Tejido de hombre

Quizá lo más difícil de la vida sea hacer justicia. Ser justo con la propia memoria puede ser muy delicado. El extraviado de Freud lo sabía. Una lectura suficiente y cuidadosa de Notas sobre la pizarra mágica, nos permite inferir que toda memoria es selectiva. En mi caso debo remontarme al año 2006. Tenía veintiún años (casi veintidós), no definía del todo mi vocación (entre literaria y filosófica) y estaba en un proceso de rebelión poco argumentada en contra de la Academia. En realidad, tenía miedo. La incertidumbre se hacía palpable en la tristeza de esos días.

            Fue en ese año que conocí a Silvia Durán Payán. Con ella tomé una asignatura optativa, Problemas de Estética. El arrogante Eduardo de hace catorce años, se propuso tomar una clase acerca de una materia obligatoria que se daba en dos cursos, antes de haberlos aprobado.

            El curso se vertebró a través de tres lecturas magníficas, La poética de la ensoñación de Gaston Bachelard, el Baudelaire de Walter Benjamin y Poesía y Filosofía de María Zambrano. Esta última, gran maestra del exilio español, valiente por la defensa de su posición política, comprometida con el proyecto de La República Española. Tal fue su congruencia que fue de los pocos alumnos, la única alumna, que tuvo el coraje de confrontar al energúmeno de su maestro, José Ortega y Gasset (nada más y nada menos), al respecto. La tuvimos un tiempo en la Facultad (cuando ésta estaba en la calle de “Mascarones”, claro), hasta que -dicen las malas lenguas- sus compañeros (varones) de exilio le hicieron la vida de cuadritos. María Zambrano se tuvo que ir a refugiar, primero al Colegio de la Vizcaínas en Morelia, después a Cuba. Así la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM perdió a una de las maestras en Estética más importantes del siglo XX, en Iberoamérica. Magnífica lectora del estoicismo latino (Especialmente de Séneca, prueba de ello es su magnífico El pensamiento vivo de Séneca) y una de las lectoras más originales de Nietzsche que ha habido en Lengua hispana. Por eso y por muchas otras razones, las malas lenguas no son tan malas.

            Ahora que recuerdo (¿ven lo tramposa que es la memoria?), estoy haciendo una omisión. Eran cuatro las lecturas, estoy olvidando Arte y Poesía de Martin Heidegger. En uno de mis miedos e inseguridades de esa época, abandoné el curso antes de rematar con ésta última lectura.

            La maestra Silvia Durán Payán se destacó por ser una de las maestras con mayor erudición en temas de Estética y Teoría del Arte, en la Facultad. Discípula directa de toda una autoridad en dichos ámbitos, Adolfo Sánchez Vázquez (quien le dio la oportunidad de ser maestras a toda una generación de jóvenes egresadas del Colegio, como Silvia, María Noel Lapoujade y Juliana González), se caracterizó siempre por la deferencia y generosidad de ofrecernos a sus alumnos espléndidas lecturas referentes de los clásicos en estas problemáticas, conviviendo en sus cursos con tratados contemporáneos sobre los mismos tópicos. Una maestra incansable en su constante revisión y actualización de sus proyectos, una amante erudita y gran lectora del cine -probablemente por “culpa” de ella llegué a tal nivel de obsesión que fui a la Cineteca Nacional, todos los días durante un año- y una fuente de orientación de nuestras inquietudes e intuiciones personales, al grado de abrir espacio pertinente para la discusión de temas varios, que derivó en programas completos de estudio y, posteriormente, de investigación, en torno a la relación entre Ética, Política y Estética.

            Decidí regresar, me formé con ella durante dos semestres en sus clases de Estética. Muchas de las intuiciones más importantes que siguen encardinando mis esfuerzos se generaron durante el proceso de su magisterio, horas que jamás creí tan importantes. Hoy me doy cuenta de que lo mucho o poco que sé de arte es gracias, en buena medida, al esfuerzo de Silvia. No sólo por haber tenido la gran deferencia de compartir sus enormes erudiciones, sino también porque me enseñó a aproximarme autónomamente a esta clase de referentes. Sin miedo, todo lo contrario, con mucha confianza.

            Una vez, en clase, tuvimos una amable polémica debida a mi ignorancia y prejuicio. Más arrogante de lo que sigo siendo, con la mano en la cintura, se me ocurrió afirmar que Kant era racista porque incitaba a castigar a los negros en Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. “Eso no lo dijo Kant, lo dijo Hume, Eduardo”. Tuvo a bien corregirme porque, efectivamente, había metido las cuatro. Mi referencia estaba equivocada. Había leído apresuradamente, lo suficiente como para no advertir que Kant estaba citando a David Hume. Paradójicamente, acabé haciendo mi tesis sobre Kant, asesorado por el adjunto de Silvia en ese entonces, mi maestro Rafael Ángel Gómez Choreño, usando como parte central de mi bibliografía dicho texto. No, para nada es coincidencia.

Silvia trabajó en muchos sitios como docente del área de Estética. Alguna vez oí decir de ella: “En esta Facultad nadie sabe tanto de arte como Silvia”. Fue parte de proyectos tan importantes como la estructuración, revisión y renovación de los programas de formación estética de instituciones como el CUEC y el INBA, entre muchos, incluyendo los planes de estudio de dichas escuelas, de las cuales también fue profesora. Raro y pequeño este mundo. A través de mi maestra Carmen Mastache conocí a mi maestra Emma Cecilia Delgado Hernández, quien fue alumna de Silvia durante su formación dancística.

Sin embargo, a mi maestra no le fue tan bien como merecía. Me consta cómo, de manera arbitraria, fue relegada y subvalorada durante la concepción de muchos proyectos del Colegio de Filosofía. No faltó la mezquindad. Fue hecha a un lado por varios de sus alumnos directos, cuyos procesos de formación académica y docente no habrían sido posibles sin la ayuda de Silvia. ¿Qué puedo decir?, humano demasiado humano.

Pienso en muchos momentos muy importantes que compartimos con ella, quienes nos consideramos humildes receptores de su magisterio. Cuando me pasa, acudo a sus libros -los que he podido conseguir- e, indefectiblemente, me doy cuenta de mis propias lagunas, opacidades y extravíos. Ese es el aliento de un maestro. Esa vida que a uno lo habita y encuentra cauce en las misiones de quienes decidimos seguirlo.

Silvia falleció víctima del cáncer de colón el 24 de junio del 2018. Tuve la oportunidad de encontrarla en dos ocasiones antes de su muerte, la presentación de un libro sobre Kant –escrito acerca de los temas que causó aquella polémica de aula- y saliendo de la facultad, desplazándose con el uso necesario de un bastón. Fue la última vez que nos encontramos.

Intenté hilvanar lo mejor posible, espero haberlo logrado. El recuerdo, resbaladizo resquicio instantáneo de la eternidad. Vida torpe y diletante, como el Eduardo de hace catorce años que conoció a Silvia Durán Payán.

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