Karen va a Tegucigalpa. Quiere ir a la Iglesia. Sin saberlo, va en busca de sí. Decide extraviarse en la inmensidad de la gran capital para hallarse a sí misma, un punto de arena en la inmensidad del cosmos. Encontrarse en aquél signo que todavía le da algo de razón, esa calcomanía de los televangelistas que alguna vez le dijo, “No te divorcies”.
Karen se encuentra en la misa (es un decir) de los televangelistas. Ante ella y los demás está el mismo tipo que vio en el comercial que se transmitió a través de la tele. Todos entienden la dinámica, ella apenas se integra a la misma, intenta saber en qué consiste. “El señor está entre nosotros y me dice que hay una mujer por aquí, hay una mujer que tiene muchos pecados”. Karen se sobresalta, evidentemente se siente señalada. Es el sobresalto de la sensación capturada, su cuerpo dominado por la enfermedad de la moral, la culpa como forma de control. Por lo tanto, si tan sólo es un artificio, apelando al realismo ingenuo de quien nos quiere imponer como verdad la rigidez de sus creencias y convicciones, en sus términos, insisto, podemos decir que la culpa no existe. Hay que ir hacia nuestro dolor porque es una de tantas habitaciones posibles y probables (quizá la más posible y probable) de nosotros mismos, nuestra sensación.
“Ella está aquí, ¿dónde está?, eres tú”, dice el pastor (por llamarle de alguna forma al mercachifle en cuestión), señalando a otra mujer, no a Karen, para sorpresa de la misma. “Ven acá hermana, que Dios quiere administrar tu vida. Esta mujer me dice Dios que tiene un pecado de infidelidad [¡¿Qué coincidencia?! Sobre todo, tratándose de un “pecado” que casi nadie ha cometido]” Después de decir lo anterior estigmatizando a la mujer en cuestión (No hay cosa más efectiva que el dolor, parte de nuestro cuidado es su cuidado. Que no nos mate, ni permitir que los otros ejerzan dominación sobre nosotros a través de él. Ese cuidado es posible si accedemos al dolor, sin pelearnos con su sensación, nuestra sensación, la sensación,habitándola, como una oportunidad de caminar la senda de la comprensión. Quizá no haya nada más universal de la condición humana que el dolor), el tipo éste le impone la mano en la frente. “¡Que Dios te cambie!, ¡El señor quiere darte vida!, ¡Oh, Satanás sal de ella!”. Como siempre, no basta con evadir la responsabilidad de nuestros actos al ser hijos de “el Dios de los niños”, diría Levinas -pero vaya que Levinas lo adoraba y creía en él- sino que también hay que culpar al diablo para ayudarle a dicho Dios a ser un irresponsable, curiosamente igual que nosotros. Claro, esto siendo congruente con el realismo ingenuo de la lógica de la identidad que atraviesa la imposición de toda moral. Desde una lógica de la semejanza, habría que tratar de comprender que tan hondo es nuestro dolor como para haber llegado hasta aquí, de animales racionales a monos amaestrados. “¡Déjala libre en el nombre del señor!, ¡Amén!”, y la mujer en cuestión cae en una plancha, de espaldas. “¡Gracias, señor por dejarla libre, hoy el señor ha cambiado la vida de esta mujer!”, vocifera el “párroco”. “¡Eres libre!, ¡eres libre!” Afirma este hombre. Sí, ya sé que somos libre y es muy difícil. Qué hacer con ello es el tema. “¡Oh señor! ¡Ella se levanta! ¡Ven hermana mía! ¡Porque el señor te ha dado libertad! ¡Dame tu mano! ¡Dame tu mano! ¡Sé libre! ¡Ve en paz y tranquilidad! ¡Ora en este momento! ¡Ten tranquilidad! ¡Ve a tu asiento de nuevo, que Dios te bendiga! […] Tú quieres vida eterna, él te dará vida eterna. Pero tú también tienes que darle al señor, él te pide y tú le das [todo esto sin albur, claro está]. Que Dios te bendiga hermano. En este momento pasará alguien por ahí, y en este momento comparte lo que tienes con el señor.” Un niño pasa a los asientos con una canasta de limosnas que tiene un laaargo mango para alcanzar hasta el último feligrés sentado en la banca. “Deja ese espíritu de tacañería, esa duda que te está matando [¡sapere aude!]. Hoy el señor te pide que esa duda se vaya de tu corazón, que ese espíritu de represión se vaya. El señor abrirá los cielos, abrirá los cielos para que tengas ambición, y se derrame mucha paz, mucha tranquilidad. El señor te dé la vida eterna, te dé felicidad. [¿Qué tan cara es la vida eterna?] pero necesitamos de ese diezmo. ¡Qué Dios te bendiga!”. Todo esto lo dice este administrador de la vida eterna, mientras el niño con la canastita con palo le insiste a Karen que dé limosna, ante su falta de voluntad para ello. La insistencia con golpecitos de canasta (literal) y el evidente desagrado de Karen, sólo paran hasta que ella le suelta en dicho instrumento un billete.
No sé si Dios le dé mucho a estos rebaños ni si ellos le den mucho a Dios. Lo que sí me queda claro es que a quienes integran estas congregaciones les dan, les dan mucho, y no precisamente Dios (sic).
“Entonces, Pastor, ¿qué puedo hacer para que se me componga la vida? Mi marido es lo más importante para mí, pero yo no quiero vivir así, en el engaño. Yo no lo quiero engañar, ¿me entiende? Es que eso no es para mí”. Afirma Karen ante el pastor, quien está muy concentrado haciendo algo en la computadora. “Tranquila, hermana, tranquila, Dios tiene una solución para todo.”, afirma el “pastor”. Si es así, ¿porque Dios permite que lucren con él? Dejémoslo así, ya habrá tiempo para Agustín, Kant y todas las teodiceas y proyectos afines que hallemos en medio. “Yo le quiero dar hijos, pero por algo no los da Dios, ¿verdad?”, afirma Karen que hasta hace no mucho no era creyente. Está en la búsqueda honesta que es todo extravío, ¿cuánto no le debemos los seres humanos a nuestras errancias? “Yo no quiero pagarle mal [a Dionisio], Pastor, pero es que a veces me siento tan sola. Yo quisiera ser feliz con él, realmente ser feliz con él.”, confiesa Karen. Habría que pensar en la urgencia de confesar como síntoma de esa enfermedad llamada culpa. “Hermana, ¿vienes a la Iglesia siempre?, porque yo no te he visto mucho por aquí”, interpela el pastor. “La verdad es la primera vez que vengo”, la primera vez de Karen se confronta con una de las espesuras de los vicios de las grandes ciudades. ¿Entre más grandes son las ciudades, más grandes sus vicios? No sólo creo que sea una cuestión de magnitudes, ¿tendrá algo que ver el poder y su tendencia a la concentración de sí mismo? “¡Ah!, ¿de veras? Y ¿ya te explicaron los diáconos lo del diezmo?”, curiosamente el “pastor” parece, por fin, brindarle más atención a Karen. “¿La ofrenda? [lo que acá en México llamamos limosna, México es un país tan peculiar que hasta “Dios” pide limosna]”, dice Karen. “No, la ofrenda es una cosa, los diezmos son otra. La ofrenda es una donación voluntaria [Sí, claro, recordemos la insistencia del niño con la canasta de limosnas], el diezmo es un compromiso que tienes con el señor de darle la décima parte de lo que ganas con tu trabajo cada mes”. Debe haber una buena razón para ello, por eso Karen pregunta, “¿Y eso es obligatorio?”, a lo que el pastor responde, “Si quieres que Dios se haga cargo de ti y de tus problemas [hablando del carácter infantil de ciertas prácticas religiosas] debes responder a lo que él te manda. La gente está acostumbrada a pedir, y pedir, y pedir a Dios, creen que Dios tiene la obligación de darles todo lo que le piden, pero el compromiso es recíproco. Si Dios bendice a alguien es porque le da”. ¿Por qué, si Dios es Dios, necesita “tanto” de nosotros?, en fin, ya otros harán teodicea y teología. “¿Por eso cree que yo tengo problemas con mi marido?”, pregunta Karen. “Me imagino”, afirma el “pastor”. El pastor le pide a Karen que ahonde en sus problemas. Sin embargo, le suena el celular y la desatiende. Probablemente le llamó $u Dio$. El pastor se retira un momento de su oficina y Karen se siente ignorada y sin el consuelo que esperaba.
Karen regresa a casa sin integrarse a la congregación. Quizá podamos hablar de ello como un milagro de la voluntad humana. Karen toma el autobús con su dolor a cuestas. Quizá no haya nada más verosímil y honesto que las lágrimas.