Hablarle a una gallina

Karen suspira. “Vós también estás sola, ¿verdad?”, le dice a su gallina. “Imaginate, ¿de dónde vas a poner huevos si por aquí no hay gallo?”. La animalidad de un deseo, la plenitud de la vida, se encuentra con la naturaleza a través de la angustia que produce su insatisfacción. Karen llora en la penumbra nocturna, acostada en una cama que ya habita con la insatisfacción de su deseo.

            La angustia logra dominar a Karen al grado de ceder a la insinuación de Nicole. La joven cocinera cree que su marido la engaña por las horas tan elevadas de llegar a casa, supuestamente invertidas en hacer horas extras en el trabajo. Karen le comenta a Nicole, no siempre es suficiente el silencio atento de una gallina. Nicole le sugiere que vaya a buscar a Dionisio a la salida de su trabajo. Mientras hacen el recorrido, Karen ve en el espejo retrovisor del transporte público una calcomanía que dice, “No se divorcie”. Se trata de la propaganda de una de esas curiosas iglesias televangelistas, de considerable poder en América Latina.

            Después de confrontarse con un guardia de seguridad que se niega a decirles si Dionisio ya salió a trabajar porque a ambas mujeres no se les ocurrió llevar sus documentos para identificarse, se ocultan para esperar la hora de salida del trabajo de Dioniso, y ver qué hace o deja de hacer.

Esa compleja relación viciosa entre propiedad, vigilancia y control. Karen le manifiesta a Nicole su nerviosismo por llevar a cabo dicho seguimiento. “Nerviosos debería estar él por sinvergüenza”, le contesta Nicole. El entrampamiento de una moral, ante la evidencia de los actos que reprueba, se completa con la sensación de vergüenza que se logra sobre el vigilado, consumándose su captura, al hacer de su cuerpo su propia prisión. Atento a ello está el ojo vigilante.

            Dionisio descubre a las dos mujeres en un descuido de su vigilancia. Las mujeres inventan un malestar estomacal por parte de Karen y, de manera desprolija, un supuesto vómito que hace creer a Dionisio que quizá su esposa esté embarazada. Dionisio manifiesta su dicha en su rostro sonriente, incluso sin tomar en cuenta que hace tiempo que no tiene intimidad con Karen. Un compañero de trabajo, el guardia que no les permitió acceso a Karen y Nicole, le pregunta Dionisio si va a ir a ver “el partido”. Dionisio dice que sí, que ahí va a estar. El guardia dice que pensaba que iba a ir a lo de Suyapa. Dionisio manifiesta desconcierto en su rostro, algo lo ha evidenciado. Surgió un nombre, Suyapa, parece que ello ha descolocado al campesino. “Vamos a ver”, le contesta Dionisio al guardia. Karen y Nicole no dejan de alimentar sospechas, al grado de seguir con su vigilancia. “¡¿Quién putas será ésa?!”, le dice Karen a Nicole refiriéndose a Suyapa. Nicole le responde, “Yo por eso a mi marido lo tengo así, mirá, agarradito de los huevos”, mientras hace un gesto de estrujamiento elevando su mano izquierda para después empuñarla apretada y firmemente, “No me vaya a hacer una porque con la misma lo mando a la calle”, afirma Nicole.

Karen se arrepiente de haber ido a buscar a Dinonisio, “Ojos que no ven, corazón que no siente”, afirma. Nicole le interpela, “Por eso es que estamos como estamos, porque las mujeres nunca se ponen los pantalones.” Karen le pide a Nicole que pare de “calentarle la cabeza”. A ello Nicole responde, “Lo que se gana uno por querer ayudar, estar metiendo la cuchara donde no debe”.

Sin duda resulta sugerente pensar en qué tanto transgredir la vida de los demás, su intimidad (meter nuestra cuchara en los guisos de los demás), es sinónimo de ayuda. ¿Qué nos hace creer que poseemos tal autoridad y privilegio? Leemos la cartilla de valores y nos disponemos a los juicios de la moral que constituyen, al grado de creernos salvadores de los mundos ajenos ante sus particulares fines conclusivos. Pequeños apocalipsis para unos, sumamente importantes para sus protagonistas, jamás lo suficientemente relevantes para los demás. Por ello, quizá, caemos en el vicio de creer poder resolverlos, como si fuéramos Jesucristo regresando para el juicio final de los demás. Claro, hasta que a uno le pasa. ¿Quién tiene la medida o siquiera la vara que sirva para calcular lo íntimo y su legítimo secreto? Es más, ¿cómo si quiera creer que podemos calcular tal legitimidad? Decían los romanos en su derecho, “ante la duda absténgase”. Ante la falta de ley y su posibilidad, ¿no sería mejor abstenerse?

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