Emmanuel Carrère y El Adversario

Jean-Claude Romand

“El arte es una larga confesión”

Friedrich Nietzsche según Juna Carlos Onetti

Alguna vez escuché decir que la única solución a la pregunta por el origen era el mito. La persona que lo decía consideraba que la teoría del Big-Bang tan sólo era una versión científica del Génesis. Había razones para sospecharlo, ya que el autor de la misma fue el astrofísico, matemático y sacerdote católico belga Georges Lemaître. Sin embargo, en el caso de la literatura y la vida de los hombres, ¿será que la única solución a la pregunta por las causas, entendidas como el origen de nuestras acciones, sea el mito?

Es advertible la semejanza entre el concepto ‘causa’ y ‘origen’. Sin embargo, difiero con aquel personaje que veía en el mito una solución o respuesta. Lo que sí me parece claro es que el mito, entendido sucintamente como narración,es una vía de problematización que, quizá, pueda permitirnos llegar a comprender nuestras acciones y los efectos de las mismas.

            Emmanuel Carrère es un escritor francés de la llamada autoficción que, evidentemente, comparte esta clase de inquietudes por la vida y la posibilidad de la verdad o, quizá de manera menos pretenciosa, lo que podría ser la comprensión de un concepto tan problemático, rígido y volátil como lo puede ser el de ‘realidad’. Un concepto que comparte una importancia crucial en el proceso que implica la significación de nuestras vidas, por remitir a la densidad ontológica de las mismas. Tanto el concepto como la palabra ‘realidad’ tienen un peso específico en la manera en la que podemos entender los fenómenos de la vida, desde los más cotidianos hasta los más extraordinarios.  Probablemente la cercanía de Carrère a la problematización anterior tenga una relación con la herencia de las viejas tradiciones cientificista del siglo XIX, resultado inmediato de la llamada Revolución Industrial. De ésta surgieron, justamente en Francia, corrientes teóricas como el positivismo de Comte, las cuales convivieron con la emergencia de fenómenos literarios como el Naturalismo y el Decadentismo. Se trata de una problematización del mundo de la cual la literatura en la lengua de Carrère, además de jamás haber sido ajena, fue protagónica. Por ello no resulta sorprendente la posibilidad de tal influencia, al igual que el hecho de que el origen de la vocación literaria de dicho escritor tenga una importante cercanía con su profesión de origen: el periodismo.

            Fue a través de este último que Carrère tuvo uno de los encuentros más importantes de su vida. Cubriendo una trágica notica, el joven periodista y novel escritor se encontró fascinado por su protagonista. Se trató del terrible caso de la familia Romand. Un incendio había cobrado la vida de los hijos y esposa del padre de la familia: Jean-Claude Romand. Este último pasó casi una semana en coma. Aparentemente, también había sido víctima del fuego. Sin embargo, acabaría siendo sospechoso del asesinato de su familia inmediata, incluyendo a sus padres, cuyos cadáveres fueron hallados en la casa de estos últimos.

Probablemente, aunque Carrère no acaba de enunciarlo (congruentemente con la problematización que lo llevó a su más preciada vocación y oficio), el papel central de la ficción en la estructuración de tan entramado evento fue lo que lo motivo a escribir acerca de Jean-Claude Romand, el Adversario.

Amistad

No estoy seguro de que la novela El adversario de Emmanuel Carrère sólo sea la narración vertebrada por la crónica de un crimen, que refleja la complejidad de nuestras formas de vida en un mundo tan intricado como el que hemos creado. Me parece que esa es sólo una de las tantas e importantes lecturas posibles que le podemos dar al universo que ha logrado desde las letras dicho escritor. Un legítimo posicionamiento ante lo complejo de la densidad ontológica de una vida revestida por más mundos posibles de los que creemos. Además de lo anterior, el trabajo en cuestión se presenta como el motivo de una importante reflexión acerca de la posibilidad de nuestros afectos y relaciones. Encontramos en el texto la posibilidad de pensar hondamente acerca de nuestros más cercanos e íntimos afectos.

Un ejemplo de lo anterior lo encuentro en la manera en que el autor francés medita acerca de la amistad entre Jean-Claude Romand y Luc Ladmiral. En dicha obra, el también periodista francés nos da cuenta de la complejidad de nuestra entraña, lo complicado del desafío de atender nuestro deseo ante estadios vitales tan comprometidos con valores y morales diversas, las cuales incluyen dinámicas de consumo y producción que, en más de una ocasión, pueden poner en conflicto algo tan importante como la posibilidad de la amistad y, por ello, la posibilidad de un fenómeno todavía más importante para nuestras vidas en común: la confianza.

Hay un momento que me parece de suma importancia en la obra que nos encuentra, donde Carrère se posiciona ante la amistad de Romand y Lamiral de una manera muy profunda: “Un amigo, un verdadero amigo, es también un testigo, alguien cuya mirada permite evaluar mejor la propia vida, y desde hace veinte años, sin desmayo ni grandes palabras, ambos habían cumplido esa función recíproca”. Un testigo es alguien que puede dar testimonio, en este caso, de la vida de aquél que Ladmiral consideraba una presencia muy importante en su vida. Irónicamente, Ladmiral fue un testigo en más de un sentido de la palabra, también lo fue como parte del proceso que intentó dar cuenta de los motivos que llevaron a Romand al crimen que cometió. No sólo, aparentemente, se desentrañó el porqué del crimen, independientemente de que lo definitivo de ello radico en saber en qué consistía la manera de vivir de Romand, también este último quedó desentrañado de su amigo, al llevarse la confianza de Ladmiral con su engaño.

No dejará de resultar complejo pensar en nuestros propios afectos. Siempre será un enigma el porqué elegimos la compañía de quienes son importantes para nosotros e incluso acabar de advertir porqué resulta tan relevante en nuestra vida la manera en la cual ellos se posicionan ante nuestra manera de vivir, lo cual incluyen nuestras decisiones, desde las más ínfimas y superficiales hasta las más complejas y trascendentales. Podemos hacer un montón de útiles racionalizaciones al respecto, las cuales pueden tener sentido o ser sólo maneras en las cuales podemos velar tal comprensión. Si es así, lo que llamamos engaño puede ser motivo de problematización. ¿En qué momento dejamos de recurrir a las apariencias para habitar al mundo? ¿Deja de ser ello posible o hay algún momento en el que nuestra máscara se fisura y nos mostramos tal y cómo somos? Por supuesto que hay tales momentos, sin embargo, si somos congruentes con nosotros mismos, probablemente esos momentos sean los menos en nuestra trayectoria vital.

 En ese sentido, nuestras relaciones, cercanas y lejanas, nos ubican, nos posicionan, no sólo ante nuestros afectos más cercanos sino también ante el mundo, incluyendo a los demás. En nuestros afectos está depositada mucha de la orientación de nuestra vida. Quizá por ello, resulta fácil caer en la trampa de las expectativas que depositamos en los demás. Quizá, esa sea la razón de no acabar de comprender que no necesariamente es lo mismo la inestimable confianza que los demás pueden depositar en uno o que uno le otorga a los demás que la satisfacción de nuestras expectativas. ¿Qué hay del deseo de los demás, especialmente de aquellos a quienes supuestamente queremos?, ¿no hay más justicia en la libertad de respetar sus decisiones, aunque éstas sean opuestas o contrarias a nuestro deseo? Parece que, con mucha facilidad, confundimos en nuestro querer a lo que podríamos pensar como un bien común, un biena compartir,con nuestros intereses privados. No niego la legitimidad de estos últimos, sin embargo, considero que no pueden estar por encima de la amistad y mucho menos de la confianza que ésta implica.

Justo por ello, la honestidad de esa confianza, como una apuesta por alguien y el cariño de dicha persona hacia nosotros, merece tener límites. Estos son necesarios para no quedar entramados en la confusión de la cual todos somos susceptibles, porque resulta más frecuente de lo que creemos la somnolencia que puede implicar el sujetarnos a nuestro deseo o el de los demás, cuando el dueño o los dueños del mismo no lo comprenden. ¿Quién mejor que uno mismo para hacer ese esfuerzo? Sólo uno puede comprender la propia querencia, intransferible y a veces opaca o en penumbras, en muchos momentos de nuestra vida.

Es desde aquí que puedo imaginar la dura prueba que para Luc significó la traición de uno de sus seres más cercanos. Un amigo puede ser mucho más importante que la propia familia. Esta última no necesariamente es la mejor aliada. Sabemos que una familia puede ser un crisol complejo de emociones, sentimientos y pasiones. En más de una ocasión, una familia no es ajena a las miserias, mezquindades e intereses privados, legítimos e ilegítimos, que caracterizan a la compleja vida que hemos construido.

Luc se encontró con una de tantas máscaras que el ser humano se pone para sobrevivir, para habitar la indigencia que nos es inextricable y que se acentúa ante nuestra angustia. Este hombre tuvo una experiencia onírica desconcertante. Un sueño en el cual, como lo afirman varios estudiosos del tema, se manifestó su angustia, al igual que su deseo: “A Luc se le pasó por la cabeza la idea que habría de obsesionarle más adelante, la de que en ese sueño Jean-Claude interpretaba un papel de doble, y de que afloraban a la luz temores que él experimentaba respecto a sí mismo: miedo de perder a los suyos, pero también de perderse él mismo, de descubrir que detrás de la fachada social no había nada.” 

En este momento del relato de Carrère me es difícil no confrontarme con una pregunta que me resulta tan compleja como importante: ¿cómo es que llegamos a ser amigos de alguien que, al final de cuentas, nos ha hecho daño? Desde lo perverso de la culpa puede surgir la pregunta: ¿cómo he cometido este error? Y, sin embargo, es advertible la franqueza del autor consigo mismo, en relación con su apuesta por la amistad como un fenómeno de suma importancia en nuestras vidas: “¿Qué sería una amistad que se dejase convencer de su error tan fácilmente?” Parece que, por más dolorosa que sea una traición, resulta más terrible dejar de confiar porque ello es dejar de creer en nuestro amor y, por lo tanto, dejar de creer en aquellos que queremos. A Luc le tocó la dura lección de darse cuenta de que, a pesar de su esfuerzo, su amistad con Jean-Claude sólo era posible desde la problemática ficción con la cual Romand habitó al mundo, con la cual terminó por destruir tanto su vida como todo lo que amaba. Es por ello comprensible que acabara la amistad, como si se tratará de una novela, con el punto final que fue el terrible desenlace de la tragedia que marcó a ambos hombres. Jean-Claude, en el afán de satisfacer el interés privado de sostener un modo de vida que acabó rebasándolo, utilizó a todos aquellos que depositaron su confianza en él para sostener su cada vez más pesada máscara.

Sin embargo, Carrère le hace un homenaje a Luc y a su amistad, y con ello un homenaje a la amistad misma, dejando patente lo importante que es la confianza en nuestra vida. Porque, al final de cuentas, probablemente la amistad sea la mejor apuesta en la apertura de mundos posibles,que resulta del juego de máscaras que constituye nuestro mundo.

A través del dolor se vela otro cuestionamiento más terrible e importante: ¿Qué es tan semejante a mí de esta persona que me ha hecho encontrarme con ella tan profundamente? Una amistad lo es porque constituye una intimidad, tal es la razón de la confianza. Sin embargo, cuando se cae la máscara ‒una inevitable necesidad de todos para sobrevivir y habitar una vida en la escena del mundo‒ ¿qué es lo que queda sino lo terrible de los hechos? Estos últimos, frecuentemente identificados con la realidad y la verdad. ¿Son pocas las mentiras que constituyen nuestra vida frente a los demás? En ese sentido, ¿cómo hablar de culpa cuando sería muy difícil tener la legitimidad de aventar la primera piedra, sin que esto no signifique que más de uno lo hemos hecho en la febril inercia del resguardo de nuestro entorno inmediato? Quizá tenemos la seguridad de hacerlo porque no se ha caído nuestra careta. Todavía nadie nos ha arrancado nuestra defensa de la intemperie a través del juicio fácil, del señalamiento irreflexivo que suele entrañar el escarnio como fenómeno de autoridad moral.

En el caso de una amistad fragmentada por la caída de una máscara, quizá lo difícil de aceptar es la evidencia de que, aquello que creíamos sin fisuras, sin intersticios, sólido ante la ilusión inerte de lo monolítico, cuenta con tales defectos aparentes, que quizá sería mejor pensar como fenómenos de nuestra vulnerabilidad. Nos duele reconocernos falibles y vulnerables. Nos duele la exposición que implica el reconocer que fuimos objeto de engaño porque ello desafía nuestra seguridad, nuestra pericia, nuestra capacidad de sabernos relacionar en la vida con los demás y realmente ser privilegiados con algo tan importante como una genuina amistad. Algo que puede ser más difícil de lo que creemos advertir (o de lo que queremos creer) a lo largo de los trayectos vitales que llevamos a cabo en la escena del mundo.

Cuando sufrimos una traición nos sentimos despojados de algo de lo que nos creíamos dignos: una amistad como resultado de un verdadero conocimiento de la vida y de los demás. Se pone en cuestión si somos los suficientemente dignos de un privilegio de este tipo. Emmanuel Carrère lo tiene claro cuando advierte la centralidad que puede llegar a tener un gran amigo en nuestras vidas.  Alguien quien, antes de la inevitable ruptura, nos era imprescindible en nuestro mundo y parte de lo que creíamos el sentido de la habitación del mismo: “el duelo de la confianza, la vida entera gangrenada por la mentira”.

Nos han mutilado al despojarnos de la confianza, hemos perdido una parte de nosotros. Alguien, parte de nuestras entrañas,nos ha herido tan profundamente que dicha herida se ha infectado y necrosado, al grado de que es necesario amputar la entraña herida y enferma del amigo que nos ha traicionado, y que con su ida se va con la confianza y el amor que le habíamos dedicado. Efectivamente, probablemente eso sea una traición.

Compasión

El autor francés declara algo semejante a una confesión. En este caso, algo semejante a una confesión profesional: “Es la carta más difícil que he tenido que redactar en mi vida”. Carrère se refiere a la carta que redactó para solicitar una entrevista con Jean-Claude Romand, el hombre capaz de cometer el crimen que motivo una de las obras más célebres de quien, hasta entonces, se dedicaba únicamente al periodismo. En un fragmento de la misma, el autor le da cuenta a Romand del porqué del especial interés en él y su caso:

Lo que usted ha hecho no es, a mi entender, la obra de un criminal ordinario, ni tampoco la de un loco, sino la de un hombre empujado hasta el fondo por fuerzas que le superan, y son esas fuerzas terribles las que yo desearía mostrar en acción.

     Sea cual sea su reacción a esta carta, le deseo, señor, mucho valor y le ruego que crea en mi muy profunda compasión.

En el pasaje anterior Emmanuel Carrère solicita algo más que una entrevista. Promete comprensión, y el favor de tal esfuerzo exige algo muy preciado por parte de muchos de nosotros: confianza. Me resulta inevitable preguntar: ¿puede confiar alguien que no halló mejor manera de vivir que traicionar la confianza de sus afectos más cercanos?, ¿qué es la confianza para un hombre que hizo del engaño una manera de vivir? Lo anterior parecería un juicio muy duro de mi parte, opuesto al muy importante esfuerzo de la comprensión que está en contra de la inmediatez del juicio fácil.

Sin embargo, en el caso de Romand, ante el hecho de verse rebasado por las consecuencias de sus decisiones, por estar vertebradas a través de la constante evasión de importantes hechos de su vida y la responsabilidad que implican como lo señala el propio Carrère, me cuesta trabajo no formular la pregunta anterior sin que parezca un juicio. Parece incongruente la postura anterior después de hablar de cómo ninguno de nosotros estamos exentos de estructurar nuestra vida a través de la ficción, entendida como la construcción de una máscara social. En el caso de Jean-Claude Romand, sus decisiones se advierten como una radical, extrema y egoísta exacerbación de lo anterior, al estar motivada por la angustia que en él se fue gestando por la incomprensión de su deseo. Encontramos en el libro de Carrère, el relato de un hombre sujeto al deseo de los demás de manera sumamente heterónoma. Un hombre sujeto a expectativas sociales, familiares y amorosas correspondientes con sostener un medio como fin en sí mismo: una forma de vida de la cual Jean-Claude Romand era capaz sólo a través del engaño, entendiéndolo como la grave traición de la confianza de las personas que, se supone, más quería. Ello fue lo que derivó en las terribles consecuencias de sus actos: el asesinato de su familia inmediata, incluyendo a sus padres, además de su mujer y sus hijos. Estamos hablando de un hombre arrastrado por su propia miseria. Una miseria que constituyó una pasión que lo condujo voluntariamente a tal atrocidad.

Sin embargo, estoy de acuerdo con Carrère en lo importante de la comprensión en este caso. Si bien es innegable lo problemático del actuar y sus consecuencias en el caso de Romand, lo que habría que comprender y no juzgar fácilmente es cómo alguien, cualquiera de nosotros, podría llegar a hacer algo semejante a lo terrible que llevó a cabo nuestro protagonista. Carrère lanzó al aire la moneda de la confianza y, a pesar de la dificultad de tal misión, el entonces principiante escritor no oculta el entusiasmo que significó para él dicha decisión: “Había escrito aquello por lo que me había convertido en escritor. Comenzaba a sentirme vivo”.

Probablemente si esta última declaración me parece una confesión (como aquella en la que Carrère declara lo difícil e importante de escribir la carta en la que le solicitaba a Romand una entrevista) se deba a mi propio moralismo. Habría que poner sobre la mesa el añejo problema de que, generalmente, la confesión, más que un motivo de comprensión,suele resultar un motivo de juicio y subsecuente castigo.

Sin embargo, Carrére (y lo digo sin afán de juzgarlo sino en un esfuerzo de comprensión) no es ajeno, como todo ser humano que convive con los demás, a su propio moralismo. La respuesta de Romand tardó dos años, lo cual es comprensible ante lo delicado del tema. El riesgo era mutuo: estaba comprometida la confianza de ambos, al igual que su futuro. En tal apuesta estaba invertida la búsqueda del sentido de la continuidad de dos vidas. En el caso de Carrère, estaba comprometida su vocación de escritor. En el caso de Romand, implicaba el riesgo de poner en manos equivocadas los detalles de un asunto tan terrible y delicado como lo es el crimen que cometió. El propio autor, en líneas y entre líneas, lo evidencia:

Que esta carta me estremeció sería decir poco. Sentí, dos años más tarde, como si me hubieran enganchado por la manga. Yo había cambiado, me creía lejos. Esta historia y sobre todo mi interés por ella más bien me repugnaban. Por otro lado, no iba a decirle que no, que ahora ya no deseaba conocerle. Solicité un permiso de visita. Me lo denegaron, por no ser familia, precisando que podría realizar otra tentativa después de que Romand compareciera ante la audiencia criminal de l’Ain, lo que estaba previsto para la primavera de 1996. Entretanto, quedaba el correo.

Es difícil que un crimen como el de Romand no cause un impacto en quien se entere de él. Se trató del acto de una magnitud existencial sumamente violenta. Fue el fin de un mundo, la caída estrepitosa de una escena, la de la máscara de Romand, cuyo colapso no dejó nada en pie porque no había cimiento alguno sobre el cual sostenerse. Lo que todo rompe ni a sí mismo puede sostenerse, el engaño y la traición de la confianza jamás podrán cimentar nada.

Así de terrible puede ser cuando el desdén por la confianza, esta última evidencia de la generosidad de los demás, apasiona a una vida al grado de someterla. Comprendo la repugnancia de Carrère, ésta tiene su legitimidad y por ello no la juzgo, incluso aunque nos acerque al juicio fácil de reducir a Romand a un monstruo. Para muchos de nosotros no dejaría de ser problemático el vernos atraídos por esta clase de escena, con sus correspondientes circunstancias y protagonistas. En ellas se manifiestan esas posibilidades de lo humano que, como diría Nietzsche, nos exigen mucho estómago para confrontarlas. Son un espejo de lo terribles que todos, sin excepción, podemos llegar a ser.

 Considero importante dejar mi moralismo a un lado para comprender mejor a Carrère ante lo intensas que pueden ser las experiencias de lo humano, especialmente las de este tipo. Hay un momento en el que Carrère evidencia un admirable esfuerzo de compasión que, independientemente de lo problemático de dicho fenómeno, es inestimable porque, como en todo fenómeno de compasión, manifiesta una sensibilidad capaz de vulnerarse para imaginar el dolor ajeno. En el coraje que implica tal posibilidad, yace también la oportunidad de adquirir una comprensión que convierta a la compasión en empatía como posibilidad de lo mejor de la condición humana. Carrère imagina las limitaciones materiales de Romand y hace un esfuerzo por igualar su situación a la de él. Se da cuenta de que su entrevistado tan sólo puede contestar sus cartas a mano, en un papel que Carrère describe como feo y cuadriculado, además de que el acceso a dicho material está limitado para Romand. Ello motiva a Carrére a dejar de escribirle en computadora. Este detalle que manifiesta una atención especial por la circunstancia de Romand lleva a Carrére a una profunda reflexión acerca de la relación entre nuestras formas de vida y las posibilidades de lo moral en la misma:  “Mi obsesión respecto a la desigualdad de nuestra situación, el miedo a herirle exhibiendo mi suerte de hombre libre, de marido y padre de familia feliz, de escritor estimado, la culpabilidad de no ser yo culpable, todo eso confirió a mis primeras cartas ese tono casi obsequioso cuyo eco él reprodujo fielmente.”

En el pasaje anterior, Carrère enuncia condiciones materiales que fueron centrales en el móvil del engaño que llevó a cabo Romand durante años ‒esto entendido especialmente desde el posicionamiento muy singular y problemático ante dichas condiciones por parte del propio Romand‒ que derivó en tan irremediables consecuencias. Carrère advierte la posibilidadde que la noticia de su fortuna material y existencial hiera a este hombre que perdió lo que el escritor conserva, a pesar de ser dicha pérdida el resultado de las acciones del primero. Advierte que sería injusta una ostentación de ello y que va en contra de la confianza en la atención que ha recibido por parte de Romand. Ello indica un esfuerzo de comprensión que deshabilita al castigo material como principio de autoridad moral.A este último podríamos enunciarlo de la siguiente manera: yo tengo porque no soy culpable y tú perdiste lo que tenías por ser culpable.

Probablemente, Romand en medio de la incomprensión de su pasión, al querer tener una forma de vida fuera de sus posibilidades (y que de hecho tendía a cierto privilegio en relación con la mayoría), adoleció la miserable pasión de sentirse culpable por no tener esa vida que los demás esperaban de él. Probablemente, Romand creyó durante años en tal forma de vida como si fuera unaexpectativa personal. Ésta última fue el motivo de su angustia por ser tan sólo un aparente sentido único de la vida que jamás correspondió con su querer. Su vida giró alrededor de lo que los demás esperaban. Nunca fue importante, ni si quiera para él, lo que realmente quería.

Probablemente, Romand, colapsado por la angustia de no poder continuar con su engaño, decide cometer el fin de su mundo. Su traición se había vuelto insostenible, sólo quedaba la vergüenza por haber mancillado la confianza de quienes lo querían. Probablemente, la sola idea del escarnio le resultaba insoportable. Romand había elegido satisfacer las expectativas de los demás para justificar la pertinencia de su existencia en el mundo y la única manera que encontró para hacerlo fue traicionándolos. Para Romand el futuro se había cerrado porque no sabía otra manera de vivir. Probablemente, para aquel hombre derrotado por la pasión miserable de la culpa otra manera de vivir era imposible.

Es importante advertir que Carrère no es ajeno a la sensación de esa culpa como él mismo manifiesta en la compasión que padece por su entrevistado. Una sensación que, tratando de ser más justo con el autor francés, me parece más cercana al remordimiento, entendidocomo una conciencia del sufrimiento del cual somos capaces, tanto llevándolo a cabo como padeciéndolo. Sin embargo, cuando Carrère verbaliza su sensación con la palabra culpa evidencia el condicionamiento heterónomo de la misma como elemento relacional posible de toda expectativa social. Lo común de dicha pasión encuentra a ambos hombres. Nuestra culpa, sueño de la razón, crea “monstruos”.

“Monstruos” que todos podemos ser, por lo cual, sería somero decir que lo anterior es una justificación de los crímenes de Romand, lo cual sería un juicio fácil. No hay manera de justificar lo terrible porque simplemente es terrible. Sin embargo, sí podemos hacer un esfuerzo de empatía, semejante al de Carrère, y, antes de juzgar con ligereza o con la ligereza a la que tienden nuestros juicios, ¿por qué no mejor hacer un esfuerzo por comprender qué nos podría llevar a lo terrible e irremediable en nuestras vidas? Quizá ello pueda permitirnos dejar de reducir a los demás en relación con sus errores y terribles decisiones, para dejar de creer que sólo son monstruos y no complejos seres humanos, tan complejos como nuestras vidas.

En ese sentido, el autor francés es congruente al desestimar a la justificación como un posicionamiento cercano al juicio fácil.El juicio fácil,por su inmediatez, busca justificar la culpabilidad o la inocencia. De tal manera, se abre, a través de la compasión, la posibilidad empática de la comprensión, más cercana a la prudencia y serenidad del juicio con elementos, un juicio mejor fundamentado. Aquello que estoicos y epicúreos consideraban el bien supremo: el juicio recto:“No existen sin duda treinta y seis mil maneras de dirigirse a alguien que ha matado a su mujer, a sus hijos y a sus padres y les ha sobrevivido. Pero retrospectivamente me percato de que enseguida le adulé adoptando aquella gravedad envarada y compasiva y viéndolo no como a alguien a quien le ha sucedido algo espantoso, el juguete infortunado de fuerzas demoníacas.” Justo en este pasaje advertimos cómo la culpa,como principio de control, se yergue como plataforma moral capaz de generar una supuesta autoridad. A través de su propia condescendencia, Carrère advierte la manifestación de tan problemática y supuesta superioridad.

Libertad

Jean-Claude Romand eligió satisfacer las expectativas que participan de la mirada crítica de quienes convivían con él. Sin embargo, probablemente no hay mirada más influyente e importante que la de aquellos que amamos, quizá por lo terrible que sería perder tanto su amor como su presencia en nuestras vidas. Por lo mucho que significamos para ellos, lo cual podemos llegar a interpretar a partir de su voluntad de seguir a nuestro lado, nuestros seres más queridos también son los que más esperan de nosotros. Tendemos a identificar su afecto en el hecho de ser las personas que más nos ofrecen su confianza, las más capaces de tal generosidad y, por lo tanto, las que más esperanza pueden llegar a tener en relación con nuestras vidas, decisiones y los resultados de estas últimas. Nuestros seres queridos son aquellas personas que, por su cercanía, suelen estar más atentos a nuestra forma de vivir y, por lo tanto, ante tales compromisos, son aquellos de los cuales estamos también más atentos. Atención que no necesariamente está enfocada en nosotros y nuestras necesidades sino, muchas veces, en la satisfacción de lo que esperan de nosotros, así como nosotros podemos llegar a esperar la satisfacción de nuestro deseo en el actuar de los demás, especialmente en el de aquellos que queremos.

En el olvido de sí mismo, en su abandono, Romand sólo tenía esa mirada a satisfacer, ni siquiera se tenía a sí mismo. No era capaz de afirmar, quizá ni siquiera de advertir, la posibilidad libertaria de su deseo. Todavía más lejana parece que era para él la posibilidad de ser comprendido. Parece que para Romand sólo existía el triste escenario de ser juzgado por aquellos que amaba, probablemente porque se juzgaba a sí mismo con implacable dureza y rigidez. Era su peor juez, quizá también su más cruel verdugo, condenándose a la obediencia de los otros. Paradójicamente, traicionar la confianza de estos últimos fue la manera que eligió para hacerlo. Por miedo al juicio de los demás, no fue capaz de corresponder con la misma confianza que le tenían sus seres queridos. Fue incapaz de ser honesto ante el miedo que le causaba la reacción consecuente de la decepción de los demás, que tanto esperaban de él. Romand traicionó a sus seres queridos para no traicionar sus expectativas. Hizo de sí mismo un medio, en lugar de un fin en sí mismo. Probablemente, para él, la traición de las expectativas de estos últimos habría sido la peor de las traiciones, paradójicamente, peor que la traición que estaba cometiendo, la cual, al final, acabó por ser una traición tan semejante y terrible como la que imaginaba Romand, si llegaba a decepcionar a sus seres queridos: la traición de aquellos que, generosamente, más confiaban en él porque más lo querían.

Esta es la clase de perversas racionalizaciones de las cuales somos capaces cuando nos sujetamos al deseo de los demás, en lugar de satisfacer el nuestro y, por lo tanto, asumir la responsabilidad de nosotros mismos. ¿Cuál es la raíz profunda de la anulación de sí mismo que llevo a cabo Romand?, ¿por qué tenía tanto miedo? Eso es algo que sólo él puede responder o, quizá, apenas atisbar. Romand era un hombre ciego porque la angustia hace lo que su nombre describe: angosta nuestra mirada.

Puedo imaginar a Romand negociando con sus seres queridos para satisfacer su deseo de amor y reconocimiento, dependiente de satisfacer las expectativas de los mismos. Sin embargo, su sujeción le era suficiente. Tal esclavitud le daba sentido a su vida, por lo cual se vuelve problemático pensar en el deseo de un hombre que llevó a cuestas tan pesada máscara social. Se trataba de un hombre poseedor de una vida privilegiada que, a través de la traición de la confianza de sus seres queridos, satisfacía lo que los demás esperaban de él. Romand era un presidiario de su propia voluntad antes de acabar siendo un presidario más en una cárcel francesa.

Una vez que lo peor había pasado, la reclusión fue el lugar de su alivio, donde ya no había nada más que perder. El agobiante peso de una vida insostenible, la máscara constituida por años a través de muy complejas y problemáticas decisiones, dejó de vencer su caminar. Quizá por ello decidió morir en la misma casa en la que también moriría su familia. Sintió que había llegado el fin de su mundo, ya no podía dar un peso más de tan pesada que era la pasión de su culpa. Ya no podía satisfacer las expectativas de nadie, había fracasado y, por lo tanto, su vida ya no tenía ningún sentido.

Quizá una de las razones por las cuales mató a sus seres más queridos: su esposa, sus padres y sus hijos, se debió a que veía en sus expectativas la causa de su pasión. Eso es lo peligroso de no advertir lo terrible de abandonarse, dejar de hacerse responsable de uno mismo, en un sentido profundo y no meramente pragmático. Romand, aunque fuera a través de la traición de la confianza, se había convertido en un padre de familia. Un padre proveedor tanto de lo básico como de privilegios. Sin embargo, jamás atendió su deseo, no acudió a él como si éste no importara.

Para la propia sorpresa de Romand, después de casi una semana en coma, estaba vivo. Imagino su sorpresa ante el hecho de no haber podido concretar la fuga de la vida que había elegido. Sin embargo, como se puede advertir en los fragmentos de la correspondencia que comparte Carrére con quienes hemos leído su libro, ante el hecho de que lo peor había pasado, ya no era tanto el agobio insoportable de una vida basada en el engaño.

Más adelante, en la soledad de la cárcel estaba resguardado y sin contacto con los demás. No estaba presente el ojo crítico que le atormentaba. Estaba lejos de aquellos ante los que se evidenciaba su incapacidad de poner límites a su influencia, como la haría un adulto en el sentido más profundo de la palabra. Vivía para los demás, no para sí mismo. Había sido una vida atravesada por la miseria de la culpa. Culpa alimentada por la incomprensión de Romand de su propio deseo.

Sin embargo, todavía esclavizado por su propia confusión, todavía sujeto a la angustia que era combustible de su culpa, sabía que no podría evadir lo que siempre había temido, su más grande miedo: el terrible juicio de sus decepcionados seres queridos. En ello está algo que puede llegar a unirnos a todos: el dolor de confrontarnos con aquellos a quienes traicionamos su confianza. Romand, ante sus seres más queridos, protagonizaría el juicio final de su mundo. Un juicio que, ante la grave magnitud de lo cometido, también contaría con el doloroso tránsito del escarnio social, el resto de las miradas que también nos acompañan, atienden y vigilan.

Sin embargo, ante lo evidente, Romand no tenía más que ocultar. Podría mostrase liberado de su máscara sin el peso de la misma: una vida que se tornó terrible por decidir el absurdo e imposible mandato de llenar el pozo sin fondo de las expectativas de los demás. Perversa voluntad que había surgido de él y de su angustia, quizá concebida como una misión, hasta llegar a lo terrible.

En la obra de Carrère encontramos las palabras de un hombre alienado, quizá en el sentido más radical de la palabra: “«Me preparo para este juicio […] como para una cita crucial: será la última con “ellos”, la última oportunidad de ser por fin yo mismo frente a “ellos” … Tengo el presentimiento de que, después, mi porvenir no durará mucho.»”.

Es duro sentir en las palabras anteriores cómo Romand ha clausurado su vida con la pérdida de lo que para él era el sentido de la misma. Es claro el latido de su angustia, se antoja en su última oración un chantaje suicida que apela al provenir, sin advertir que éste no es el futuro sino la apertura de la continuidad del presente. Algo que requiere, justamente, la voluntad de no esperar nada o esperar sin esperar. Un esfuerzo sumamente grave para todo ser humano ante su finitud. Romand no es capaz de advertir que ahora tiene una nueva vida que, igual que la anterior, no está exenta de dolor, errores y fracasos pero que, quizá, pueda llegar a ser menos miserable que la que tenía. Lo anterior podría ser si Romand quisiera continuar, respetando el hecho de que, en algún momento, decidiera lo contrario. Incluso, ante el enigma de la vida y el misterio de la muerte, a pesar de lo problemático que resulta el suicidio por pasión, en este caso, la culpa que lo angustia. Un problema con el cual nos ha confrontado, de manera muy especial, la sabiduría de la filosofía helenística, hallada en páginas como las del estoicismo.

Emmanuel Carrère vio en el juicio de Romand a un hombre frágil y cabizbajo. La imagen de un hombre ante el escarnio y su vergüenza. Un hombre común que el sensacionalismo había retratado como un monstruo.

A través de un fragmento de la correspondencia entre el periodista y aquel hombre en espera de juicio, Carrére nos comparte una impresión de Romand en relación con aquellos que asistieron a su juicio: “No se tiene todos los días la ocasión de ver la cara del diablo”. Sin embargo, siguiendo al propio Carrère, era el rostro de un hombre común semejante a cualquiera de nosotros. Un hombre cualquiera, como los que caminamos por el mundo. Humanos capaces de pasiones que, quizá, puedan llegar a ser semejantes a las de Romand. El día de aquel juicio final, probablemente más de uno fue a encontrar lo terrible que puede ser.

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