El perreo del Karma

“¿Te gusta el reggaeton?”, le pregunta Erling (Rubin Flores), esposo de Nicole, a Karen, es la música que escuchan en el estéreo del auto del primero. “No”, contesta nuestra protagonista. Quizá con ello le quiso preguntar si le gustaba el sexo. Claro que a Karen le gusta el sexo, quizá le cueste trabajo ver el sexo que le gusta en el reggaetón, así como Erling probablemente ve el sexo que le gusta en dicho género. Secuencias atrás, Erling había manifestado su interés en Karen, en una de ellas se quedo absorto por su escote. Erling aprovecha la lluvia, a Karen caminando bajo la misma después de su jornada y el hecho de ser vecinos, para darle un aventón en su nueva pick-up, o, por lo menos, intentarlo.

            Erling, fascinado con Karen, procura desviar sus ojos del camino lo más que puede, aprovechar su cercanía, para verla como quizá jamás ha podido hacerlo, tan cerquita. Aprovecha la cercanía de la palanca del auto para acariciar el muslo de Karen, pone como excusa una avería de su auto nuevo de segunda mano para el extravío de la suya. Pide disculpas, Karen pone límites alejándose lo más que puede del tacto extraviado, casi diletante, de este adolescente tardío que a penas acaba de obtener un nuevo empleo. Karen ve fijamente el llavero de Erling en el cerrojo del coche, un close-up genera tal mirada. Se trata de un simio de peluche color amarillo, un signo de animalidad y un rasgo del carácter impulsivo y desprolijo de Erling.

Hablarle a una gallina

Karen suspira. “Vós también estás sola, ¿verdad?”, le dice a su gallina. “Imaginate, ¿de dónde vas a poner huevos si por aquí no hay gallo?”. La animalidad de un deseo, la plenitud de la vida, se encuentra con la naturaleza a través de la angustia que produce su insatisfacción. Karen llora en la penumbra nocturna, acostada en una cama que ya habita con la insatisfacción de su deseo.

            La angustia logra dominar a Karen al grado de ceder a la insinuación de Nicole. La joven cocinera cree que su marido la engaña por las horas tan elevadas de llegar a casa, supuestamente invertidas en hacer horas extras en el trabajo. Karen le comenta a Nicole, no siempre es suficiente el silencio atento de una gallina. Nicole le sugiere que vaya a buscar a Dionisio a la salida de su trabajo. Mientras hacen el recorrido, Karen ve en el espejo retrovisor del transporte público una calcomanía que dice, “No se divorcie”. Se trata de la propaganda de una de esas curiosas iglesias televangelistas, de considerable poder en América Latina.

            Después de confrontarse con un guardia de seguridad que se niega a decirles si Dionisio ya salió a trabajar porque a ambas mujeres no se les ocurrió llevar sus documentos para identificarse, se ocultan para esperar la hora de salida del trabajo de Dioniso, y ver qué hace o deja de hacer.

Esa compleja relación viciosa entre propiedad, vigilancia y control. Karen le manifiesta a Nicole su nerviosismo por llevar a cabo dicho seguimiento. “Nerviosos debería estar él por sinvergüenza”, le contesta Nicole. El entrampamiento de una moral, ante la evidencia de los actos que reprueba, se completa con la sensación de vergüenza que se logra sobre el vigilado, consumándose su captura, al hacer de su cuerpo su propia prisión. Atento a ello está el ojo vigilante.

            Dionisio descubre a las dos mujeres en un descuido de su vigilancia. Las mujeres inventan un malestar estomacal por parte de Karen y, de manera desprolija, un supuesto vómito que hace creer a Dionisio que quizá su esposa esté embarazada. Dionisio manifiesta su dicha en su rostro sonriente, incluso sin tomar en cuenta que hace tiempo que no tiene intimidad con Karen. Un compañero de trabajo, el guardia que no les permitió acceso a Karen y Nicole, le pregunta Dionisio si va a ir a ver “el partido”. Dionisio dice que sí, que ahí va a estar. El guardia dice que pensaba que iba a ir a lo de Suyapa. Dionisio manifiesta desconcierto en su rostro, algo lo ha evidenciado. Surgió un nombre, Suyapa, parece que ello ha descolocado al campesino. “Vamos a ver”, le contesta Dionisio al guardia. Karen y Nicole no dejan de alimentar sospechas, al grado de seguir con su vigilancia. “¡¿Quién putas será ésa?!”, le dice Karen a Nicole refiriéndose a Suyapa. Nicole le responde, “Yo por eso a mi marido lo tengo así, mirá, agarradito de los huevos”, mientras hace un gesto de estrujamiento elevando su mano izquierda para después empuñarla apretada y firmemente, “No me vaya a hacer una porque con la misma lo mando a la calle”, afirma Nicole.

Karen se arrepiente de haber ido a buscar a Dinonisio, “Ojos que no ven, corazón que no siente”, afirma. Nicole le interpela, “Por eso es que estamos como estamos, porque las mujeres nunca se ponen los pantalones.” Karen le pide a Nicole que pare de “calentarle la cabeza”. A ello Nicole responde, “Lo que se gana uno por querer ayudar, estar metiendo la cuchara donde no debe”.

Sin duda resulta sugerente pensar en qué tanto transgredir la vida de los demás, su intimidad (meter nuestra cuchara en los guisos de los demás), es sinónimo de ayuda. ¿Qué nos hace creer que poseemos tal autoridad y privilegio? Leemos la cartilla de valores y nos disponemos a los juicios de la moral que constituyen, al grado de creernos salvadores de los mundos ajenos ante sus particulares fines conclusivos. Pequeños apocalipsis para unos, sumamente importantes para sus protagonistas, jamás lo suficientemente relevantes para los demás. Por ello, quizá, caemos en el vicio de creer poder resolverlos, como si fuéramos Jesucristo regresando para el juicio final de los demás. Claro, hasta que a uno le pasa. ¿Quién tiene la medida o siquiera la vara que sirva para calcular lo íntimo y su legítimo secreto? Es más, ¿cómo si quiera creer que podemos calcular tal legitimidad? Decían los romanos en su derecho, “ante la duda absténgase”. Ante la falta de ley y su posibilidad, ¿no sería mejor abstenerse?

Las trampas de ciertos ocios

Después de su jornada, Karen ve por la noche los programas televisivos provenientes de Miami. La humilde rusticidad de su casa, iluminada por el destello televisivo, contrasta con los paneles y decorados, iluminados y coloridos, correspondiente con la arquitectura urbana. En este caso, la de una ciudad como Miami. Karen ve un típico talk show conducido por la típica presentadora latinoamericana, teñida de rubio y de ademanes desproporcionados y eufóricos. Cualquier semejanza con alguna figura mediática de tal tipo, no sólo no es mera coincidencia, sino que también nos habla de la normalización de una imagen. En este caso, la imagen imperante de un proceso “civilizatorio”, encarnado en una persona y en un contexto aparentemente ajeno, que pasa por la barbarie de su imposición, y la reproducción de la misma, a través de su transmisión. Es sugerente pensar como el estereotipo también es reproducido fuera de su contexto de imposición por parte del estereotipado, en su propio contexto. Me refiero a la ya antiarquetípica presentadora impresentable Laura Bozzo, antes de poder si quiera hacer un recuento de cuánta conductora de talk show hemos tenido en territorio latinoamericano. Por lo pronto, lo pongo sobre la mesa.

            El tema de esta noche es la infidelidad (las “coincidencias” son invento del diablo). Problema que la presentadora del talk show adjudica a la falta de erradicación del machismo en América Latina. Por supuesto, no olvidemos que, probablemente desde que llegó a Miami, hace años que dicha conductora no pisa América Latina. Sin embargo, se permite enviar, “mucho cariño, todo nuestro amor a todas aquellas personas que nos miran en cualquier punto estratégico a nivel internacional, en cualquier país latinoamericano, hermano, que cómo los extrañamos nosotros. Extrañamos, de hecho, también cada uno de nuestros países, en los que tenemos tal vez nuestra familia, no abandonada, sino que con aquella esperanza de poder traerlos. Acá los estamos esperando en esta bellísima Miami, y con este calor, con este calor humano”. Por ello, también dice al aire, “que tienen corazón mío, que ya saben cómo amo a mi público latinoamericano”.

“La infidelidad es una enfermedad que ésa sí es difícil de tratar”, afirma la animadora a través de la pantalla, dirigiéndose a una de sus panelistas. La conductora acuña el concepto de “hombresuelo” para referirse a los hombres infieles.

            Ante tal panorama, Karen le dice a su gallina (única compañía durante ese rato de ocio), “¿Ya ves la hora qué es?, y no llega el maldito. Todos los hombres son iguales”. Karen le da de comer a su gallina, mientras la animadora afirma tener su propio diccionario, en el que la definición de “cochino” corresponde a los hombres infieles y borrachos y “cochina” a las mujeres que se prestan para consumar la infidelidad de los primeros.

            Dionisio llega a casa tarde en su bicicleta, “horas extras”, contesta al cuestionamiento de Karen. Ella le ha preparado unas baleadas, cuyo gusto resulta demasiado salado para Dionisio, cosa que no le dice a su esposa. Últimamente se le pasa de sal en la comida a Karen, imagen lograda por los directores de la película (Mathew Kodath, Hernán Pereira), al mostrar a Karen terminando de guisar los frijoles para su labor del día siguiente.

            Karen y Dionisio se van a dormir. Ella sólo lo intenta por la incertidumbre, más poderosa que el potente ronquido de Dionisio.

Hay de amigos a amigos

Karen tiene sus problemas. Desde hace tiempo su marido llega demasiado cansado a casa por estar haciendo horas extras, cultivando las tierras de la finca de su patrón. Karen le cuenta a Nicole que, desde hace tiempo, no han disfrutado del sexo y que, por ello, tampoco han podido ser padres. Un anhelo tanto de Karen como de Dionisio (Rolando Martínez), su marido. “Llega tarde, no te quiere tocar, a mí me parece muy mal síntoma vecina, tened cuidado […] porque no vaya a ser que alguien te quiera robar el mandado. Ponete pilas, ande por ahí con otra […] ponete ojo al cristo porque el muy pasmado se podra ver eso [se refiere a que Dionisio se podrá ver muy tranquilo] pero una nunca sabe […] las apariencias engañan, amiga.”

Por lo pronto, Karen puede cuidar de su gallina. Símbolo de la maternidad, el cuidado y la protección en varias culturas y contextos.

Karen tiene pretendientes más acomedidos. Es el caso de Ramiro (Oscar Herrera), hombre bien parecido que siempre se ofrece para llevarla a casa en su motocicleta. Cortésmente Karen siempre lo rechaza. Parece que, a pesar del fracaso de su cortejo, Ramiro aprecia la lealtad de Karen hacia su marido y la integridad que ello implica. Sin embargo, ahí esta el deseo. Karen no puede evitar sonreír discretamente, después de que Ramiro se va diciéndole, “A ver qué día se escapa conmigo”.

La caída desde el egoísmo y su dolor como comprensión

Karen (Jessica Guifarro) es una joven atractiva capaz de captar la mirada de más de uno de sus allegados. Mujer morena, latinoamericana, originaria de la periferia de Tegucigalpa, capital de Honduras. De amable trato, de cuerpo menudo y esbelto, se gana la vida cocinando en su puesto de baleadas, comida típica de Honduras que consiste en una tortilla de harina de trigo recién hecha, freída en aceite, cuyo contenido fundamental son los frijoles y un poco de queso. Se le suele agregar también aguacate o palta -nombre dependiente de la región de Latinoamérica en la que se cultive y coseche- y, en algunas ocasiones, huevo revuelto y crema.

            La distinguida belleza de esta chica humilde es motivo de la envidia de Nicole (Rosa Amelia Núñez), colega cercana. Una vendedora de jugos y cocteles de fruta que tiene su puesto al lado del de Karen. Se siente ignorada y con menos clientes que Karen. Además de coincidir en la práctica del llamado “comercio informal”, son vecinas. Nicole ve como sus clientes procuran y cortejan con amabilidad y saludo a su también vecina.

Uno de ellos, don Mario, le pide a Karen dos baleadas para llevar. “¿Con chile Don Mario?”. El caballero sonríe y dice, “¡Claro, Karen! Usted sabe que yo soy chilero”. Curiosa ambigüedad a la que tiende el lenguaje.

            Se acerca a Karen un chico de humilde y de desalineada apariencia. Lleva por cinturón un mecate y a sus espaldas lleva un montón de cajas de las que sale el cacareo de las gallinas que viajan dentro de las mismas. Tiene tan mal aspecto que un perro callejero le gruñe. Karen lo ve con recelo y el chico se acerca cauteloso y cabizbajo. “Dos”, le dice el muchacho. “¿Dos qué?”, interpela con firmeza Karen. “¿Y usted qué vende pues?, baleadas”, aclara el joven. “¿Y cuándo se supone que me va a pagar las que ya se comió? Aquí no se come de gratis, ya me debe veintitrés”, afirma Karen con firmeza. “No este mes, no, es que sí se las voy a pagar.” Intenta amortiguar la situación el chico. “Ah, ¿sí? ¿Y cuándo si se puede saber?, ¿cuándo salga el sol por la noche?” -concedámosle al chico que en América Latina y en Rusia puede salir el sol por la noche. En Rusia hay evidencia científica y en América Latina nos lo inventamos- “Qué desconfiada, si ahorita mismo se las voy a pagar”, le dice el chico a Karen. “¡Ja!, ya voy a creer yo”, afirma Karen. “No me cree ¿verdad? A ver, ¿cuánto le debo?”, dice el muchacho con acento hondureño. “Veintitrés por cinco, haga la cuenta. Son ciento quince”, afirma Karen sin perder firmeza.

Tímida y meditativamente, el chico se inclina hacia una de sus cajas, desata el cordón que sujeta a las mismas con su contenido y saca de su lábil pero efectiva prisión una gorda gallina blanca que empieza a aletear desparpajadamente, provocando una explosión de plumas. Después que Karen le reclama para que aleje la gallina y no le ensucie la comida, el chico recuerda su oficio de vendedor de aves, “Mire, ésta la vendo a ciento treinta, así que todavía me debe tres baleadas”, le dice a Karen con voz de merolico, como si se tratara de una cliente. “Ve, ¿y es que con eso me piensa pagar? ¡N’hombre!, ¿es que acaso me vio cara de desplumadora?”, le dice Karen al muchacho. “Mire que buena oferta, si hasta pollitos le puede sacar. Ésta viene bien ponedora, huevotes amarillos de los que son nutritivos, de éstas no hay por aquí, dicen que tener una ahí en la casa es de buena suerte.”, le dice el muchacho con la misma voz de merolico. “Mire Fermín (El Chiky), por esta vez le voy a aceptar la famosa gallina y porque tal vez se le caiga un huevo [a la gallina, claro está], pero a la próxima viene con pisto, ¿me oyó? Si no, no come”.

Con una sonrisa Fermín come su victoria, las baleadas resultado del éxito del trueque. Mientras retoma su camino, Karen esboza otra sonrisa. La gracia de una chica capaz de fiar veintitrés baleadas. Demasiada verdad, quizá demasiada para un instante.

El carácter telúrico de la verdad y su Ethos barroco

A todos y cada uno de los migrantes centroamericanos.

Sin importar a donde lleguen, bienvenidos a casa, ciudadanos del mundo.

“Yo ya sé cuál es mi camino

y sé dónde quiero estar.

Quiero estar abajo, ¿por qué abajo?

Porque abajo está la verdad”

Batato Barea

Con un formato cercano a la telenovela latinoamericana (lo cual se aprecia en su arte y diseño de visuales) y con una clarísima apuesta por el melodrama como referente, “Amor y Frijoles”, película hondureña del 2009, nos lleva a las profundidades del mar de lo humano por la transparencia de sus aguas. Tal estrategia manifiesta la sabía decisión de privilegiar la palabra coloquial y cotidiana, la espontaneidad de su comunicación, en el mejor de los sentidos de la palabra.

Los tránsitos entre la vida campesina, ligada a la vida de la tierra, vinculada con la naturaleza, y los vicios de la ciudad, enquistamiento de una existencia burocratizada característica de lo urbano, se encuentran atravesados vinculantemente por un Ethos barroco, manifiesto y patente en las activaciones y desactivaciones del mismo, ya sea por prudencia o naturalización, según sea el caso. Fenómeno opuesto a las imposiciones del progreso, cercano a la magia, sincretismo y paganismo de cierto “realismo”, con sus correspondientes tradiciones y virtualidades, conectado con los contrastes accidentales y afortunados de nuestro subdesarrollo, dislocaciones de los procesos de consumo y normalización. Surcos habitables para la paxis de una poiesis, capaz de gestar emancipación y soberanía, cuestionadora de una moral opuesta a la virtud mutualista de la comprensión,  manifestación de sabiduría y, por lo tanto, de prudencia como amor a la vida. Una película, aparentemente menor, que no deja de recordarnos lo fácil que nos es olvidar que las apariencias suelen engañar, así como “la naturaleza suele ocultarse”, diría el abuelo efesio.

II.-El aliento de una máscara ante ese intento llamado virtud

Qué terrible puede ser la vida si no se comprende la sabiduría de la apariencia. El apego a la misma nos distancia de la posibilidad de su estrategia, la posibilidad de la poiesis que implica y, con dicha distancia, nos permitimos la renuncia al esfuerzo de comprender la relación íntima de la apariencia con la profundidad de nuestra sensación. Los hombres hemos decidido “comprometer” a la vida -como si su inconmensurabilidad no nos diera cuenta de su carácter inaprehensible- con la superficialidad de nuestro deseo, alejándonos de la necesidad de comprensión y de la comprensión de su necesidad. Con ello aparentemente cree (sin realmente creer) haber comprometido a la vida con tal apariencia y, por lo tanto, con su aparente satisfacción, cuando lo que ha hecho es comprometer la finitud de su destino con la somnolencia de su estupidez. “¡Buena suerte!”, nos digo a todos nosotros. Y, sin embargo, me parece injusto no intentar comprenderlo.

10

Y quizás la naturaleza ama [o: se apega a] los contrarios y a partir de éstos logra lo concordante, no a partir de los semejantes, así sin duda une al macho con la hembra y no a cada uno con el de su mismo sexo, y formó la primera pareja con los contrarios, no con los semejantes. Y el arte parece hacer eso mismo, imitando a la naturaleza. Pues la pintura, mezclando las naturalezas de los colores blancos y los [sic] negros, los amarillos y los rojos, realiza imágenes concordantes con los modelos [lit. las cosas a que se refieren], y la música, mezclando en distintas voces a la vez los sonidos agudos y graves, largos y breves, realiza una única armonía, y la gramática, haciendo una mezcla a partir de las letras vocales [sonoras] y las consonantes [mudas], a partir de éstas ha compuesto todo su arte. Y esto mismo también lo dicho por Heráclito el Oscuro:

Conexiones,

Cosas enteras y no enteras:

Concordante y discordante,

consonante disonante

y de todas las cosas uno, y de uno todas las cosas.

Así también la reunión de las cosas todas, es decir, del cielo y la tierra y del universo en su conjunto, por la mezcla de los principios más contrarios, ha arreglado una armonía…

C (Pseudo Aristóteles, De mundo 5, 396b 7)

            Hablemos primero de los más evidente. Resulta difícil hablar de lo aparente en el contexto antiguo que nos refiere, porque es hablar -recordando a Josu Landa en alguna de sus clases- de un ámbito “en el que nada era formal”. El corazón del fragmento son los versos atribuibles al sabio efesio. Al centro de los mismos está la palabra, “Conexiones”. Justo en el lugar de encuentro, la frontera como espacio común habitada por dos contrarios, dos opuestos. Una conexión es el lugar de coincidencia en el que sucede un encuentro. Éste no puede dejar de ser vinculante, hay una relación inevitable que refiere a lo común. Podemos pensar en la conexión como una continuidad entre algo diferente a aquello con lo cual se vincula en dicha relación, y este último. Lo interesante es pensar que no son del todo diferentes, hay una semejanza. Si no fuera así no habría encuentro, no habría la más mínima inteligibilidad necesaria para que si quiera hubiera una intuición y sensación de aquello que está ante nosotros como una manifestación de la apariencia de lo diferente.

Me parece, con base en lo anterior, que hemos dado con un punto clave al respecto. No todo, entonces, es tan ajeno a una forma en este contexto. Hay una comprensión, una intuición en relación con lo formal como convención y apariencia. Sin embargo, es someramente aproximado a la categoría de la forma empleada por varios autores antiguos, como es el caso de filósofos tan importantes como Platón o Aristóteles. El Eidos es necesidad y, en ese sentido, también la apariencia como dinámica del logos que, sin embargo, no va a ser tan relevante en algunos autores como lo será en otros. No me detendré en este matiz que significa una erudición monumental que no tengo acerca de los griegos, sólo quiero señalarlo. Desde esta perspectiva, no podemos hablar de la forma como apariencia -lo cual resulta más contemporáneo- ni demeritar el papel de la apariencia en nuestras vidas. Estamos hablando entonces de densidades ontológicas. Comprender la pertinencia de las mismas en su papel configurador de nuestras intuiciones y sensaciones es lo relevante. En ese sentido, ello implica comprender su logos, su racionalidad y, por lo tanto, su participación pertinente -la justicia de su medida y proporción– en la manera en la que se manifiesta la armonía de la vida y, por lo tanto, su relación con las profundidades que entraña. Para ello, hagamos a un lado el concepto de forma, más complejo y significativo; más determinante y necesario de lo que habitualmente lo usamos los hombres contemporáneos, tan ajenos de la necesidad y, por lo tanto, de nosotros mismos. Pensemos mejor en la necesidad y, por lo tanto, racionalidad de ese sabio juego de medidas que es la naturaleza como fenómeno en sus fenómenos, entre ellos el hombre, tan complejos como el hombre.

En su siguiente verso Heráclito nos habla de las cosas enteras y no enteras. Pensemos en el concepto de “entero”. Podemos pensar en ello como lo que representa una unidad, una integridad de sí mismo. Sin embargo, si es delimitable, está determinado y, pareciera, agotable y carente. Sin embargo, su entereza refiere a lo unitario, a la unidad y, por lo tanto, a la armonía que significa su completud. Es algo que se puede leer y comprender, por ejemplo.

Paradójicamente, estamos ante un filósofo del cual sólo tenemos fragmentos, no tenemos su discurso integro, por lo menos en apariencia. Sin embargo, que bien se dejan leer si se es capaz de disfrutar el esfuerzo que nos exige la comprensión de sus aguas tan claras y profundas, tan profundas como la oscuridad abisal del mar en sus regiones más inhóspitas. En apariencia, su claridad y fragmentariedad los alejan y vuelven ajenos y, sin embargo, la inteligibilidad simbólica de su escritura nos vincula a través de imágenes poéticas que nos invitan a la aventura de su desciframiento. Como si se tratara de un oráculo, algo semejante, sólo que desde el esfuerzo de la razón.

Sólo nos quedan fragmentos y, sin embargo, estos se espejean mutuamente hasta el infinito, se contienen en dicha apariencia mutua, evidenciándose su carácter fractal, una unidad contenida en cada uno, en la apariencia fragmentaria de los mismos. En los fragmentos que forman la integridad de lo incompleto, como si con ello hubieran cumplido un destino semejante a la armonía a la que apela nuestro autor en el segundo verso de este fragmento.

Desde una lógica de la identidad, lo entero es lo correspondiente y concordante, lo adecuado y, en esa medida manifiesta su necesidad. Por lo tanto, es algo que preserva la unidad que posee y, por lo tanto, lo define. No hay espacio para la penumbra, es claridad, ininteligibilidad inobjetable y llana, quizá, más que somera, simple. ¿Puede ello entrañar una auténtica profundidad? Resulta, más bien, una mera apariencia. Si es el caso, ¿no habrá detrás de ella una mala voluntad, un velamiento, un ocultamiento o, simplemente, una ignorancia, una falta de consciencia acerca de la compleja problematicidad de aquello a lo cual refiere? No es lo mismo la sencillez y sobriedad al servicio de la conexión, el vínculo, la relación continua, por ejemplo, entre opuestos y contrarios (así como la complejidad de su relación) que la sencillez y simpleza del prejuicio o la “reflexión” sin compromiso con la indagación -la aparente reflexión-, que tan sólo dice enuncia sin ir más allá, no de lo evidente -la evidencia exige su búsqueda- sino de lo aparente. Se trata de la doxa, la opinión de la mayoría y su conformismo o pereza mental ante lo que les rodea y sucede. Y, sin embargo, acontece como una regularidad de la problemática condición humana, con todo y nuestro (aparente) vínculo secreto con la naturaleza, apelando al contexto de nuestro autor.

Ello evidencia una negligencia, una irresponsabilidad acerca de nuestra atención a la razón que remite a la profundidad de las cosas y su apariencia como signo vinculante con las mismas. Parece ser que en ello yace su logos. El peligro de dicha negligencia es tan grave como la deliberada intención e inducción a la misma, porque la primera permite a la segunda o, mejor dicho, facilita su hábito, la inercia negligente de su normalización o, peor aún, su naturalización, pensando en la memoria de nuestro cuerpo. Entraña la mala voluntad del cierre del sentido y, por lo tanto, la generación de un discurso “para todos”. Una habitación colectiva que aparenta fundarse en lo común, porque lo común es la razón y nuestra relación íntima, esforzada y dolorosa, con la misma. En tal habitación de una colectividad -en nuestro caso una masa informe y, por lo tanto, irracional– no hay pensamiento, reflexión y, por lo tanto, no hay comunidad. Puede haber más comunidad con uno mismo que con los cientos de hombres con los cuales podemos llegar a convivir a lo largo del día en la misma ciudad. He ahí una conexión.

Pensemos ahora en lo no-entero. Pareciera tratarse de un fenómeno que carece de algo y que, por ello, paradójicamente posee un déficit, con base en el cual lo atraviesa una carencia, una incapacidad, una disfuncionalidad. Es algo parcial y roto. Desde una lógica de la identidad es una forma que se ha perdido, una deformación o deformidad que, con la pérdida de la capacidad para contener un sentido -probablemente la función más importante de la forma– también ha perdido al mismo. Por ello, es algo irracional y excluible por su tendencia a la inteligibilidad, a la irracionalidad y, por lo tanto, incapaz de ser habitación de encuentro, habitación de lo común. De esta manera se le niega el esfuerzo de su comprensión. En ello, ¿no podemos llegar a ser irracionales si, motivados por la apariencia, renunciamos a ese esfuerzo? He ahí, nuevamente, la irresponsabilidad, la negligencia y, tratando de ser justos, la relación entre las mismas y la manera en la que nos hemos comprometido durante siglos con una lógica de la identidad.

¿Cuántas cosas y a cuántos no hemos desechado injusta y arbitrariamente por tal negligencia, actuando, por ello, con base en prejuicio más que en comprensión? Nos centramos en la aparente diferencia, es lo más fácil, la inmediatez de la inercia movida por nuestra conmoción y, por lo tanto, sin la comprensión necesaria para posicionarse de mejor forma ante ella. No nos permitimos, a través de la negación, encontrarnos en lo común de la semejanza. ¿No es ello irracional? ¿Cuántos y a cuántos no hemos desechado injusta y arbitrariamente por creerlos no-enteros cuando, si nos permitiéramos comprensión, quizá podríamos darnos cuenta de que se trata, no de una incompletud, sino de la inconmensurabilidad insalvable en la que se agota toda certeza por nuestra falible finitud? ¿No será que nosotros con dicha voluntad llevamos a cabo nuestra incompletud, aquella en la cual consiste nuestro prejuicio,por no comprender la relación entre lo docto de nuestra ignorancia y la inconmensurabilidad?

La inconmensurabilidad manifiesta nuestra relación con lo contrario y opuesto y, por lo tanto, es justificación necesaria de la semejanza como necesidad ante la incertidumbre. La inconmensurabilidad como falta de principio da cuenta del carácter aepistemológico de la semejanza, como posicionamiento prudencial ante la imposibilidad clara y distinta de la certeza o, quizá mejor dicho, de la pretensión de claridad y distinción que la misma supone y pretende, si es que nuestras aparentes certezas pueden dejar de ser, en cualquier momento, susceptibles de falibilidad y problematicidad, evidenciándose desde su cuestionamiento como meros prejuicios. La no-entereza, tal incompletud,es posible y muy característica de lo humano, sobre todo, en tanto que apariencia. Por lo tanto, puede entrañar un sentido y ser forma. En ello manifiesta una necesidad y, por lo tanto, ello da cuenta de su racionalidad. He ahí los Fragmentos de Heráclito que, si fuéramos realmente congruentes con una lógica de la identidad, ya hace rato habríamos tenido que aventar al fuego (No dudo que haya necios que lo deseen desde lo más íntimo de sus fueros más ocultos y secretos. Los autoproclamados dueños de la verdad, tan peligrosos por la intención de sus almas bárbaras de cerrar el sentido, por tan sólo satisfacer su egoísmo). Y, sin embargo, seguimos buscando signos de razón en la incompletud de los Fragmentos, su aparente falta de entereza. Porque sabemos lo valioso de tener, aunque sea poco, algo, en vez de nada. Porque de la nada, nada se genera (ex nihilo nii). He ahí la inconmensurabilidad tan valiosa, tan importante como invitación a lo común,a través de la semejanza. Lo no-entero es un silencio que nos habla desde su inconmensurabilidad, no para completarlo (también hay dueños de la verdad que se creen con tan egoísta derecho a cerrar el sentido de tal forma) sino para comprender que nuestra complejidad y comprensión también son fragmentarias,y que dicha fragmentariedad, probable y posible, también participa del logos. He ahí nuestros duelos y, sobre todo, lo más elemental que entrañan, nuestro dolor, habitación común de nuestros cuerpos.

 El siguiente verso nos habla de lo concordante y lo discordante. Lo concordante es aquello que manifiesta una correspondencia con algo, una relación y, por lo tanto, un vínculo. Aparentemente, hay una pertinencia en lo concordante, no hay conflicto. Sin embargo, si se trata de una mismidad, resulta sugerente creer que, de alguna forma, el encuentro no suscite conflicto o la posibilidad del mismo. No se trata, en sentido estricto, de una mismidad, ya que hay una aparente diferencia en el carácter particular que significa la singularidad de cada uno de los elementos de la relación. Se encuentran y con ello llevan a cabo una coincidencia, por ello concuerdan, manifiestan en ello una necesidad y, por lo tanto, una racionalidad.

Sin embargo, ¿qué pasa si, desde la determinación implicada en sus singularidades, le faltara a uno su concordante?, ¿qué pasa si no se puede la continuidad que significa su encuentro? En ciertos casos, probablemente, se convertirían en incompletos, no habría ya concordancia, de manera análoga a lo que significa la ausencia de una pieza en un rompecabezas o, peor aún, de manera semejante a la pérdida del amado en relación con su amante. Surgiría el duelo por la incompletud, la falta de concordancia que significaba armonía y sentido. Por lo tanto, se pierde la forma que contenía sentido, se tiende a la irracionalidad de la ininteligibilidad, se vuelve difícil o imposible la lectura del fenómeno, claro está, aparentemente y dependiendo del caso. Se pierde el rastro que signa la trayectoria de dicho mapa hacia un fin. Esa sensación surge, a pesar de que, en todo fin que entrañe lo indeterminado, ya está implícita y atravesada -casi de forma inmanente- la probable posibilidad de la finitud. Hay un extravió que hace parecer a la incompletud de la ausencia un problema, sin negar que, de cierta manera, lo es en tanto que conflicto e incertidumbre.

Sin embargo, como ya hemos visto, nos queda la incompletud. La posibilidad de que ésta signifique un duelo no implica que podamos negarnos a su comprensión. He ahí nuevamente el llamado de la inconmensurabilidad a una habitación de lo común, más allá de nuestro egoísmo. Acceder a tal comprensión, a la habitación de lo inconmensurable de nuestro duelo, o, mejor dicho, de nuestro dolor. En este caso, la incompletud de lo discordante. Permitirnos la compañía de lo probable y lo posible en la incertidumbre que significan, aquello que nos encuentra para renovar desde la comprensión nuestra relación con la vida, desprendiéndose nuevos signos que constituyan la pieza faltante, dibujen el mapa del sentido y nos recuerden los motivos de nuestro amor.

La misión es terrible, casi agónica. Quizá por ello, para muchos de nosotros, sea tan difícil. Probablemente para muchos sea más fácil negarla, y, en el peor de los casos, instalarse en la inercia de su miseria, la amargura rígida de quien no se desprende de su dolor, un apego a aquello que concordaba con él. Se trata de un duelo que aparentemente nunca acaba -hay quien decide asumirlo como un dolor infinito-, al que no se le permite acabar, un dolor que se mantiene vivo, al cual se le aviva (una máscara, una apariencia), para no dejar ir una vida que ahora es otra cosa porque ya no puede ser lo que era antes, o, por lo menos, no de la manera en la que lo era. Ahora se está ante la posibilidad de otra vida a la cual se le rechaza, a la cual se pretende renunciar, aunque ésta pueda ayudarnos a sobrevivir a nuestra pena.

No aceptar que así es, no comprender que ya no es posible ni mucho menos probable que esa vida vuelva a ser lo que era, por lo menos, de la misma manera. He ahí el egoísmo de nuestras aprehensiones. Renunciar a la efímera –aparente en ese sentido- armonía que nos daba lo concordante que se ha extinguido, de la misma forma en la que se comprende a través de la sensación la pertinencia del acorde en una sinfonía, para generar otra habitación de nosotros mismos.

Sin embargo, es más fácil juzgar que comprender y, hablando de armonía, como bien decía el filósofo de las espaldas anchas, “Las cosas bellas son difíciles”. En este caso, comprender esta dificultad como parte de la falibilidad a la que tiende la inconmensurabilidad de la vida (profundidad del logos del alma), y la difícil habitación de nuestro dolor que nos demanda. Probablemente no hay manera de completar dicha misión sin tal extravío. ¿Qué es el dolor sino egoísmo?, ¿no tendrá el egoísmo-sin negar su problematicidad– una necesidad concordante con la profundidad del logos de nuestra alma y, por lo tanto, un carácter racional?

Lo triste es la renuncia a la búsqueda del sentido ante la incompletud de la discordancia que ha surgido. El verdadero extravío, entonces, no está en la posibilidad de permitirse el sufrimiento hasta sus últimas consecuencias, sino en reprimirlo como instalación en el mismo, al grado de permitirse la plenitud de su inercia, su dominación, manifiesto en su negación. Ello nos lleva a una vigilia sonámbula, tal derrota sin la atención a sus signos posibles, posibilidades de reencardinación de nuestra trayectoria. Las materialidades concretas de un cuerpo que habla, la sensación. Apegarse a la luz inmediata de las apariencias, al no comprender la pertinencia de su logos en nuestras vidas.

Superar dicho estadio requiere de renuncia, no permitirnos la inercia de las apariencias, la incomprensión de una eternidad que no es ajena a la finitud, lo impredecible de lo posible y lo probable, ante las cuales nuestro lamento manifiesta nuestro apego en fenómenos como nuestras expectativas. Renunciar a la luz aparente de lo inmediato y permitirse la fugaz ominosidad de la alegría que yace en el seno del abismo, nosotros mismos. Toda comprensión de todo lo que nos es posible y probable comprender, es comprensión de nosotros mismos.

Lo Discordante, aparentemente, es más complejo y, al mismo tiempo, aparentemente más fácil de entender. Aquello que causa discordia produce animadversión. Es algo que está fuera de lugar, que no corresponde y que, por ello, manifiesta en su relación con aquello a lo que se opone, falta de armonía, impertinencia, desproporción. Suele ser objeto de evasión, negación y desprecio. Resulta desagradable y, por la supuesta incapacidad de pertenencia y pertinencia que se le ha adjudicado, parece ajeno y, por lo tanto, extranjero. Es el problema, la anomalía, el defecto, el mal a vencer y a destruirde una lógica de la identidad.

La discordancia se genera cuando no se logra la concordancia. Como ya hemos visto, es el caso del duelo ante la ausencia. Lo discordante evoca la ausencia de lo concordante, aquello necesario o la necesidad que logre armonía. Lo discordante es la presencia opuesta (el negativo) que recuerda a aquello que suprime la necesidad, por lo tanto, capaz de la apariencia de lo imposible: la herida y subsanar lo lastimado de manera reversible -¿es el tiempo reversible desde nuestro estadio aparente?-; la carencia y su necesidad de satisfacción de manera permanente, no hay tales ante lo concordante sino aparente armonía. Por ello, lo discordante se rechaza de facto,hasta su exterminio si es necesario Lo discordante supone un conflicto desde su mera emergencia, lo cual tiende a acrecentarse si su presencia se vuelve constante. Sin embargo, nuevamente, es la comprensión lo que puede evidenciarlo como una apariencia,y el prejuicio lo que lo condena a la identidad de “lo discordante”, a través de la estigmatización a la que tiende una lógica de tal tipo.

Por lo tanto, dependiendo del caso, el fenómeno y su circunstancia, todo lo aparentemente entero puede no ser entero y todo lo aparentemente no entero puede ser entero; todo lo aparentemente concordante puede ser discordante y todo lo aparentemente discordante puede ser concordante; todo lo aparentemente consonante puede ser disonante y todo lo aparentemente disonante puede ser consonante. He ahí la Conexión. Somos uno y lo mismo, la armonía inaparente es mejor que la aparente, como ahondaremos en otro lugar.

Aparentemente parece más fácil hablar de “lo consonante”. Sin embargo, la consonancia nos remite a lo sonoro, a la concordancia y compatibilidad capaz de generar la entera unidad de una armonía, la de aquello que, con proporción y medida, pertinentemente suena con lo demás. Una voz adecuada, un sonido que cohabita armoniosamente con lo demás, tanto en su singularidad como en su pluralidad, al grado de que, entre todos, se constituye una armonía.

La imagen demasiado perfecta -en el sentido de acabada– de la esfericidad de un cosmos, si nos ponemos pitagóricos, y, por lo tanto, la de su pertinente vibración, la de los cuerpos y, por lo tanto, su atomicidad. Una relación musical o, mejor dicho, una música cuya escucha, la de su medida y proporción, nos armoniza por ser parte de ella. En ello yace la atención al logos. Radica en nuestra afinación como armonización de nuestro oído para ser afines a dicha música. Sintonizarnos con la transmisión de dicha armonía y lograr su lectura, su comprensión. Dar cuenta que su afinación posee racionalidad (logos)y, en la comprensión de su justicia, medida y proporción, el resultado de la misma es la constitución del gozo liberador,la misma comprensión de la complejidad del logos,cuya armonía habitamos. Por ello, el logos implica su armonía no aparente (una armonía que no aparece, tendiente a lo invisible y al ocultamiento), al grado de que la desafinación de un alma bárbara o dormida -haciendo hincapié en las diversas posibilidades de somnolencia que significan nuestros estadios, habitaciones y deshabitaciones- pueden llevar a la misma a confundir, de muchas y diversas maneras, dicha música con disonancia. He ahí la necesidad de no permitirse tal inercia, la somnolencia opuesta a la comprensión como necesidad del logos, la razón que atraviesa todo.

Es entonces que nos confrontamos ante el inmenso problema de la disonancia. ¿Qué es la disonancia, en la medida en que ésta exige la comprensión de su necesidad, la justicia que dé cuenta de su proporción y medida en tanto que parte del todo? Podemos entender, en el sentido en el que hemos planteado la consonancia, a “lo no-entero” y a lo “discordante” como disonancias. Presencias o ausencia -dependiendo del caso- que son demasiado agudas o graves para el oído del cuerpo sutil que es el alma, al grado de lastimarla en el proceso fisiológico en el que consiste la habitación de nuestro cuerpo por parte de dichas sensaciones. Sin embargo, si ello no tiene como fundamento la comprensión de su necesidad, la medida y proporción de su logos, manifiesta dicho posicionamiento la irracionalidad del prejuicio. De ahí lo problemático que resulta lo aparentemente inmediato de la sensación de la disonancia.

Ello nos remite al tema del logos como palabra, la palabra como posibilidad de encuentro en lo común. La manifestación de la inteligencia (el logos) que en ella se manifiesta, y que también en ella puede habitar aunque nuestra palabra esté aparentemente desafinada, sin dejar de ser parte de la polifonía tan compleja e inconmensurable de dicha música, he ahí la profundidad del logos del alma.

Y, sin embargo, ¿cuándo nuestra palabra está desafinada? ¿Cuándo no suena bien?, ¿cuándo suena tosca y poco elegante? En términos muy llanos, cuando no tiene razón, o sea cuando no tiene logos y, por lo tanto, no es virtuosa. ¿Cuál es la palabra consonante y virtuosa?, ¿la que tiene razón? La palabra virtuosa es la que es logos, la palabra de lo común, la de la vida, no la de las apariencias y sus insalvables lejanías y distancias cuando están deshabitadas por un logos que no intentan habitar y que, por lo tanto, no las habita (toda habitación es mutua). Por ello, también es posible que el artificio no sea disonante si es habitado por la necesidad que significa el logos, lo común de nuestra razón. De la misma forma, las palabras más simples y someras pueden estar llenas de vida y, por lo tanto, cercanas a la verdad. Me pregunto, ¿quién podría hablar “mal”?

¿A cuántos no hemos callado por la ceguera irracional de nuestra alma, comprometida con la apariencia y convención de nuestros artificios? Una relación, sin medida y proporción con la palabra, carente del esfuerzo de la escucha, la escucha del logos,manifiesto en la prudencia de nuestra racionalidad. ¿A cuántos no hemos dejado de escuchar en nombre de la aparente comodidad que significa tal poder-sujetador? La pereza mental de no cuestionar nuestros prejuicios, ir más allá de ellos para escuchar a los demás (habitar lo común), para hacer el esfuerzo y el intento de comprenderlos, ese intento llamado virtud. ¿No es la inercia de tal pereza semejante a la de la caída de la roca que ha sido aventada por la mano de alguien o la del entierro de la planta que sólo tiene la posibilidad de permanecer en dicho estadio para conservar su vida, acechada por la movilidad del mundo que la rodea? ¿No es tal permisible negligencia más bárbara que aquello que, muchas veces y de la manera más grosera, es juzgado y prejuzgado como bárbaro?

La disonancia es incómoda porque habita la profundidad que significa la inmersión estremecedora en nuestro oído, el cuerpo se contrae por la inmediatez de su sensación, se comprime queriendo acorazarse, generar un escudo impenetrable ante lo que no se quiere oír, las manos también hacen lo que pueden durante dicho fenómeno. Tapan los oídos y, dependiendo de la intensidad del sonido, estos fallan o lo logran. Dicha contracción pareciera intentar expulsar la disonancia, lograr que abandone nuestra sensación.

Como bien sabía el Pseudo Dioniso Aeropagita, así como hay silencios sonoros, también hay silencios del pensamiento y del alma, silencios de la sensación, que remiten a la necesidad lógica de estadios como la contemplación a la que invita la inactividad. También lo sabían con claridad tanto Pirrón de Elis como los escépticos. De hecho, podríamos concebir a la inactividad como el silencio lógico, un silencio atento, escucha del logos-naturaleza (animalidad), manifiesto habitante en todo y de todo, incluyendo nuestra sensación. Si es el caso, hay disonancias tan profundas que no se escuchan o parecen no escucharse, memorias de nuestra sensación. Atender al logos implica la responsabilidad de saber ante qué nos estremecemos, qué aparentes disonancias habitan nuestra sensación y qué tanta medida y proporción tienen como para ser consideradas como tales por nosotros mismos. La justicia de comprender la palabra de nuestros compañeros de lo común empieza por comprendernos a nosotros mismos, eso es música.

I.- Encuentro

Tengo muy presentes varias de las magníficas clases del doctor Enrique Hülsz acerca de Heráclito de Éfeso, un filósofo de sus más profundas pasiones y dedicaciones, y en cuyo trabajo acerca de él manifestó sus más arduos rigores y compromisos. Eso es mucho decir sobre un autor, verdadero filósofo y hombre de profundos pensamientos, que siempre asumió todo lo que tenía que ver con la filosofía, especialmente todo aquello que tenía que ver directa e indirectamente con la filosofía griega, con total entrega y constancia. En una de estas clases nos comentaba que el epíteto de “El oscuro”, adjudicado al importantísimo presocrático, le parecía, más que una justa descripción de la obra de dicho referente, una manifestación de la incapacidad de sus lectores para comprenderlo. Más allá del aparente chiste que ello significaba en el ambiente ameno de sus clases, me parece legítimo y pertinente pensar de tal manera dicho posicionamiento histórico ante las narrativas alrededor de la vida y obra de tan gran pensador.

Sin embargo, con suma humildad, creo que pensar la aparente oscuridad de Heráclito entraña un importante aspecto de la comprensión y aproximación a dicho filósofo, paradójicamente. Es impresionante la claridad y musicalidad de los fragmentos heracliticos (adjetivo acuñado por otra gran autoridad del estudio de la filosofía y de la filosofía griega, Angel J. Cappelletti), al igual que la unidad fractal y correspondiente de los mismos y entre ellos. La coloquialidad y cotidianidad de su lenguaje (según su contexto y según los verdaderos expertos), nos remite a la profundidad de su enigma y, a su vez, da cuenta de esa oscuridad a la que, me parece, varios se refieren, la profundidad detrás de la apariencia de sus palabras, la aparente sencillez de las mismas. Ello, desde mi humilde lectura (para nada experta ni dotada de los recursos de la filología como lo sería la de una verdadera autoridad en los estudios de la obra de “el oscuro” -insisto-) me remite a la inconmensurabilidad de la cual trata de dar cuenta el discurso de Heráclito, el enigma de aquello ante lo que está la inteligencia ígnea de este gran poeta del pensamiento, nada más y nada menos que la naturaleza, el cosmos.

La oscuridad como inconmensurabilidad es habitación, nuestro estadio en el enigma, en la sensación como plena experiencia –sublime experiencia– de la magnitud del cosmos ante nuestra finitud. Ese descenso es el autoconocimiento, el sendero del hombre sabio que afina su atención ante la oracularidad de los signos de un lenguaje concreto, cuya atención entraña todo en cada uno de sus elementos. En ese sentido, la comprensión de tal inasible e inaprehensible oscuridad es el principio de la sabiduría. Su habitación, una habitación de lo común, una habitación del cosmos. Es el estadio de la comprensión y, por lo tanto, de su abraso. No es ningún problema como lo sería para una lógica de la identidad que tiende a mutilar la complejidad de la habitación de nosotros mismos, cuerpos vivos, capaces de la sensación que completa el pensamiento, y la plenitud de dicho estadio. Estamos ante una lógica de la semejanza, capaz de aproximarnos asintóticamente -no puede ser de otra manera- a la verdad del sentido de nuestra habitación y lugar como parte del todo (Hen Panta einai…).

            El querido doctor Hülsz para nada era ajeno a la claridad de dicha comprensión (valga la paradoja). Por ello en su magnífico texto cumbre sobre Heráclito (el cual antes de ser propiamente un libro fue su tesis doctoral), Logos: Heráclito y el origen de la filosofía, nos habla del concepto de problema (πρόβλεμα), acuñado por la cultura griega. Se trata de todo fenómeno en el cual se manifiesta nuestro asombro o incertidumbre ante un fenómeno que, aparentemente, manifiesta una correspondencia legítima con el mundo. Una aparente armonía que nos resulta problemática. Sin duda ello nos remite a una vieja y muy en desuso definición de la filosofía que, sin embargo, manifiesta su pertinencia, la pertinencia de lo común y su relevancia, la filosofía como análisis de lo obvio. La invitación a rasgar la luz que define a lo aparente, al grado de delimitarlo, para intentar ver lo que su velo no nos permite ver, al incendiar la completud de las imágenes que se proyectan sobre ella, su profundidad. Sólo para darnos cuenta de que su fondo inasible y la inaprehensibilidad de su certeza, paradójicamente, dan cuenta de una legalidad común que nos atraviesa, al grado de posibilitar, tanto nuestra inteligencia e inteligibilidad, como la de la diversidad de fenómenos que integran al mundo que compartimos con ellos y en el cual nos encontramos. Queda aquí este humilde elogio de la oscuridad, y su invitación a pensar la profunda complejidad de la ley, y la manera en la cual ésta se manifiesta en nuestras acciones, relaciones, convivencia y, al final de cuentas, habitaciones de lo común:

8

…y acerca de estas mismas cosas, investigan de forma más elevada y más acorde con la naturaleza, Eurípides diciendo que ʻla tierra reseca ama la lluvia, y el cielo sagrado, lleno de lluvia, ama caer a la tierraʼ, y Heráclito [que] ʻlo contrario es concordanteʼ, y ʻde los diferentes [surge] la más bella armoníaʼ, y ʻtodas las cosas suceden por la discordiaʼ. Y al contrario de ésos, otros, en especial Empédocles: pues [dice que] ʻlo semejante desea a lo semejanteʼ.

R (Aristóteles, Eth. Nic., Θ 1, 1155b 4)

Difícil resulta no pensar en definir qué es un contrario. Desde las posibilidades de una lógica de la identidad, podemos pensar al mismo como un opuesto, sólo en una primera aproximación desde el ejercicio de intentar un orden o, mejor, una metodología. El opuesto corresponde con su contrario, en la medida en que se ve ante él, en la medida en que hay una relación de dicho tipo, correspondiente. De manera semejante, podemos pensar en nuestro reflejo ante un espejo. La mayor parte del tiempo (por fortuna) no podemos ver nuestro reflejo ante un espejo. Alguna vez, en un seminario sobre poesía, Josu Landa nos explicó qué significó la posibilidad técnico-mimética que ello representa. Tener una claridad de nuestro reflejo y su contemplación es una conquista tecnológica que ha llevado largos procesos de perfeccionamiento que hasta ahora logran su ansiada nitidez. El reflejo de sí mismo de parte de un antiguo era todavía algo opaco, nebulosos o, simplemente, parcial y diferido, cortado por las intermitencias y accidentes del soporte de dicha experiencia. Probablemente una de las mejores opciones para ello era el acceso a aguas cristalinas como las de la naturaleza -probablemente menos habitada y dominada por nosotros en aquellos tiempos- como nos lo indica el famoso mito de Narciso. El ser humano tuvo a su primer espejo en su entorno, aquél que hizo paisaje de sí mismo, el mundo. Una complejidad opuesta y contraria a sí, una adversidad y, desde la ilusión del yo, probablemente un adversario. Por ello, ante el arrobamiento que causaban tales potencias, como ya muchos han teorizado, optaron por la humildad del culto a las mismas, generando las importantísimas poéticas de las cuales hoy en día podemos hablar como referentes de nuestra cultura.

            Sin embargo, lo contrario o el contrario implican la propiedad de cualidades que implican una relevante diferencia no necesariamente geométrica o, mejor dicho, no necesariamente simétrica. Una simetría no necesariamente correspondiente y exacta, aunque imposible de ser radicalmente diferente -desde una lógica de la identidad- en tanto que ello implicaría su ininteligibilidad y, por lo tanto, su incapacidad de ser parte de nuestra experiencia. En ello, desde el horizonte en el que lo pensamos, radicaría lo irracional y, a su vez, podemos asumirlo como el referente de todo aquello que pierde sentido y, por lo tanto, densidad ontológica. Todo aquello que es irracional en tanto que tiende a dicha desvinculación con lo común, haciendo de lo privado una categoría problemática que refiere a lo lábil, en estos términos insisto, de una lógica de la identidad.

            Es entonces que, en tanto que fenómeno, podemos hablar de todo aquello que signifique dicho estadio, en la medida en que es inteligible y, por lo tanto, elemento del mundo. A pesar de que su diferencia nos demanda su comprensión porque la aproximación en la que consiste su impresión en nosotros inaugura nuestra relación con el mismo. La mera exclusión sería racional desde una lógica de la identidad por su falta de correspondencia con la razón. De igual manera sería el esfuerzo sutil de comprensión que significa la aproximación crítica ante dicho fenómeno, un intento de ser estricto con la racionalidad que asumimos como pauta o, mejor aún, criterio. Ello vuelve problemática a la mera exclusión, en caso de que la misma -por más correspondiente que parezca con la racionalidad a la que refiere- caiga en la irracionalidad que implica la arbitrariedad negligente de no permitirse el rigor del análisis racional del fenómeno ante el que se encuentra.

            Sin embargo, he aquí cuando la razón se confronta con sus límites, como bien lo advierte Kant en la Crítica de la razón pura, y genera prejuicios (irracionalidad) ante el fenómeno de lo contrario. Las posibilidades de acción antes expuestas se evidencian problemáticas en la medida en que pueden resultar (insisto, desde una lógica de la identidad) irracionales porque no son legítimas ante cualquier circunstancia. Puede ser muy prudente la exclusión como forma de cuidado y contención ante una circunstancia, al igual que puede ser imprudente el rigor analítico ante determinados fenómenos que exigen acciones concretas e inmediatas debido a la urgencia de los fenómenos que las demandan. De la misma forma, las acciones contrarias en las circunstancias opuestas a tales posibilidades antes mencionadas, en sus respectivos casos, resultan irracionales y racionales, como ya hemos mostrado. Ello da cuenta de cómo, desde una lógica de la identidad, los contrarios se complementan al manifestar condiciones de necesidad y suficiencia en relación con el todo que integran. Sin embargo, si tales posibilidades se complejizan y problematizan al depender de circunstancia por el carácter multifactorial de las mismas y por estar, muchas veces, integradas por más de una situación y sus respectivas disyuntivas, no hay una sola posibilidad de acción representada en las mismas.  Por lo tanto, en sentido estricto y desde la racionalidad de una lógica de la identidad, no pueden ser reglas ni mucho menos normas apodícticas. En esta (aparente) dislocación implicada en la dinámica de lo contingente -he ahí la nociva pretensión de imponerle nuestra legalidad privada a la naturaleza-, aquella en la que se manifiesta el movimiento de la vida, se abre la necesidad prudencial de una lógica de la semejanza.

            Por ello, ubiquémonos en contexto lo mejor posible, en el contexto de comprensión del propio filósofo efesio, porque, como bien dice en sus clases Josu Landa, “sin contexto no hay sentido”.

            Si para Heráclito lo “contrario es concordante”, como lo señalan aquellas palabras identificadas como integrantes del discurso del filósofo efesio, podemos asumir que para Heráclito lo contrario es común, parte de todo aquello que remite al mismo y, por lo tanto, también es racional y correspondiente con el logos. Es racional que haya contrarios y que sean parte de la legalidad de la dinámica vital en la que lo común se manifiesta. Ello le da a lo contrario una relevancia y, en esa medida, una pertinencia en nuestras relaciones. Ello confirma su necesidad y, con base en ello, su densidad ontológica, su racionalidad.

            Lo contrario concuerda y, por lo tanto, es racional, es parte de la unidad y proporción de lo común. En tanto que es una parte proporcional de la unidad, manifiesta su legalidad en la relación armónica que significa la proporción del todo con sus partes. Lo contrario, por lo tanto, participa de la belleza de lo común. Concuerda en la particularidad de su legalidad en tanto que ente único signado y determinado por lo particular de su singularidad y, por lo tanto, en dicha inteligibilidad también manifiesta su necesidad y comprensión ante el asalto que, desde la descripción que significa su concepto, significa su evento o acontecimiento. El sobrecogimiento de aquella aparente ruptura de lo contrario en relación con una identidad es tan sólo un choque entre fenómenos semejantes y sus respectivos referentes. Negarlo sería tan irracional como negar la diversidad de los fenómenos de la naturaleza. En este pasaje Heráclito nos da cuenta de la complejidad de lo común y de lo contrario como habitación probable y posible del mismo.

            Y, por ello, no resulta nada impertinente la paráfrasis contenida en el mismo pasaje en el que se halla el fragmento del efesio antes citado, “de los diferentes surge la más bella armonía”. Ello, haciendo el matiz -he aquí un ejemplo de la lógica de la semejanza- de que, desde la perspectiva de Heráclito, la diferencia no es tal, en tanto que es aparente y, por lo tanto, al implicar una incomprensión, tiende a la irracionalidad que ésta implica. En el pensamiento de Heráclito no hay lugar para la diferencia en tanto que ésta es imposible porque implicaría la convivencia entre dos inteligibilidades igual de necesarias y suficientes y, por lo tanto, dependientes y determinadas. Por ello, no podrían ser principio como lo es el logos.

La diferencia es legítima como mera apariencia, una faceta del logos, una manifestación de la diversidad de su posibilidad y probabilidad, la posibilidad y probabilidad de lo común, de la misma manera en la que el fuego cambia de aroma al mezclarse con una diversidad de inciensos. Esto es muy importante, no hay comunidad sin el encuentro entre lo diverso, los elementos delimitados y significados por su singularidad. Por lo tanto, no hay comunidad sin encuentro. No hay encuentro de lo único y, por lo tanto, no hay encuentro en aquello que tan sólo posee su identidad. Se trata de una inteligibilidad que no puede referirse sino a sí misma, al grado de que dicha referencia sería imposible porque no hay hacia donde o hacia qué conducir una sensación y/o pensamiento, evidenciándose imposible dicha trayectoria. El encuentro se da entre aquellos que comparten, aquellos que comparten lo común -la habitación de una misma inteligibilidad que hace posible su encuentro, vinculación y comunicación– y que se distinguen por una singularidad dinámica que llanamente podemos llamar diferencia, la cual, por su inmediatez, tan sólo es lo que aparece, apariencia. Es por ello que, en tanto que el encuentro se lleva a cabo en lo común, todo encuentro también es un encuentro con nosotros mismos. La aparición como inteligibilidad da cuenta de su legalidad, en tanto que elemento de la unidad de lo común. Unidad, por lo tanto, del acontecimiento mismo como suceso integrante de dicha unidad de la que participa como fenómeno.

Estamos ante una dinámica, movimiento, animación y, por lo tanto, vida. No hay vida en lo que no es capaz de lo común y, por lo tanto, en aquello que no es capaz del encuentro. La identidad tiene la rigidez de la muerte, entendiéndola como tendencia al cese aparente del movimiento. La identidad no es dinámica sino monolítica -o en apariencia monolítica por su tendencia a la rigidez– porque no es capaz de establecer vínculos y relaciones, al grado de llegar a negar la necesidad de los mismos (o tender a ello), incluso en el caso de aquellos que le son inevitables, evidenciando así su instalación en la apariencia irracional de lo diferente. En oposición a ello, lo común y sus habitaciones dan cuenta de una armonía, la belleza inconmensurable del hogar al que su naturaleza la dispone y, por lo tanto, de su música, un lenguaje secreto que suele ocultarse. El de este hogar que, por lo tanto, también es cosmos manifiesto en la contrariedad vinculante de sus singulares apariencias, habitaciones de lo común, atravesadas por la inconmensurable profundidad de la ley que propicia nuestro encuentro.

Las alas del cielo

A Nim Datia Arcos Garduño y a su bebé que está por nacer,

 por recordarme que la vida es invencible.

“Al que todo lo pierde le queda Dios, todavía”

Arthur Schopenhauer

Según Lisa Simpson la palabra “crisis” en chino significa también oportunidad. Al respecto Homero, su padre, le dice, “sí, oportuncrisis”. Investigué al respecto en esa fuente tan confiable que es google traductor y me salen dos resultados. “Crisis” en chino (tradicional) se dice: Wéiji y “oportunidad” se dice Jihuí. Tratando de darle el beneficio de la duda a Lisa Simpson, busqué en la opción de “chino (simplificado)”. “Crisis” en chino (simplificado) se dice: Wéiji y oportunidad se dice Jihuí. A pesar de que estamos ante una licencia poética, me quedo con la afirmación de Lisa Simpson y con el concepto de su padre, crisis como oportunidad y “oportuncrisis”.

El mundo empezó a estallar desde que nació al igual que el cosmos, desde entonces no ha dejado de hacerlo. Algunos le llaman devenir, una danza, una música, que manifiesta su lenguaje secreto, aquél que hay que atender en tanto que palabra que suele ocultarse, logos se decía en la lengua de nuestro abuelo efesio. Por ello, resulta linda la metáfora la del big-bang. Ésta no es la imagen perdida de un suceso más del montón de datos que creemos parte de algo tan insignificante como la historia de los hombres. La actitud de tal concepción refleja el narcisismo de creer que nuestra historia es lo más importante que ha ocurrido desde siempre. Por supuesto que es importante porque nos atañe, es importante para nosotros y de ahí lo pertinente de su atención. Sin embargo, tal importancia evidencia la necesidad de asumir la responsabilidad de que su influencia en nuestra vida sea con medida y proporción. En el caso de los hombres, con justicia. ¿Qué es nuestra historia ante la eternidad? Esa es la gran lección, no es que la vida continúe, es que jamás ha dejado de ser y detenerse, no tiene por qué esperarnos.

 Dicha imagen -superando el prejuicio historicista de la definición arbitraria e imposible de un origen- resulta una metáfora de lo que no ha dejado de ocurrir y acontecer ante nosotros, en la sutileza de toda apariencia y su correspondiente invisibilidad, la vida y, con ella, la dinámica de todo lo que habita al habitarla.

Hemos llenado nuestro mundo de baobabs y ahora tememos que en cualquier momento estalle. Lo cierto es que, desde antes de que apareciera el hombre y sus baobabs, el mundo seguía estallando, aquello que algunos físicos han descrito como la expansión del universo, del cual nuestro planeta no dejará de ser parte, aunque acabe reducido a un cinturón de asteroides. La explosión ha durado millones de años. La diferencia es que los autoproclamados hijos de Dios quieren ser como su padre y hacen las cosas como pueden y de prisa, como un niño diría nuestro abuelo efesio. Imitan lo imposible de imitar y aceleran los procesos naturales, precipitando la destrucción de todo aquello que los atraviesa (ahí está la pobre oveja Dolly). Catalizamos lo que sabemos desde un principio incontenible. Queremos crear la misma vida que a la materia le llevó millones de años llevar a cabo, los mismos que ha durado su expansión. ¿Cómo no esperar que el mundo no nos explote en las manos?

Nos han hablado siempre de la gran capacidad de artificio característica del hombre, la posibilidad, incluso lúdica, de exploración y experimentación. No podemos negar eso tan importante, anularnos sería mutilar parte de lo mejor de nosotros mismos. Sin embargo, ello nos exige prudencia, la sabiduría a la que hemos renunciado a favor de una temporalidad rutinaria y lineal que defiende la apariencia del progreso y sus incalculables efectos secundarios. Necesitamos recuperar la humildad de sabernos parte del cosmos y dejar de ser hijos de Dios.

 Una gran actriz argentina, Cipe Lincovsky, cuenta que un excombatiente de la Segunda Guerra Mundial le regaló un medallón que tenía el siguiente poema:“Dios, no te voy a pedir lo que todos te piden porque seguramente de eso no te queda nada./ No te voy  a pedir la tranquilidad del alma ni la del cuerpo, ni siquiera la fortuna, ni tampoco la salud./ Eso te lo piden tantos que seguramente no te queda nada./ A mí dame lo que te sobra, lo que se te rechaza./ Yo quiero la intranquilidad y la tormenta;/ la insatisfacción y la pelea y dámelo para siempre, que yo esté segura de tenerlo para siempre,/ porque no siempre tendré el coraje de pedírtelo de nuevo.” Sin duda hay quien aprende a morir antes de hacerlo. Cuenta Sophie, la querida hermana del gran compositor austriaco, que los últimos suspiros del genio fueron “como si hubiera querido, con la boca, imitar los timbales de su Requiem”. Al igual que él, hay que aprender a escuchar nuevamente la música del cosmos, su lenguaje secreto, para volver a ser parte de su armonía y olvidar para siempre el compás de la fuga en la cual nos hemos perdido, no será necesario tal obstáculo si hacemos el esfuerzo de volver a estar en nosotros mismos, en el cosmos. Estamos ante la oportunidad de la crisis -la oportuncrisis-, la oportunidad de crecer. Antes de que el mundo estalle, todavía podemos aprender a caminar entre baobabs.