Qué terrible puede ser la vida si no se comprende la sabiduría de la apariencia. El apego a la misma nos distancia de la posibilidad de su estrategia, la posibilidad de la poiesis que implica y, con dicha distancia, nos permitimos la renuncia al esfuerzo de comprender la relación íntima de la apariencia con la profundidad de nuestra sensación. Los hombres hemos decidido “comprometer” a la vida -como si su inconmensurabilidad no nos diera cuenta de su carácter inaprehensible- con la superficialidad de nuestro deseo, alejándonos de la necesidad de comprensión y de la comprensión de su necesidad. Con ello aparentemente cree (sin realmente creer) haber comprometido a la vida con tal apariencia y, por lo tanto, con su aparente satisfacción, cuando lo que ha hecho es comprometer la finitud de su destino con la somnolencia de su estupidez. “¡Buena suerte!”, nos digo a todos nosotros. Y, sin embargo, me parece injusto no intentar comprenderlo.
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Y quizás la naturaleza ama [o: se apega a] los contrarios y a partir de éstos logra lo concordante, no a partir de los semejantes, así sin duda une al macho con la hembra y no a cada uno con el de su mismo sexo, y formó la primera pareja con los contrarios, no con los semejantes. Y el arte parece hacer eso mismo, imitando a la naturaleza. Pues la pintura, mezclando las naturalezas de los colores blancos y los [sic] negros, los amarillos y los rojos, realiza imágenes concordantes con los modelos [lit. las cosas a que se refieren], y la música, mezclando en distintas voces a la vez los sonidos agudos y graves, largos y breves, realiza una única armonía, y la gramática, haciendo una mezcla a partir de las letras vocales [sonoras] y las consonantes [mudas], a partir de éstas ha compuesto todo su arte. Y esto mismo también lo dicho por Heráclito el Oscuro:
Conexiones,
Cosas enteras y no enteras:
Concordante y discordante,
consonante disonante
y de todas las cosas uno, y de uno todas las cosas.
Así también la reunión de las cosas todas, es decir, del cielo y la tierra y del universo en su conjunto, por la mezcla de los principios más contrarios, ha arreglado una armonía…
C (Pseudo Aristóteles, De mundo 5, 396b 7)
Hablemos primero de los más evidente. Resulta difícil hablar de lo aparente en el contexto antiguo que nos refiere, porque es hablar -recordando a Josu Landa en alguna de sus clases- de un ámbito “en el que nada era formal”. El corazón del fragmento son los versos atribuibles al sabio efesio. Al centro de los mismos está la palabra, “Conexiones”. Justo en el lugar de encuentro, la frontera como espacio común habitada por dos contrarios, dos opuestos. Una conexión es el lugar de coincidencia en el que sucede un encuentro. Éste no puede dejar de ser vinculante, hay una relación inevitable que refiere a lo común. Podemos pensar en la conexión como una continuidad entre algo diferente a aquello con lo cual se vincula en dicha relación, y este último. Lo interesante es pensar que no son del todo diferentes, hay una semejanza. Si no fuera así no habría encuentro, no habría la más mínima inteligibilidad necesaria para que si quiera hubiera una intuición y sensación de aquello que está ante nosotros como una manifestación de la apariencia de lo diferente.
Me parece, con base en lo anterior, que hemos dado con un punto clave al respecto. No todo, entonces, es tan ajeno a una forma en este contexto. Hay una comprensión, una intuición en relación con lo formal como convención y apariencia. Sin embargo, es someramente aproximado a la categoría de la forma empleada por varios autores antiguos, como es el caso de filósofos tan importantes como Platón o Aristóteles. El Eidos es necesidad y, en ese sentido, también la apariencia como dinámica del logos que, sin embargo, no va a ser tan relevante en algunos autores como lo será en otros. No me detendré en este matiz que significa una erudición monumental que no tengo acerca de los griegos, sólo quiero señalarlo. Desde esta perspectiva, no podemos hablar de la forma como apariencia -lo cual resulta más contemporáneo- ni demeritar el papel de la apariencia en nuestras vidas. Estamos hablando entonces de densidades ontológicas. Comprender la pertinencia de las mismas en su papel configurador de nuestras intuiciones y sensaciones es lo relevante. En ese sentido, ello implica comprender su logos, su racionalidad y, por lo tanto, su participación pertinente -la justicia de su medida y proporción– en la manera en la que se manifiesta la armonía de la vida y, por lo tanto, su relación con las profundidades que entraña. Para ello, hagamos a un lado el concepto de forma, más complejo y significativo; más determinante y necesario de lo que habitualmente lo usamos los hombres contemporáneos, tan ajenos de la necesidad y, por lo tanto, de nosotros mismos. Pensemos mejor en la necesidad y, por lo tanto, racionalidad de ese sabio juego de medidas que es la naturaleza como fenómeno en sus fenómenos, entre ellos el hombre, tan complejos como el hombre.
En su siguiente verso Heráclito nos habla de las cosas enteras y no enteras. Pensemos en el concepto de “entero”. Podemos pensar en ello como lo que representa una unidad, una integridad de sí mismo. Sin embargo, si es delimitable, está determinado y, pareciera, agotable y carente. Sin embargo, su entereza refiere a lo unitario, a la unidad y, por lo tanto, a la armonía que significa su completud. Es algo que se puede leer y comprender, por ejemplo.
Paradójicamente, estamos ante un filósofo del cual sólo tenemos fragmentos, no tenemos su discurso integro, por lo menos en apariencia. Sin embargo, que bien se dejan leer si se es capaz de disfrutar el esfuerzo que nos exige la comprensión de sus aguas tan claras y profundas, tan profundas como la oscuridad abisal del mar en sus regiones más inhóspitas. En apariencia, su claridad y fragmentariedad los alejan y vuelven ajenos y, sin embargo, la inteligibilidad simbólica de su escritura nos vincula a través de imágenes poéticas que nos invitan a la aventura de su desciframiento. Como si se tratara de un oráculo, algo semejante, sólo que desde el esfuerzo de la razón.
Sólo nos quedan fragmentos y, sin embargo, estos se espejean mutuamente hasta el infinito, se contienen en dicha apariencia mutua, evidenciándose su carácter fractal, una unidad contenida en cada uno, en la apariencia fragmentaria de los mismos. En los fragmentos que forman la integridad de lo incompleto, como si con ello hubieran cumplido un destino semejante a la armonía a la que apela nuestro autor en el segundo verso de este fragmento.
Desde una lógica de la identidad, lo entero es lo correspondiente y concordante, lo adecuado y, en esa medida manifiesta su necesidad. Por lo tanto, es algo que preserva la unidad que posee y, por lo tanto, lo define. No hay espacio para la penumbra, es claridad, ininteligibilidad inobjetable y llana, quizá, más que somera, simple. ¿Puede ello entrañar una auténtica profundidad? Resulta, más bien, una mera apariencia. Si es el caso, ¿no habrá detrás de ella una mala voluntad, un velamiento, un ocultamiento o, simplemente, una ignorancia, una falta de consciencia acerca de la compleja problematicidad de aquello a lo cual refiere? No es lo mismo la sencillez y sobriedad al servicio de la conexión, el vínculo, la relación continua, por ejemplo, entre opuestos y contrarios (así como la complejidad de su relación) que la sencillez y simpleza del prejuicio o la “reflexión” sin compromiso con la indagación -la aparente reflexión-, que tan sólo dice enuncia sin ir más allá, no de lo evidente -la evidencia exige su búsqueda- sino de lo aparente. Se trata de la doxa, la opinión de la mayoría y su conformismo o pereza mental ante lo que les rodea y sucede. Y, sin embargo, acontece como una regularidad de la problemática condición humana, con todo y nuestro (aparente) vínculo secreto con la naturaleza, apelando al contexto de nuestro autor.
Ello evidencia una negligencia, una irresponsabilidad acerca de nuestra atención a la razón que remite a la profundidad de las cosas y su apariencia como signo vinculante con las mismas. Parece ser que en ello yace su logos. El peligro de dicha negligencia es tan grave como la deliberada intención e inducción a la misma, porque la primera permite a la segunda o, mejor dicho, facilita su hábito, la inercia negligente de su normalización o, peor aún, su naturalización, pensando en la memoria de nuestro cuerpo. Entraña la mala voluntad del cierre del sentido y, por lo tanto, la generación de un discurso “para todos”. Una habitación colectiva que aparenta fundarse en lo común, porque lo común es la razón y nuestra relación íntima, esforzada y dolorosa, con la misma. En tal habitación de una colectividad -en nuestro caso una masa informe y, por lo tanto, irracional– no hay pensamiento, reflexión y, por lo tanto, no hay comunidad. Puede haber más comunidad con uno mismo que con los cientos de hombres con los cuales podemos llegar a convivir a lo largo del día en la misma ciudad. He ahí una conexión.
Pensemos ahora en lo no-entero. Pareciera tratarse de un fenómeno que carece de algo y que, por ello, paradójicamente posee un déficit, con base en el cual lo atraviesa una carencia, una incapacidad, una disfuncionalidad. Es algo parcial y roto. Desde una lógica de la identidad es una forma que se ha perdido, una deformación o deformidad que, con la pérdida de la capacidad para contener un sentido -probablemente la función más importante de la forma– también ha perdido al mismo. Por ello, es algo irracional y excluible por su tendencia a la inteligibilidad, a la irracionalidad y, por lo tanto, incapaz de ser habitación de encuentro, habitación de lo común. De esta manera se le niega el esfuerzo de su comprensión. En ello, ¿no podemos llegar a ser irracionales si, motivados por la apariencia, renunciamos a ese esfuerzo? He ahí, nuevamente, la irresponsabilidad, la negligencia y, tratando de ser justos, la relación entre las mismas y la manera en la que nos hemos comprometido durante siglos con una lógica de la identidad.
¿Cuántas cosas y a cuántos no hemos desechado injusta y arbitrariamente por tal negligencia, actuando, por ello, con base en prejuicio más que en comprensión? Nos centramos en la aparente diferencia, es lo más fácil, la inmediatez de la inercia movida por nuestra conmoción y, por lo tanto, sin la comprensión necesaria para posicionarse de mejor forma ante ella. No nos permitimos, a través de la negación, encontrarnos en lo común de la semejanza. ¿No es ello irracional? ¿Cuántos y a cuántos no hemos desechado injusta y arbitrariamente por creerlos no-enteros cuando, si nos permitiéramos comprensión, quizá podríamos darnos cuenta de que se trata, no de una incompletud, sino de la inconmensurabilidad insalvable en la que se agota toda certeza por nuestra falible finitud? ¿No será que nosotros con dicha voluntad llevamos a cabo nuestra incompletud, aquella en la cual consiste nuestro prejuicio,por no comprender la relación entre lo docto de nuestra ignorancia y la inconmensurabilidad?
La inconmensurabilidad manifiesta nuestra relación con lo contrario y opuesto y, por lo tanto, es justificación necesaria de la semejanza como necesidad ante la incertidumbre. La inconmensurabilidad como falta de principio da cuenta del carácter aepistemológico de la semejanza, como posicionamiento prudencial ante la imposibilidad clara y distinta de la certeza o, quizá mejor dicho, de la pretensión de claridad y distinción que la misma supone y pretende, si es que nuestras aparentes certezas pueden dejar de ser, en cualquier momento, susceptibles de falibilidad y problematicidad, evidenciándose desde su cuestionamiento como meros prejuicios. La no-entereza, tal incompletud,es posible y muy característica de lo humano, sobre todo, en tanto que apariencia. Por lo tanto, puede entrañar un sentido y ser forma. En ello manifiesta una necesidad y, por lo tanto, ello da cuenta de su racionalidad. He ahí los Fragmentos de Heráclito que, si fuéramos realmente congruentes con una lógica de la identidad, ya hace rato habríamos tenido que aventar al fuego (No dudo que haya necios que lo deseen desde lo más íntimo de sus fueros más ocultos y secretos. Los autoproclamados dueños de la verdad, tan peligrosos por la intención de sus almas bárbaras de cerrar el sentido, por tan sólo satisfacer su egoísmo). Y, sin embargo, seguimos buscando signos de razón en la incompletud de los Fragmentos, su aparente falta de entereza. Porque sabemos lo valioso de tener, aunque sea poco, algo, en vez de nada. Porque de la nada, nada se genera (ex nihilo nii). He ahí la inconmensurabilidad tan valiosa, tan importante como invitación a lo común,a través de la semejanza. Lo no-entero es un silencio que nos habla desde su inconmensurabilidad, no para completarlo (también hay dueños de la verdad que se creen con tan egoísta derecho a cerrar el sentido de tal forma) sino para comprender que nuestra complejidad y comprensión también son fragmentarias,y que dicha fragmentariedad, probable y posible, también participa del logos. He ahí nuestros duelos y, sobre todo, lo más elemental que entrañan, nuestro dolor, habitación común de nuestros cuerpos.
El siguiente verso nos habla de lo concordante y lo discordante. Lo concordante es aquello que manifiesta una correspondencia con algo, una relación y, por lo tanto, un vínculo. Aparentemente, hay una pertinencia en lo concordante, no hay conflicto. Sin embargo, si se trata de una mismidad, resulta sugerente creer que, de alguna forma, el encuentro no suscite conflicto o la posibilidad del mismo. No se trata, en sentido estricto, de una mismidad, ya que hay una aparente diferencia en el carácter particular que significa la singularidad de cada uno de los elementos de la relación. Se encuentran y con ello llevan a cabo una coincidencia, por ello concuerdan, manifiestan en ello una necesidad y, por lo tanto, una racionalidad.
Sin embargo, ¿qué pasa si, desde la determinación implicada en sus singularidades, le faltara a uno su concordante?, ¿qué pasa si no se puede la continuidad que significa su encuentro? En ciertos casos, probablemente, se convertirían en incompletos, no habría ya concordancia, de manera análoga a lo que significa la ausencia de una pieza en un rompecabezas o, peor aún, de manera semejante a la pérdida del amado en relación con su amante. Surgiría el duelo por la incompletud, la falta de concordancia que significaba armonía y sentido. Por lo tanto, se pierde la forma que contenía sentido, se tiende a la irracionalidad de la ininteligibilidad, se vuelve difícil o imposible la lectura del fenómeno, claro está, aparentemente y dependiendo del caso. Se pierde el rastro que signa la trayectoria de dicho mapa hacia un fin. Esa sensación surge, a pesar de que, en todo fin que entrañe lo indeterminado, ya está implícita y atravesada -casi de forma inmanente- la probable posibilidad de la finitud. Hay un extravió que hace parecer a la incompletud de la ausencia un problema, sin negar que, de cierta manera, lo es en tanto que conflicto e incertidumbre.
Sin embargo, como ya hemos visto, nos queda la incompletud. La posibilidad de que ésta signifique un duelo no implica que podamos negarnos a su comprensión. He ahí nuevamente el llamado de la inconmensurabilidad a una habitación de lo común, más allá de nuestro egoísmo. Acceder a tal comprensión, a la habitación de lo inconmensurable de nuestro duelo, o, mejor dicho, de nuestro dolor. En este caso, la incompletud de lo discordante. Permitirnos la compañía de lo probable y lo posible en la incertidumbre que significan, aquello que nos encuentra para renovar desde la comprensión nuestra relación con la vida, desprendiéndose nuevos signos que constituyan la pieza faltante, dibujen el mapa del sentido y nos recuerden los motivos de nuestro amor.
La misión es terrible, casi agónica. Quizá por ello, para muchos de nosotros, sea tan difícil. Probablemente para muchos sea más fácil negarla, y, en el peor de los casos, instalarse en la inercia de su miseria, la amargura rígida de quien no se desprende de su dolor, un apego a aquello que concordaba con él. Se trata de un duelo que aparentemente nunca acaba -hay quien decide asumirlo como un dolor infinito-, al que no se le permite acabar, un dolor que se mantiene vivo, al cual se le aviva (una máscara, una apariencia), para no dejar ir una vida que ahora es otra cosa porque ya no puede ser lo que era antes, o, por lo menos, no de la manera en la que lo era. Ahora se está ante la posibilidad de otra vida a la cual se le rechaza, a la cual se pretende renunciar, aunque ésta pueda ayudarnos a sobrevivir a nuestra pena.
No aceptar que así es, no comprender que ya no es posible ni mucho menos probable que esa vida vuelva a ser lo que era, por lo menos, de la misma manera. He ahí el egoísmo de nuestras aprehensiones. Renunciar a la efímera –aparente en ese sentido- armonía que nos daba lo concordante que se ha extinguido, de la misma forma en la que se comprende a través de la sensación la pertinencia del acorde en una sinfonía, para generar otra habitación de nosotros mismos.
Sin embargo, es más fácil juzgar que comprender y, hablando de armonía, como bien decía el filósofo de las espaldas anchas, “Las cosas bellas son difíciles”. En este caso, comprender esta dificultad como parte de la falibilidad a la que tiende la inconmensurabilidad de la vida (profundidad del logos del alma), y la difícil habitación de nuestro dolor que nos demanda. Probablemente no hay manera de completar dicha misión sin tal extravío. ¿Qué es el dolor sino egoísmo?, ¿no tendrá el egoísmo-sin negar su problematicidad– una necesidad concordante con la profundidad del logos de nuestra alma y, por lo tanto, un carácter racional?
Lo triste es la renuncia a la búsqueda del sentido ante la incompletud de la discordancia que ha surgido. El verdadero extravío, entonces, no está en la posibilidad de permitirse el sufrimiento hasta sus últimas consecuencias, sino en reprimirlo como instalación en el mismo, al grado de permitirse la plenitud de su inercia, su dominación, manifiesto en su negación. Ello nos lleva a una vigilia sonámbula, tal derrota sin la atención a sus signos posibles, posibilidades de reencardinación de nuestra trayectoria. Las materialidades concretas de un cuerpo que habla, la sensación. Apegarse a la luz inmediata de las apariencias, al no comprender la pertinencia de su logos en nuestras vidas.
Superar dicho estadio requiere de renuncia, no permitirnos la inercia de las apariencias, la incomprensión de una eternidad que no es ajena a la finitud, lo impredecible de lo posible y lo probable, ante las cuales nuestro lamento manifiesta nuestro apego en fenómenos como nuestras expectativas. Renunciar a la luz aparente de lo inmediato y permitirse la fugaz ominosidad de la alegría que yace en el seno del abismo, nosotros mismos. Toda comprensión de todo lo que nos es posible y probable comprender, es comprensión de nosotros mismos.
Lo Discordante, aparentemente, es más complejo y, al mismo tiempo, aparentemente más fácil de entender. Aquello que causa discordia produce animadversión. Es algo que está fuera de lugar, que no corresponde y que, por ello, manifiesta en su relación con aquello a lo que se opone, falta de armonía, impertinencia, desproporción. Suele ser objeto de evasión, negación y desprecio. Resulta desagradable y, por la supuesta incapacidad de pertenencia y pertinencia que se le ha adjudicado, parece ajeno y, por lo tanto, extranjero. Es el problema, la anomalía, el defecto, el mal a vencer y a destruirde una lógica de la identidad.
La discordancia se genera cuando no se logra la concordancia. Como ya hemos visto, es el caso del duelo ante la ausencia. Lo discordante evoca la ausencia de lo concordante, aquello necesario o la necesidad que logre armonía. Lo discordante es la presencia opuesta (el negativo) que recuerda a aquello que suprime la necesidad, por lo tanto, capaz de la apariencia de lo imposible: la herida y subsanar lo lastimado de manera reversible -¿es el tiempo reversible desde nuestro estadio aparente?-; la carencia y su necesidad de satisfacción de manera permanente, no hay tales ante lo concordante sino aparente armonía. Por ello, lo discordante se rechaza de facto,hasta su exterminio si es necesario Lo discordante supone un conflicto desde su mera emergencia, lo cual tiende a acrecentarse si su presencia se vuelve constante. Sin embargo, nuevamente, es la comprensión lo que puede evidenciarlo como una apariencia,y el prejuicio lo que lo condena a la identidad de “lo discordante”, a través de la estigmatización a la que tiende una lógica de tal tipo.
Por lo tanto, dependiendo del caso, el fenómeno y su circunstancia, todo lo aparentemente entero puede no ser entero y todo lo aparentemente no entero puede ser entero; todo lo aparentemente concordante puede ser discordante y todo lo aparentemente discordante puede ser concordante; todo lo aparentemente consonante puede ser disonante y todo lo aparentemente disonante puede ser consonante. He ahí la Conexión. Somos uno y lo mismo, la armonía inaparente es mejor que la aparente, como ahondaremos en otro lugar.
Aparentemente parece más fácil hablar de “lo consonante”. Sin embargo, la consonancia nos remite a lo sonoro, a la concordancia y compatibilidad capaz de generar la entera unidad de una armonía, la de aquello que, con proporción y medida, pertinentemente suena con lo demás. Una voz adecuada, un sonido que cohabita armoniosamente con lo demás, tanto en su singularidad como en su pluralidad, al grado de que, entre todos, se constituye una armonía.
La imagen demasiado perfecta -en el sentido de acabada– de la esfericidad de un cosmos, si nos ponemos pitagóricos, y, por lo tanto, la de su pertinente vibración, la de los cuerpos y, por lo tanto, su atomicidad. Una relación musical o, mejor dicho, una música cuya escucha, la de su medida y proporción, nos armoniza por ser parte de ella. En ello yace la atención al logos. Radica en nuestra afinación como armonización de nuestro oído para ser afines a dicha música. Sintonizarnos con la transmisión de dicha armonía y lograr su lectura, su comprensión. Dar cuenta que su afinación posee racionalidad (logos)y, en la comprensión de su justicia, medida y proporción, el resultado de la misma es la constitución del gozo liberador,la misma comprensión de la complejidad del logos,cuya armonía habitamos. Por ello, el logos implica su armonía no aparente (una armonía que no aparece, tendiente a lo invisible y al ocultamiento), al grado de que la desafinación de un alma bárbara o dormida -haciendo hincapié en las diversas posibilidades de somnolencia que significan nuestros estadios, habitaciones y deshabitaciones- pueden llevar a la misma a confundir, de muchas y diversas maneras, dicha música con disonancia. He ahí la necesidad de no permitirse tal inercia, la somnolencia opuesta a la comprensión como necesidad del logos, la razón que atraviesa todo.
Es entonces que nos confrontamos ante el inmenso problema de la disonancia. ¿Qué es la disonancia, en la medida en que ésta exige la comprensión de su necesidad, la justicia que dé cuenta de su proporción y medida en tanto que parte del todo? Podemos entender, en el sentido en el que hemos planteado la consonancia, a “lo no-entero” y a lo “discordante” como disonancias. Presencias o ausencia -dependiendo del caso- que son demasiado agudas o graves para el oído del cuerpo sutil que es el alma, al grado de lastimarla en el proceso fisiológico en el que consiste la habitación de nuestro cuerpo por parte de dichas sensaciones. Sin embargo, si ello no tiene como fundamento la comprensión de su necesidad, la medida y proporción de su logos, manifiesta dicho posicionamiento la irracionalidad del prejuicio. De ahí lo problemático que resulta lo aparentemente inmediato de la sensación de la disonancia.
Ello nos remite al tema del logos como palabra, la palabra como posibilidad de encuentro en lo común. La manifestación de la inteligencia (el logos) que en ella se manifiesta, y que también en ella puede habitar aunque nuestra palabra esté aparentemente desafinada, sin dejar de ser parte de la polifonía tan compleja e inconmensurable de dicha música, he ahí la profundidad del logos del alma.
Y, sin embargo, ¿cuándo nuestra palabra está desafinada? ¿Cuándo no suena bien?, ¿cuándo suena tosca y poco elegante? En términos muy llanos, cuando no tiene razón, o sea cuando no tiene logos y, por lo tanto, no es virtuosa. ¿Cuál es la palabra consonante y virtuosa?, ¿la que tiene razón? La palabra virtuosa es la que es logos, la palabra de lo común, la de la vida, no la de las apariencias y sus insalvables lejanías y distancias cuando están deshabitadas por un logos que no intentan habitar y que, por lo tanto, no las habita (toda habitación es mutua). Por ello, también es posible que el artificio no sea disonante si es habitado por la necesidad que significa el logos, lo común de nuestra razón. De la misma forma, las palabras más simples y someras pueden estar llenas de vida y, por lo tanto, cercanas a la verdad. Me pregunto, ¿quién podría hablar “mal”?
¿A cuántos no hemos callado por la ceguera irracional de nuestra alma, comprometida con la apariencia y convención de nuestros artificios? Una relación, sin medida y proporción con la palabra, carente del esfuerzo de la escucha, la escucha del logos,manifiesto en la prudencia de nuestra racionalidad. ¿A cuántos no hemos dejado de escuchar en nombre de la aparente comodidad que significa tal poder-sujetador? La pereza mental de no cuestionar nuestros prejuicios, ir más allá de ellos para escuchar a los demás (habitar lo común), para hacer el esfuerzo y el intento de comprenderlos, ese intento llamado virtud. ¿No es la inercia de tal pereza semejante a la de la caída de la roca que ha sido aventada por la mano de alguien o la del entierro de la planta que sólo tiene la posibilidad de permanecer en dicho estadio para conservar su vida, acechada por la movilidad del mundo que la rodea? ¿No es tal permisible negligencia más bárbara que aquello que, muchas veces y de la manera más grosera, es juzgado y prejuzgado como bárbaro?
La disonancia es incómoda porque habita la profundidad que significa la inmersión estremecedora en nuestro oído, el cuerpo se contrae por la inmediatez de su sensación, se comprime queriendo acorazarse, generar un escudo impenetrable ante lo que no se quiere oír, las manos también hacen lo que pueden durante dicho fenómeno. Tapan los oídos y, dependiendo de la intensidad del sonido, estos fallan o lo logran. Dicha contracción pareciera intentar expulsar la disonancia, lograr que abandone nuestra sensación.
Como bien sabía el Pseudo Dioniso Aeropagita, así como hay silencios sonoros, también hay silencios del pensamiento y del alma, silencios de la sensación, que remiten a la necesidad lógica de estadios como la contemplación a la que invita la inactividad. También lo sabían con claridad tanto Pirrón de Elis como los escépticos. De hecho, podríamos concebir a la inactividad como el silencio lógico, un silencio atento, escucha del logos-naturaleza (animalidad), manifiesto habitante en todo y de todo, incluyendo nuestra sensación. Si es el caso, hay disonancias tan profundas que no se escuchan o parecen no escucharse, memorias de nuestra sensación. Atender al logos implica la responsabilidad de saber ante qué nos estremecemos, qué aparentes disonancias habitan nuestra sensación y qué tanta medida y proporción tienen como para ser consideradas como tales por nosotros mismos. La justicia de comprender la palabra de nuestros compañeros de lo común empieza por comprendernos a nosotros mismos, eso es música.