Todo lo terrible requiere de nuestro amor
Rainer María Rilke
Quizá no haya forma de hablar de El camino porque es inconmensurable. El camino se lleva dentro y se descubre construyéndolo. Se advierte como sentido inconmensurable a través de sensaciones, semejantes a las de una carretera mal iluminada en medio de la noche. Supuestas pautas, breves claros de un destino tan sólo inferible, la necesidad aparentemente implicada en una manera de hablar tan escurridiza como la de la palabra “naturaleza”.
Esta última parece inagotable de sentido por su inconmensurabilidad. Nos permite una muy lábil forma de enunciar lo insospechado de nosotros mismos. Por ello, qué gran problema resulta hablar de orientación sin dejar de creer que se trata de represión. Una problemática racionalidad que puede ser violenta y mutilante en el peor de los casos, un sesgo de las potencias de la vida, cuyo flujo garantiza el nuestro, la integridad de este último.
La pretensión de orientar en el camino, cuando no hay la humildad de reconocer las propias potencias y erudiciones -los límites de nuestra experiencia-, puede constituir un distanciamiento de nosotros mismos, una ruptura de la continuidad del flujo de nuestra vida, la integridad inconmensurable del devenir vibrante de un cuerpo guiado por su habitación. Pretender orientar puede implicar escisión y olvido de nosotros mismos. Ello se manifiesta cuando nuestro cuerpo o nuestra sensación -comprendiéndola como sentir, el acto y reacción de una vida íntegra en su flujo padeciendo la materialidad de la habitación de nuestra sensibilidad- resulta sujeto por verticalidades opuestas al inconmensurable flujo vibratorio en el que su vida consiste. Ello da pie a una de las manifestaciones de su voz: el dolor (una de las manifestaciones de la diversidad de este último), el cual no orienta, tan sólo advierte la muerte hasta el consumo de lo que fluye y deviene, por lo particular del pathos de dicho sufrimiento. No se trata de un dolor elegido o aceptado, el cual también puede constituir placer, sino de una oposición al flujo de la vida: una restricción al movimiento en el cual consiste esta última y la conmina a su inercia, así como también manifiesta lo imposible que resulta su aniquilamiento. La vida se sigue manifestando en el dolor, incluso en lo aparente de su extinción. La vida se afirma ante la apariencia de la muerte y manifiesta lo inconmensurable de su potencia. Tal es el grito de un cuerpo que no quiere morir y que, por ello, busca la forma de materializar su deseo.
Adam es un joven islandés que se define a sí mismo como un ser condenado por un monstruoso apetito. Su cuerpo le demanda comer a otros cuerpos de su misma especie, seres semejantes en la intensidad vital implicada para la vida de los hombres. Me parece interesante preguntar: ¿será que lo atroz de comer a alguien de nuestra propia especie resulta del hecho de consumir un cuerpo con una manera semejante de vivir y, por lo tanto, de sentir y de posicionarse ante la vida? Lo atroz de acabar con las potencias de un cuerpo vivo capaz de amar, sufrir y pensar de manera semejante a nosotros, incluyendo a aquellos cuerpos que son seres queridos, personas de nuestro más profundo afecto. También parece entrañar dicha voluntad la posibilidad de acabar por consumir a las personas que amamos. En relación con esto último, también me pregunto: ¿de qué otras maneras consumimos a aquellos que más queremos?, ¿son más legítimas dichas maneras de consumo que la de la posibilidad de devorarlos?
El joven islandés no deja de sentir un tremendo conflicto por la manera desmedida en la cual tiene que salir a cazar para satisfacer su tremendo apetito. Su número de víctimas ha crecido de manera contundente y desproporcionada para él. Ha afinado sus herramientas y metodología: engaña a sus víctimas con motivos tan cotidianos como preguntarles por la hora del día y después forcejear brevemente con ellos para dormirlos con una alta dosis de cloroformo. Adam prosigue llevando los cuerpos en su auto a su departamento, después desmiembra y guarda los cadáveres en el refrigerador como si se tratara de cualquier alimento. De tal forma se hace de provisiones para su consumo personal.
No cabe duda de que se requiere una voluntad tremenda para llevar a cabo una acción como la anteriormente descrita, al igual que para hacer de ella una rutina cotidiana. Adam es un depredador que sale tras su presa para comer, sale a cazar a miembros de su misma especie. Ello le causa un enorme conflicto. La pregunta que me hago al respecto es: ¿por qué?
No me hago la pregunta para recibir la respuesta obvia que nos daría el posicionamiento moral más común y cotidiano ante el tema, y que defiende como una obviedad lo terrible de matar a un hombre, al igual que la brutalidad implicada en consumir a un ser vivo de la propia especie, especialmente en el caso de un ser humano. Podemos advertir lo somero de un argumento como el anterior, especialmente al asumir que matar en sí mismo es un acto “malo”, como si no supiéramos de la racionalidad y la necesidad de tal posibilidad en determinadas circunstancias, por ejemplo, la guerra o “simplemente” la defensa propia de la vida y su integridad. En relación con esto último, Adam podría argumentar que él mata para vivir con todo lo problemático de su circunstancia.
Hago la pregunta en relación con el conflicto de Adam porque la propuesta cinematográfica en la que dicho personaje está inscrito no nos ofrece mayor explicación que aquella que podemos inferir de la aparente obviedad del posicionamiento moral antes descrito. Ello no está en detrimento de la obra que estamos pensando, sino todo lo contrario. En esto, podemos inferir, se basa la importante reflexión que entraña el corto en relación con el origen del malestar de un cuerpo.
Adam decide volver a ser el animal de «hábitos normales» que era antes de darle rienda al deseo que lo convirtió en el depredador que es. Podemos inferir que, a raíz de seguir a su deseo y complacerlo, ha dejado de comer cualquier alimento que no sea carne humana. Nuestro protagonista intenta volver a comer alimentos de una dieta cotidiana, incluyendo carne animal (procesada y no procesada), vegetales, frutas, otros productos de origen animal, como lácteos y huevo, pan, dulces, todo ello en una presentación apetecible. Como él mismo advierte, el resultado es el mismo: el joven caníbal acaba vomitando todo lo que come. Asume que su cuerpo se ha vuelto dependiente del consumo de carne humana. Sin embargo, a pesar de no lograr revertir el proceso que lo aflige, decide continuar con su vida cotidiana.
Para mala fortuna, Adam lo hace yendo a la escuela el día de su cumpleaños. Una de sus compañeras tiene en cuenta este dato y le lleva el que fuera alguna vez su pastel de chocolate favorito, como un detalle exclusivo para él. Vemos su rostro angustiado intentando rechazar el presente (trata de dar cuenta de que ha desayunado tarde y que no quiere comer nada más). Sin embargo, las convenciones sociales son poderosas y su compañera no quiere ser objeto de rechazo y desprecio; le insiste al joven caníbal que coma aunque sea un pequeño trozo del pastel. Vemos la angustia de padecer el malestar que tal convención social le produce a él en el gesto de probar bocado. Pero lo consigue e incluso logra sonreír a su compañera, como manera de corresponder con su amabilidad. La chica está complacida por la efectividad de su gesto. A pesar de ello, la máscara se cae en la intimidad, la siguiente toma es la de Adam vomitando en un retrete el pedazo de pastel que se le forzó a comer.
Nuestro protagonista hace un último esfuerzo, un camino intermedio entre el deseo que lo consume y los hábitos que constituyen nuestras convenciones alimenticias y morales como especie. Cuando hablo de un deseo que nos consume, me refiero a un deseo que llega hasta sus últimas consecuencias debido a su necesidad. Ello es lo que aflige a Adam: el que su particular deseo lo consuma al grado de que la represión del mismo genere en él un profundo malestar. Parece que es mayor la influencia del hábito, su convención social y moral en el malestar del joven caníbal, que propiamente su deseo. Es el conocimiento de su deseo, de su realización y efectos, lo que lo constriñe y lo margina, especialmente si atendemos que esto último lo saca de la cotidianidad de un hábito que es parte de la razón que lo aflige. Su malestar tiene que ver más con la mirada de los demás, con ese ojo vigilante que lo mantiene en lo inconfesable de su deseo, en la clandestinidad que implica, sin negar lo problemáticos que resultan el consumo y depredación necesarios para su satisfacción. Vemos en ello la inconmensurabilidad de lo que puede un cuerpo. Hay cuerpos que no podrían vivir así. Adam puede porque así de grande es la necesidad de su cuerpo, como si se tratara de un ente particular, de especial característica dentro de su propia especie, al grado de representar, dentro del marco de sus potencias, una amenaza para la misma o, por lo menos, para varios de sus integrantes.
Habiéndome permitido la anterior digresión, retomo la decisión de Adam que consiste en consumir carne cruda y muerta de animales no humanos. Es interesante pensar en qué tan viva o, mejor dicho, recientemente muerta debía estar la carne de sus presas para satisfacer su apetito. Al parecer no representaba gran problema, tomando en cuenta que él se daba el tiempo de seccionar la carne de sus víctimas, al igual que empaquetarla para su refrigeración y posterior consumo. Recordemos que su conflicto tiene que ver con la desaprobación que siente encima -a pesar de su secreto- por parte de la moral social en relación con su práctica del canibalismo. Pareciera ser una opción viable el consumir una carne diferente en condiciones semejantes a la cual él recurría. Sin embargo, no funcionó. La frustración de Adam es patente y representa un dolor tremendo, un fracaso enorme por la señal de irreversibilidad que significa el fallido intento. Nuevamente acaba por vomitar la carne cruda de animales no humanos que intenta comer.
El cuerpo de Adam empieza a manifestar su malestar. En realidad, su corporalidad es la materialización de ese malestar que lo habita. Vemos en ello una relación muy importante entre libertad y necesidad. Un psicoanalista, en este caso, quizá podría hablar de ello como una somatización. Sin embargo, ello implica no advertir la relación inconmensurable entre las potencias de un cuerpo (también inconmensurables) y nuestra libertad como manifestación de las mismas. ¿De qué manera podemos hacer a un lado el carácter epifenoménico de ambos elementos de dicha relación?
Adam empieza a materializar de manera más fehaciente su transformación. Su apariencia resulta la caída de una máscara social, la que construyó para ser parte del mundo con base en las convenciones sociales y morales que ahora lo afligen. Ello implica un proceso semejante al de la metamorfosis, al cual se ve sujeto por la tremenda angustia que le causa la culpa que siente por lo extremo de sus hábitos.
El joven caníbal concibe a los fenómenos visibles de su transformación como efectos de la desnutrición: la putrefacción de los dientes, el adelgazamiento de su piel, la constante comezón cutánea, la pérdida de las uñas y el cabello, y sus recurrentes desvanecimientos, capaces de provocar en él la pérdida del conocimiento. Él se ve así mismo como un cadáver viviente que ha comenzado a pudrirse. Efectivamente, está muriendo. Para él, se trata del castigo de Dios por la forma de vida que ha elegido al dejarse guiar por la satisfacción de su apetito y, por lo tanto, por su deseo.
Adam es convocado por un profesor debido a lo errático de su desempeño escolar, lo inestable de su actitud en el salón de clase y la creciente inconstancia académica que lo caracteriza. Una fragilización de su vida social que es parte de la caída de su máscara, cada vez más pesada e insostenible. El maestro está ante Adam, ante los restos de la máscara que queda. “Te vez terrible, muchacho”, le dice el docente, intentando hacer ver a su alumno lo que cree, como maestro, se trasluce en dicha desnudez. Un intento por orientar hacia sí mismo al joven caníbal, que inicia con dicho gesto de compasión. El muchacho se da cuenta de que no tiene nada que perder, no puede seguir ocultando lo que su condición evidencia de manera contundente. Conoce tan bien la gravedad de su situación, que hizo un cálculo matemático exacto, en proporción y correspondencia con su práctica del canibalismo. Tal era el ritmo con el cual estaba matando personas para comer que, en cuestión de meses -quizá de semanas-, habría acabado por comerse a toda la población de la llamada “Isla de hielo”. Adam iba a ser el último hombre de la especie extinta en dicho territorio y el primero de una nueva clase capaz de comprometerse con la satisfacción de su deseo.
Adam confiesa, le dice toda la verdad a su profesor, aceptando su ayuda para ser orientado. Declara que cada vez le importa muy poco la clase, la escuela y los efectos curriculares y académicos de su conducta y acciones. En lo único que piensa durante las clases cuando está ante el profesor impartiendo su materia (hombre de abundante y grasosa carne) es en lo delicioso que debe saber.
Es entonces que descubrimos lo aparente de la preocupación del profesor por el estado de su alumno. A pesar de lo angustiado que está Adam, de la evidencia en su cuerpo del terrible duelo que sufre, el profesor se ríe ante los escombros de una máscara derrotada por negarse a su deseo. El profesor subestima el dolor de su alumno, que se siente humillado y arremete contra él dándole pruebas vivas, inmediatas y de primera mano de lo irrefrenable de su apetito, el cual, después de días y semanas de un itinerario de represión, estalla en contra del profesor que acaba siendo devorado por su alumno. Pero lo vemos después padeciendo su culpa, conflictuado por lo que le hizo a su profesor y por el hábito que tanto había intentado abandonar, a costa de lo doloroso de su esfuerzo. Sufre su fracaso, padece la materialidad del arrepentimiento, se permite el dolor de quien decide sufrir dos veces, lo cual manifiesta cierta sabiduría: la de la inconmensurabilidad de las potencias de un cuerpo.
Pienso en algo que algunas tradiciones orientales, en relación con las formas de vida de Occidente, llaman: “El camino de la mano izquierda”. Desde estas tradiciones, más de un practicante concibe a la falta de obstáculo del devenir como la inevitabilidad de las cosas y, ante tal necesidad, se evidencia necesario el cuidado de sí mismo implicado en el simplemente estar, como habitación del presente y suficiente ascetismo. En cambio, nosotros, de este lado del mundo, tan comprometidos con el control -con todo y lo aparente de dicho velo de Maia-, tenemos la opción del camino de la mano izquierda ante dicha problematicidad: en tanto que todo es autoconocimiento, podemos dejarnos conducir por la necesidad de nuestro deseo. Atender la ley del deseo como otra forma de sólo estar y simplemente contemplar, es decir, de ver sin obstáculos.
Parece que, en contra de dicha opción, está la represión culpigena y disciplinaria de Adam, comprometida con las convenciones morales y sociales de su entorno inmediato, que lo acabaron enfermando. Despreciar lo que somos es injusto porque es negarnos el amor que merecemos y nos mantiene vivos. Ello es despreciar la vida que merecemos, al igual que la abundancia de la misma.