Tejido de hombre

Quizá lo más difícil de la vida sea hacer justicia. Ser justo con la propia memoria puede ser muy delicado. El extraviado de Freud lo sabía. Una lectura suficiente y cuidadosa de Notas sobre la pizarra mágica, nos permite inferir que toda memoria es selectiva. En mi caso debo remontarme al año 2006. Tenía veintiún años (casi veintidós), no definía del todo mi vocación (entre literaria y filosófica) y estaba en un proceso de rebelión poco argumentada en contra de la Academia. En realidad, tenía miedo. La incertidumbre se hacía palpable en la tristeza de esos días.

            Fue en ese año que conocí a Silvia Durán Payán. Con ella tomé una asignatura optativa, Problemas de Estética. El arrogante Eduardo de hace catorce años, se propuso tomar una clase acerca de una materia obligatoria que se daba en dos cursos, antes de haberlos aprobado.

            El curso se vertebró a través de tres lecturas magníficas, La poética de la ensoñación de Gaston Bachelard, el Baudelaire de Walter Benjamin y Poesía y Filosofía de María Zambrano. Esta última, gran maestra del exilio español, valiente por la defensa de su posición política, comprometida con el proyecto de La República Española. Tal fue su congruencia que fue de los pocos alumnos, la única alumna, que tuvo el coraje de confrontar al energúmeno de su maestro, José Ortega y Gasset (nada más y nada menos), al respecto. La tuvimos un tiempo en la Facultad (cuando ésta estaba en la calle de “Mascarones”, claro), hasta que -dicen las malas lenguas- sus compañeros (varones) de exilio le hicieron la vida de cuadritos. María Zambrano se tuvo que ir a refugiar, primero al Colegio de la Vizcaínas en Morelia, después a Cuba. Así la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM perdió a una de las maestras en Estética más importantes del siglo XX, en Iberoamérica. Magnífica lectora del estoicismo latino (Especialmente de Séneca, prueba de ello es su magnífico El pensamiento vivo de Séneca) y una de las lectoras más originales de Nietzsche que ha habido en Lengua hispana. Por eso y por muchas otras razones, las malas lenguas no son tan malas.

            Ahora que recuerdo (¿ven lo tramposa que es la memoria?), estoy haciendo una omisión. Eran cuatro las lecturas, estoy olvidando Arte y Poesía de Martin Heidegger. En uno de mis miedos e inseguridades de esa época, abandoné el curso antes de rematar con ésta última lectura.

            La maestra Silvia Durán Payán se destacó por ser una de las maestras con mayor erudición en temas de Estética y Teoría del Arte, en la Facultad. Discípula directa de toda una autoridad en dichos ámbitos, Adolfo Sánchez Vázquez (quien le dio la oportunidad de ser maestras a toda una generación de jóvenes egresadas del Colegio, como Silvia, María Noel Lapoujade y Juliana González), se caracterizó siempre por la deferencia y generosidad de ofrecernos a sus alumnos espléndidas lecturas referentes de los clásicos en estas problemáticas, conviviendo en sus cursos con tratados contemporáneos sobre los mismos tópicos. Una maestra incansable en su constante revisión y actualización de sus proyectos, una amante erudita y gran lectora del cine -probablemente por “culpa” de ella llegué a tal nivel de obsesión que fui a la Cineteca Nacional, todos los días durante un año- y una fuente de orientación de nuestras inquietudes e intuiciones personales, al grado de abrir espacio pertinente para la discusión de temas varios, que derivó en programas completos de estudio y, posteriormente, de investigación, en torno a la relación entre Ética, Política y Estética.

            Decidí regresar, me formé con ella durante dos semestres en sus clases de Estética. Muchas de las intuiciones más importantes que siguen encardinando mis esfuerzos se generaron durante el proceso de su magisterio, horas que jamás creí tan importantes. Hoy me doy cuenta de que lo mucho o poco que sé de arte es gracias, en buena medida, al esfuerzo de Silvia. No sólo por haber tenido la gran deferencia de compartir sus enormes erudiciones, sino también porque me enseñó a aproximarme autónomamente a esta clase de referentes. Sin miedo, todo lo contrario, con mucha confianza.

            Una vez, en clase, tuvimos una amable polémica debida a mi ignorancia y prejuicio. Más arrogante de lo que sigo siendo, con la mano en la cintura, se me ocurrió afirmar que Kant era racista porque incitaba a castigar a los negros en Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. “Eso no lo dijo Kant, lo dijo Hume, Eduardo”. Tuvo a bien corregirme porque, efectivamente, había metido las cuatro. Mi referencia estaba equivocada. Había leído apresuradamente, lo suficiente como para no advertir que Kant estaba citando a David Hume. Paradójicamente, acabé haciendo mi tesis sobre Kant, asesorado por el adjunto de Silvia en ese entonces, mi maestro Rafael Ángel Gómez Choreño, usando como parte central de mi bibliografía dicho texto. No, para nada es coincidencia.

Silvia trabajó en muchos sitios como docente del área de Estética. Alguna vez oí decir de ella: “En esta Facultad nadie sabe tanto de arte como Silvia”. Fue parte de proyectos tan importantes como la estructuración, revisión y renovación de los programas de formación estética de instituciones como el CUEC y el INBA, entre muchos, incluyendo los planes de estudio de dichas escuelas, de las cuales también fue profesora. Raro y pequeño este mundo. A través de mi maestra Carmen Mastache conocí a mi maestra Emma Cecilia Delgado Hernández, quien fue alumna de Silvia durante su formación dancística.

Sin embargo, a mi maestra no le fue tan bien como merecía. Me consta cómo, de manera arbitraria, fue relegada y subvalorada durante la concepción de muchos proyectos del Colegio de Filosofía. No faltó la mezquindad. Fue hecha a un lado por varios de sus alumnos directos, cuyos procesos de formación académica y docente no habrían sido posibles sin la ayuda de Silvia. ¿Qué puedo decir?, humano demasiado humano.

Pienso en muchos momentos muy importantes que compartimos con ella, quienes nos consideramos humildes receptores de su magisterio. Cuando me pasa, acudo a sus libros -los que he podido conseguir- e, indefectiblemente, me doy cuenta de mis propias lagunas, opacidades y extravíos. Ese es el aliento de un maestro. Esa vida que a uno lo habita y encuentra cauce en las misiones de quienes decidimos seguirlo.

Silvia falleció víctima del cáncer de colón el 24 de junio del 2018. Tuve la oportunidad de encontrarla en dos ocasiones antes de su muerte, la presentación de un libro sobre Kant –escrito acerca de los temas que causó aquella polémica de aula- y saliendo de la facultad, desplazándose con el uso necesario de un bastón. Fue la última vez que nos encontramos.

Intenté hilvanar lo mejor posible, espero haberlo logrado. El recuerdo, resbaladizo resquicio instantáneo de la eternidad. Vida torpe y diletante, como el Eduardo de hace catorce años que conoció a Silvia Durán Payán.

III.-Señores de la sensación

La apariencia de nuestros conflictos es la apariencia de la guerra. El problema de nuestro encuentro en lo común se vuelve terrible por la incomprensión de la inconmensurabilidad de nuestra sensación, la posibilidad de habitarnos plenamente. Un miedo abismal a nuestra sensación provoca el olvido de nosotros mismos, la renuncia a las potencias libertarias de nuestra intimidad, la habitación de nuestro dolor. Éste parece confrontarnos. No atendemos su llamado salvador, contrario y opuesto a la máscara que nos permite relación con lo demás. Esta última es apariencia, incapaz de poder ser suficiente para sobrevivir, sin tampoco poder negar su necesidad y aliento lúdico vivificante.

 Atender la voz de la penumbra, canto de sirena del abismo, exige la prudencia de nuestra habitación. La guía de la escurridiza e “invisible” alegría de sentirse, sentirse vivo. Alegría capaz de derrotar al miedo, vertebradora del coraje con el que el guerrero se yergue ante la insignificancia de morir. Asumir que la plenitud de vivir yace en sentir que hacerlo es estar en peligro, como bien dice el filósofo de Röcken.

El alto costo de comprometerse con un el realismo ingenuo que fomenta al ego como “necesidad” es que alimenta nuestro egoísmo, la cobardía del yo. Lejos de atender la necesidad de la sensación, dicho realismo ve a la manifestación de nuestra necesidad como anomalía y confusión. No hay incompatibilidad entre nuestra necesidad y el uso de una máscara, porque esta última también manifiesta a la primera. La máscara es la apariencia de nuestra necesidad. Su juicio toca la superficie de la misma. La comprensión abre la posibilidad de penetrarla sin pasar por la humillación de romperla, yendo en contra de la legitimidad de su necesidad. El juicio puede herirla hasta agrietarla, al grado de poder pulverizarla, llegando a precipitar a su dueño a la ruina espiritual. En la fortaleza de su portador yace la posibilidad de que perdure.

Por ello nuestro autoconocimiento pasa por llevar a cabo la difícil comprensión de su pertinencia, la lógica de dicha relación de contarios y opuestos. Ambos, estadios de uno mismo, que sólo son dos caras de la misma materia, una y la misma. No hay armonía en un realismo que te invita a pelearte con lo que sientes. Puede generar culpa y subsecuentes fantasmas, tiende a generar una armonía aparente, que consiste en desestimar tu sensación como monstruosa locura, un fantasma de sí mismo, puede llegar a hacer de uno un fantasma de sí mismo.

La armonía inaparente es la mejor porque es un riesgo. Nos enseña la legitimidad de nuestra sensación, la comprensión que significa amarnos a nosotros mismos, y el principio de ello como generosidad, en tanto que armónica responsabilización de nuestras emociones y sentimientos. Puede hacernos conscientes y atentos de que nuestra necesidad no discrepa del conflicto, por el mero hecho de que no hay habitación sin perspectiva, no puede haber una sola “realidad”, ni mucho menos puede resultar legítima la imposición de la misma. Habitar el conflicto es parte de la pertinencia de nuestra máscara, en relación con nuestra sensación.Confirma nuestro crecimiento, sin comprometernos con lo problemáticas que pueden llegar a ser otras apariencias. Arbitrarias realidades que a pocos se le antojan ilusiones. Leyes, convenciones e instituciones, demasiado sacralizadas por la vulgar y profana vida de los hombres.

 La incomprensión de nuestras máscaras y la incomprensión de la lógica de la apariencia nos condena a una vida de placeres demasiado problemáticos, más difíciles, por asumir al dolor como el peor de los males. Aceptamos la dominación de nuestra sensación, la resolución de una vida cómoda, incapaz de permitirnos la comprensión del esfuerzo, el sacrificio y la generosidad de entregarse como afirmación de la vida. Aquello cercano a la ligereza del desapego, la flexibilidad de lo liberado, la plenitud de la vida que yace en las potencias de nuestra sensación, sin necesidad de recurrir al “registro” aparente e intransferible de cuerpos sospechosa y aparentemente perfectos o “ideales”, supuestas sensaciones que jamás referirán a la legitimidad de nuestra necesidad.

Ídolos que parecen niños ante lo divino, de manera semejante a la cual un hombre es el más bello de todos ante los simios. Somos simios amaestrados. Ante nosotros, el mono más libre y silvestre de la jungla es el más bello de los seres. No me ofendería que alguien me dijera lo mismo que Voltaire le contestó a Rousseau después de leer El Contrato social -de hecho, me sorprendería gratamente tener un interlocutor capaz de tal sarcasmo-, “Después de leer su libro, me dieron ganas de caminar en cuatro patas”.

¿Qué somos ante lo divino después de creernos capaces de sustituirlo? Esta no es la expresión de una nostalgia, para nada, sólo es un ejercicio de reflexión. En nuestro extravío se ve la torpeza infantil de nuestro berrinche. Una insalvable e injustificable orfandad, la de los vacíos ídolos inútiles en los que nos hemos convertido. En ello se manifiesta el olvido de nosotros mismos. Somos “niños” perversos en cuerpos crecidos, no necesariamente adultos. Somos incapaces de renunciar a nuestra negligencia, evadimos nuestro dolor, fomentamos nuestro afeminamiento. Cada día es más claro que hemos renunciado al intento de nuestra virtud, al arte de vivir que ello nos exige. Somos incapaces de aprender de los niños (incluyendo al pleno animal de la fisis que fuimos, aquél cuya crueldad era santa afirmadora del “Sí” de la vida). Un mono amaestrado -con perdón de los monos- incapaz de jugar como lo hacía cuando la vida manifestaba con total contundencia su logos.

24

Luego dice Heráclito:

Los dioses y los hombres honran a los muertos por Ares.

También Platón escribe, en el [libro] quinto de la República: “Y de los que han muerto en batalla, aquel que muriera siendo muy estimado, ¿no diremos, en primer lugar, que es de la raza de oro?”

C (Clemente, Stromateis, IV, 16)

            Este fragmento exige un rigor especial. Me lleva a optar por una analiticidad (en el sentido más lato de la palabra) lo más exhaustiva posible, para no renunciar a la comprensión de su sentido. Ello, claro está, desde las herramientas que tengo para ello. Cabe no olvidar que mi interpretación depende del muy estimable rigor filológico de Enrique Hülsz, sin que ello deje de implicar, por supuesto, que la responsabilidad del posicionamiento resultante sea sólo mía. Comencemos por el primer elemento del fragmento, de aquello que con rigor podemos llamar el fragmento heraclítico, como bien han distinguido expertos como Miroslav Marcovich.

En este caso hablamos de su primera imagen, “Los dioses”. Se trata de los representantes más importantes de las potencias de la vida. Han dotado de la misma a aquello que han creado, en ello se manifiesta y explicita su divinidad. Las creaciones de los dioses son formas habitadas por el sentido eterno de la vida, contenida en la existencia concreta en la que se manifiesta. Los dioses son referentes de las manifestaciones concretas de la materia y su dinámica específica, en relación con la singular existencia en la que se manifiesta la apariencia de sus distinciones, su aparente diferencia, en tanto que estados de la materia. En ese sentido, habría que apelar a que Heráclito habla de la naturaleza, en términos de cosmos y fisis. Por ello, resulta importante no desestimar la distinción que hace Aristóteles (fuente más antigua y, por lo tanto, más cercana al pensamiento de los filósofos presocráticos), la cual establece en el Libro I de su Metafísica, al referirse a éstos como filósofos fisicoi, filósofos físicos o que estudian la fisis, la naturaleza.

Los primeros dos elementos del verso, las primeras dos imágenes del mismo, están conectadas a través de una conjunción, “y”. El vínculo de la imagen de “los dioses”, se da con la siguiente imagen, la de “los hombres”. Una comunidad, conexión y encuentro,entre contrarios. Entre los seres eternos, indeterminados e indeterminables -infinitos por su inconmensurabilidad- y su creación mortal, determinada y determinable -finita por su carácter limitado y existencia concreta-, en este caso, los hombres. Esto último, tomando en cuenta el logos de las apariencias.

Los dioses, seres omnipotentes e inmortales, capaces de las potencias de la vida. Los hombres, seres determinados, finitos y falibles, sujetos a las potencias de la vida que se explicitan en tal vínculo, dicha relación, y la comunidad que implica, en tanto que encuentro. Vemos un conflicto en ello, un problema, el que constituye la comunidad.

Lo aparente de tal diferencia se manifiesta en que ambos participan en lo común de una misma acción, la mismidad de la dinámica que significa su encuentro. En este caso, hay un encuentro de ambos contrarios en el acto de honrar a los muertos por Ares. La comunidad se explicita en el acto comunitario de la honra, en este caso, por el duelo que suscita la muerte de quienes han luchado en el campo de batalla. Si nos apegamos a lo que hemos dicho hasta ahora, los dioses honran a sus creaciones humanas más virtuosas (recordemos que en el contexto griego la virtud (arete) no es un bien exclusivo de los hombres, y que ésta se manifiesta en una relación óptima entre las cosas existentes y el logos que atraviesa al cosmos).

Los dioses honran la virtud de sus creaciones. En este caso, los hombres que han muerto en el campo de batalla, protegiendo lo amado y más querido, aquello que le da sentido a la guerra, manifiesto en nuestros afectos comunitarios, los amigos, la amada, la familia. Ello nos vincula con los dioses y nos hace comunes con ellos. La guerra es la lucha que fomenta el esfuerzo por persistir en la materia, perseverar en la permanencia de la vida, cuyo afecto, pathos que motiva tal impulso, es el amor como sensación.

Los dioses, siguiendo el fragmento, son capaces de tener la virtud humana de la humildad, manifiesta en ser capacesde venerar la belleza de los seres que han creado (la armonía proporcional y con medida, Justicia le siguen llamando algunos en el mundo que los hombres hemos creado -aunque no todos la comprendan-), la proporción entre el todo de los dioses y las partes del cosmos que somos los hombres. En la virtud se manifiesta el estadio común del uno y lo mismo, la relación entre lo semejante, por más abismal que sea la aparente diferencia entre aquello que se relaciona, aquellos que constituyen dicha conexión, en contra de la difícil simetría de lo idéntico.

 Los dioses, nos dice el sabio efesio, honran la virtud de su creación. En ese sentido, participamos de lo divino, somos, en medida y proporción, tan divinos como lo es cualquier creación. Esto, claro está, si nos apegamos al significado de lo divino en el contexto mítico de la antigüedad. El matiz lo va a poner Heráclito en otro fragmento, en el que va a criticar la función creadora de los dioses para reivindicar la potencia del cosmos, fuego siempre vivo, que se manifiesta en todo, lo uno y lo mismo. Por lo pronto, queremos explicar la función poética de las imágenes del fragmento del presocrático, apelando a la retórica de la que se sirve el sabio efesio. Somos divinos por participar de la complejidad del cosmos. Tan divinos como todo aquello que también, como nosotros, es parte de lo uno y lo mismo.

Ello se manifiesta en la manera tan contundente en la que realizamos nuestro destino (hybris). Es el caso de quien muere en combate. Ello se evidencia en la apariencia, diversa y diferente, de los fenómenos en los que acontece la dinámica en la que la vida consiste,como dato de su inconmensurabilidad ante nuestra finitud, siempre en relación con la existencia concreta y singular de cada elemento de la unidad del cosmos (en la que todo participa y, por lo tanto, de la que todo es parte). Esa dinámica, dicha participación, es la que nos une en la mismidad de lo común. La guerra es una imagen poética de nuestra vida y, por lo tanto, del conflicto inextricable a la conexión en la que toda comunidad consiste.

            Ares, en tanto que dios de la guerra, también es esta última. Los muertos por Ares son los muertos tanto por el dios como por el fenómeno que, en tanto que manifiesta al primero, también lo constituye a través de la creación. Hablamos entonces de una dependencia ontológica (cercana a la crítica del carácter creador de los dioses por parte del filósofo efesio), así como de una relación inextricable entre los dioses y los hombres (una conexión), en tanto que estos últimos son creaciones de los primeros. El dios se manifiesta a través de su fenómeno, a través de la comunidad que forman ambos contrarios.

Ante ello se abre la paradoja de tal conflicto, el dios necesita de su creación, tanto como los hombres necesitan de su creador (todo esto dentro de la lógica de lo aparente), para manifestarse en la materia. Si no fuera así, la materia como la conocemos no sería ni probable ni posible porque no sería necesaria. Sin embargo, no sólo es probable y posible, en ella se manifiesta la necesidad a la que apela. Si no fuera así, la autosuficiencia de los dioses sería suficiente y necesaria para ser.

Los dioses son materia y, por lo tanto, materiales. En la materia se manifiesta lo que es, y, por lo tanto, la materia es en tanto que ser. Su determinación tan sólo es la apariencia de la inconmensurabilidad de la lógica profunda de sus procesos aparentes de generación y corrupción. Inevitablemente, esta cuestión me remite al planteamiento Epicúreo de la atomicidad de los dioses.

            Es de ahí que surge la pertinencia de que un dios honre dicho sacrificio. ¿Qué es la muerte y la guerra para un dios?, ¿qué podría importarle a un dios ambos fenómenos tan trascendentales para la vida de los hombres?, ¿por qué le resulta relevante dicho sacrificio al dios que lo ha creado, al igual que a sus protagonistas? Sólo tendría sentido tal relevancia si existiera una inextricable relación con la materia en la cual se manifiesta. Aparentemente ya lo hemos contestado. Sin embargo, creo que merece profundizarse. En ese sentido, para ello, dividamos nuestra pregunta en dos partes, con base en ambos elementos de la misma.

            Quiero iniciar por el fenómeno más inmediato a nivel fenoménico o, por lo menos, el más asequible en relación con el enigma que implica el otro. ¿Qué es la guerra para un dios? Ya el propio Heráclito nos advierte cómo nuestra comprensión de la complejidad de la vida cósmica nos está restringida por la finitud natural de la condición humana que, al confrontarse con el cosmos, no puede sino apreciar su inconmensurabilidad, al grado de no ser capaz de comprender la legitimidad de sus fenómenos y eventos y, por lo tanto, su proporción y medida. En términos humanos, nos es inconmensurable la profundidad del logos que da cuenta de su justicia.

Por ello, cabe pensar, con base en la distinción que hemos hecho, que, si un dios (en este caso Ares) es tanto principio como fenómeno (aquél que aparentemente representa), el dios a través de los hombres manifiesta el conflicto que expresa la relación de comunidad, como en este caso sucede con la guerra. El encuentro, desde una lógica de la semejanza, entre contrarios y, por lo tanto, una relación adversa, la relación entre adversarios.

Está en juego la protección y salvaguarda de lo amado, tal es el sentido de la guerra como dinámica vital. Lo atraviesan los afectos comunitarios que le dan sentido al encuentro y la semejanza que lo fundan, no hay semejanza sin encuentro, conflicto y, por lo tanto, comunidad. La semejanza le da sentido al encuentro y a la guerra como encuentro y conexión. Por lo tanto, le da sentido al conflicto y su problematicidad. Desde la inconmensurabilidad que implica dicha relación, podemos advertir que, en la dinámica de la vida, estamos ante la inconmensurabilidad de una armonía no-aparente, mejor que la armonía aparente.

            En este sentido, lo radicalmente problemático es la paz, sin dejar de apelar a que ésta responde al logos de la apariencia. Una apariencia que puede llegar a tender a la inercia de la convención como institución, capaz de propiciar el cese de los afectos comunitarios, la plenitud de las potencias de la materia, carne atómica y vibrante, cuerpos vivos. Si el dios es dador de vida, garantiza la dinámica del conflicto, el problema y, por lo tanto, la guerra que se manifiesta en el encuentro entre contrarios, posible por ser semejantes en su carácter material, la materialidad de su sensación. La comunidad y sus afectos dan cuenta de la problemática plenitud de la vida. Le dan sentido a dicho estadio como relación de la diversidad, distintos estados de la materia. Le dan sentido a tal habitación de nosotros mismos (cohabitación) y, por lo tanto, a la posibilidad de compartirla. Una habitación del cosmos que puede encontrarnos en su plenitud a través del combate.

            La paz puede ser apariencia de una falta de armonía. Aparente armonía tendiente a la inercia, cese vital, opuesta a la flexibilidad de la vida, cercana a la rigidez de lo inactivo. La sensación desplazada por la dominación de la convención como ley e institución.

¿Qué es la muerte para un dios? Pensando en la inconmensurabilidad que implica la confrontación de nuestra finitud con la inconmensurable profundidad del logos, la muerte se antoja una apariencia que participa de la profunda complejidad de dicha dinámica, la cual entraña los procesos de generación y corrupción de la materia, estando ésta más allá de las existencias concretas en la que dicha dinámica llamada vida se manifiesta. Nuevamente recuerdo a Epicuro, especialmente la llana y muy socorrida paráfrasis habitual que se suele hacer de uno de los elementos de su Tetrafarmacón, “La muerte no es nada”.

Un dios que, en estricto sentido, sólo es una representación antropomórfica o, mejor dicho, una manera de referirse a la materia a través del artificio característico de los hombres (posibilidad del logos de las apariencias), no tiene preocupación o interés alguno por la muerte. Quizá en ello radique la indiferencia de los dioses por nuestra vida, según lo también afirmado por el filósofo helenístico en el mismo jardín de su Tetrafarmacón. Esto sin olvidar que dicha afirmación se hizo en un contexto caracterizado por importantes diferencias, y desde el posicionamiento de una filosofía helenística ante una época de crisis.

Sin embargo, en la plenitud de la vida que manifiesta el sacrificio heroico del soldado en combate, en la sublime escisión que significa tal fenómeno inconmensurable, al grado de desbordarnos por el desbordamiento de su belleza, se manifiesta la virtud del héroe, de aquél que se sacrifica por lo amado. Heroicidad inspiradora de tal honra por parte de dioses y hombres, ambos hermanados por tan común manifestación de la materia, nuestra sensación en la cual surge. Es la virtud, experiencia del bien, plenitud de la vida, manifiesta en lo concreto del cosmos que habitamos, hogar del cual los hombres somos parte.

La posibilidad de tal magnitud es divina. Es honra de los dioses en tanto que posibilidad de la materia. Es honor divino, manifiesto en los actos de los hombres como plenos habitantes de sí mismos, habitantes de su materialidad, plenos habitantes de su sensación, señores de la misma. La materia dispuesta a la generosidad del amante capaz de sacrificio.