella, la dinámica de todo lo que habita al habitarla.

Hemos llenado nuestro mundo de baobabs y ahora tememos que en cualquier momento estalle. Lo cierto es que, desde antes de que apareciera el hombre y sus baobabs, el mundo seguía estallando, aquello que algunos físicos han descrito como la expansión del universo, del cual nuestro planeta no dejará de ser parte, aunque acabe reducido a un cinturón de asteroides. La explosión ha durado millones de años. La diferencia es que los autoproclamados hijos de Dios quieren ser como su padre y hacen las cosas como pueden y de prisa, como un niño diría nuestro abuelo efesio. Imitan lo imposible de imitar y aceleran los procesos naturales, precipitando la destrucción de todo aquello que los atraviesa (ahí está la pobre oveja Dolly). Catalizamos lo que sabemos desde un principio incontenible. Queremos crear la misma vida que a la materia le llevó millones de años llevar a cabo, los mismos que ha durado su expansión. ¿Cómo no esperar que el mundo no nos explote en las manos?

Nos han hablado siempre de la gran capacidad de artificio característica del hombre, la posibilidad, incluso lúdica, de exploración y experimentación. No podemos negar eso tan importante, anularnos sería mutilar parte de lo mejor de nosotros mismos. Sin embargo, ello nos exige prudencia, la sabiduría a la que hemos renunciado a favor de una temporalidad rutinaria y lineal que defiende la apariencia del progreso y sus incalculables efectos secundarios. Necesitamos recuperar la humildad de sabernos parte del cosmos y dejar de ser hijos de Dios.

 Una gran actriz argentina, Cipe Lincovsky, cuenta que un excombatiente de la Segunda Guerra Mundial le regaló un medallón que tenía el siguiente poema:“Dios, no te voy a pedir lo que todos te piden porque seguramente de eso no te queda nada./ No te voy  a pedir la tranquilidad del alma ni la del cuerpo, ni siquiera la fortuna, ni tampoco la salud./ Eso te lo piden tantos que seguramente no te queda nada./ A mí dame lo que te sobra, lo que se te rechaza./ Yo quiero la intranquilidad y la tormenta;/ la insatisfacción y la pelea y dámelo para siempre, que yo esté segura de tenerlo para siempre,/ porque no siempre tendré el coraje de pedírtelo de nuevo.” Sin duda hay quien aprende a morir antes de hacerlo. Cuenta Sophie, la querida hermana del gran compositor austriaco, que los últimos suspiros del genio fueron “como si hubiera querido, con la boca, imitar los timbales de su Requiem”. Al igual que él, hay que aprender a escuchar nuevamente la música del cosmos, su lenguaje secreto, para volver a ser parte de su armonía y olvidar para siempre el compás de la fuga en la cual nos hemos perdido, no será necesario tal obstáculo si hacemos el esfuerzo de volver a estar en nosotros mismos, en el cosmos. Estamos ante la oportunidad de la crisis -la oportuncrisis-, la oportunidad de crecer. Antes de que el mundo estalle, todavía podemos aprender a caminar entre baobabs.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *