Karen (Jessica Guifarro) es una joven atractiva capaz de captar la mirada de más de uno de sus allegados. Mujer morena, latinoamericana, originaria de la periferia de Tegucigalpa, capital de Honduras. De amable trato, de cuerpo menudo y esbelto, se gana la vida cocinando en su puesto de baleadas, comida típica de Honduras que consiste en una tortilla de harina de trigo recién hecha, freída en aceite, cuyo contenido fundamental son los frijoles y un poco de queso. Se le suele agregar también aguacate o palta -nombre dependiente de la región de Latinoamérica en la que se cultive y coseche- y, en algunas ocasiones, huevo revuelto y crema.
La distinguida belleza de esta chica humilde es motivo de la envidia de Nicole (Rosa Amelia Núñez), colega cercana. Una vendedora de jugos y cocteles de fruta que tiene su puesto al lado del de Karen. Se siente ignorada y con menos clientes que Karen. Además de coincidir en la práctica del llamado “comercio informal”, son vecinas. Nicole ve como sus clientes procuran y cortejan con amabilidad y saludo a su también vecina.
Uno de ellos, don Mario, le pide a Karen dos baleadas para llevar. “¿Con chile Don Mario?”. El caballero sonríe y dice, “¡Claro, Karen! Usted sabe que yo soy chilero”. Curiosa ambigüedad a la que tiende el lenguaje.
Se acerca a Karen un chico de humilde y de desalineada apariencia. Lleva por cinturón un mecate y a sus espaldas lleva un montón de cajas de las que sale el cacareo de las gallinas que viajan dentro de las mismas. Tiene tan mal aspecto que un perro callejero le gruñe. Karen lo ve con recelo y el chico se acerca cauteloso y cabizbajo. “Dos”, le dice el muchacho. “¿Dos qué?”, interpela con firmeza Karen. “¿Y usted qué vende pues?, baleadas”, aclara el joven. “¿Y cuándo se supone que me va a pagar las que ya se comió? Aquí no se come de gratis, ya me debe veintitrés”, afirma Karen con firmeza. “No este mes, no, es que sí se las voy a pagar.” Intenta amortiguar la situación el chico. “Ah, ¿sí? ¿Y cuándo si se puede saber?, ¿cuándo salga el sol por la noche?” -concedámosle al chico que en América Latina y en Rusia puede salir el sol por la noche. En Rusia hay evidencia científica y en América Latina nos lo inventamos- “Qué desconfiada, si ahorita mismo se las voy a pagar”, le dice el chico a Karen. “¡Ja!, ya voy a creer yo”, afirma Karen. “No me cree ¿verdad? A ver, ¿cuánto le debo?”, dice el muchacho con acento hondureño. “Veintitrés por cinco, haga la cuenta. Son ciento quince”, afirma Karen sin perder firmeza.
Tímida y meditativamente, el chico se inclina hacia una de sus cajas, desata el cordón que sujeta a las mismas con su contenido y saca de su lábil pero efectiva prisión una gorda gallina blanca que empieza a aletear desparpajadamente, provocando una explosión de plumas. Después que Karen le reclama para que aleje la gallina y no le ensucie la comida, el chico recuerda su oficio de vendedor de aves, “Mire, ésta la vendo a ciento treinta, así que todavía me debe tres baleadas”, le dice a Karen con voz de merolico, como si se tratara de una cliente. “Ve, ¿y es que con eso me piensa pagar? ¡N’hombre!, ¿es que acaso me vio cara de desplumadora?”, le dice Karen al muchacho. “Mire que buena oferta, si hasta pollitos le puede sacar. Ésta viene bien ponedora, huevotes amarillos de los que son nutritivos, de éstas no hay por aquí, dicen que tener una ahí en la casa es de buena suerte.”, le dice el muchacho con la misma voz de merolico. “Mire Fermín (El Chiky), por esta vez le voy a aceptar la famosa gallina y porque tal vez se le caiga un huevo [a la gallina, claro está], pero a la próxima viene con pisto, ¿me oyó? Si no, no come”.
Con una sonrisa Fermín come su victoria, las baleadas resultado del éxito del trueque. Mientras retoma su camino, Karen esboza otra sonrisa. La gracia de una chica capaz de fiar veintitrés baleadas. Demasiada verdad, quizá demasiada para un instante.