El arte de tener alas

“¡Cuán distintamente se comporta el hombre estoico ante las mismas desgracias,

instruido por la experiencia y autocontrolado a través de los conceptos!

Él, que sólo busca habitualmente sinceridad, verdad, emanciparse de los engaños

y protegerse de las incursiones seductoras, representa ahora, en la desgracia, como aquél, en la felicidad,

la obra maestra del fingimiento; no presenta un rostro humano, palpitante y expresivo, sino una especie de máscara de facciones dignas y proporcionadas; no grita y ni siquiera altera su voz; cuando todo un nublado descarga sobre él, se envuelve en su manto y se marcha caminando lentamente bajo la tormenta.”

Friedrich Nietzsche

La palabra angustia recibe su nombre de la palabra ‘angosto’y, por lo tanto, también tiene relación con la palabra ‘angostura’. Dicho sentimiento tiende a angostar nuestra mirada, limitar nuestra visión y, con ello, pareciera más estrecho el horizonte de nuestras vidas. La oscuridad, la tormenta y la oscuridad de la tormenta,además de adversidades, son experiencias sublimes que, en más de una ocasión, han servido como metáforas de la adversidad misma y del sentimiento de impotencia ante lo que sólo podemos advertir o creemos imposible,resultado y efecto de la ceguera aparente de la angustia.

Quizá no haya peor ceguera que la que nace en nuestra entraña, al no comprender su sensación. Una ceguera parcial capaz de esconderse en nuestra visión, a cuya aparente objetividad entronamos como referente de lo probable y lo posible. Estos últimos aspectos suelen ser los últimos que solemos cuestionar, quedando entrampados en la supuesta certeza del mundo como garantía de seguridad, realismo que vale la pena cuestionar si puede ser capaz de destruirnos.

De tal forma nos derrota la angustia. Sin embargo, si su influencia no se consuma con lo terrible de lo irremediable, puede implicar nuestro despertar como consecuencia del quiebre de nuestras cadenas: un aprendizaje a través del dolor y su derrota. Se trata de una experiencia sublime de lo común de la finitud de nuestros cuerpos. Por ello, caer, si bien es doloroso, es común e importante. En cambio, levantarse puede ser extraordinario. Por ello, vale la pena recordar que la palabra ‘derrota’ es sinónimo de ‘camino’.

Alberto Blanco es un reconocido poeta mexicano quien, además, tiene el importante mérito de haber traducido el Dhammapada, texto atribuido a Sidharta Gautama, Buda Shakyamuni o Buda histórico. Una obra fundamental para la comprensión y práctica del budismo. El autor capitalino nos ofrece un cuento que inicia con la presencia de unos seres especiales, depositarios de potencias creativas de carácter cósmico, en medio de la penumbra que ha ocasionado la tormenta. Ante dicho cielo insondable, se dificulta la visión del horizonte por parte de dichos personajes. Estos últimos son: los hacedores de pájaros. Ante tal dificultad toman una primera medida:“Los hacedores de pájaros se refugiaron en sus pensamientos y esperaron a que pasara la tormenta”.

La imagen que nos ofrece Blanco cuestiona la supuesta diferencia entre lo interior y lo exterior, entre el adentro y el afuera. Ambos fenómenos resultan dos materialidades complejas, distintas en cuanto a su densidad ontológica y, sin embargo, susceptibles de ser estructuras, fenómenos estructurales, estructurados y estructurantes. Si bien la tormenta como fenómeno material posee un nivel de influencia y determinación, el pensamiento permite un posicionamiento estructurante ante ella. En este caso, el pensamiento constituye un refugio e implica la acción que construye al mismo. No sólo la influencia de los fenómenos del mundo que vivimos puede condicionarnos y determinarnos, también nuestro pensamiento puede ser determinante al grado de generar condiciones capaces de constituir habitaciones del mundo y, por lo tanto, a estas últimas como fenómenos vitales. En este caso, un refugio de la tormenta como habitación de nosotros mismos ante la adversidad.

Los personajes de Blanco viven momentos difíciles. Un periodo de crisis que desafía su apatía ‒en el peor sentido de la palabra‒ al grado de que su hartazgo los llevó a la reflexión. Esta última, en tanto que fenómeno del pensamiento,como una acción profunda capaz de desmontar la imponente y violenta complejidad de la adversidad para, desde la serenidad, comprenderla y saber qué hacer sin que se imponga tan sublime magnitud. La escisión delcuerpo atravesado por la Noche de la angustia; la pasión triste con la cual el poder puede ser capaz de someternos.

Después de tres días de intensa lluvia, el cielo empezó a condensarse en un velo de luz cálida y agradable. Esta última se proyectaba en la tenue y amable lluvia que quedaba. De repente, dicha calma fue interrumpida por truenos distantes. El estruendo dio paso a la apertura de la frugal cortina de humedad del cielo. Se acababa de disipar la intensa oscuridad celeste que los personajes del cuento habitaron desde su serenidad. Fue entonces que ante ellos: “un enorme y bellísimo arco cubrió lentamente los ciento ochenta grados del horizonte, haciendo lucir en su comba siete colores nunca vistos: el violeta, el azul añil, el azul cielo, el verde, el amarillo, el anaranjado y el rojo”. Después de aquella borrasca, por primera vez los hacedores de pájaros veían la apertura del horizonte, el cielo y lo posible. Por primera vez, la circunferencia del mundo se vestía de arcoíris.

Maravillados por tal privilegio, los hacedores de pájaros decidieron hacer una nueva creación, una nueva criatura. Decidieron usar los colores del arcoíris para hacer una nueva ave. El hacedor de pájaros más anciano advirtió: “En realidad son mucho más que siete colores […] Si observan con mucho cuidado podrán distinguir una variedad inmensa de sutiles graduaciones entre un color y otro”. Vemos en tal agudeza la sabiduría que nos ofrece el mundo cuando aprovechamos su habitación y atendemos con profundidad a la misma. Ante nosotros se abre el sentido y en esa apertura de las posibilidades de la vida se evidencian infinitas las cosas y sus potencias.

Esa agudeza, tal sensibilidad, es la de un cuerpo llevando a cabo el esfuerzo de armonización y sintonía con la vida que hace del cuerpo un sensorio. Una sensibilidad más allá de lo limitante de la parcialización de nuestra sensibilidad sólo entendida a partir del funcionamiento de sus órganos. Se olvida que la armonización de nuestro cuerpo es un proceso de vinculación y articulación de la relación entre nuestros elementos, implicando la diversidad de sus materialidades y, por lo tanto, lo diverso de sus densidades ontológicas. Estas últimas tan diversa como los colores de un arcoíris. Recordemos que no sabemos lo que puede un cuerpo.

Nuestro cuerpo ante sus dificultades, por ejemplo, se convierte en uno sólo multifacético y colaborativo. Podemos llegar a ser multifacéticos y colaborativos con nosotros mismos y, quizá, también con los demás. El cuerpo atento se complementa a sí mismo. Por ello, podemos ir más allá de posicionamientos como los de Platón en el Fedón cuando, a través del personaje de un Sócrates que me resulta cada vez más cuestionable en la obra del tan privilegiado filósofo ático, afirma que con la vejez los ojos del cuerpo se debilitan mientras los del alma se fortalecen. No es así, todo el cuerpo se armoniza en el esfuerzo de nuestra atención a la vida. Activamos nuestras potencias para constituir nuestra integridad.No se trata de un fenómeno deficitario sino de un fenómeno de nuestra integridad, llevar a cabo nuestro despertar que significa nuestra plenitud.

¿Cuántos de nosotros capaces de la habitación de nuestras potencias, capaces de la habitación de nosotros mismos, nos hemos llegado a abandonar en algún momento de nuestra vida por no hacer dicho esfuerzo de comprensión? El anciano hacedor de pájaros no se lo permite y por eso, a pesar de su edad y de la fragilidad de su cuerpo, puede ver más que sus compañeros.

El proceso de generación de la nueva criatura se desarrolla óptimamente, hasta que surge un inconveniente: los hacedores de pájaros ya han usado todos los colores del arcoíris. Han proporcionado a los mismos selectivamente para cada parte del cuerpo de la nueva ave: “¿Qué color nos falta? […], ya hemos utilizado todos y no hallamos la solución a tan preciado enigma”. Nuevamente, el hacedor de pájaros más anciano da muestra de su pertinencia como cualidad de la sabiduría. Evidenciando su serenidad,“había guardado hasta ese momento un profundo silencio […] entrecerró los ojos y con voz profunda dijo:

            ‒Creo que tengo la solución […] Sólo podemos utilizar para la corona de nuestra creación un color que esté más allá del arcoíris […] habrá que verlo. Tenemos que ser capaces de dotar a nuestra obra maestra de un color supremo para que pueda armonizar. Cualquier otro color echaría a perder nuestro precioso invento”.

            El maestro expone la necesidad de una apertura que parece demandar el fenómeno de lo suprasensible. En este caso, parece tratarse de algo más humilde: el esfuerzo de atención del que hasta ahora hemos hablado. La apertura de nuestra sensibilidad a través del esfuerzo de sintonía y armonización de nosotros mismospara lograr la armonía de nuestras habitaciones del mundo, en este caso, la armonía del cuerpo nuevo que los hacedores de pájaros están creando.

Es necesaria la armonía de los cuerpos de los hacedores de pájaros para constituir cuerpo común y lograr a la nueva ave como fenómeno poético. Podemos inferir la necesidad de la experiencia estética de nosotros mismos: poetizarnos para poetizar al mundo; crear al mundo, para habitarlo.

Lo anterior implica ir más allá del cierre de sentido con el que puede comprometernos las apariencias del mundo que solemos llamar: normalidad o realidad. Datos de nuestra cotidianidad que por su positividad suelen imponérsenos como supuesta evidencia de lo posible y lo probable. Como ya he señalado, tal es el cierre de sentido de la vida capaz de producirnos la angustia suficiente como para encardinar nuestras vidas de manera sumamente problemática. La angustia, por lo tanto, es impertinencia y desatención. La pérdida del centro que constituye la poiesis de nuestra armonía y, por lo tanto, de nosotros mismos.

Tal cierre de sentido se manifiesta en nuestro compromiso con la positividad implicada en la parcelación de nuestro cuerpo, al reducirlo a sus órganos y las aparentes funciones de los mismos. Lo anterior, en contra de la noción de sensorio, esta última más tendiente a una concepción integral y armónica del cuerpo.

Prejuicio tan importantese evidencia de manera clara en el más joven de los hacedores de pájaros, probablemente por su inexperiencia. La atención que implica la habitación de la vida es un cultivo constante que requiere vivir. Se trata de vivir atentamente con toda la intensidad del caso. Sin embargo, siendo justo, la intensidad y experiencia de la vida es tan indeterminable como el nivel de comprensión de sus fenómenos del cual seamos capaces, en buena medida por su carácter intransferible. ¿Quién ha vivido y comprendido más, el hombre suizo de cien años que llevó a cabo la misma rutina todos los días de su vida adulta o el niño colombiano de nueve años que ya ha matado a diez adultos por dedicarse al sicariato? No me atrevo a contestar la pregunta.

 Sin embargo, ‒podemos inferir por su función diegética en el cuento‒ el joven hacedor de pájaros confía más en la positividad de los datos del mundo que en su sensación. En este caso, el joven hacedor confía más en lo que ve que en lo que siente: “¿Y cómo hemos de hallar ese color supremo? ‒preguntó el más pequeño‒ ni siquiera podemos imaginarlo…”

Y es que, justamente, el esfuerzo atento que puede implicar imaginar algo como parte de un proceso creativo demanda nuestra armonía:el compromiso integro con nosotros mismos y, por lo tanto, con nuestra sensación. Imaginar, de manera deliberada, creativa y atenta, puede demandar una habitación de nosotros mismos en la que los datos del mundo puedan ser distractores o impertinentes si no llevamos a cabo el autodominio de nuestra armonización para no acabar sujetos a la influencia de ciertos estímulos del mundo, lo cual puede implicar la constitución de una relación específica con los mismos sin necesariamente anularlos. Estamos ante las sofisticaciones de una poiesis que sólo puede lograrse viviendo, un arte de vivir.

No depende meramente de los ojos ver algo, ni mucho menos verlo con la plenitud de la atención. Es más importante la imaginación para ver con profundidad, ver más allá de la positividad del mundo que tiende al cierre del sentido de su habitación y vida del mismo. Imaginar con la atención de nuestra habitación puede prescindir tanto de los ojos como de otros órganos de nuestro cuerpo.

Son los prejuicios los que nos impiden ver. Los que incluso con su impertinencia pueden distraer y desarmonizar nuestros procesos imaginarios. Su influencia puede motivar perversas habitaciones de nuestro dolor como pasión de la incomprensión de nosotros mismos. Los prejuicios implican el peligro de cerrar el sentido de nuestras potencias como seres vivos, al obstaculizar la posibilidad de advertir su indeterminabilidad. Pueden ser resultado de circunstancias de indefensión como la infancia, epifenómenosdel prejuicio como violencias ilegítimas capaces de alejarnos de la posibilidad del autoconocimiento o incluso pereza ‒dicho esto sin prejuicio moral‒ como manifestación de nuestro miedo ‒no olvidemos la inducción a este último en más de un estadio de nuestra cultura‒ o de nuestra angustia, también manifiesta en fenómenos tan problemáticos como la culpa.

En contraste con el más pequeño hacedor de pájaros, el más viejo manifiesta plena confianza en su sensación:

    ‒Cuando aparezca [el color] habremos de reconocerlo de inmediato […] Mientras tanto sugiero que nos pongamos a cantar.

     Los hacedores se pusieron a cantar a los cuatro vientos en torno a su obra maestra hasta que las últimas nubes comenzaron a abrirse en el horizonte. Un rumor silencioso empezó a surgir del fondo del mar.

Es aquí cuando vemos cómo, con su sugerencia, el hacedor de pájaros más viejo invita a sus compañeros a hacer cuerpo común a través de la habitación de sí mismos que es el canto. Este último, un proceso de armonización que implica acudir a nosotros mismos, a nuestra sensación. Ir a nuestro encuentro al habitar la armonía de la música primigenia de nuestro aliento para armonizarnos. Vemos cómo el más viejo hacedor de pájaros vence la dificultad de la racionalización tendiente al prejuicio que podía implicar la postura del joven, dando como opción ante dicha incertidumbre la armonización a través del lenguaje corporal para pensar sin obstáculos. El pensamiento sin obstáculos que puede ser sentir desde la plenitud de la habitación de nuestra armonía, en lugar de privilegiar una argumentación sin referente experiencial como en el caso del joven. Este último, comprometido con una comunicación no tan integrada que nos remite al problema de los límites del lenguaje, su insuficiencia ante ciertos fenómenos y, por lo tanto, su condición de problema en relación con su pertinencia epistemológica ante la complejidad de ciertos fenómenos como, por ejemplo, los de la vida de un cuerpo.

Es innegable la importancia del lenguaje verbal y sus fenómenos escriturales ‒si no fuera el caso no estaría elaborando este trabajo. Considero importante pensar en su pertinencia y en su relación armónica con otras posibilidades del lenguaje como el corporal, por poner un ejemplo significativo.

El maestro, a través de su acción ‒su praxis‒ como habla de su cuerpo, enseña al pequeño hacedor de pájaros una vía para acercarse a los referentes experienciales que le faltan a través de su armonización, en lugar de fomentar su angustia con una discusión que puede llegar a rigidizarlo. Le da la posibilidad de armonizarse a través de la habitación de su cuerpo, la habitación de su sensación, la habitación de sí mismo, que es el canto.

A través de este proceso ritual se da un vínculo con la Naturaleza, una armonización con el todo, una relación cósmica entre el todo y sus partes. No deja de ser sugerente como siempre ha habido una relación entre determinados fenómenos rituales, sus performatividades en más de una cultura, y el establecimiento de dicha clase de vínculos con el cosmos: rituales para conjurar la sequía, para invocar la lluvia, para atraer la abundancia, a través de la danza y el canto.

La Naturaleza se manifiesta en lo que para los hacedores pájaros son los signos de un habla que constituye una respuesta del cosmos para concluir su labor, como lo advierte el hacedor de pájaros más viejo: “Es la señal que estamos esperando […] En efecto, detrás de la lluvia, apareció por vez primera el oro del sol con toda su majestad, con un poder nunca antes visto”.

Durante siglos, el sol ha sido parte fundamental de la comprensión de los ciclos de la vida de los seres humanos, al igual que uno de los centros fundamentales de su relación con el cosmos. Antes de que las energías eléctrica y nuclear nos determinaran de manera tan contundente, durante periodos históricos completos no dejamos de ser mamíferos que con la ausencia de luz tendían al sueño y con la presencia de la misma tendían al inicio de sus actividades. La luz solar organizaba los días, las rutinas, las actividades y los momentos precisos de las mismas. Por ello, en más de una cultura, el sol era referente de inteligencia, orden y ley. En la cultura griega, por lo mismo, era un símbolo geométrico que significaba: escala y proporción. Su esfericidad remitía a la constante de un movimiento con el menor desplazamiento posible, implicado en la trayectoria de una circunferencia. De todo esto es referente una figura como el dios solar de dicha cultura: Apolo, también dios de la música. El sol proporciona el calor necesario para un cuerpo vivo, dispuesto a la adaptación de su respectiva intemperie, independientemente de su condición mineral, animal o vegetal. En esa relación proporcionada, dicho cuerpo establece tanto sus actividades y dinámicas como el ritmo de las mismas. El fuego es símbolo de inteligencia, especialmente el solar por las razones ya planteadas, el fuego también encardina la cotidianidad.

 La semejanza del brillo del oro con la luz solar lo hace valioso para muchas culturas. En la alquimia el oro es la piedra filosofal, símbolo de la óptima transformación de la materia por ser portador de la luz divina de la inteligencia, la inteligencia como fenómeno divino y, por lo tanto, proyección de Dios en la belleza del mundo. Esta es la razón por la cual los satanistas tienen prohibido usar oro en sus indumentarias. Decían los latinos: “Omnia Sol Temperat”, “El sol todo lo ordena”.

En el sol se manifiesta una relación con el cosmos a través nuestra biología. Un vínculo entre nuestro cuerpo y su calor vital con el cosmos, a través de dicho astro tan importante; la posibilidad matérica y material de la habitación del cosmos como habitación de nosotros mismos en tanto que sensación; la aesthesis del calor de nuestro planeta como calor de nuestro cuerpo, el calor como habitación.

Lo tienen claro los hacedores de pájaros quienes, al unísono y con júbilo exclaman: “¡Es la sangre del sol el color que nos faltaba para la corona!” La luz del sol es fenómeno del cuerpo vivo: nuestra sangre cuya circulación produce calor. Aunque se refieran al cuerpo vivo del sol, a su sangre y a su vida, ¿podrían hablar desde tal metáfora de un cuerpo que no fuera el nuestro? Se trata de la vida del sol que nos habita cuando la habitamos porque está en nuestra sangre, es parte de nuestra vida en tanto que ordena y constituye su ritmo, escala y proporción, tal es el vínculo. Nuestra familiaridad con el cosmos se manifiesta en nuestra voluntad de hacer comunidad porque ésta es una habitación de lo común: el cosmos.

El cosmos ha respondido al llamado con el cual se le convocó a través de la armonía del canto. Éste ha respondido con el don del color de la sangre del sol. La armonía del hombre constituye su habitación del cosmos: es éste último a través de sí mismo como fenómeno de la ingente e inconmensurable Naturaleza: “El color supremo es la fuente de todos los demás colores. Sin su luz no hay arco iris [sic]. Podemos terminar ahora nuestra creación”.

En esta afirmación del más viejo hacedor de pájaros se manifiesta la importancia de la visión como comprensión y, por lo tanto, armonización de nosotros mismos: la compleja plenitud de la habitación de nuestro cuerpo. La luz del sol posibilita la visión en el mundo y, por lo tanto, la habitación de este último. Ello implica que nuestra comprensión consiste en la iluminación constituida por la armonía de habitarnos. Ser capaces de ver más allá de las apariencias, habitarlas a través de nuestra habitación del cosmos como habitación de nosotros mismos.

Los hacedores de pájaros, a través de su armonización, han alcanzado el color fundamental como habitación de su cuerpo, de sí mismos y de su sensación, el principio de la visión misma más allá del arcoíris, la comprensión más allá de la apariencia,para poder coronar la cabeza de su más reciente criatura: “Y fue así como el Xochiquetzal, animado por el oro del sol, despertó de su sueño ancestral”.

La luz del sol es calor de nuestro cuerpo y circulación de nuestra sangre. Nuestra armonía, con la cual le damos vida al artificio de nuestra poiesis. Animamos, damos alma con la cual moverse,a nuestra poesía. Ésta última es resultado de nuestra armonización. Por ello el Xochiquetzal vuela. En su alma yace la luz que posibilita la visión del cosmos: la Armonía desu vuelo habitado. El Xochiquetzal despierta a la vidacomo lo hace un cuerpo vivo. Su sueño era ancestral porque la Armonía es el todo inconmensurable: lo posible, lo probable, el cosmos y, por lo tanto, la Vida.El Xochiquetzal es eterno como Todo: Uno y lo Mismo. Lo común de la comunidad: la Armonía. Nuestra sabiduría es la Armonía invencible del cosmos.

La Noche del Futuro como noche del cuerpo

“El cazador es el que conoce los límites de la ritualización de los demás […]

El fundamento de la caza es el ritual del cazado.”

Antonio Escohotado

El mundo es un animal, un ser vivo que manifiesta en su complejidad lo ingente e inconmensurable de sus potencias vitales. Los estoicos creían en ello. Tal es la razón por la cual concebían la posibilidad de hablar de un alma del mundo como generadora del movimiento en el que se manifiesta dicha vida. Parece que, en la medida en que renunciamos a la investigación de nosotros mismos, perdemos nuestro centro. Paradójicamente, motivados por un impulso prospectivo manifiesto en metas y objetivos egoístas, hemos propiciado, a través del ejercicio de nuestra libertad, las terribles dificultades y adversidades de nuestras vidas en el mundo. Ello implica una relación inextricable entre dichos fenómenos y nuestras elecciones. Acontecimientos que evidencian nuestra deshabitación de la vida. La decisión de llevar a cabo una deshabitación del animal que es el mundo, cuya raíz es la deshabitación de nuestra animalidad.Esta última, a pesar de la irreversibilidad de nuestra condición humana, nos es inextricable y constitutiva. Ésta se manifiesta en los problemáticos fenómenos de nuestra voluntad, nuestra querencia, nuestro deseo.

            Alguien sumamente consciente de dicha miseria, al grado de llevar a cabo un profundo posicionamiento crítico ante la misma a través de atender los detalles de su época más normalizados y menos privilegiados por la observación de sus habitantes, fue Joseph Conrad. Dando seguimiento a lo material y concreto de su actualidad, manifiestos en fenómenos vitales obviados a pesar de la importante repercusión de los mismos en la vida del paisaje del mundoque habitó, el narrador logra llevar a cabo una de las mejores aportaciones de todo gran escritor: ampliar su biografía haciendo de la misma una biografía de su mundo. Llevar a cabo el intento de compartir la vida colectiva del cuerpo común que puede constituirse en la cotidianidad de la vida de nuestra especie.

Conrad cuenta con la guía más importante para llevar a cabo dicho objetivo: la claridad de que parte del desastre en el que probablemente acabe cifrándose el futuro radicará en la terrible negligencia de no comprender nuestros anhelos y, por lo tanto, la problematicidad de nuestra esperanza. Renunciaral cuidado de lo que deseamos como cuidado de nosotros mismos, evidenciando nuestra poca consciencia del altísimo riesgo de que nuestros deseos puedan hacerse realidad.

Con dicha contundencia, este espléndido escritor inaugura las portentosas imágenes de Una avanzada del progreso:

Pocos hombres son conscientes de que sus vidas, la propia esencia de su carácter, sus capacidades y sus audacias, son tan sólo expresión de su confianza en la seguridad de su ambiente. El valor, la compostura, la confianza; las emociones y los principios; todos los pensamientos grandes y pequeños no son del individuo, sino de la multitud: de la multitud que cree ciegamente en la fuerza irresistible de sus instituciones y de su moral, en el poder de su policía y de su opinión. Pero el contacto con el salvajismo puro y sin mitigar, con la naturaleza y el hombre primitivos provoca súbitas y profundas inquietudes en su corazón. A la sensación de estar aislado de la especie, a la clara percepción de la soledad de los propios pensamientos y sensaciones, a la negación de lo habitual, que es lo seguro, se añade la afirmación de lo inusual, que es lo peligroso: una intuición de cosas vagas, incontrolables y repulsivas, cuya perturbadora intrusión excita la imaginación y pone a prueba los civilizados nervios, tanto de los tontos como de los sabios.

    Si seguimos este último planteamiento de Conrad, ¿será que la civilización como proyecto normalizado a través de la noción de Progreso ha implicado el distanciamiento de nosotros mismos a través de la abstracción de nuestra sensibilidad, al anular la posibilidad de una relación de cuerpo a cuerpo o entre cuerpos de manera semejante a la que se da en la Naturaleza? Parece que dicha vulnerabilidad implica un extrañamiento de nosotros mismos y entre nosotros mismos como especie capaz de generar dicha distancia. La falta de esta última parece generar por sí misma una confrontación inspirada por el desconcierto ante la desnudez de una vida sin cultura. Una conciencia especial ante nuestra desprotección, en tanto que especie que, desde su nacimiento, requiere de una atención particular para su subsistencia.

¿Por qué vivimos juntos? ¿Qué es lo que realmente nos une? En sentido estricto, muchas veces podemos llegar a tener muy poco o nada en común con los demás, independientemente de lo obvio: la fragilidad de nuestros cuerpos. La brecha no sólo es entre los desconocidos sino también, en más ocasiones de las que creemos, dicha diferencia puede ser más grande con aquellos que nos han querido, nos vieron crecer y fueron parte constitutiva de nuestra trayectoria vital. Parece que vivimos juntos para creer que estamos unidos y que, por ello, siempre habrá alguien que sea capaz de considerarnos ante nuestra adversidad.

Pareciera que creemos que la garantía de tener a alguien a nuestro lado implica la posibilidad de ser sujetos de atención y de fenómenos tan importantes de la misma como lo son:  la empatía y la compasión. Sin embargo, ¿por qué tendría que ser así?, ¿qué obligación tendrían los demás conmigo? Lo anterior lo planteo pensando en lo difícil que ya es para uno mismo sobrevivir a la compleja vida que hemos constituido como para asumir la responsabilidad de los demás: la responsabilidad de hacerse cargo de uno mismo. Sin embargo, tampoco se puede negar que los demás nos importan. Nos importa lo que los demás piensen de nosotros y, en ese sentido, parece que no deja de haber en medio de dicha posibilidad la atención a la conveniencia que puede implicar la satisfacción de uno o más intereses privados de nuestra parte. La máscara social nos protege al ocultarnos, nos permite no quedar a la intemperie como es el caso de una vulnerabilidad observada y, por lo tanto, una soledad siempre constreñida a su indigencia. Quizá por ello, tendemos a creer que la soledad es desamparo, el olvido de la protección de ser parte, de ser como los demás, dignos de su atención y reconocimiento.

 Con lo anterior no anulo el hecho de que muchos de nosotros también seamos capaces de preocuparnos por la circunstancia de los demás, al grado de conmovernos y que dicha sensibilidad sea principio de importantes vínculos, incluso a pesar de nuestro desconocimiento. También es innegable el hecho de que, por diversas razones, tenemos una profunda estima por nuestros afectos. Aparentemente, nos queremos entre nosotros y, en ocasiones, llegamos a tener afectos más importantes entre personas lejanas o no familiares que entre integrantes de nuestra propia familia. Sin embargo, no deja de quedar fuera del horizonte la pregunta del porqué nuestro cariño por los demás no deja de responder a la expectativa de la satisfacción de intereses privados y la de nuestros anhelos egoístas, ¿qué tanto los demás nos importan en tanto que satisfacen nuestro deseo y son capaces de la aparente solución de nuestra demanda de reconocimiento ante la soledad de sentirnos vulnerables debido a la incertidumbre que nos pueden llegar a causar las emergencias del mundo?

Nos importa el juicio de gente que no conocemos, nos importa qué piensen de nosotros y nos vulnera su señalamiento. Lo anterior nos confronta con el aparente acuerdo al que llegamos con los demás. Pareciera que el mismo es el resultado de tener a los demás seres humanos como contrarios o adversarios, asumiendo además que un contrario o adversario puede ser también un juez. En más de un sentido, un adversario tiende a posicionarse desde una aparente superioridad moral, un horizonte provisional de sentido que aparentemente legitima su crítica. Parece que nuestra máscara social se constituye por miedo a la amenaza que significan los demás por no estar de acuerdo con ellos o llegar a discrepar. ¿Será que tenemos miedo a que nos abandonen al dejar de ser considerados por ellos dignos de su afecto por acabar enemistados mutuamente por no coincidir con ellos y, por ello, ser diferentes? Ello tampoco excluiría el aparente problema de convertirnos en una amenaza por no corresponder con la moral y los valores de los demás. Por lo tanto, dichos valores constituyen privilegios que se desprenden de la moral.

Conrad genera una atmósfera para constituir la escena de los tópicos anteriores a través de la desafiante fuerza de la Naturaleza y lo sublime de su experiencia que, por la inconmensurabilidad de su magnitud, escinde nuestra conciencia, colocándonos ante nuestra frágil y vulnerable finitud. Nos posiciona inmediatamente ante nuestras potencias y la finitud de las mismas: las potencias de nuestro cuerpo finito. Estamos ante la experiencia fundamental que ha encardinado nuestra presencia en el mundo y, por lo tanto, lo que podríamos llamar como parte de nuestra trayectoria vital ‒no sin problemas‒ el germen de nuestra historia. Una historia digna de ser puesta entre comillas y problematizada, susceptible de ser cuestionada ante el hecho de que su mero planteamiento siempre implicará la problemática voluntad del cierre del sentido de la vida de los hombres y la problemática definición de la pertinencia de nuestra especie.

El autor nos confronta con la promesa civilizatoria de la garantía de seguridad que nos ha llevado a constituir nuestras formas de vida. Nos confronta con el hecho de que la sujeción que llevamos a cabo entre nosotros responde al miedo que sentimos: la experiencia sublime y constitutiva de nuestra finitud. Somos seres que confiamos nuestra vida a la aparente regularidad del mundo, un apenas inferible orden indescifrable e indelimitable por su inconmensurabilidad, engendrando la imagen del control como supuesta aspiración a la correspondencia con dicha lógica aparente. Lo anterior, como si estos fenómenos no pudieran ser planteados y problematizados como derivados de la máscara social que hemos generado para sobrevivir y subsistir, el resultado de lo que podemos llamar: cultura. Se trata del ejercicio de nuestro artificio como construcción de nosotros mismos. Esta última problematización desafía a la noción de forma y el cierre de sentido que puede implicar su constitución. Sin embargo, en tanto que la forma es posible tiene su legitimidad como manifestación de nuestras potencias. Parece ser que su problematicidad tiene que ver con su pertinencia y, por lo tanto, el peligro de su imposición.

Sin embargo, ante lo indeterminable, lo incontrolable, lo incalculable, es poco lo que podemos hacer. La Naturaleza y su inconmensurabilidad desafían nuestras potencias y nos confronta con nuestra vulnerabilidad. Parece ser que la evasión de lo particular de su experiencia ha constituido un abandono y olvido de nosotros. Podemos inferir en ello la renuncia a una experiencia primigenia de la Naturaleza como experiencia de nosotros mismos en tanto que fenómeno constitutivo, su experiencia estética.

Con el abandono de la Naturaleza hemos dejado de habitarla y, con ello, hemos abandonado la habitación de nosotros mismos. Probablemente, sin esa comprensión hemos hecho distante buena parte de la habitación de nuestra animalidad. ¿En qué medida se podría renunciar a lo inextricable de nuestra animalidad en tanto que cuerpos vinculados desde nuestro origen con la Naturaleza en tanto que fenómenos de la misma? Se antoja irreversible dicha posibilidad. Es entonces que se abre una paradoja: al tratar de sobrevivir a través de nuestras máscaras sociales ‒ y quizá, por ello, habría que entender, en los términos de nuestra actualidad, a la civilización como: la gran máscara social del Progreso‒, hemos constituido habitaciones del mundo que tienden a nuestro abandono y olvido de nosotros mismos. Aparentes habitaciones de nuestro abandono, desterritorializaciones generadas a través de la represión de nuestros vínculos primigenios. La civilización como la estructuración de nuestra deshabitación.

Una deshabitación que nos aleja de la Naturaleza y, a través de dicha distancia, hemos generado el artificio y el arte para llevar a cabo una problemática dominación de la misma. A dicho fenómeno es al que hemos solido llamar: Progreso. El fenómeno que Conrad ha elegido para orientar su crítica al convertirlo en blanco de la misma.

¿Qué tan posible sería nuestra vida sin tal posibilidad de artificio? ¿No será que lo hemos constituido para sobrevivir a nosotros mismos y no sucumbir al peligro que somos por la incomprensión de nuestra animalidad y el distanciamiento de la misma que implica la consciencia como posibilidad de nuestra inteligencia? Esta última también puede implicar el retorcimiento de nuestro pensamiento a través de un posicionamiento perverso de nuestra voluntad, al grado de generar imaginaciones extravagantes alimentadas por la adolescencia de nuestro deseo de dominación que, en más de una ocasión, hemos sido incapaces de comprender y, en más de una ocasión, hemos tendido a juzgar al grado de una represión que acaba siendo punitiva, mutilante y, por ello, capaz de lo terrible.

Hablamos de la posibilidad de lo perverso de nuestro deseo ysus imaginaciones extravagantes. También su abandono y olvido constituye nuestra incomprensión, la facilidad de un juicio punitivo en su contra y, por lo tanto, la renuncia a la comprensión de nuestra animalidad inextricable: la inconmensurabilidad de las potencias de un cuerpo vivo manifiestas en su deseo, a pesar de su finitud.

Paradójicamente, nos hemos alejado tanto de nuestra animalidad que la inconmensurabilidad de sus potencias nos puede destruir. Necesitamos construir sus habitaciones para evitar ese peligro. Llevar a cabo un cuidado de nosotros mismos que siempre correrá el peligro de convertirse en parte constitutiva de la ilusión del poder.

Conrad tiene una importante consciencia de tal paradójica problematicidad. Adviertecríticamente lo que somos ante la problemática confianza de su tiempo en el proyecto civilizatorio del Progreso.En dicha actitud Conrad advierte la manifestación de una minoría de edad, lejos de la importante animalidad y potencia de lo infantil, cercana a la infantiloide embriaguez del poderoso:“Kayerts y Carlier caminaban del brazo, pegado el uno al otro, como hacen los niños en la oscuridad, los dos compartían la misma sensación de peligro, no del todo desagradable, que casi se sospecha es imaginario. Charlaban persistentemente en tono familiar”. Los dos protagonistas del relato de Conrad volvían a ser niños a través de la experiencia primaria de la oscuridad ante lo inconmensurable e indómito de la experiencia de la Naturaleza en la cual están inmersos. Una imagen metonímica de lo que ha sido el ser humano comprometido con el Progreso y lo que sigue siendo al estar abstraído por el abandono de sí mismo y el olvido que constituye la ilusión del poder,asumido como verdad. Un fenómeno de la incomprensión de nuestro deseo.

Paradójicamente, en la indigencia de estos hombres se evidencia lo peligrosos que son, tanto para los demás como para ellos mismos. Se evidencia el peligro que implica su dificultad para habitar la selva a la cual han llegado. Se trata de dos cuerpos sujetos a los hábitos que los han constituido durante su trayecto vital, las costumbres de las ciudades que el llamado Progreso ha erigido. Estos hombres han aprendido, cultivado y estructurado dependencias que los han constituido a través de su territorialización del llamado mundo civilizado que, a su vez, también ha territorializado su subjetividad. Han llegado a la selva de un horizonte colonizado, habitados por las imaginaciones generadas desde el privilegio y con las que se han comprometido desde tal posicionamiento vital. Parece inevitable que la primera impresión de dicho entorno, su primigenia experiencia estética, no les resulte confrontativa a los dueños de dicha clase de voluntad. Conrad evidencia el sentimiento de peligro, vulnerabilidad y amenaza en la regresión infantil de aquellos cuerpos escindidos por la sublime experiencia de la inconmensurable Naturaleza, en medio del enigma de la oscuridad de su noche.

Se trata de hombres que probablemente, ante la penumbra, no adviertan su propia soberbia sino la defensa de la supuesta legitimidad de su derecho de ordenar: “¡Hágase la luz!”. Estamos ante dos voluntades quese verán confrontadas con el peligro de ser conminados y derrotados por la Naturaleza. Ello, para tal clase de ambición, no es una opción. Ello sería lo imposible: el fracaso del Progreso. La sublime experiencia de la Naturaleza puede ser motivo suficiente para tal clase de voluntades para ejercer el poder en un territorio que se ha asumido como irracional y, por lo tanto, ajeno al derecho y a la ley. Ello es un ejemplo de la racionalización perversa de la que puede ser capaz el dueño de una imaginación extravagante. Con ella buscará justificar su barbarie: la detentación de un poder asumido como legítimo ejercicio por parte de un perverso gobierno de facto.Una aparente autoridad que implique ejercicios de dominación desde la incomprensión de nuestro deseo.

Desde una comprensión causal del mundo que asume al mismo como un mecanismo a partir del compromiso con cierta manera de entender a la razón y, por lo tanto, de entender lo racional y la racionalidad, los protagonistas del cuento de Conrad se asumen como regidores de una Naturaleza a su servicio que, a partir de dicha comprensión jerárquica, asumen indolentemente como proveedora, entre muchas cosas, de la fuerza de trabajo de los habitantes de la región que, desde la subordinación implicada en tal supuesta legitimidad, deben ser sus sirvientes. En ello consiste una supuesta legitimidad de la servidumbre: “¡Dejaremos que la vida pase plácidamente! Nos sentaremos y recogeremos el marfil que nos traigan los salvajes. ¡Este país, después de todo, tiene su lado bueno!” Estos dos empleados de una compañía encargada de la comercialización de marfil son el ejemplo de cómo sólo la servidumbre aspira a la llamada nobleza. Se trata de dos seres incapaces del dominio de sí mismos, al grado de llevar a cabo en nombre de su ambición la dominación de los más vulnerables. En ello consiste la evidencia de su debilidad y lo agudo de su dependencia a sus formas de vida como manifestación y ejercicio de poder. Por ello, todo rey es un hijo bastardo. Al fuerte le basta el dominio de sí mismo:

La sociedad, no por razones de ternura, sino debido a sus extrañas necesidades, había cuidado de los dos hombres, prohibiéndoles todo pensamiento independiente, toda iniciativa, toda desviación de la rutina; y se lo había prohibido bajo pena de muerte. Sólo podían seguir viviendo a condición de ser como máquinas. Y ahora, libres del cuidado alentador de los hombres con la pluma detrás de la oreja, de los hombres con galones dorados en los puños, eran como dos condenados a perpetuidad que, liberados después de muchos años, no saben qué hacer con su libertad. No sabían hacer funcionar sus facultades porque los dos, al no tener práctica, eran incapaces de pensar por sí mismos.

Vemos la vulnerabilidad que puede generar el hábito de la subordinación. Conrad evidencia el peligro de la supresión de la autonomía como ejercicio de mecanización de un cuerpo humano, sujeto a las prácticas de una forma de vida y sus dependencias. En este caso, la de aquella forma constituida por el sentido del Progreso y sus valores como moral civilizatoria, supeditada al cierre del sentido que sería la conquista y la dominación del futuro. Probablemente la más grande perversión del Progreso sea la dominación que significa el cierre del sentido del futuro, entendido como una manera de asegurarlo al suprimir toda contingencia. Ello implica convertirnos en máquinas: autómatas constreñidos a la rigidez metálica de un cuerpo esclerotizado por una vida eficiente, funcional, productiva y encardinada por el consumo.Una vida que haya logrado suprimir la emergencia, la contingencia, la posibilidad y que, por lo tanto, haga de lo probable un problema que corresponda con el cumplimiento ineludible de lo causalmente necesario y eficiente. Sin embargo, ¿puede ser la rigidez de tal constante y su falta de espontaneidad correspondiente y comparable con las potencias inconmensurables de la vida manifiesta en La Naturaleza y sus fenómenos? Me cuesta trabajo no pensar en dicha inercia como algo incapaz de ser llamado vida, en términos de la problemática plenitud que para muchos ésta significa.

La posibilidad como fenómeno de la espontaneidad tiene una estrecha relación con la creatividad y sus fenómenos, como ejercicios de un pensamiento autónomo capaz de la apertura del sentido que los dota de su carácter estructurante. Este último, cualidad de la imaginación. Ante la novedad de un paisaje y la adversidad que puede implicar, bien advierte Conrad, parece poco lo que puede hacer un cuerpo poco comprometido con las habilidades que le pueda proveer el ejercicio de su creatividad negada como ejercicio de nuestra libertad y, por lo tanto, su inventiva. Por más poder que se tenga, resulta una franca debilidad ante cualquier circunstancia dicha carencia.Se trata de una indigencia semejante a la indefensión de un niño. En este caso, dos seres infantiloides que pueden ser susceptibles de ser víctimas del ejercicio de su propio poder. La sublime magnitud de dicha confrontación inevitable se antoja abismal por su tendencia a la desproporción. El territorio incapaz de subordinar a estos hombres,como sucedía en sus ciudades de origen, constituye la trampa de la ilusión de su poder. La boca de lobo disfrazada de paraíso, en la cual ellos mismos son sus propios demonios. Seres sujetos a las flamas de su voluntad.

            Hay un momento sumamente significativo del relato de Conrad en el que, como parte de la crítica de la mecanización que pueden implicar los fenómenos civilizatorios del Progreso en su época, evidencia la dificultad de los seres humanos, en tanto que seres vivos, de convertirnos en máquinas. Conrad advierte la dificultad de suprimir las potencias de nuestra sensibilidad, el sentir de un cuerpo vivo pensante al estar comprometida su integridad en su experiencia estética. Vemos en tal ejemplo de Conrad como el pensamiento también es un fenómeno sensible y como nuestra sensibilidad también es pensamiento en tanto que parte estructural del fenómeno de nuestra consciencia.

Me permito una breve digresión y el recuerdo de alguien que se fue hace relativamente poco. El gran filósofo Antonio Escohotado alguna vez declaró que para él la palabra: ‘pensar’ era una manera espuria de hablar de la experiencia de ‘sentir’. En más de un sentido, ello me resulta una declaración sumamente importante. Sólo analíticamente podríamos establecer dicha diferencia. Es difícil no inferir que, en todo caso, sólo se trata de dos maneras de hablar del mismo fenómeno. Dos maneras de verbalizar nuestra sensación del cuerpo que constituyen dos posicionamientos ante nuestra sensación, si lo atendemos con la serenidad del caso, sumamente semejantes.

Conrad nos habla del hallazgo de varios libros y revistas en el lugar donde sus protagonistas se han instalado. En aquella accidentada biblioteca se encuentran relatos que los conmueven y emocionan, al punto de la alegría y el llanto. En dicho acervo destaca la presencia de Alexandre Dumas y Honoré de Balzac. Quizá, si hay alguna experiencia que evidencia la posibilidad del ejercicio autónomo de nuestra libertad sea la experiencia estética: el instante en el cual vivimos el arte y creamos el mundo. Nos volvemos poetas de las potencias de nuestro cuerpo. Somos capaces de una poética de nosotros mismos:

«Es un libro espléndido. No tenía idea de que hubiera tipos tan listos en el mundo.» También encontraron unos viejos números de un periódico de la metrópoli. Trataban de lo que se había dado en llamar “Nuestra expansión colonial” en un lenguaje altisonante. Hablaba abundantemente de los derechos y deberes de la civilización, de lo sagrado de la obra civilizadora, y ensalzaba los méritos de los hombres que iban por el mundo llevando la luz, la fe y el comercio hasta los más oscuros rincones de la tierra, Carlier y Kayerts lo leyeron, reflexionaron y comenzaron a pensar mejor de sí mismos.

Los protagonistas del cuento también encuentran ejemplos del discurso hegemónico de las instancias del Progreso. Se trata de textualidades apologéticas del proyecto supuestamente civilizatorio del Progreso, proyectado para la defensa de la supuesta legitimidad de tal empresa de dominación. Se encuentran con discursos que celebran emprendimientos semejantes al de ellos, lo cual los complace, aunque dicho reconocimiento implique el anonimato de ambos protagonistas. Se trata de la legitimación de una idea de civilización constituida por una serie de formas de vida con las que están comprometidas Naciones enteras que saben que en la posibilidad de dicha explotación consiste su problemática hegemonía.

Vemos cómo en tal discurso del dominador el anonimato de su ejercicio está comprometido con la reivindicación de la mayoría que tiende a ser masa, como mecanismo eficiente e impersonal de despersonalización. En tal comprensión, comprometida con la noción de Estado-Nación, podemos advertir la homogeneidad de una normalización alienante que, por un lado, hace un reconocimiento impersonal de los integrantes del proyecto y, por otro, acaba invisibilizándolos al reducirlos a elementos mensurables y cuantificables deuna serie de accidentes de la Historia. Un grupo de vidas ricas y complejas subsumidas para satisfacer la demanda de utilidad y eficiencia como sentido del consumo de sus cuerpos ofrendados y sacrificados al fantasma con las manos vacías del Futuro. Este último, promesa del Progreso.

Sin embargo, a pesar de lo anterior, tal reconocimiento parece indicar que más de uno está del lado de los protagonistas del cuento. La Mayoría está de su lado. Por ello dichos hombres tienen valor, esos hombres valen por ser útiles y, por lo tanto, eficientes. El problema es, como bien advierte Kant, que sólolo útil, en tanto que provisional, perecedero, intercambiable y desechable tiene valor y, por lo tanto, vale. En cambio, según el filósofo prusiano, los seres humanos no tenemos valor, no valemos, sino que tenemos dignidad y esta última es inalienable:“Carlier dijo una tarde moviendo una mano: ‒Dentro de cien años tal vez haya aquí una ciudad. Muelles, almacenes y barracas, y…y quizá salones de billar. La civilización, muchacho, la virtud y todo eso. ¡Y luego la gente se enterará de que los dos buenos tipos, Kayerts y Carlier, fueron los primeros hombres civilizados que vivieron en este lugar!” Estamos ante la lógica servil del alienado que se cree amo sin advertir su esclavitud, en dicho gesto se consuma esta última. Un ejemplo de la conciencia alienada que puede significar la servidumbre como identificación con el dispositivo.

Sin embargo, ello resulta en dicha diégesis un somero consuelo ante la densidad ontológica que constituye un cuerpo potencialmente acechado, atravesado por su indigencia y siempre dispuesto a la contingencia del mundo por su vulnerabilidad: “Los dos se dieron cuenta por primera vez de que vivían en unas condiciones en las que lo inusual podía ser peligroso, y no había poder alguno en la tierra, excepto ellos mismo, que se interpusiera entre los dos y lo inusitado. Se sintieron incómodos, entraron en casa y cargaron sus revólveres.” Es muy fácil olvidar nuestra indigencia, al instalarnos en las aparentes comodidades y ventajas que constituyen nuestras formas de vida y comprometernos con el cierre del sentido de la misma que tal decisión puede implicar. Fenómeno del cual habla la afirmación, casi una advertencia, que hace el joven Nietzsche en De verdad y mentira, en sentido extramoral: “Vivir es estar en peligro”.

Aquellos hombres que, como afirma Conrad, “Llevaban sirviendo a la causa del progreso más de dos años”, no eran capaces de habituarse. La adversidad los confrontaba con circunstancias que entrañaban otra comprensión de la vida, como era el caso de una impresión y aparente claridad que concebían en relación con aquellos lugareños con los que habían llegado a tener contacto: “nada hay más fácil para ciertos salvajes que el suicidio”. Podemos inferir en tal impresión por parte de nuestros protagonistas, además de ser un posicionamiento del propio Conrad, la creencia en que las personas de dicho entorno, más vinculadas con la Naturaleza, tienden más a la inmediatez y fugacidad de la vida como fenómeno de la animalidad de un cuerpo que no necesita de una compleja significación del peligro al estar naturalizado como experiencia de la finitud de nuestro cuerpo y, por lo tanto, como fenómeno de la vulnerabilidad del mismo. En tal posibilidad, quizá, podemos advertir una fortaleza ante la fragilización de nuestro carácter que puede significar la domesticación de nuestra animalidad. Vemos el complejo abismo de la dificultad de un muy improbable, por no decir imposible, regreso al estado salvaje, una reversión de la condición humana a nuestra animalidad, ante unas formas de vida comprometidas con su Progreso el cual nos cubre de capas sobre capas de fenómenos que constituyen y complican nuestras habitaciones del mundo, las cuales tienden al abandono de nosotros mismos.

La pregunta, entonces, sería: ¿Qué es una vida fácil?, ¿Podemos llamar de esa forma a una vida integrada por una serie de fenómenos que nos vuelven dependientes de la posibilidad de una vida productiva, eficiente y tendiente al consumo o a confrontar todas las dificultades y aparentes carencias de una vida somera y frugal?

Ambos son dos extremos que se antojan absolutos y no quisiera optar por ninguno de los dos para no caer en un moralista cierre de sentido. Sin embargo, habría que pensar qué es lo que está en juego entre dichas posibilidades en relación con la probabilidad entre ambas. La primera, más comprometida con el Progreso entendido como el avance en la complicación de nuestra vida constituida por las dependencias que la hacen eficiente y productiva, al grado de llegar a deshumanizarnos o, quizá, tendientes a superar nuestra humanidad como fenómeno físico y corporal. La segunda, más tendiente a la autonomía e independencia como posibilidades de la habitación y comprensión de los supuestos peligros que significan para muchos hombres supuestamente civilizados los fenómenos de la Naturaleza, pero con el problema nada menor de tender a la dificultad de un imposible y problemático regreso a nuestra animalidad, lo cual también implicaría el profundo conflicto de desmontar nuestra domesticación y rehabitar nuestra animalidad a partir de asumir y comprender al peligro como parte de nuestra vida.

Los dos escenarios anteriores resultan radicales: el primero por lo contundente y profundo de la subversión artificial que implica, el segundo por el asiento en nuestra raíz animal que puede llegar a implicar nuestro reencuentro en la Naturaleza a través de la revinculación con nuestra animalidad. Sin embargo, sería interesante pensar en lo siguiente: ¿Qué tanto son posibles estadios intermedios entre tales posibilidades? ¿Qué tanto los hemos ensayado? y ¿qué tanto hemos tenido éxito o fracaso en dichos intentos?

En términos de una supuesta civilización comprometida con el Progreso, como ya hemos visto en el pasaje del encuentro de los documentos periodísticos a los que nuestros personajes tienen acceso según la narración de Conrad, los poderes fácticos de los Imperios y Estados-Nación, a través de sus siervos, consideran que llegan a los lugares que colonizan para proveerlos de una mejor y más avanzada forma de vida. Subestiman las potencias de los colonizados, supuestamente bárbaros, capaces de llevar a cabo habitaciones de la Naturaleza. La supuesta inferioridad de dichos seres colonizados que, además, es el prejuicio que integra al problemático porqué de haber sido conquistados, se basa en la supuesta pasividad implicada en la falta de avance de dichas colectividades quienes, por tal supuesta incapacidad, siguen sujetos a la necesidad dehabitar a la Naturaleza quedando subsumidos por la misma, según la lógica del Progreso. Según dicho proyecto supuestamente civilizatorio, se trata de sociedades incapaces de superar el peligro que significa depender de la Naturaleza. Esto implica una supuesta sujeción a la contingencia de esta última, en contra de la seguridad y estaticidad que supuestamente garantizan las formas de vida que constituyen a la llamada civilización.

Lo anterior nos confronta con una cara de la discriminación,en el sentido más problemático de la palabra. Aquella que se basa en el planteamiento de una aparente inferioridad que supuestamente legitima al colonizador como autoridad capaz de tutelaje. Hablamos de la presunción del colonizador como supuesto mayor de edad que, por lo mismo, acaba siendo autorizado para formar al supuesto menor de edad: el colonizado, reduciéndolo a pupilo de su dominador.

Ello motiva una importante reflexión acerca de las pedagogías entendidas como procesos formativos y civilizatorios. ¿Qué tanto formar a alguien o tomar dicha misión en nuestras manos implica el peligro de propiciar el cierre del sentido de su vida? ¿Dicho peligro no implica la posibilidad de inducir al colonizado a su alienación como naturalización de su esclavitud? ¿No implicaría dicho proceso la consumación de la dominación por parte del colonizador como consumación de la heteronomía como territorialización de una subjetividad?

Se trata de un paternalismo que, desde los términos de la posibilidad de un ejercicio autónomo de la razón, se evidencia sumamente cuestionable. Especialmente si advertimos que la renuncia al ejercicio autónomo de la razón ha derivado en la dependencia al proyecto civilizatorio del Progreso, lo cual como hemos visto ha sido afirmado por el propio Conrad. Por lo mismo, se evidencia cuestionable la autoridad de quienes han sido formados desde el principio de sus trayectorias vitales a través del proyecto civilizatorio del Progreso. Podemos inferir la miseria que se evidencia en lo cuestionable del carácter libertario de dicha comprensión de la civilización, en tanto que se antoja cuestionable y problemática la independencia de sus integrantes y, por lo tanto, su manera de comprender la Libertad. Especialmente si confrontamos dichos elementos con los resultados de la praxis implicada en el ejercicio del aprovechamiento de las propias potencias vitales por parte de los supuestamente bárbaros e incivilizados que, a pesar de dicho prejuicio, han sido capaces de constituir sus habitaciones vitales con base en una relación lo suficientemente armónica con la Naturaleza.

Para no caer en el error de idealizar la anterior posibilidad y con ello provocar el compromiso con un posicionamiento que se presuma o tienda a entenderse como absoluto capaz de cierre del sentido,no hagamos a un lado el que todo proyecto humano tiende a su problematicidad debido a la falibilidad inextricable a nuestra finitud, especialmente en relación con la Naturaleza. Sin embargo, podemos distinguir posibilidades del ejercicio de nuestra libertad en todo emprendimiento de nuestra cultura, lo cual implica el discernimiento de nuestras formas de vida, incluyendo la advertencia y comprensión de lo óptimo o pauperizante de las mismas.

Un claro ejemplo de dicho contraste lo encontramos enun momento en el que los protagonistas del cuento se sienten vulnerables y azorados por el abandono de sus trabajadores. Kayerts, con la poca consciencia implicada en el fenómeno de la alienación, manifiesta la ilegítima violencia de su paternalismo como manifestación de su creencia en la inferioridad de aquellos que ha colonizado: “‒Casi no lo puedo creer ‒dijo Kayerts, lloroso‒. Les cuidábamos como si hubieran sido nuestros hijos”. Independientemente de lo problemática que ya por sí misma resulta esta afirmación, habría que preguntarse: ¿qué tan bien trata un hombre comprometido con el proyecto supuestamente civilizatorio del Progreso a sus hijos? ¿Realmente a los Colonizados de la historia se les ha tratado alguna vez con un afecto semejante al de un hijo? ¿Qué significa en dichos términos y desde tales posicionamientos ‒especialmente si los situamos en su correspondiente contexto histórico‒, tratar a alguien ‒especialmente a un colonizado‒ como a un hijo? Este cuestionamiento resulta particularmente significativo en el caso de Kayerts porque una de sus motivaciones para el emprendimiento comercial que lleva a cabo es el profundo amor que siente por su hija: Melie.

Estamos ante la interesante posibilidad de advertir cómo nuestros más profundos afectos acaban comprometidos con nuestras dinámicas de consumo y producción, además de acabar comprometidos con valores como la eficiencia y la seguridad como garantías de una vida supresora de la contingencia y tendiente a la supuesta estabilidad de la inercia. Parece que la posibilidad del acuerdo y la concordia como fenómenos de armonía, en tanto que principios, resultan distantes. Las posibilidades semejantes a estos últimos principios sólo serían posibles desde la consolidación de la imposición de las condiciones y formas de vida del colonizador.

Un ejemplo de tal condicionamiento lo encontramos cuando nuestros personajes descubren el porqué del aparente abandono de sus trabajadores. Al servicio de ambos hombres está un colonizado natural de la región: Makola. Éste aprendió a sobrevivir a través de dicha servidumbre, al grado de poder mantener a su familia, integrada por su mujer y sus hijos. Makola aprendió a llevar a cabo la contabilidad del lugar y a trabajar con los libros y cuadernos para ello. Aprendió a llevar a cabo los tratos del hombre blanco y la administración de los mismos, de la manera en la cual lo han constreñido sus amos.

Sin embargo, a pesar de lo anterior, Makola parece haberse equivocado, incluso a pesar de los resultados del trato. Los dos protagonistas del cuento no contaban con la aparente adversidad de la contingencia de su circunstancia ni mucho menos con que la rigidez de sus formas de negociación iba a constituir un obstáculo según sus expectativas, a pesar de haber enseñado bien a un conquistado a conducirse con su misma lógica: “‒No fue un trato corriente ‒dijo Makola‒. Trajeron el marfil y me lo dieron. Les dije que se llevaran lo que más les apeteciera de la factoría. Es un marfil estupendo. Ninguna estación tendrá colmillos como éstos. Los comerciantes necesitaban portadores y nuestros hombres no servían para nada. Ningún trato, ninguna entrada en los libros; todo correcto”.

Makola había obtenido excelentes ejemplares de colmillos de elefante sumamente valiosos, a cambio de la poco eficiente mano de obra de la empresa. Lo anterior, ante la situación relativamente precaria de la empresa desde la llegada a la misma de los dos protagonistas del cuento. Estos últimos, como parte de su misión, debían resolver dicho decaimiento. Makola, con base en lo que le habían enseñado y sujeto a las condiciones establecidas por el hombre blanco, hizo lo que consideró mejor para la empresa y consiguió buenos resultados que, podemos inferir, pueden constituir una excelente inversión para la empresa con muy buenos resultados en ventas y, por lo tanto, también en ganancias. Lo anterior se antoja un logro si tomamos en cuenta las circunstancias. Por lo menos lo sería si apreciáramos la contingencia y emergencia como dinámicas de la vida.

Sin embargo, a pesar del éxito de la explotación de la Naturaleza y del aniquilamiento de la magnitud sublime de la misma, los hombres blancos demuestran su ambición al indignarse con Makola. No querían ni perder ni apostar nada, querían todo, incluyendo su fuerza de trabajo que jamás se imaginaron perder, a pesar de lo precaria de su circunstancia. Para ellos, en tanto que dueños y amos, hacer negocio no debe contemplar riesgo, únicamente grosera explotación y, por lo tanto, sólo debe haber ganancia. No hay lugar para la contingencia y su desventaja, lo cual implica hacer la menor inversión sin importar su dificultad ante dicho escenario.

Los dos hombres habían llegado para dominar a la Naturaleza, para civilizar matando a la Vida que la constituye y, por ello, ésta última debe rendirse servilmente y no representar desventaja alguna. Ante la sublime magnitud de tan ingente adversidad, ¿no se antoja dicha voluntad, además de un despropósito, un inevitable motivo de profunda angustia? La absurda renuncia a la posibilidad de la comprensión de la lógica intrínseca de la materialidad concreta de su circunstancia por parte de estos dos hombres blancos resulta desconcertante para el propio Makola quien tan sólo hizo su trabajo: “‒Hice lo que más convenía a ustedes y a la Compañía ‒dijo Makola, imperturbable‒. ¿Por qué grita tanto? Mire ese colmillo”. El empleado había hecho un trato excelente correspondiendo con lo que le habían enseñado y, sin embargo, sus jefes no están satisfechos. Se evidencia la postura de ambos hombres ante las reglas de su propio juego, en tanto que integrantes del proyecto supuestamente civilizatorio del Progreso: Carlier y Kayerts siempre tienen que ganar y, para ello, todo el mundo tiene que perder. Tal es la economía, recordemos que la palabra economía, cuyas raíces son: oικoσy νoμoσ, significa: la ley de la casa. En este caso, la casa siempre gana y, para ello, todos tenemos que perder.

Después de aquel desencuentro, ambos hombres se sentían engañados y defraudados. Creían que todo aquello había sido un plan de Gobila, el sacerdote de la tribu que, con ayuda de Makola, se había llevado a los hombres, embriagados por el fuerte vino de palma que Makola les había ofrecido. Quizá pensando en la indefensión de sus perdidos trabajadores en el momento de su extravío, los protagonistas declaran: “‒La esclavitud es una cosa horrible ‒balbuceó Kayerts con voz quebrada. ‒Terrible, toda clase de sufrimientos ‒gruñó Carlier con convicción”. Sin embargo, más que pensar en la circunstancia de sus subordinados, parecía que pensaban en la indefensión y extravío que les causaba su propia servidumbre, comprometida con el problemático anhelo que entraña el supuesto proyecto civilizatorio del Progreso: “Nadie sabe lo que significa el sufrimiento o el sacrificio, excepto quizá las víctimas de la misteriosa intención de esas ilusiones”. Pensando en estos términos, parece evidenciarse la trampa del poder: la ilusión del futuro y la aparente seguridad del bienestar como fin de la contingencia y su incertidumbre, el cierre del sentido de nuestras vidas.

¿Con que clase de despropósitos estamos y seguiremos comprometidos?, ¿es tan racional nuestra vida como se nos ha hecho creer o, justamente, hemos renunciado a varias de las más importantes posibilidades de la razón para permitir la sinrazón implicada en la incomprensión de nuestro deseo?

Parece que lo anterior se evidencia en los males que el proyecto supuestamente civilizatorio del Progreso ha llevado a los lugares que ha colonizado, haciendo cuestionable la mejoría que supuestamente significa la forma de vida que propone. Conrad, con una admirable comprensión de lo anterior para su época dada la atmósfera imperante de la misma, nos ofrece un escenario en el que queda claro lo problemático de nuestro deseo: si civilizarnos es humanizarnos, debemos estar alerta de si realmente queremos humanizarnos porque, muy probablemente, jamás dejaremos de ser humanos, demasiado humanos:

[…] los blancos, que habían traído mala gente al país. La mala gente se había ido, pero el miedo continuaba. El miedo siempre permanece. Un hombre puede destruir todo lo que hay en su interior, el amor, el odio, las creencias e incluso la duda; pero mientras se aferra a la vida no puede destruir el miedo; el miedo, sutil, indestructible y terrible, que invade todo su ser; que impregna sus pensamientos; que ronda en su corazón; que observa en sus labios la lucha del último aliento.

            En estas palabras de Conrad advertimos el posicionamiento del narrador ante la dolorosa herencia del Progreso en más de un territorio en el cual ha sido padecido o se sigue padeciendo, principalmente en el caso de los territorios de la subjetividad de quienes lo padecieron y lo seguimos padeciendo. El miedo es una experiencia constitutiva que no hay que juzgar, negar o reprender sino comprender porque, como bien lo señala nuestro autor, se trata de un impulso vital, una afirmación de la vida, en tanto que experiencia sublime de nuestra finitud constitutiva. Una habitación de nuestro dolor, su padecimiento y, por lo tanto, una habitación de nuestro cuerpo, nuestra sensación y de nosotros mismos. Una plenitud en la que puede consistir la experiencia de nuestra adversidad como fenómeno constitutivo.

¿No podría ser qué, ante lo terrible de nuestra historia, dicha experiencia sublime-terrorífica pueda ser subvertida al grado de convertirse en una potencia en tanto que manifestación de nuestro cuerpo y posicionamiento vital del mismo ante tal adversidad que implique nuestra sobrevivencia? Pueden dominarnos, sin embargo, en la vida de un cuerpo, en ese último aliento del que habla Conrad, mientras haya vida está presente la potencia invencible de esta última. Quizá sea lo más importante que haya que aprender de aquellos que saben realmente qué es la esclavitud, qué es ser sujeto de dominación y colonización, qué es ser colonizado y, por lo tanto, qué es ser sujeto de estigmatización y exterminio.

La situación en la región era sumamente difícil. La falta de recursos, incluyendo la comida, era notoria. Carlier consigue cazar un hipopótamo. Sin embargo, no puede capturar el cuerpo del animal a tiempo por falta de infraestructura y el cadáver se hunde en el río en el que fue cazado hasta desaparecer, probablemente alejado por la corriente del sitio en el que estaba. Después aparecerá flotando cerca de la aldea lidereada por el brujo Gobila, lo cual representó un hecho de gran fortuna para tal colectividad. Sin embargo, el posicionamiento y la reacción por parte de Carlier ante tal situación es particularmente llamativa y poco sorprendente por parte de uno de los ejecutores del Progreso: “Fue ocasión para una fiesta nacional, pero Carlier tuvo un ataque de rabia y dijo que era necesario exterminar a todos los negros para que el país fuera habitable”. Vemos como la dificultad para la obtención de recursos contempla la posibilidad del exterminio de los subordinados cuando representan un obstáculo para ello, evidenciándose la inferioridad que asume el colonizador sobre el colonizado. La explotación implicada en la dinámica consumo-producción hace pertinente a los cuerpos colonizados sólo en la medida en que son consumibles y explotables (podemos inferir que no sólo laboralmente) y, en esa medida, el consumo y la explotación llevados a cabo por ellos implica el peligro de su emancipación al ser capaces de propiedad y, por lo tanto, convertirse en propietarios. Ello les daría la suficiente paridad para dejar de ser subordinados, transformándose así en adversarios.

Estamos ante un caso semejante en una situación extrema. Sin embargo, lo significativo es lo imperante de dicha lógica y su emergencia en términos raciales y en relación con las condiciones materiales que han sido subsumidas por condiciones morales que aparentemente legitiman al poder. Sin embargo, dicha legitimidad se manifiesta cuestionable ante lo relativo, variable, circunstancial, emergente y contingente de las condiciones de poder, especialmente en condiciones tan volátiles. Conrad evidencia con ello lo arbitrario de la propiedad como principio de legitimidad del ejercicio del Poder. Se puede inferir que este último no es referente de Justicia y, por lo tanto, tampoco se puede asumir a la propiedad como principio de esta última. Por lo tanto, la condición de propietario como principio de legitimidad del poder implica ir en contra de la racionalidad de lo indeterminable e ingente de los fenómenos del mundo ‒además de no tomar en cuenta la inconmensurabilidad de la Naturaleza‒, yendo en contra de la supuesta racionalidad que se ha asumido como guía del Progreso como proyecto civilizatorio de la humanidad. Tan cuestionable oposición a la razón suele posibilitar la perversa detentación del poder, haciendo de este último un fenómeno siempre susceptible de abuso.

Con ello Conrad evidencia al absurdo como fenómeno que desafía a la aparente racionalidad que se nos ha impuesto como principio constitutivo de nuestra habitación del mundo, con la cual tendemos al abandono de la habitación de nuestras vidas. Justo eso es lo que podemos inferir en el pensamiento de Kayerts ante el momento contundente de la obra, signado por una particular adversidad que acaba derivando en lo terrible: “Estaba completamente obsesionado por la súbita percepción de que nada tenía sentido, de que en aquellos momentos tanto la vida como la muerte se habían convertido en algo igualmente difícil y terrible.” Dicho protagonista de la obra, a raíz de tal adversidad, había acabado en un duelo digno de análisis con su compañero. Ambos habían reservado en una caja fuerte los últimos quince terrones de azúcar de sus despensa y media botella de coñacen caso de enfermedad. Su dieta frugal consistía en café sin azúcar y arroz hervido. Tan insípida rutina alimenticia desesperó a los dos civilizados hombres, manifestando con ello su dependencia a una dinámica de consumo implicada en una forma de vida que los hacía dependientes de los productos específicos que también eran elementos de la misma al constituirla. Carlier, harto de dicha insatisfacción, confrontó a Kayerts para que le diera azúcar y coñac, principalmente un terrón de azúcar para su café. Quien diría que ante tal panorama en el que se evidencia la tensión entre nuestra necesidad y nuestro deseo se suscitaría el desenlace fatal de ambos hombres a manos de ellos mismos. Los dos misioneros de la civilización sucumbieron ante su propia fragilidad. Acabaron derrotados por la incomprensión de su deseo, lábil por estarsubsumido por la apetencia vuelta necesidad, a pesar de ser propietarios y, por lo tanto, supuestos hombres libres y legítimos dueños, autorizados para ejercer el poder. Kayerts, quizá sin poder advertir las consecuencias de su rigidez o su incapacidad de llevar a cabo una decisión más flexible, acaba matando a Carlier por un terrón de azúcar. He ahí el absurdo que evidencia Conrad de manera contundente:

Dio la vuelta a la galería mientras Kayerts permanecía sentado mirando el cuerpo. Makola volvió con las manos vacías, quedó sumido en sus pensamientos, luego entró tranquilamente en la habitación del muerto y salió con un revolver que enseñó a Kayerts. Kayerts cerró los ojos. Todo empezó a girar en torno suyo. La vida era ahora más difícil y más terrible que la muerte. Había matado a un hombre desarmado.

            ¿Cómo no dejar de cuestionar la racionalidad del Progreso que se supone representan estos hombres debido al compromiso con su civilización, manifiesto en los hábitos de consumo y producción que constituyen sus respectivas vidas? ¿Cómo es posible que el Progreso incluya tan terrible desenlace por parte de aquellos que representaban la promesa de una mejor forma de vida y que, además, trabajaban para ella? ¿De qué manera se manifestó aquí, pensando en términos de necesidad y deseo, la represión de estos últimos en lugar de su comprensión como fenómenos constitutivos implicados en nuestra animalidad? Este proceso de comprensión planteado con el fin de afirmar una humanidad en contra de su sesgo, mutilación y deshabitación,ante el peligro ‒en este caso siguiendo dicho desenlace‒ de la barbarie de su autodestrucción. ¿Han dejado de ser alguno de los cuestionamientos anteriores referentes de la problematicidad de muchos de nuestros fenómenos contemporáneos?

            Conrad lo dice bien, en lugar de hacerse la luz…:

Llegó la noche y Kayerts se sentó inmóvil en su sillón. Se sentía tranquilo, como si hubiera tomado una dosis de opio. La violencia de las emociones que había experimentado le producía una sensación de agotada serenidad. Había vivido en una corta tarde todas las profundidades del horror y de la desesperación y ahora había encontrado el reposo en la convicción de que la vida ya no tenía secretos para él: ¡ni tampoco la muerte! Se sentó junto al cadáver, pensando; pensaba intensamente, le sobrevenían nuevos pensamientos. Le parecía que se había desprendido de sí mismo por completo. Sus antiguos pensamientos, convicciones, gustos y antipatías, las cosas que respetaba y las que aborrecía se le presentaban ahora bajo su verdadera luz. Parecían despreciables e infantiles, falsas y ridículas. Se sentía a gusto con su nueva sabiduría, sentado junto al hombre que había matado. Discutía consigo mismo sobre todas las cosas que había bajo el cielo, con esa especie de extraviada lucidez propia de algunos lunáticos. De paso reflexionó que, de todos modos, el muerto era una bestia dañina; que diariamente se morían miles de personas, tal vez centenares de miles ‒¿quién podía saberlo?‒, y que en esa cantidad una muerte más no importaba; no tenía importancia, al menos para una criatura capaz de pensar. Él, Kayerts, era una criatura capaz de pensar. Hasta aquel momento de su vida había creído muchos absurdos, como el resto de la humanidad, formada por tontos; ¡pero ahora podía pensar! Se sentía en paz; conocía bien la filosofía más elevada. Luego intentó imaginarse muerto y a Carlier sentado en su sillón, contemplándole; y lo consiguió de tal forma que en pocos instantes ya no supo quien estaba muerto y quién estaba vivo. Esa extraordinaria conquista de su imaginación, sin embargo, le dejó estupefacto y tuvo que hacer un complicado y oportuno esfuerzo mental para salvarse a tiempo de convertirse en Carlier. Su corazón palpitó y sintió calor en todo su cuerpo pensando en el peligro pasado. ¡Carlier! ¡Qué cosa más bruta! Para tranquilizar sus excitados nervios ‒¡no era sorprendente que estuvieran así!‒ intentó silbar un poco. De pronto se quedó dormido o, al menos, creyó dormir; pero había niebla y alguien había silbado en aquella niebla.

En este largo y crucial pasaje de la obra de Conrad, con maestría el autor describe cómo la consciencia de un cuerpo escindido por la sublime experiencia de su finitud comienza a hacer una serie de racionalizaciones para sobrevivir, pasando también por la perversidad de imaginaciones extravagantes que intentan justificar lo terrible cuando se está ante ello como autor del acto o de los actos que lo han hecho posible. Conrad nos confronta con el dolor de haber llevado a cabo lo irreparable, lo cual puede implicar tanto el fenómeno del remordimiento como el de la culpa. Esta última consiste en la incomprensión y juicio narcisistas de creer que adoleciendo un dolor punitivo podemos reparar nuestro irreparable error, como si fuéramos Dioses que con nuestro sufrimiento fuéramos capaces de retroceder el tiempo. Hago esta diferencia porque el remordimiento tiene la legitimidad de manifestar una consciencia de lo terrible e irreparable que hemos hecho. Un fenómeno que el budismo llama: hrī, palabra en pali que suele traducirse como: remordimiento. La legitimidad de la culpa yace en que en ella se manifiesta lo que puede un cuerpo ante tales circunstancias. Sin embargo, como ya hemos explicado, implica el apego a la imposibilidad de nuestro deseo y suele ser un recurso de control por parte de las morales imperantes, ello hace de la culpa un fenómeno problemático.

Conrad narra la angustia de Kayerts, un cuerpo escindido ante un hecho que desafía la racionalidad de la forma de vida con la que se había comprometido, debido a que la misma, junto con sus dependencias implicadas, lo han llevado a tan terrible resultado y nefasta consecuencia. Quizá puede inferirse en tal dolor la advertencia de la sensación de Kayerts de ser esclavo del proyecto del Progreso. Una esclavitud debida a la irreflexividad implicada en la falta de autonomía que lo había reducido a dicha condición infantiloide para ser parte de su civilización de origen como ya nos había advertido Conrad. Kayerts experimenta el dolor de dicha consciencia, el dolor de ser consciente, lo que Hegel definía, en tanto que buen romántico, como: el desgarro de la penetración de la consciencia.Esta última intenta no desestructurarse y mantener su orden ante el padecimiento de su sublime finitud. Intenta su sobrevivencia en medio de su angustia, la noche del cuerpo. De ahí la racionalización y el intento del cuerpo de armonizarse manifiesto en el silbido. Un ejemplo que pone Freud en Inhibición, síntoma y angustia: el caminante que silva para sobrellevar la angustia que le produce caminar en medio de la oscuridad.

Sin embargo, tanta angustia puede ser demasiado desafío para la finitud de cualquier cuerpo vivo. La muerte no es cualquier evento, especialmente para aquél que, de cualquier forma, pudiera ser el autor de su emergencia. Basta con imaginarlo para padecer el sufrimiento de la imaginación misma de tal dolor. Si ya hay una sensación significativa en ello, ¿cómo será en el caso de quién lo vive? Siempre será más fácil inferirlo sin que alcance nuestra imaginación cuando uno ha tenidola fortuna de jamás haber experimentado algo semejante como es mi caso:“Se puso en pie, miró al cadáver y alzó los brazos dando un grito como el de un hombre que, al despertarse de un trance, se encuentra para siempre en una tumba”. Kayerts ha sido derrotado por la sublime experiencia de su finitud porque ha rebasado los legítimos límites de las potencias de su cuerpo. El cuerpo de Kayerts y lo que puede se han confrontado con una de las evidencias y accidentes más contundentes de la Contingencia que probablemente jamás podrá suprimir ni solucionar el Progreso: la muerte.

A la región llegó el Director Gerente de la Gran Compañía Civilizadora, “(ya sabemos que la civilización sigue al comercio) desembarcó el primero y sin detenerse dejó atrás al vapor. La niebla río abajo era cada vez más densa; arriba de la estación la campana sonaba incesante y bronca”, así describe el arribo de dicho personaje Joseph Conrad. Había llegado para dar cuenta de la circunstancia del negocio y sus encargados. Un control de daños con el fin de que continúen las funciones, procesos y objetivos de la Compañía, a partir de su informe y la evaluación de tal situación que derive en un posicionamiento posterior con su respectiva mejor solución. Sin embargo, la imagen que se encontraría sería la del discurso de un cuerpo que evidenciaba el fracaso estructural de una misión regida por una aparente racionalidad (una racionalidad sesgada e instrumentalizada) que había provocado lo terrible de la causalidad que defendía como manifestación del absurdo de los compromisos con nuestro deseo cuando es incomprendido, implicados en nuestras formas de vida. El Director Gerente de la Gran Compañía Civilizadora…:

Se quedó en pie y buscó afanosamente en sus bolsillos una navaja mientras miraba a Kayerts, que estaba colgado por una cuerda de cuero de la cruz. Evidentemente, había subido a la tumba, que era alta y estrecha, y después de atar el extremo de la correa al travesaño, se había dejado caer. Los dedos de sus pies estaban a sólo unas pulgadas de la tierra; sus brazos colgaban, tiesos; parecía estar rígidamente cuadrado en posición de firmes, pero con una mejilla de color púrpura juguetonamente posada sobre su hombro, Y, con indolencia, mostraba su hinchada lengua al Director Gerente.

Conrad describe la postura del cadáver ‒hallado en la tumba de Carlier‒ con la rigidez de un cuerpo obediente, semejante a un soldado o un militante. Pareciera el signo del condicionamiento de una forma de vida, una manera de vivir, en el cuerpo que la habitó. El habla de un cuerpo muerto manifiesto en las grafías que son las huellas de su trayecto vital. Finalmente, la gran burla correspondiente con el absurdo y sinsentido manifiestos en el despropósito de dicha misión y su terrible desenlace: Kayerts, como un niño, le saca la lengua al personaje último e incidental que representa tanto al Progreso como a la Civilización que lo ha generado y legitimado como cierre del sentido de nuestras vidas y manifestación de la incomprensión de nuestro deseo. Lo anterior, fenómenos inextricablemente comprometidos con nuestra responsabilidad y, por lo tanto, fenómenos de lo problemática que resulta nuestra Libertad, al igual que nuestra especie.

Poeta de sí mismo

“Busca un trabajo que ames

y no trabajarás ni un solo día de tu vida.”

Proverbio chino

Independientemente de las materialidades obvias que pueden advertir al cambio como manifestación del movimiento, no deja de serla comprensión del fenómeno del tiempo un problema de suma importancia. Spinoza advertía que la división del tiempo es un proceso imaginario que llevamos a cabo como un necesario acuerdo de nuestra cotidianidad. El anterior posicionamiento guarda cierta semejanza con el de Kant en relación con dicho tópico, si entendemos que el carácter trascendental del tiempo planteado por el filósofo prusiano no es incompatible con la emergencia de diversos imaginarios del mismo que implican su convención.

Tal semejanza en la comprensión del fenómeno del tiempo no implica que este último se reduzca a su convención. Sólo advierte la artificialidad a la que puede tender nuestra relación con él y, con ello, la posible poetización del mismo: su habitación manifiesta en nuestra capacidad constitutiva de generar densidades ontológicas estructurantes que constituyen nuestras habitaciones del mundo,en tanto que relación espacio-temporal.

Hay personas que trabajan y viven de noche y duermen de día. Hay gente que entra a trabajar en la tarde y que duerme por las mañanas. En mi caso, escribo estas líneas a las dos veinticinco de la mañana de un jueves. ¿Cuál será el tiempo de la satisfacción, la diversión, el juego y el placer? ¿Valdrá la pena contestar la pregunta si ello puede inhibir el acto libertario de aprovechar la oportunidad de su indeterminación?

Heinrich Böll es un escritor que demuestra su sabiduría a través de una economía de la palabra, especialmente si atendemos el significado etimológico de la palabra ‘economía’: “la ley de la casa”. Su escritura está dotada del equilibrio y sobriedad de la mesura, lo cual se refleja en la composición de sus imágenes. Este magnífico narrador posee un implacable oficio que le permite un sentido de la contundencia en la transmisión de sus mensajes.

Todo lo anterior son cualidades de uno de los cuentos de tan importante escritor que, por más obra menor que se le quiera considerar (así de grande es la literatura de Heinrich Böll), se trata de un ejemplo del magnífico fruto de la humildad, capaz de lograr al cosmos en una nuez. El resultado de una narrativa muy bien cuidada: pulcra, transparente y luminosa. Estas últimas, cualidades del paisaje que se proyecta en los espacios de dicho mundo.

El escritor logra la precisa musicalidad de la palabra cotidiana cuando está comprometida con la claridad de un pensamiento sublime. Fenómeno sumamente extraordinario que recuerda cuando Nietzsche criticaba a ciertos espíritus que oscurecen sus aguas para hacerlas parecer más profundas, Heinrich Böll es incapaz de dicha pirotecnia.

Algo va a pasar es un potente cuento breve que dice demasiado de nosotros mismos. Resulta imposible no encontramos en el protagonista aparentemente típico y simple que compone Böll: “Tiendo más, por naturaleza, al ocio y a la meditación que al trabajo, pero de vez en cuando los problemas económicos me obligan ‒pues la meditación proporciona tan pocos ingresos como el ocio‒ a aceptar lo que se llama un empleo.”

El narrador alemán nos ofrece un perfil muy especial del protagonista de su cuento. Se trata de un ser humano tendiente a los procesos imaginarios y, por lo tanto, estructurantes que implica el ocio como estadio atento a nosotros mismos. Una libertad sólo comprometida con nosotros capaz de propiciar la meditación como esfuerzo de contemplación. Una atención que implica una habitación del presente que, en su aparente transcurrir,suele constituir la habitación de nuestra sensación.

Esta última también manifiesta su discurrir. Se tratadel cuerpo que, para decirlo de manera analítica, se manifiesta en sus epifenómenos como signos de un lenguaje que sólo analíticamente podemos distinguir entre verbal y corporal: imágenes que se manifiestan en su actividad capaces de constituir imaginaciones e imaginarios. Lo anterior, por lo tanto, también implica comprender a nuestro pensamiento como posibilidad de tal clase de discurso y de lenguaje en tanto que habitación de nuestra sensación.

La meditación, en tanto que posicionamiento ante el mundo, contrasta en relación con el ritmo de los procesos instrumentales que solemos identificar con la relación: consumo-producción. Esta última suele estar comprometida con el futuro más que con el porvenir. Como más de una persona lo ha señalado, desde hace tiempo dicha relación ha encardinado la derrota del progreso. Sin embargo, creo que en ello no ha radicado la verdadera problematicidad de temas como la producción y el consumo, sino en la advertible pretensión del cierre de sentido que ha implicado como condicionante de la satisfacción de las necesidades vitales básicas a las que podemos acabar constreñidos, al grado de la reducción a las mismas de nuestros procesos vitales. Estos dejan de ser procesos constitutivos para acabar siendo procesos de consumo y producción. Es advertible cómo estamos ante un personaje cuya singularidad revela una oposición a la lógica de la identidad comprometida en designar al sujeto de una ciudad como un consumidor por ser capaz de producción.  

El anónimo personaje de Böll es un ser de especial particularidad que, podemos inferir, evita el trabajo o tiene una concepción especial del mismo opuesta a la sensibilidad de su carácter, aunque compatible con privilegiar lo constitutivo de su sensación a partir de su atención y advertencia. Quizá se trata de alguien que ha logrado vivir a partir de la satisfacción de su deseo, en la medida en que ello es compatible con la satisfacción de sus necesidades,aunque sólo pueda hacerlo de manera temporalo, quizá, se trate de alguien que halló una forma de evadir el trabajo, aunque ello sólo fuera de manera intermitente. Esa incógnita, paradójicamente, nutre al personaje de Böll al dotarlo de una condición intempestiva.

Se trata de un ser humano que, en más de un sentido, puede representar una dificultad para determinadas dinámicas cotidianas planteadas en la diégesis que podemos fácilmente relacionar con nuestra actualidad. Su particular presencia podría resultar disruptiva en su contexto por manifestar en sus condiciones la posibilidad de privilegiar la experiencia de lo lúdico y, por lo tanto, la creatividad que implica, en una diégesis tambiéncompuesta por la relevancia de la relación: consumo-producción. El protagonista del cuento entraña fenómenos que, generalmente, no son apreciados como un bien al desafiar una noción de utilidad correlativa a la relación recién señalada: consumo-producción.

Es sugerente pensar en tal parámetro y en la manera en la que entendemos a los bienes. Qué tanto estos últimos, desde dicha concepción, son comunes y, en tanto que no lo fueran, qué tanto se trataría, en lugar de bienes, de los satisfactores de intereses privados en los que se manifiesta una relación privada con nuestro deseo y nuestra necesidad. La clave que podría ayudarnos a comprender la complejidad del protagonista del cuento de Böll probablemente esté en la tensión entre nuestra necesidad y nuestro deseo.

Heinrich Böll propone un personaje capaz de la libertad de pensamiento que implica la claridad de la satisfacción de su deseo como fenómeno constitutivo de su carácter. Alguien capaz de la satisfacción de su placer al comprender a la mismacomo una necesidad. Estamos ante un ser que habita su sensación, el estadio de su cuerpo. El ocio y su subsecuente meditación implican una habitación del tiempo presente a la cual, de manera problemáticamente ordinaria, tendemos a renunciar. Hacemos de la importantísima habitación de nosotros mismos algo extraordinario y del abandono como olvido de nosotros mismos algo ordinario, a través de la renuncia al presente.Esta voluntad constituye la esclavitud de sujetarnos al ritmo de la prisa comprometida con el futuro, fantasma con las manos vacías advierte Wajdi Mouawad y promesa imposible del progreso. Tal es la escena cotidiana de mucha de nuestra angustia.

Sin embargo, la rebeldía del personaje del narrador alemán está velada en la clandestinidad de una máscara social. Eso le permite discernir en relación con su circunstancia y activar, a partir de la tensión entre su necesidad y deseo, una estrategia que posibilita y articula un arte de vivir que no abandona una poiesis de sí mismo, todo lo contrario, con esta última dicha labor está sumamente comprometida.

Nuestro personaje busca empleo en una fábrica que le resulta sumamente sospechosa por su pulcritud, además de la transparencia de su arquitectura por tratarse de una traslucida habitación formada por una estructura de cristal. En su primer encuentro con la empresa y como supuesta antesala a su prueba de ingreso laboral, se le ofrece un desayuno al igual que a los demás aspirantes al puesto solicitado. Sin embargo, el protagonista sospecha certeramente que aquello no es ningún preámbulo. El examen ya empezó y, en cada momento del encuentro con la institución a la que acude, él está siendo analizado.

El protagonista decide desayunar con mesura y frugalidad. Una contención que le permite aparentar una supuesta celeridad correspondiente con la prisa de ponerse en acción inmediatamente. La máscara de un hombre siempre listo, dispuesto y preparado.

Come los alimentos justos para aparentar satisfacción. Prescinde del consumo de alimentos como el pan tostado que puedan propiciar y relacionarse con la gordura ‒en especial la lentitud de esta última‒, la tendencia al sueño y la falta de energía que suele adquirir un cuerpo incontinente y mal alimentado. Un cuerpo indisciplinado que se manifiesta insaciable y, por lo tanto, incapaz de sujetarse a su necesidad. Un cuerpo incapaz de orden por tender al exceso de comida que, aunque paradójicamente lo pueda constituir alimentos sanos, finalmente acaban por propiciar la ineficiencia e improductividad de su dueño. Cuerpos incapaces de producción por su consumo indisciplinado. Sería interesante preguntar: ¿Quién decide en qué consiste la salud de un cuerpo sano? ¿Será que se nos ha impuesto el identificar a un cuerpo sano con un cuerpo eficiente?

Por otra parte, también se trata de una prueba para el gusto. Los alimentos para un cuerpo eficiente, entendiendo que la eficiencia es el parámetro de salud que se ha impuesto, deben ser los de la evidente preferencia por parte del sujeto apto para dicho empleo. Ello implica una problemática normalización del gusto y, por lo tanto, una sujeción de nuestra experiencia estética.

El protagonista es el primero en acabar los alimentos y el primero en acceder a la sala de pruebas donde será evaluado a través de un cuestionario escrito. Demuestra ser un cuerpo listo, dispuesto y preparado, realmente interesado en el puesto de trabajo y dotado con la energía y fortaleza suficientes para cumplir con sus compromisos puntualmente y de manera eficiente. Ello le permite también demostrar que su máscara social incluye la iniciativa y la búsqueda de ventaja como manifestaciones de orden y prolijidad: “estaba tan seguro de ser observado, que me comporté como lo hace un hombre de acción cuando cree que no lo observa nadie: saqué impacientemente la pluma del bolsillo, la destapé, me senté a la mesa más próxima y atraje hacia mí el cuestionario, como lo hacen las personas coléricas con las cuentas de los mesones”. Antes de obtener el empleo, nuestro personaje ya ha comenzado a trabajar.

Vale la pena atender las preguntas del cuestionario que se le hacen al personaje, no sólo porque Böll pone particular empeño en dicho momento de la composición de su cuento sino también por lo interesante del posicionamiento ante las mismas del personaje a través de sus respuestas: “Primera pregunta: ¿Le parece bien que las personas sólo tengan dos brazos, dos piernas, ojos y oídos?”. No deja de antojarse esta pregunta, más que capciosa o psicométrica, sumamente absurda en un sentido llano del adjetivo. Se cuestionan condiciones más allá de la voluntad de un cuerpo que, a su vez, plantean una disposición y captura del organismo en cuestión. La pregunta nos remite a las funciones del cuerpo, sus partes y, por lo tanto, a las dinámicas que las mismas constituyen.

Ante esta pregunta resulta revelador el posicionamiento del personaje de Böll: «Ni siquiera cuatro brazos, piernas y oídos bastarían a mi actividad. La dotación, en este aspecto, del hombre, es mezquina.» Nuestro personaje se pone la máscara social de un hombre dispuesto a un nivel de eficiencia superior a la de su cuerpo y tendiente a la mecanicidad. Un cuerpo capaz de transformarse en una máquina a través de la dinámica laboral impuesta, con las potencias suficientes para tal metamorfosis. Por cierto, hablando de esta última, es claro lo kafkiano del planteamiento de Böll, cualidad que no me parece una coincidencia en su caso.

Justo parecería que Böll estaba pensando en las varias patas de una cucaracha que resultarían del peligro de convertirse en una: “Segunda pregunta: ¿Cuántos teléfonos puede usted usar al mismo tiempo?” Resulta sumamente advertible la disposición a la explotación que implica la pregunta anterior. Se trata de una pregunta por la disposición del aspirante a condiciones extraordinarias, más allá de las posibilidades cotidianas y ordinarias de los cuerpos y las herramientas que puedan entrar en contacto y relación con él, haciendo de la herramienta una prótesis en tanto que extensión del cuerpo convertido en herramienta. Se trata de una instrumentalización que desafía las condiciones naturales de una anatomía y desafían de manera abusiva la importantísima capacidad de artificio del cuerpo humano.

Sin embargo, el personaje está dispuesto a constituir una máscara de sujeción para obtener un empleo que le permita satisfacer sus necesidades y, con ello, también poder atender su deseo: «Cuando sólo tengo siete teléfonos […] me impaciento; únicamente con nueve me siento satisfecho.» El personaje relaciona al placer con la explotación, da cuenta de una importante disposición al consumo de sí mismo que, además, vincula con su satisfacción. Nuestro personaje se evidencia como un cuerpo, no sólo sujetable, sino sometible que, además, es capaz de mantener la contención de su disciplinamiento en momentos de suma tensión y constante presión.

Esto último también puede ser un cuerpo deshabitado, un cuerpo capaz de abandonarse ante determinadas circunstancias: “Tercera pregunta: ¿Qué hace usted en sus días de asueto?” Esta pregunta parece tratar de detectar la tendencia al ocio y a la pereza del aspirante con el fin de advertir qué tan disciplinado y contenido es dicho cuerpo, al grado de ser un eficiente administrador de su tiempo capaz de sujetarse al mismo y ser productivo en tanto que consume su tiempo con dicho fin: «No conozco la palabra asueto. Después de cumplir los quince años, la borré de mi vocabulario, pues al principio fue la acción». Ésta última respuesta ‒cuya afirmación final es una clara referencia al inicio del Fausto de Goethe y a su abandonado protagonista consumido por la avidez de su ambición de erudición y el olvido de sí mismo que es el olvido del amor‒ consuma la máscara social: un cuerpo lo suficientemente abandonado, dócil y sujetable que es capaz de renunciar a la necesidad de su descanso y, por lo tanto, será sometido al cumplimiento de las expectativas de la producción de la fábrica que lo consumirá.

Con total estrategia y desde la soberanía de su libertad, el personaje de Böll ha generado la integración de una máscara social: un trabajador alienado, entendido como una máquina eficiente y productiva, dispuesta a su consumo por parte de la institución y, por lo tanto, totalmente desechable y sustituible en la medida en que lo deje de ser.

En cambio, desde la honestidad de quien habita su sensación,el protagonista del cuento es una máquina de guerra capaz de la libertad soberana de permitir su captura para satisfacer su deseo y no depender de su necesidad. Un cuerpo vivo comprometido con la satisfacción de su placer y, por lo tanto, con la habitación de su sensación: “Obtuve el puesto. Realmente ni siquiera los nueve teléfonos me resultaban suficientes. Gritaba por el micrófono: «Actúe usted inmediatamente» o «Haga usted algo». «Tiene que pasar algo.» «Ha pasado algo.» «Debería pasar algo.» Pero lo que más empleaba era la forma imperativa, pues parecía que le iba mejor al ambiente”.

El personaje sigue dando cuenta de cómo articula un lenguaje verbal como parte de su máscara, correspondiente con el disciplinamiento con el que ha permitido la aparente captura de su cuerpo para habitar a la institución, aunque, más que habitarla, la ha invadido. La conciencia que implica la claridad de su estrategia le permite preservar la propiedad de su pensamiento, entendido como habitación de su sensación,para seguir articulando su estadio de la convención social sin comprometer su sensación. Nuestro personajeestá atento al peligro de perder su cuerpo.

Nadie puede quitarnos nuestra sensación por su carácter intransferible. Sin embargo, tanto lo demás como los demás pueden influir para que nosotros les cedamos la habitación de nosotros mismos y sean capaces de colonizarnos, habitando espuriamente nuestra sensación por haberla abandonado a través de la escisión de fenómenos como el miedo, en los cuales se manifiesta la sublime experiencia de nuestra finitud. Tal es el peligro en estadios de indefensión tan importantes como el de la infancia: propiciar la fantasmal presencia de invasores que se manifiesten en nuestro posicionamiento como cuerpos vivos ante nuestra circunstancia y, por lo tanto, ante el mundo. Una dominación reflejada en materialidades concretas como nuestra postura corporal.

Se trata de condicionamientos invasivos generados heterónomamente que han propiciado el abandono de nuestro cuerpo, nuestra sensación, al haber sido inducidos a dicha voluntad por parte de los otros que, a través de tal abandono,consuman su dominación. Acabamos haciendo de estos últimos los fantasmas de nuestra casa al renunciar a nuestro hogar, motivados por la incomprensión de nosotros mismos.

El cuidado de sí mismo ante dicha posibilidad es el que lleva a cabo el personaje de Böll, a través de la máscara social que ha constituido.

Me parece importante detenerme en un punto que toqué de manera muy rápida anteriormente. La captura del dispositivo también es una captura del lenguaje, tanto como fenómeno verbal como fenómeno corporal. Como lo advierte el propio protagonista del cuento desde el refugio de su máscara social, decide adoptar una manera de hablar. Una forma de posicionar su lenguaje verbal correspondiente con el posicionamiento de sí mismo que implica su lenguaje corporal,para generar un estadio en la institución que le permita habitarla e infiltrase en ella. Dicha máscara sería la de un cuerpo capturado que, por lo tanto, también habría sido condicionado heterónomamente para enunciar y hablar de su experiencia, su sensación, de determinada manera que establezca una relación específica con las materialidades concretas comprometidas con la eficiencia, consumo y producción de la institución entendida como dispositivo. La manera en la cual hablamos, verbal y corporalmente, y, por lo tanto, nos referimos al mundo genera una habitación o abandono del mismo, en tanto que habitación y abandono de nosotros mismos, porque es a través de la mediación de lenguaje, verbal y corporal, que establecemos la comprensión de nuestra relación como cuerpos vivos con las materialidades concretas que constituyen al mundo.

            La oscuridad del mundo es la entraña de lo aparente.Un espejo de lo invisible porque en ella no cabe mentira, vertebra las máscaras a través de su fuga de las mismas. Un cuerpo sutil, expansivo, amorfo, tendiente a la volatilidad. Es incapaz de contener, se trata de la inteligibilidad incapaz de signo. En ello radica su soberanía.

            El protagonista del cuento de Böll se confronta con la armonía aparente de un cuerpo disciplinado y eficiente. Un ser vivo y finito que ha comprometido sus potencias con el consumo-producción de la fábrica, al cual ha asumido como sentido de su vida. Podemos advertirlo en su esfuerzo por sustituir su ritmo vital por el de la normalizante cotidianidad de la institución a la que ha sujetado su cuerpo. Dicho sujeto ha desplazado su sensibilidad, su sensación, al deshabitarla y permitir con tal abandono la ocupación de su cuerpo por parte de los fantasmas de los demás, identificables con las expectativas e intereses de estos últimos. Un ser alienado, probablemente por la falta de una máscara protectora para su libertad:

El propio Wunsiedel era una de esas personas que en cuanto se despiertan, están dispuestas a hacer cosas: «Tengo que actuar», piensan, mientras se anudan enérgicamente el cinturón del albornoz. «Tengo que actuar», piensan mientras se afeitan y miran triunfalmente los pelos de la barba que quitan, juntamente con la espuma de jabón, de su maquinilla de afeitar: esos restos pilosos son las primeras víctimas de su afán de acción. Aun los actos más íntimos producen satisfacción a esa gente: el agua corre, se usa papel. Ha pasado algo. Se come pan, se rompe la cáscara del huevo.

A diferencia del protagonista del cuento, Wunsiedel tiene un nombre. El conocimiento de este último, el cual además es su apellido, manifiesta su vulnerabilidad. Contrasta con nuestro protagonista por la capacidad de secreto de este último, al grado de constituir una clandestinidad que lo convierte en una especie de ignoto para la misma diégesis. Así de efectiva es la máscara del protagonista: una máscara invisible, probablemente construida de la transparencia del ejercicio de su libertad, al grado de no ser advertible ni siquiera de manera aparente para el propio escritor del cuento, mucho menos para los personajes del mismo. Es notable la agudeza y alta capacidad creativa de Böll. Ha escrito la breve historia de una máscara invisible y su contraste con la finitud, indigencia y vulnerabilidad de un cuerpo capturado.

Un cuerpo que ha caído en la ilusión de creer que es libre por llevar a cabo su propia esclavitud. Un ser determinado por su acción como ejercicio de su libertad, lo cual se manifiesta en la constancia de su avidez,que no deja de antojarse convulsión generada por la inhibición que implica la contención de un disciplinamiento. Se trata de un ser humano que con la desnudez de su nombre ha sujetado sus potencias vitales al dispositivo.

Hay quien diría que dicho personaje vende su alma al consumo de la producción: “Cuando entraba en su despacho, saludaba a su secretaria exclamando: «Tiene que pasar algo.» Y ella contestaba con buen humor: «Algo va a pasar.» Después iba Wunsiedel de sección en sección lanzando su alegre: «Algo va a pasar.» Y yo también exclamaba gozosamente cuando entraba en mi oficina: «Algo va a pasar.»”

El gesto de Wunsiedel manifiesta la compulsión del consumo, el consumo de sus potencias vitales y, por lo tanto, dicho gasto tiene el sentido de llevar a cabo la producción. Siempre “tiene que pasar algo” y eso que pasa es el consumo del propio Wunsiedel para llevar a cabo la producción. Tal es la dinámica de la avidez que, al servir para algo por la sujeción a un aparente sentido, hace de Wunsiedel un órgano eficiente y productivo capaz de consumir. Un órgano del cuerpo de la institución. Dicha dinámica, por la apariencia de su sentido, jamás tiene fin o, por lo menos, un fin aparente o, en todo caso, un interés privado último. Se trata de un sinsentido, un absurdo que es peor que la falta de sentido porque esta última, por lo menos, puede abrir al mismo.

La libertad de esta apertura que, además, sería una apertura del porvenir, es opuesta al cierre de sentido del ritmo que a Wunsiedel lo ha capturado al permitirlo, porque se trata de un ritmo rígido que constituye a través de su disciplinada constancia una estaticidad monolítica que implica la esclerotización del cuerpo de Wunsidel por su tendencia a la inercia. Se trata de un cuerpo tendiente a su consumo por estar comprometido con el fin aparente y absurdo del sinsentido del futuro, propuesto por la rigidez de la lógica del progreso.

En contraste, el protagonista continúa habitando su máscara de la mejor forma posible: a través del juego:

Durante la primera semana, elevé a once el número de teléfonos empleados; durante la segunda, a trece y me entretenía mucho, cuando iba por la mañana en el tranvía, inventando nuevas formas de imperativo o en conjugar el verbo «pasar» en todos los tiempos, en todos los géneros, en el subjuntivo y en el indicativo; me pasé dos días repitiendo la misma frase, porque la encontré preciosa: «Tendría que haber pasado algo», y todos los días esta otra: «Esto no debería haber pasado.»

            El anónimo personaje aprovecha el juego como principio creativo. La invención desactiva la sujeción al ser parte de la habitación de nuestra sensación que es nuestra máscara. A través de la invención como principio creativo estimula su ludismo y libera de su captura al lenguaje verbal normalizado y disciplinado ‒el cual además es habitación de nuestro cuerpo‒que se le intenta imponer como parte del condicionamiento del orden del dispositivo. El protagonista hace poesía con su libertad a través de la palabra. Subvierte el lenguaje verbal a través de su inventiva y se encuentra consigo mismo al advertir lo precioso de su composición. Un hombre autor de su liberación es un poeta.

            Sólo el hombre libre, tan libre que es capaz de la autonomía que implica el ocio y la meditación, puede ser capaz de la liberación que implica la poiesis de sí mismo. Alguien así para la institución del dispositivo puede ser por sí mismo un peligro. Por ello tal hombre necesita una máscara tan transparente, traslucida, casi invisible, que nadie la note. A veces la mejor estrategia es velar develando y no hay nada que pueda llegar a engañar más que la aparente evidencia de nuestras acciones y sus hechos aparentes.

Sin embargo, también como posibilidad de nuestra autonomía aliada al entendimiento de la lógica de la apariencia, a través de tal recurso se puede disfrazar el perverso. Es el caso del fascista vestido de santo: el políticamente correcto.

En De verdad y mentira, en sentido extramoral Friedrich Nietzsche afirma que las palabras más importantes del Evangelio las pronunció Poncio Pilato cuando se preguntó por la Verdad. Ante el juego de máscaras de la vida que presenta el cuento de Böll, la pregunta no deja de ser la misma diegética y extradiegéticamente: ¿Qué es la verdad? Y, sin embargo, el protagonista se atreve a ostentar tal articulo de lujo a partir de la contundencia de un hecho. Sin embargo, siendo justos, no se trata de cualquier hecho:

Empezaba a encontrarme realmente satisfecho, cuando pasó una cosa de verdad. Un martes por la mañana ‒aún no había acabado de sentarme‒ entró Wunsiedel violentamente en mi despacho y me lanzó su «Tiene que pasar algo». Pero algo indefinible que vi en su cara me hizo dudar de que fuera oportuno contestar, con alegría y vivacidad, como está prescrito: «Algo va a pasar.» Dudé demasiado tiempo, pues Wunsiedel, que no solía gritar, rugió: «Conteste usted. Conteste usted como está prescrito.» Y yo contesté, en voz baja y de mala gana, como un niño malo. Haciendo un gran esfuerzo, conseguí pronunciar la frase: «Algo va a pasar», y a penas la había dicho, ocurrió realmente algo: Wunsiedel cayó al suelo, rodó sobre sí mismo y quedó tendido ante la puerta. Me di cuenta en seguida de lo que había ocurrido ante mis ojos, mientras me dirigía, rodeando la mesa, hacia el hombre allí tendido: estaba muerto.

¿Será que la muerte, en tanto que única certeza y a pesar de su incomprensión, es lo único verdadero o identificable con la Verdad? ¿De qué manera la muerte no podría ser tan sólo una apariencia más?

Parece que nuestro protagonista se confrontó con el colapso de un ser vivo incapaz de la estática de un cuerpo comprometido con su esclerotización a través del condicionamiento y cierre del sentido del hábito. Se trata de la normalización a la quetiende un cuerpo disciplinado. Wunsiedel murió por haber obedecido,como si el resultado de su obediencia se tratara de la muerte de cualquier hombre: la muerte de un hombre que, tarde o temprano, habría de morir por cumplir con el ineludible deber de trabajar para satisfacer las necesidades inextricables a su finitud. Sin embargo, a pesar de que la muerte sería una aparente evidencia del anterior posicionamiento, ¿no estaría este último también comprometido con las apariencias de nuestras vidas, la lógica de las mismas y, por lo tanto, con nuestras máscaras? ¿Hasta qué punto la aparente verdad de una máscara constituye una densidad ontológica que nos permite sobrevivir y hasta qué punto nos constriñe para convertirse en una cárcel, una prisión de nuestra sensación?

Nuestro personaje no se abandona. Habita la inconmensurabilidad de su cuerpo vivo como fenómeno de la Naturaleza manifiesto en nuestra sensación:

Cuidadosamente volví a Wunsiedel de espaldas, le cerré los ojos y me quedé mirándolo pensativamente.

     Casi sentí ternura por él, y por primera vez me di cuenta de que no le había odiado nunca. En su cara había algo que tienen los niños cuando se niegan tercamente a dejar de creer en Papá Noel, aunque los argumentos de sus compañeros suenen tan convenientes.

            El protagonista del cuento es capaz de sentir empatía por Wunsiedel, un duelo constituido por la compasión como imaginación del dolor de los demás. Es capaz de habitarse al habitar su sensación, lo cual se manifiesta en el discurso de su lenguaje corporal: busca paz para sí mismo en el acto de homenajear la vida consumida de Wunsiedel al ponerlo de espaldas, cerrarle los ojos y pensar en él. En esto último se constituye la habitación de nosotros mismos que puede ser el duelo como experiencia sublime de nuestra propia finitud. Nuestro personaje se habita a través de la sensación de su duelo como habitación de su cuerpo.

El duelo no es un habitante de nuestro cuerpo, mucho menos un huésped o un invasor, porque surge en nosotros, aunque parezca causado por una influencia externa. Esta última idea inadecuada radica en la confusión de creer que lo que sentimos es independiente de nosotros y responsabilidad de los demás. Podemos hacernos responsables de lo que sentimos porque nos es constitutivo. Se trata de nuestra sensación y ésta, en cierto nivel de la posibilidad de nuestra consciencia, nos pertenece.

Negar lo anterior implica una abstracción de nuestros fenómenos sensibles. Una negación de las posibilidades de las potencias del cuerpo, a pesar de lo intransferible de la pasión de fenómenos como el duelo, sin mencionar la diversidad de posibilidades de nuestra sensibilidad de la cual son capaces las potencias inconmensurables de nuestro cuerpo. El duelo es un estadio que, por más doloroso que sea, implica la responsabilidad del acto de justicia de amarnos a nosotros mismos. Merece la poiesis de nuestra comprensión como poiesis de nosotros mismos.

            El protagonista del cuento de Böll advierte en el gesto de Wunsiedel, como signo de su lenguaje corporal, resabios de la certeza que encardinó su vida. La rigidez (quizá un rictus) de la convicción de estar llevando a cabo el sentido de la vida, a través de tan absurda mecanicidad. Advierte en ello una terquedad que en el caso de los niños es santa inocencia y bendita ingenuidad, mientras que en el caso de un adulto: problemática necedad. La voluntad de un adulto que ha permitido ser tratado como un niño, al renunciar al discernimiento que implica su autonomía. Quizá, si no hubiese renunciado a esta última, Wunsiedel se habría salvado a través del cuidado de sí mismo.

Ante la conmoción de tan sólo pensarlo, acontece la lógica de la ternura en nuestro personaje. Se manifiesta en la compasión y empatía de este último, en contra de la lógica del consumo-producción que mató a su compañero. Esta última,además, invisibilizó la humanidad de Wunsiedel, al grado de que el protagonista del cuento a penas advierte que jamás lo odio. Un hombre derrotado por la heteronomía que suscitó al abandonarse y olvidarse de sí mismo.

Volvió a pasar algo y nuestro personaje lo subraya por tratarse de algo extraordinario, en tanto que no necesariamente corresponde con la normalizante cotidianidad de la institución. Un acto disruptivo, potencialmente subversivo, en tanto que puede dar pie al proceso creativo de la invención. Una posibilidad de la poesía por su potencial poético. En este caso, un evento que invita a la poiesis que es la reinvención de nosotros mismos

Pasó algo: Wunsiedel fue enterrado y yo fui designado para ir, con una corona de rosas artificiales, detrás de su féretro, pues estoy dotado no sólo de una tendencia al ocio y a la meditación, sino también de un tipo y una cara que van muy bien con los trajes negros. Debí de hacer ‒andando tras el féretro de Wunsiedel con la corona de rosas artificiales en la mano‒ un efecto estupendo. Una elegante compañía de pompas fúnebres me propuso que formara parte de ella. «Usted es un funerario nato», me dijo el director de la compañía. «El vestuario corre de nuestra cuenta. Su cara es definitivamente magnífica.»

Si bien el protagonista de Böll había logrado infiltrarse en la institución como fenómeno del dispositivo (aunque siempre será problemático distinguir al dispositivo de sus fenómenos e instituciones), a partir de la aparente casualidad de la muerte de Wunsiedelsucede el aparentemente fortuito acontecimiento y aparente serendipia del encuentro de dicho personaje con su vocación. Habría que pensar que, probablemente, una vocación sea tanto el hallazgo como el encuentro conmigo mismo. ¿Puede ser realmente lejana tal posibilidad si nos habitamos al habitar nuestra sensación?

Después de una amable renuncia al puesto que tenía en la fábrica, argumentando que sus capacidades y talentos se estaban desperdiciando y quedando insatisfechos ‒lo cual es claro en más de un sentido aparente ‒, el protagonista continúa con su trayecto vital en una especie de renuncia a la posibilidad del sedentarismo y una afirmación de la posibilidad libertaria del nomadismo como movimiento de un cuerpo vivo: “En cuanto presté mi primer servicio como funerario, lo supe: «Esto es lo tuyo, éste es el puesto que te estaba destinado»”.

Más allá del deber supuesto del trabajo, especialmente cuando el trabajo es constitutivo de nuestro placer y, por lo tanto, de nosotros mismos, el personaje cultiva dicha satisfacción a través de lo lúdico que en sí mismo es el placer como sensación y habitación de nosotros mismos. Se trata de un juego, el protagonista ha hecho de su trabajo un juego de su placer:

[…] algunas veces voy detrás de entierros con los cuales no tengo ninguna obligación, compro de mi dinero un ramo de flores y me uno al empleado de la beneficencia que va tras el féretro de algún desterrado. De cuando en cuando visito también la tumba de Wunsiedel, pues en definitiva debo a él el haber hallado mi verdadera profesión para la cual es conveniente la meditación y una obligación: el ocio.

     Bastante tiempo después, me di cuenta de que nunca me interesé por el artículo que se producía en la fábrica de Wunsiedel. Debía de tratarse de jabón.

            Se trata de una actividad que implica la movilidad del cuerpo, la posibilidad de caminar como imagen de la vida de un cuerpo vivo y potencia del mismo, en contra de la estaticidad del sedentarismo de un espacio constreñido y cerrado, lo cual se opone a la posibilidad del paisaje como vista al aire libre del horizonte.

            El agradecimiento que manifiesta el protagonista a su compañero muerto es un homenaje tanto a su vida como a la Vida. A pesar de la desgracia, tal evento le permitió encontrar su vocación: un trabajo correspondiente a su carácter lúdico y, por lo tanto, poético y subversivo, al ser cualidades a las que tiende el ocio y la meditación. Hay que homenajear al hallazgo del sentido de nuestras vidas y, especialmente, a aquellos que, de la manera que haya sido, fueron parte de la posibilidad de llegar a él, a nuestro encuentro. Habría que vocarnos a la satisfacción de nuestras cualidades, en lugar de comprometernos con la insatisfacción del consumo-producción.

            Hay un referente aparentemente velado propuesto por Böll de manera sumamente importante y sugerente. Advierte el personaje que jamás supo con certeza cuál era el producto realizado por la fábrica en la cual trabajó. Hasta el final del cuento advierte la probabilidad de que se tratara de una fábrica de jabón. Recordemos que este producto era uno de los realizados con la grasa humana de los cadáveres de los campos de concentración nazis. Un fenómeno de la problemática relación consumo-producción, con su inextricable lógica, que confronta al progreso con su capacidad de hacer posible la presencia de fábricas de muerte, instituciones del fascismo y de radical, injusta y punitiva captura de los cuerpos.

            Por ahora, parece que nuestro protagonista venció al fascismo al conseguir un trabajo que lo satisface porque ello es una habitación de nuestra vida, de nuestra sensación. No deja de resultar sugerente pensar que eso es lo que conseguimos cuando nos acaban pagando por hacer lo que nos gusta.

Un crimen invisible

“Ser egoísta no es vivir como uno quiere

sino querer que los demás vivan como uno.”

Oscar Wilde

En Del sentimiento trágico de la vida, en los hombres y los pueblos, Miguel de Unamuno defiende al hombre de carne y hueso. Reivindica su concreta y material existencia hecha de muchas piezas, según el bilbaíno. Se opone a la experiencia de estufa de René Descartes y reivindica la contundente experiencia estética de la vida, tendiente al vértigo de profundas intensidades de las cuales ninguno de nosotros estamos exentos. Dicho filósofo reivindica el derecho de cada ser humano de afirmar: “¡Yo sé quién soy!”, en contra de lo espuria que puede resultar una definición universalista de los hombres, lejana a su sentimiento y, por lo tanto, a su vida. En un mundo empeñado en definir, decidir por nosotros y decirnos lo que somos, ¿no adquiere cierta legitimidad y pertinencia la postura de Unamuno, aunque parezca una arbitrariedad? ¿No se antoja más arbitrario el cierre de sentido con el que acabamos comprometidos al no atender el peligro de la captura de nuestra sensación por parte del dispositivo?

            Quizá lo más importante de nuestros mitos sea su cercanía con las materialidades concretas de nuestras formas de vida. No sólo me refiero a lo más evidente y positivo: los datos del mundo que evidencian nuestro paso por el mismo de manera tangible, sino también a las situaciones y circunstancias que constituyen un pathos del cuerpo, imaginable a través de su narración por estar en relación con nuestra sensibilidad. Me refiero a nuestras emociones, sentimientos y pasiones. Éstas tienen la superficie, el volumen y la profundidad incalculable de nuestro cuerpo cuando está vivo. Por ello, la literatura tiene una relevancia ante la Historia (asumiendo a la misma como una pretensión), especialmente cuando la última, en varios contextos y momentos, se propuso una problemática objetividad que la llevo, incluso, a constituirse como un mero registro basado en una asepsia de todo lo que se antojara o pareciera subjetivo. Ello, en varios casos y momentos, la hizo objeto de captura por parte de dispositivos de poder que aprovecharon tan imposible voluntad de neutralidad par llevar a cabo un cierre de sentido que se constituyera en la problemática posibilidad de una Historia oficial. Sin embargo, como un constitutivo posicionamiento vital, siempre hemos contado con el mito para no olvidarnos de nosotros mismos.

            Mi anterior postura acerca de lo que ha sido un problema de la Historia, no El problema de la Historia, por lo mismo no es una generalización. Podemos hallar ejercicios significativos en dicha disciplina que son esfuerzos por abrir sus horizontes críticos y reflexivos ante el peligro antes mencionado, de altos y muy originales niveles de comprensión e importante erudición muy bien fundamentada, los cual se manifiesta en relevantes aportaciones para no olvidarnos del carácter problemático de nuestra especie.

            Un ejemplo de la relevancia del mito en el ejercicio de comprendernos como fenómeno problemático, lo encontramos en Las brujas de Salem de Arthur Miller. Motivado por evidentes preocupaciones contemporáneas, Miller acude a la intempestividad de un momento de la historia de su país que le habla y lo lleva al encuentro consigo mismo en el que consiste toda reflexión. Aprovecha su riqueza de recursos como el gran dramaturgo consumado que ya era, para componer desde el referente de un imaginario aparentemente lejano una diégesis que le permita problematizar su época, además de argumentar una crítica a su tiempo de manera frontal y abierta. Lo anterior desde la seguridad que puede permitir el arte, sin negar que también la poesía tiene sus riesgos. Con ello demostró que, muchas veces -como también Albert Camus lo comprendió-, lo político del arte se vertebra estratégicamente a través de una poética. Miller da cuenta en su trabajo de que el mito no sólo es un discurso sino también una habitación del cuerpo.

            Sin embargo, antes de llegar con más puntualidad a ese punto, vale la pena atender la retórica de nuestro autor en un momento clarificador y pertinente de la antesala necesaria para acceder a dicha diégesis. Desde este primer momento ya es advertible la complejidad de la composición de la obra, debida a la volatilidad del tema. Miller es consciente de que en su actividad como dramaturgo está comprometido más de un aspecto de la vida civil de la cual es parte y que una falta de prudencia o alguna indiscreción pueden ser motivo de incomprensión o vulneración del tejido social. Hasta para prender una hoguera se requiere arte. Miller está lejos de dicha pretensión, es justo lo que quiere evitar escribiendo acerca de una ejecución. La falta de dicho arte es lo que Miller critica:

La tragedia de Salem, que está por comenzar en estas páginas, fue el producto de una paradoja. Es una paradoja en cuyas garras vivimos aún y todavía no hay perspectivas de que descubramos su resolución. Simplemente, era esto: con buenos propósitos, hasta con elevados propósitos, el pueblo de Salem desarrolló una teocracia, una combinación de estado [sic] y poder religioso, cuya función era mantener unida a la comunidad y evitar cualquier clase de desunión que pudiese exponerla a la destrucción por obra de enemigos materiales e ideológicos. Fue forjada para un fin necesario y logró este fin. Pero toda organización es y debe ser fundada en una idea de exclusión y prohibición, por la misma razón por la que dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio. Evidentemente, llegó un momento en que las represiones en Nueva Inglaterra fueron más severas de lo que parecían justificar los peligros contra los que se había organizado ese orden. La “caza de brujas” fue una perversa manifestación del pánico que se había adueñado de todas las clases cuando el equilibro empezó a inclinarse hacia una mayor libertad individual.

            Partamos de esta primera postura que nos ofrece como vía de comprensión el propio dramaturgo de la obra. Me parece importante analizarla en dos partes, la primera que tiene que ver con los argumentos en relación con los fines o sentido de determinadas instauraciones y posicionamientos culturales, de la cual se deriva la segunda parte de este análisis que abordaremos con más detalles en las siguientes líneas.

No deja de ser sugerente que el escritor defina a su propuesta escénica como una tragedia, probablemente más en relación con un sentido de lo trágico que con el fin de ser acorde con todas las implicaciones de un género dramático tan importante. Se antoja tal lectura en la medida en que también aquí, de manera muy distinta por las indudables diferencias culturales, vemos un conflicto entre los hombres como seres comunitarios y la potencia última de lo divino como guía de su vida, ante la problematicidad de la condición humana.

Por lo pronto, pongo sobre la mesa esta cuestión, sin desestimar demasiado que estemos ante una manifestación de lo trágico más que de un ejemplo de tragedia. Tomemos en cuenta que la problematicidad de esta clase de fenómenos en una época ya signada por los orígenes de consciencias resultantes de posicionamientos como La Modernidad están atravesados por el tema del libre pensamiento, libre albedrío e, incluso, el ejercicio de una libertad individual y autónoma tendiente a la consciencia que puede implicar su soberanía. Sin embargo, probablemente podemos advertir la intempestividad de la tragedia, más que como género dramático, como horizonte poético de problematización de la condición humana, siguiendo el posicionamiento de Miller.

En relación con esto último, el autor afirma que seguimos atrapados por la problemática paradoja que intenta representar en su discurso dramático, al grado de que se vislumbra imposible la resolución de dicha circunstancia. Probablemente, me permito inferir, porque, quizá, nuestro autor está generando un seguimiento y reflexión desde la acción escénica del carácter paradójico de la condición humana. Me parece cuestionable entender dicho fenómeno como un problema, en un sentido básico de la palabra y, en todo caso, obviar el carácter problemático de la condición humana desde una experiencia conflictiva del ser humano ante la vida de su especie, su propia vida. Por ello, me repliego más a la pregunta de si ello, en este sentido planteado por Miller, es auténticamente un problema y, en esa medida, darnos cuenta de lo problemático de negar la legitimidad de dicho fenómeno y, por lo tanto, una posible legitimidad del mismo. En esa medida, más bien lo cuestionable sería atribuirle un carácter moralmente anómalo, al grado de pretender solución o liberación del mismo. Si pudiéramos hablar de liberación, ¿no sería más adecuado pensar en la comprensión y habitación de tan conflictivo fenómeno como manifestación de la integridad de la condición humana?

Pienso en un momento sumamente sugerente en el que el personaje de Hale es evidenciado como un hombre más complejo de lo que podríamos advertir en otros momentos de la obra. Un hombre tendiente a la sabiduría de quien, por no tener certeza alguna de su virtud (si es que ello fuera posible), decide intentar actuar regido por la misma. Alguien capaz de la prudencia, más que de la contrastante posibilidad del juicio punitivo, culpabilizante y estigmatizador.

Hale es mostrado por Miller como alguien que posee un contrastante matiz en relación con los demás personajes: una capacidad de autonomía y consciencia libertaria, ajena a la caracterización de la norma que sería un juez comprometido irreflexivamente con la ley, entendida como convención social al grado de no cuestionarse el cumplimiento de esta última,al igual que la posibilidad de su obediencia por parte de tal ejecutante: “No podemos caer en supersticiones. El Diablo es preciso.”, afirma Hale, apelando al cuidado que exige la serenidad de un ojo atento, capaz de la contemplación de la complejidad de los fenómenos de dicha índole.

Sin embargo, en relación con lo anterior, resulta igual de importante el posicionamiento de Miller, en una de esas reflexiones que tanto le gustaba escribir en sus obras de manera digresiva, aprovechando el estilo que, ya para entonces, había constituido a través de kilométricas acotaciones: “Evidentemente ni siquiera hoy estamos muy seguros de que el diabolismo no sea cosa sagrada y de la que no hay que mofarse. Y no es por casualidad que estamos tan confundidos”.

La declaración anterior nos confronta con la inconmensurabilidad de nuestra sensación como fenómeno del cuerpo que implica nuestra relación con la inconmensurabilidad de la Naturaleza. Abre la posibilidad de la comprensión de sus fenómenos en nosotros mismos, en lugar de la problemática ligereza de un juicio de los mismos que cierre su sentido y constituya un estigma contra quien, en tanto que objeto de incomprensión, acabe siendo víctima de escarnio.

El propio Hale, como bien describe Miller en líneas anteriormente inmediatas al parlamento citado de la obra, atendió a una mujer acusada de brujería, el primer caso de la parroquia de dicho experto en casos de brujería y posesión diabólica. Dicha mujer, según la dramaturgia, tan sólo necesitaba el afecto de una atención especial para dejar de padecer su aparente condición de endemoniada, la cual estaba enmascarada socialmente por ella misma a partir de una charlatanería con la cual, podemos inferir, ella misma acabó por comprometerse al grado de la autosugestión.

Es aquí cuando podemos advertir lo libertario que puede ser asumir la responsabilidad de nuestro dolor, nuestro pathos y, por lo tanto, nuestra sensación. Se trata del largo proceso que puede implicar la comprensión del sedimento de una vida capaz de constituir nuestra pasión,ante las decisiones que tomamos y los eventos de nuestra vida. Un dolor que, al ser incomprendido, genera una terrible angustia que se podría traducirse como la ceguera que hace de la voluntad de los demás nuestro lazarillo. Así de perversa puede ser nuestra voluntad cuando nos abandonamos.

En el caso de aquella mujer que resultó no ser bruja ni estar endemoniada, Hale fungió el papel de cuidador durante la estructuración en la cual puede derivar ese esfuerzo de autoconocimiento que, perdón por la obviedad, sólo puede llevar a cabo uno mismo.

No se trata de un juez que, a partir del prejuicio, actúa angustiado por la incertidumbre que le producen los límites del marco estrecho con el que está comprometido, el cual ha elegido como restricción de su autonomía y referente de prejuicios compatibles con el mismo. Lo anterior implica asumir a la ley de manera heterónoma y, por lo tanto, como la conceptualización vacía que la evidencia como problemática afirmación del conocimiento del mundo. Lo anterior, evidentemente, cuestiona su legitimidad.

En el caso de Hale, se trata de un hombre capaz de suspender su juicio y con ello evitar ser capturado por las creencias fáciles a las cuales cualquiera de nosotros tiende con una posible naturalizada indolencia.Tal discernimiento puede permitirnos constituir un mejor posicionamiento posible para la comprensión de circunstancias problemáticas ante la complejidad de estas últimas.

Me atrevo a afirmar que tal voluntad evidencia cómo el esfuerzo de comprender puede estructurar ejemplos de sabiduría. No confundamos esta última con la certeza aparente con la que generalmente nos solemos posicionar ante el mundo. Una certeza aparente que constituye nuestras cuestionables creencias sobre él. Quizá valga la pena entender a la sabiduría como la prudencia que implica tratar de comprender ante el desconcierto que puede llegar a generar en nosotros el acontecimiento novedoso y extraordinario de ciertas experiencias. Ello empieza por comprendernos a nosotros mismos, ya que dicho desconcierto nos encuentra por ser una sensación que nos habita. Debido a esto último, comprenderla es habitarla y, por lo tanto, ello tiende un puente con quien motiva en nosotros tal novedad: el desconcierto que, en el caso de dicho ser sujeto, produce un extrañamiento en relación conmigo mismo.

Un juez comprometido con la mera enunciación de una ley abstracta, carente de los contenidos materiales de nuestra sensación, difícilmente sería capaz de acudir a esa legalidad que implica la habitación de nuestra sensación, aquella en la que se manifiesta la autonomía de nuestra razón. Un juez de este tipo puede estar sujeto a la ceguera elegida de la obediencia irreflexiva que puede imponer el colectivo o cualquier otro agente ajeno a sí mismo. Se trata de la imposición a mí mismo de la ley como una convención social que puede estar al servicio de los supuestos bienes de una colectividad que, en el peor de los casos, pueden responder a meros intereses privados, ilegítimamente defendidos en relación con la posibilidad de la Justicia entendida como bien común. Un juez de ese tipo, por lo tanto, puede ser capaz de abusar de la ventaja que le da la aparente legitimidad de su servidumbre.Estamos ante la compleja posibilidad de la heteronomía,tan evidente en muchos fenómenos de nuestra vida. Con ella somos capaces de constituir prejuicios, al igual que de abrir la posibilidad de la naturalización de estos últimos.

El autor nos prepara para su descripción dramática de un posicionamiento moral, una base religiosa e ideológica en términos contemporáneos, capaz de propiciar la unión de una colectividad, comprometida con la pretensión de generar afectos comunitarios a partir de dicho posicionamiento. En este punto podemos advertir lo problemático de muchos rasgos de nuestra cultura en fenómenos como: la violencia, la imposición, la agresión y los compromisos de la misma con otros fenómenos igual de problemáticos y conflictivos como la identidad. Quiero aclarar algo importante, cuando hablo de fenómeno problemático no le impongo connotación moral al mismo. Mi interés tiene que ver con entender lo problemático como aquello digno de examen y comprensión en tanto que fenómeno humano. Tal característica la advertiremos en el carácter común y fundamental de muchos de los eventos y circunstancias más importantes de nuestra condición, así como de lo intempestivo de nuestra finitud y, por lo tanto, nuestra indigencia.

Miller describe cómo el posicionamiento moral de la colectividad de Salem, constituido finalmente como una forma de vida compleja y colectiva, tenía el propósito de evitar el esparcimiento de aquellos que, alrededor de dicha institución, se convertían en parte de la misma. Una fortaleza moral capaz de blindar a la colectividad que la habitaba, en contra de la amenaza de su desintegración y, en esa medida, capaz de apartarla del mal, al grado de aspirar a poder llevar a cabo la expulsión y erradicación del mismo. Esto último, como veremos, en el peor de los casos.

En el Salem de la obra de Miller, el mal es un ente metafísico personificado por El Diablo. La reducción de la vida a la forma impuesta, la de la noble conducta que implica la conducción y estructuración de la vida por parte de dicha institución social, garantiza (según su pretensión) que será siempre el bien el que se afirma y realiza, constituyéndose en tal resultado la legitimidad de dicha institución, estableciéndose así como principio de la vida de los hombres y mujeres que la hayan asumido, logrando hacer del mal, según dicho planteamiento, algo ajeno y lejano a tal forma de vida que, por lo tanto, está lejos de su corrupción. Esta postura resulta muy acorde con el puritanismo de muchos fenómenos culturales de raigambre anglosajón. De ahí que en diversos fenómenos culturales de todo tipo encontremos registro y relación con tal posicionamiento ideológico, como parte integrada e integradora de la cultura estadounidense.

El autor parece no dar el paso de hablar de la raigambre moral de tal posicionamiento. Sin embargo, como veremos, será inevitable dar cuenta de lo ideológico y artificial ‒en un sentido lato del término‒ de esta clase de posturas. Es por ello que estas últimas derivarán en las escenas de una máscara social. Estamos ante la escena de la incomprensión y padecimiento de los afectos comunitarios propios de una colectividad por parte de sí misma y, al mismo tiempo, de la simulación y desvanecimiento de los mismos como posibilidad problemática de la condición humana. En la reflexión acerca de ello consiste la segunda parte del análisis de este primer posicionamiento de nuestro autor.

La segunda parte de nuestra reflexión en torno a este posicionamiento por parte de Miller tiene que ver con el carácter artificial de una institución y su tendencia al olvido de su convencionalidad moral, debido en buena medida a la desorientación que puede implicar las pretensiones morales de la misma. Nuestro autor nos habla de cómo la institución de una forma de vida como la que pretende representar en su obra se sostiene a partir de la posibilidad de ser un poder efectivo capaz de prohibición y exclusión. Estamos hablando de la instauración de la represión de un dispositivo. Un mecanismo de control capaz de generar y condicionar posicionamientos vitales que normalizan a la colectividad que sujeta, a través del reconocimiento de cada uno de sus integrantes como órganos del mismo. En esto último consiste una territorialización moral de la vida.

Por ello resulta tan sugerente el símil moral que nos ofrece Miller: dos cosas que no pueden ocupar el mismo espacio. Una imagen que nos remite a las condiciones físicas del espacio como fenómeno del mundo, en términos aparentemente naturales. Dicha imagen me lleva a pensar en aquello que está en su lugar y, por lo tanto, en lo punible que puede ser estar fuera de lugar, lo cual implicaría la disfuncionalidad e impertinencia de quien, aparentemente, tuviera dicha condición. Según dicha condición y dispositivo, sería el caso de aquello que es punible porque no está donde debe estar.  Esto último constituye una correspondencia identitaria basada en una preceptiva moral del bien como aquello que está ocupando su pertinente función en el espacio como órgano del dispositivo. Se trataría entonces de un órgano alerta a todo aquello que aparente o pueda ser ajeno al territorio colectivo y, por lo tanto, capaz de invadir a este último, delimitado moralmente. Dicho criterio, por lo tanto, estará siempre orientado en relación con aquello que es propio y posee la habitación y habitabilidad de un hogar que lo relaciona y, aparentemente, lo hace común, desde la activación de dicha lógica de la identidad.

Como vemos, es cuestionable hablar en este caso de lo común porque dicha relación depende de un encuentro signado por la particularidad respectiva que distinga a cada uno de los elementos del mismo entre sí. Sólo lo característicamente distinto se encuentra. Aquello que posee mismidad es idéntico y, por ello, lo mismo.

Me permito una breve digresión. Es sugerente pensar en lo cuestionable de la mismidad como fenómeno identitario y, por lo tanto, en lo cuestionable del fenómeno de la identidad. Parece más probable el difícil y complejo fenómenos de la comunidad que el de la identidad.

Por lo tanto, con base en estos elementos, en el caso de un dispositivo comprometido con una lógica de la identidad de manera tan rígida no hay encuentro sino asimilación, disolución, alienación y, por lo tanto, se evidencia como un fenómeno tendiente a la heteronomía y a la naturalización de esta última.

Un magnífico ejemplo de la supuesta anomalía que constituye la ruptura e impertinencia de quien resulta fuera de lugar, por lo tanto, un individuo opuesto a la colectividad, lo encontramos en el personaje de Abigail. Un ser humano estigmatizadoal ser considerado órgano enfermo y, por lo tanto, disfuncional de su colectividad.

Abigail ha sido señalada principalmente por la supuesta evidencia que para la colectividad significan los hechos en los que se manifiesta la adolescencia de la incomprensión de su pasión que, a la vez, es juzgada por su colectividad. El estigma se constituyea partir de los prejuicios del corpus cultural que integra al horizonte de sentido de dicho grupo humano. Ello evidencia que una colectividad, al comprometerse inextricablemente con una lógica de la identidad, se vuelve poco susceptible de hacer comunidad. Estamos hablando de un fenómeno de heteronomía que evidencia que no hay comunidad sin autonomía porque la radicalidad de esta última depende de asumir la responsabilidad de atender a nuestra sensación. Podemos inferir tal descubrimiento en el discurso de Abigail, a través del cual expone lo que para ella resulta, más que una novedad de su sensación,una revelación. Sin embargo, con todo y lo espurio de mi sensación en relación con la de Miller a través del personaje (“real” y “ficticio”), me atrevo a considerar que, posiblemente, lo que intenta exponer en su discurso Abigail es un nivel de comprensión a partir de la habitación (todavía apasionada) de su sensación. Fenómeno posible en todo cuerpo vivo:

¡Quiero a John Proctor, el que interrumpió mi sueño y abrió los ojos de mi corazón! Yo no sabía lo hipócrita que era Salem, ni me daba cuenta de las mentiras que me enseñaban todas esas mujeres beatas y sus aliados esposos. Y ahora pretendes que me arranque esa luz de los ojos. ¡No lo haré, no puedo! ¡Me amaste, John Proctor, y por más pecado que sea, aún me amas! (Él se vuelve bruscamente para salir. Ella corre tras él.) ¡John, piedad…; ten piedad de mí!

La primera evidencia que advierto de una renovación libertaria está en la desujeción que implica el movimiento abrupto de Abigail al correr hacia John. Un movimiento apasionado que, sin embargo, desafía a la rigidez a la que puede tender una convención social. Abigail se habita y con ello se manifiesta la liberación de su deseo, Abigail se moviliza.Ella misma verbaliza el carácter libertario de su deseo. Sin embargo, es más significativo cuando ello se manifiesta en la integridad de dicha voluntad que implica el habla de esta última a través del lenguaje corporal. Independientemente de la evidente correspondencia y coherente congruencia entre el lenguaje verbal y el lenguaje corporal, lo más importante es que si podemos hablar distintamente de ambos se debeen buena medida a que se trata de dos delimitaciones analíticas, resultado de un esfuerzo estratégico de entendimiento de nuestra parte  del mismo fenómeno: el movimiento de un cuerpo vivo. En este caso, un cuerpo vivo habitante de su pasión, con toda la legitimidad del caso si recordamos que no podemos saber lo que puede un cuerpo.

Abigail describe cómo estaba imbuida en el sopor moral de una colectividad que la había reprimido, al grado de sentirse conminada al abandono de su sensación. Un abandono del cuerpo semejante a una anestesia del mismo. Abigail decide no renunciar a esa libertad, a la plenitud de una vida que se ha encontrado en lo que siente y que Abigail afirma al declarar su amor. Una experiencia clarificadora que abre su mirada, que amplía el horizonte al maximizar su visión, contraria a la angostura de esta última que produce la angustia, como lo indica el nombre de la misma. Vemos cómo la vida, con toda su complejidad, adquiere la novedad de su plenitud porque era ajena para ella, lo cual implica el inevitable dolor de nuestra finitud. Por ello, ésta resulta una experiencia desconcertante que puede constituir una radicalidad porque se trata de la experiencia sublime de nuestra finitud. Lo radical y potente que puede ser la habitación de nuestro cuerpo, la habitación de nosotros mismos, la habitación de nuestra sensación.

Resulta reveladora la claridad de Miller al plantear en el nivel diegético de su dramaturgia al mal como algo ajeno por estar fuera de lugar. Se trata de algo que no está en ninguna parte, no tiene lugar porque no posee la propiedad para ello. El mal es la inhabitación, por ello deshabita y desterritorializa. En este contexto, el mal (aparentemente)deshabita, según la moral de la colectividad. Por ello, cuando acontece se manifiesta en la desestructuración que implica su anomalía. Tal es la razón de que el mal sea capaz de enfermedad. En este caso, una anomalía capaz de enfermar al espíritu.

El mal no tiene cabida en la bondad, bien y mal no pueden cohabitar y ser parte de lo mismo, según la moral de la colectividad de Salem. El mal no puede ser porque no está. Es la descomposición porque no une ni constituye como sí lo hace la bondad, según la moral de Salem.

En ello advertimos la problemática rigidez del puritanismo como postura moral que, podemos inferir, vela la complejidad de los fenómenos de la vida, anula a esta última al grado de invisibilizar su movimiento porque reprime a este último en los cuerpos vivos, en este caso los de la diégesis de la dramaturgia de Miller.

La pregunta de fondo es: ¿cómo llega a ser posible el mal si, al final de cuentas, éste es capaz de acontecer,incluso a pesar de la asepsia pretendida por parte de los comprometidos con formas de vida como la que estructura nuestro autor a través de su dramaturgia?

Un ejemplo de tal compromiso moral lo advertimos en la rigidez monolítica del siguiente parlamento de Hale, contrastante con la sabiduría que de él habíamos advertido, lo cual lo evidencia como personaje complejo: “La teología, señor, es una fortaleza; en una fortaleza, ninguna grieta puede considerarse pequeña”. ¿Cómo explicar la corrupción de los habitantes de Salem? ¿Cómo tiene lugar y qué lugar tiene la corrupción en el blindaje de dicha fortaleza, si ésta supuestamente hace de sus habitantes seres satisfechos con el bienestar que la misma garantiza?

Podríamos inferir que parte de advertir una invasión consiste en padecer la novedad del invasor: un ser espurio que cuestiona lo posible según el orden impuesto. Esto último puede representarse como la anomalía de una mancha, un fenómeno en el que se manifiesta la corrupción del ser, a pesar de, paradójicamente, ser posible. Entonces, la pregunta que cuestiona al orden impuesto es: ¿Cómo es posible el mal? Miller evidencia no ser ajeno a la necesidad de cuestionar tan dudosa perennidad:

La “caza de brujas” no fue, sin embargo, una mera represión. Fue también, y con igual importancia, una oportunidad largamente demorada para que todo aquel inclinado a ello expresase públicamente sus culpas y pecados cobijándose en acusaciones contra las víctimas. Repentinamente se hizo posible -patriótico y sagrado- que un hombre dijese que Martha Corey había acudido a su habitación durante la noche y que, mientras su esposa dormía a su lado, Martha se había acostado sobre su pecho y “casi lo había sofocado”. Por supuesto, sólo era el espíritu de Martha, pero la satisfacción del hombre al confesarse no fue menor que si se hubiese tratado de Martha misma. De ordinario, no podía uno decirle tales cosas en público.

            Resulta muy agudo por parte de Miller hablar en términos de satisfacción en relación con un tema tan importante y problemático como el de la confesión. En este caso, ésta se evidencia como una manera de dar testimonio público para articular con la propia palabra la renuncia a la propia consciencia, en un ejercicio que implica la pertenencia a dicho colectivo; una vía de integración heteronómica que implica sostener la propia palabra para renunciar a sus potencias libertarias, a través de una demostración voluntaria de docilidad ante la ley que posibilita al propio dispositivo como orden.

Pensando en el ejemplo de Miller, un personaje que confiesa ante el difamado y víctima de escarnio pondera la superioridad moral de quien confiesa como acto, no de credibilidad y legitimidad, sino de docilidad y sujeción, aquella de la cual no es capaz el acusado que, como veremos con mayor puntualidad más adelante, ante los ojos del colectivo ya es culpable. Estamos ante el fenómeno de la adquisición de credibilidad por parte de quien habla o confiesa, otorgada por parte del resto que escucha: en este caso tanto la audiencia de la asamblea popular como esta última que, con su actitud automática, mecánica y tendiente a la inercia, confirma lo heteronómico de su sujeción.

Ello nos da cuenta de un fenómeno inferible en tal circunstancia: una alienación como sujeción y extravío en la autoridad aparente de quien nos sujeta con su confianza, como reconocimiento posibilitador de la confesión y la confianza de quien queda sujeto al reconocer al dispositivo como orden, una legalidad que tiene que ver con el saber al mismo capaz de ser temible y, por lo tanto, una amenaza. El colectivo como dispositivo otorga su confianza ante el testimonio dado. Con ello el confesado obtiene el reconocimiento de ser parte del mismo: un digno integrante, congruente con la vida colectiva por ser fiel a su institución y, por lo tanto, dócil sujeto de la forma de vida que hace posible al colectivo.

La búsqueda de dicho reconocimiento funda y manifiesta un acto básico de sobrevivencia porque esta última depende de la pertenencia al colectivo. En tal fenómeno radica la integración al mismo. A partir de la demostración de la fidelidad por medio de la confesión se adquiere el reconocimiento. La confesión valida la igualdad en relación con los demás integrantes de la colectividad. Es entonces que se está entre iguales, capaces de vivir bajo la moral y, por lo tanto, los valores que constituyen los privilegios de la forma de vida fundacional del colectivo.

La confesión se advierte como acto de confirmación de lapropia pertenencia al colectivo, en tanto que el sujeto de la confesión posee una conciencia heterónoma inspirada por el miedo. Este último, por lo tanto, entendido como una experiencia sublime de la propia finitud. Miedo al poder excluyente y prohibitivo, en términos de Miller, del cual es capaz la colectividad entretejida y conformada por relaciones íntimas y familiares de profundos afectos.

Tal miedo propicia la angustiosa imaginación de la radical experiencia del duelo de ya no ser parte de la colectividad, porque la magnitud de dicha pérdida implica lo radical de la experiencia sublime de la propia finitud como experiencia vertebral capaz de activar la sujeción del colectivo como dispositivo sobre el sujeto. Estamos hablando de la raíz de un condicionamiento (un control) queha sido perversamente velado a través del reconocimiento, el cual exige su comprobación en el cierre de sentido implicado en el habito como mecanización de los cuerpos. Dicho control impuesto por una moral heterónoma y coercitiva que ha instituido una problemática forma de vida.

Resulta digno de pensar la diferencia entre poner límites a nuestros afectos en relación con la manera en los cuales estos pueden comprometer nuestra integridad como seres capaces de autonomía y la aparente y perversa legitimidad de la incondicionalidad de todo afecto como constatación de su carácter verdadero, como si el ser humano pudiera cabalmente hablar de verdad sin problematizarla. Me parece digno de reflexión pensar cuántos de nuestros afectos se basan en sujetar o estar sujetos a través de nuestras expectativas.

Activar dicha heteronomía implica renunciar a las potencias vitales de todo ejercicio libertario como posibilidad de constituir nuestra autonomía,la posibilidad del ejercicio de la libertad que implica pensar por cuenta propia.

Por otra parte, la confesión da cuenta de un nivel básico -quizá primitivo- de conciencia, la de una heteronomía entendiéndola también como conciencia sujeta, manifiesta, en este caso, en el acto público de asumir el error propio, la falibilidad, el pecado, ante la ley que funda la forma de vida constituida por dicha moral, desplegada en valores como principios de acción: cánones que no pueden ser transgredidos.

Por ello, por el miedo que inspira el poder de tal dispositivo que ha sujetado a sus integrantes a través del reconocimiento que implica toda confianza, el sujeto da cuenta públicamente de lo anómalo de sus actos y está dispuesto a la purificación que implica toda redención, a través de la confesión. La superioridad moral del sujeto se constituye en creerse íntegro y sanable ante el mismo mal por ser dócil, por ser capaz de rehabilitación. Un ser falible, como todos los integrantes del colectivo ya penas corrompido por el mal, redimible por ser capaz de asumir y aceptar el castigo de sus verdugos, la propia colectividad de la cual es integrante, como si los demás miembros de la misma fueran capaces de la pureza que los colocaría en un pedestal superior al de quienes, en este caso, explícitamente piden perdón.

Un gran contrapunto en relación con esta última problematicidad lo hallamos en uno de los parlamentos de mayor contundencia dramática del personaje de John Proctor. Advertimos en él cómo la sublime experiencia de nuestra finitud desafía cualquier máscara social, al rasgar el velo de nuestras convenciones para dejarnos desnudos y vulnerables ante la intemperie del conflicto de nuestra sociable insociabilidad: “sólo somos lo que siempre fuimos, pero desnudos ahora […] ¡Sí, desnudos! ¡Y el viento, el viento helado de Dios…soplará el viento!”, con la cual se evidencia que, probablemente, sólo haya una posibilidad para la armonía de nuestros días y, por lo tanto, para el acuerdo. Dicho acuerdo sólo será conmigo mismo:

¿Si ella es inocente? ¿Por qué jamás os preguntáis si Parris es inocente, o Abigail? ¿Es que ahora el acusador es siempre sagrado? ¿Es que han nacido hoy tan limpios como los dedos de Dios? Yo os diré lo que se pasea por Salem… Por Salem se pasea la venganza. ¡En Salem somos lo que siempre fuimos, sólo que ahora andan los chiquillos revoltosos alborotando con las llaves del reino, y la ley es dictada nada más que por la venganza! ¡Este mandamiento es una venganza! ¡Yo no entregaré a mi esposa a la venganza!

Se evidencia la impertinencia en la colectividad de Salem de John Proctor. Este último está fuera de lugar y, sin embargo, es apreciable la plenitud de su sensación, la habitación de la misma, en la consolidación de su centro para tener el coraje de oponerse a la injusticia del dispositivo. Su crítica expone cómo la institución, ante la desigualdad que implica el poder (opuesta a lo común que hace de la institución un fenómeno cuestionable y, por lo tanto, una adversidad), acaba defendiendo no sólo intereses privados sino también pasiones que no deberían dejar de ser privadas, mucho menos convertirse en públicas, de las cuales sólo quien las padece debería ser responsable.

¿En qué se basa la creencia en una superioridad moral?, ¿cuál es el sustento que legitima este reconocimiento? La supuesta autoridad de los demás se evidencia en el cuestionable consenso alrededor de una moral aparentemente incuestionable, de manera heterónoma. La autoridad de una mayoría que se yergue ante el individuo que corre el grave peligro de ser defenestrado. El peligro de ser excluido de materialidades concretas que garanticen su sobrevivencia, la cual está sujeta a una moral que da y quita supuestos derechos inalienables que, en tanto que dependen de sujeción, obediencia y propiedad, en realidad son privilegios.

Pienso en la manera en que Miller se posiciona ante su propuesta escénica, ¿será advertible en ello un carácter trágico suficiente que compare a las víctimas de escarnio de la obra con la figura del agón de la tragedia, el integrante defenestrado de una colectividad reducido a farmacon cuya agonía será el sacrificio necesario para restaurar el orden?

Miller parece advertir cómo el medio que constituye el acuerdo que une a una colectividad se transforma en una amenaza para sus propios integrantes cuando se le acaba considerando un fin en sí mismo en tanto que satisface intereses privados, en lugar de no dejar de ser el medio para satisfacer el fin en sí mismo del bien común. El propio Parris acabará declarando: “¡El diablo participa de tales confidencias! […] ¡Sin confidencias no habría conspiración, Vuestra Merced!”.

El “inmaculado” colectivo confirma y legitima la redención. Sus integrantes están sujetos a través del afecto y la confianza como habitaciones de nuestra sensación de las cuales se usa y abusa. Habitaciones de nuestra finitud constitutiva como principio de nuestros mutualismos, nuestros primordiales afectos comunitarios. Adviértase la tremenda vulneración que ello implica, quedar a merced de la perversa dinámica de sujetar a cualquiera desde la raíz más íntima de nuestros afectos, nuestra sensibilidad y, por lo tanto, de nosotros mismos, minando la posibilidad de la confianza. ¿Cómo no esperar con ello la automaticidad mecánica de nuestro cuerpo capturado, manifestando en dicha sujeción nuestra heteronomía?

En ello yace lo aparente de la superioridad moral de ser capaz de dicha contrición, ser capaz de arrepentimiento. En ello yace la satisfacción de la cual habla Miller, porque dicha superioridad moral también otorga el malsano gusto, la imaginación extravagante, de ejercer poder sobre los demás: ser capaz de sujetar a los demás. Tal perversión se potencia de manera particular y contundente en aquellos que pueden ser víctimas de escarnio y difamación, confirmando así su miedo como motivo de su servidumbre. Tal es la ceguera moral a la que induce la heteronomía.

No se advierte que la posibilidad de ser sujetado a dicho acto de destrucción, a través de la férrea observación moral del dispositivo, es una circunstancia de la cual nadie está exento porque en la misma yace el poder detentado por el dispositivo. Se trata del sometimiento a través del padecimiento apasionado de nuestra finitud constitutiva; el descarnado carneo de cualquiera de los corderos que integran al colectivo. Carne de consumo para la satisfacción del dispositivo, la misma que básicamente somos, vista desde tal significación.

Sin embargo, hay un momento de suma claridad que nos confronta con la ineludible sensación de nosotros mismos, al grado de abrirse la posibilidad de convertirnos en los únicos jueces legítimos de nosotros mismos. Este sucede ante un posicionamiento de Rebecca que demuestra cierta posibilidad de la templanza necesaria para comprender, en medio de los momentos álgidos del vértigo de nuestra libertad que es la angustia:“acudamos a Dios. Hay un peligro monstruoso en ponerse a buscar espíritus errantes. Lo temo, lo temo. Es mejor que busquemos la culpa en nosotros”.

Resulta sumamente relevante este posicionamiento. Rebecca pide acudir a Dios y dejar de culpar a espíritus errantes. Ello implica un apelo a la razón, la manifestación reflexiva de un pensamiento autónomo que, por lo tanto, nos manifiesta como seres capaces de la voluntad de acudir a nuestra sensación, la posibilidad de sentirnos, cuya integridad se manifiesta en nuestra reflexión. Para decirlo, insisto, de manera meramente analítica: la sensación completa a la reflexión. Una razón representada en Dios como ley (logos), lo cual implica, siguiendo su argumento, buscar la culpa en quienes la padecen. Eso implica una investigación de sí mismos que, por lo tanto, los haría responsables de sus actos. No deja de resultar interesante pensar en que ello implica una indagación en la propia sensibilidad, en la propia sensación que podría liberarlos.

            Me parece importante detenerme en una importante digresión de Arthur Miller en el que el autor intenta dar cuenta del carácter intempestivo y, por lo tanto, contemporáneo de su obra. Como es inevitable, todo artífice de sí mismo que puede ser un ser humano está situado en su presente y en la compleja y problemática historicidad que implica. Ello resulta más evidente cuando lleva a cabo una labor crítica que, por lo tanto, puede llegar a vertebrar una investigación de sí mismo:

En el momento en que estoy escribiendo esto, sólo Inglaterra se ha detenido ante las tentaciones del diabolismo contemporáneo. En los países de ideología comunista, toda resistencia de cualquier origen es vinculada a los totalmente malignos súcubos capitalistas y en Norteamérica cualquier persona que no es reaccionaria en sus opiniones está expuesta a la acusación de alianza con el infierno rojo. Por lo tanto, a la oposición política se le da un baño de inhumanidad que justifica entonces la abrogación de todos los hábitos normalmente aplicados en las relaciones civilizadas. La norma política es igualada con el derecho moral, y la oposición a aquella, con malevolencia diabólica. Una vez que tal ecuación es hecha efectiva, la sociedad se convierte en un cúmulo de conspiraciones y el principal papel del gobierno cambia para transformarse de árbitro en azote de Dios.

Con la transparencia que le es posible, Miller declara cómo el fenómeno de estigmatización y exterminio, a través de una cuestionable autoridad moral, hace de los sujetos a dicha dinámica: objetos de injusticia, a través de una metafísica esencialista que reduce la complejidad de los hechos por medio de una problemática identificación, a partir de las cuestionablescategorías maniqueas de lo bueno y de lo malo. Ello es susceptible de arbitrariedad, aquella a la que puede tender el poder como ejercicio de desproporción.

Miller, en relación con su contexto inmediato, declara cómo es cuestionable la justificación de dicha coerción, al estar supuestamente sostenida en conceptos sin correlato material y concreto como lo puede ser la figura de Dios; conceptos vacíos, con base en los cuales se puede llegar a convertir a las leyes en instrumentos de injustica, al ser dictadas y seguidas de manera irreflexiva; apelar a supuestas evidencias, por ser susceptibles de meras interpretaciones, al estar basadas en el carácter intransferible de nuestra sensación. Tales elementos son los que podemos identificar en la obra de Miller y que, con base en el anterior posicionamiento del dramaturgo, podemos cotejar con lo convulso de su momento histórico, en el cual, cómo ya es añeja noticia, se suscitó la cacería de brujas del macartismo.

Vale la pena hacer las siguientes aclaraciones. La primera es en relación con lo problemático del carácter intransferible de nuestra sensación. No renuncio a la suma importancia de esta última, todo lo contrario, nuestra sensación es la importante habitación de nosotros mismos capaz de permitirnos una relación con los demás y el mundo que compartimos porque sólo a través de nosotros mismos podemos establecer dichas relaciones. En ello radica su importancia, lo cual no la hace ni infalible ni apodíctica. Justamente por ello es un principio prudencial del cual es importante hacernos responsables y, justo en la medida en que es intransferible, nos solicita la humildad de atender a los demás, a través de un esfuerzo vinculante de comprensión que nos permita procurar a la virtud como posibilidad de lo común. Lo anterior, entendiendo a la virtud, no como una certeza (lo cual es imposible), sino como el mejor posicionamiento del cual seamos capaces.

Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en la propia obra de Miller. Se trata de uno de los momentos de comprensión más conmovedoresque he hallado en mi humilde lectura de la literatura dramática a la que me he permitido acceder. En ese momento se manifiesta la activación de una lógica de la ternura opuesta a la imperante lógica de la crueldad que atraviesa a la diégesis estructurada por el dramaturgo estadounidense. Miller nos encuentra con la sabiduría de Elizabeth, una mujer capaz de llevar a cabo la habitación de sí misma, alatender a su sensación; “Yo no te juzgo. El magistrado que te está juzgando reside en tu propio corazón. Nunca he creído sino que eres un buen hombre, John, (con una sonrisa) sólo que algo desorientado”. Un ejemplo de cómo la comprensión,en lugar del juicio como resultado de la inercia de nuestras pasiones, puede llevarnos a actos extraordinarios como el del perdón. Es tal su empatía, que le señala a John la vía hacia su corazón. El camino semejante que ella sigue para poder comprender y perdonar. Un acto que requiere más coraje del que creemos, y que tendemos a subestimar al considerarlo signo de debilidad cuando, en realidad, requiere de una gran fortaleza, el arraigo y el centro de un ser humano íntegro capaz de vulnerarse.

Por otra parte, al hablar de la problematicidad de la figura de Dios como principio de autoridad moral, con un claro carácter político en el caso del contexto histórico del propio Miller, no niego la legítima creencia de cualquiera de nosotros a creer o no creer en alguna divinidad o lo divino. Lo realmente problemático de dicho fenómeno radica en la imposición de tal creencia, lo ilegítimo que puede ser imponer a la misma, en tanto que tal tipo de compromiso pretende constituir una forma de vida. Dicha imposición implicaría el intento de sujetar a los demás a una serie de dinámicas y prácticas que uno o varios individuos han elegido legítimamente para sí mismos, sin que ello sea el caso de quien no esté de acuerdo con tales ejercicios y su respectiva creencia vertebral. Se trata de un fenómeno que puede ser la legítima elección de unos, no de todos. Con ello se anularía la posibilidad de la comunidad que, como ya hemos visto, también requiere de lo particular y lo característico que puede diferenciarnos, incluyendo a la discrepancia.

Además de lo anterior, no puedo dejar de advertir que la figura de Dios y la noción de lo divino han sido planteados por más de una religión como fenómenos vinculados con sus creyentes a través de hechos y eventos. Estos últimos, fenómenos tanto cotidianos como constituidos a través de la fiesta y el ritual. Fenómenos del mundo inextricablemente comprometidos con nuestra sensación,con todo y lo problemático de su intransferibilidad. Sólo me queda mencionar, sin ahondar en detalles, el problema teológico y filosófico de concebir a Dios como la experiencia de lo absoluto por parte de un ser finito.

            Las brujas de Salem, como ya podemos advertir, también es una obra acerca de nuestra relación con el deseo. Encontramos en ella la complejidad del mismo y lo problemático que puede resultar hacernos responsables de él. En tal complejidad se manifiesta un tema medular que la confesión trata de desmontar a través de su carácter intrusivo. La confesión en este contexto puede llegar también a ser un principio para la invasión de la intimidad, a partir de la aparente justificación del cuidado de la colectividad que supuestamente implicaría la preservación de su moral y, por lo tanto, de sus valores. Se trata de escrutar en toda conducta de los integrantes de dicho grupo humano, para comprobar su pureza y, por lo tanto, su legitimidad como integrantes de tal colectividad. Dicha vigilancia se da en relación con la grave falta que sería, quizá incluso más que el pecado, el ocultamiento de este último. La voluntad de ocultar el pecado implicaría la posibilidad de la clandestinidad. Un principio de la rebeldía, lo cual podría generar una vida paralela y sin vigilancia, capaz de evadir al ojo-vigilante del dispositivo y, por lo tanto, sería capaz de desactivarlo. Como referente de ello y en relación con el tema de la máscara social, tenemos el siguiente parlamento de Abigail que nos confronta con el legítimo derecho que todos tenemos al secreto:

(se levanta): ¡Oh, qué duro es cuando la máscara cae! ¡Pero cae, cae! (Se arropa como para irse.) Has cumplido con ella. Espero que sea tu última hipocresía. Ojalá vuelvas con mejores noticias para mí. Sé qué así será… ahora que has cumplido tu deber. Buenas noches, John. (Retrocede hacia la izquierda con la mano en alto, despidiéndose.) Nada temas. Yo te salvaré mañana. (Al mismo tiempo que se vuelve para salir.) De ti mismo te salvaré. (Vase.).

Abigail ha sido confrontada por John Proctor, su amado. Este último le ha pedido que salve a su esposa de las consecuencias del escarnio, al haber sido acusada injustamente de brujería. Lo anterior, según John, con base en un plan que ha tramado la propia Abigail para inculpar a Elizabeth. Ello decepciona a la primera debido al profundo apego que siente por su amado, al cual creía capaz de cumplir su expectativa: quedarse al lado de ella cuando Elizabeth fuera condenada. Dicha expectativa constituye un intento de sujeción de John por parte de Abigail, una sujeción al deseo de esta última, en tanto que ella creía que la relación entre ambos era tan significativa para él como lo resulta para ella.

Abigail cree que John se traiciona, además de creer que John traiciona el afecto que ella siente por él. Abigail está decepcionada porque John decide cumplir con el deber de su máscara social: ser el esposo de Elizabeth. Para Abigail ello constituye un acto de hipocresía, actitud que, en relación con su contexto, identifica con la moral de la colectividad a la cual ambos pertenecen. Para ella se devela un supuesto engaño. Ella cree que éste ha sido encubierto por la máscara con la que John se relacionó con ella: la máscara de su amante.

Es importante notar cómo para ella la hipocresía radica en cumplir con el deber moral de la colectividad y, por lo tanto, con sus valores. Para Abigail, estos últimos son incompatibles con el descubrimiento de la plenitud de su sensibilidad, hasta entonces reprimida. La habitación de su deseo como habitación de su sensación. Una habitación de su cuerpo y, por lo tanto, de sí misma que todavía le resulta tan novedosa como intensa, al grado de implicarle un tremendo esfuerzo de comprensión del que no parece capaz. Ello constituye su dificultad para hacerse responsable de su deseo. Por eso Abigail queda sujeta a la pasión que siente. Sin embargo, nada de lo anterior puede justificarla de la evasión y negligencia que implicaría renunciar a la responsabilidad de sí misma.

Otro personaje de gran relevancia es el del Comisionado del Gobernador, Danforth. Éste representa una de las instancias más amenazantes y susceptibles de ejercicio de coerción en un proceso legal: el interrogador porque el interrogatorio es un proceso caracterizado por tal complejidad, ambigüedad y tendencia a la malinterpretación. No hay interrogatorio que no sea un ejercicio de presión y que esté comprometido con una estrategia para obtener una confesión, cómo podemos advertir con particular carácter especial en el caso del temible tribunal que Miller plantea en su obra.

Al respecto, Hale habla del miedo que los integrantes de la colectividad sienten por dicho organismo legal y la respuesta de Danforth resulta correspondiente con el objetivo de obtener dicha confesión: “Entonces hay una inmensa culpa en la comarca. ¿Tenéis VOS miedo de ser interrogado aquí?”. Es claro que Danforth advierte cómo las denuncias que se han suscitado como parte de la complejidad del proceso legal son resultado de la búsqueda de la satisfacción de los intereses privados de quienes las han llevado a cabo, motivados por su egoísmo, mezquindad y miseria. Tal parece ser la culpa a la que se refiere Danforth, aunque también puede inferirse que este último hace hincapié en la amenaza que resulta para los verdaderos culpables, autores del crimen en cuestión: la brujería, la fiereza amenazante de un tribunal de dicho tipo. Esto último se puede deducir en uno de los argumentos del Comisionado, verbalizado de manera iracunda, según Miller: “¡No me reprochéis el miedo en la comarca! ¡En la comarca hay miedo porque en la comarca hay una conspiración en marcha para derrocar a Cristo!”.

Una de las tareas de Danforth, probablemente la más importante, es la preservación de la pureza espiritual de la colectividad cuyo examen le ha sido encargado. Su misión posee implicaciones trascendentes y, por lo tanto, está comprometida con la ley divina por ser intérprete de esta última. Se trata de un referente legitimador de la justicia que, se supone, procura la institución que representa. Por ello, el deber con el cual está comprometido también implica un compromiso con la moral puritana y los valores de esta última. Danforth debe actuar con base en el fin de preservar la estructura moral que hace posible y legitima el poder del dispositivo y, por lo tanto, la sujeción al mismo a través de la culpa. Danforth, al igual que todo integrante del tribunal, debe repartir la culpa. Su misión es depositarla de manera proporcionada y correspondiente en cada uno de los integrantes de la colectividad, de tal manera entiende a la Justicia. El criterio (por llamarle de alguna forma) de tal ejercicio, por lo tanto, se basa en el actuar de los integrantes de la Comarca. Resulta crucial cómo ellos se posicionan ante su deseo, lo cual implica una especial atención por parte del tribunal en cómo velan o evidencian sus actos.

La minoría de edad con la que se conmina a los sujetos al dispositivo propicia la dificultad de que dicho grupo humano sea capaz de responsabilizarse de su deseo. Sin embargo, insisto, eso no los justifica ni los exime de la misma, ello es inextricable a todo ejercicio de libertad. Quizá el único matiz que haría al respecto radique en el caso de quienes no sean todavía capaces de tal posibilidad y se encuentren en un estado de indefensión, claramente es el caso de los niños, y en el caso de circunstancias en las que podamos advertir justamente cierto nivel de indefensión, las cuales no necesariamente corresponden con todo fenómeno coercitivo. Generalmente, estos últimos son estados de supresión del ejercicio de la libertad o fenómenos que no dependen de nosotros, en ocasiones dependientes de la estupidez y la irracionalidad de los demás.

Para tal dispositivo, dicha vigilancia pretende advertir que tan punibles y culpables son los habitantes de la Comarca, en la medida en que resulte grave su tendencia al pecado. Sin embargo, como ya nos los advirtió el propio Miller, quien detenta la aparente legitimidad del veredicto será el azote de Dios: un tribunal empoderado por el miedo de aquellos que ha sujetado.

En ello advertimos la intención de desactivar cualquier potencia política por parte de los fenómenos que constituyan una experiencia de ciudadanía, en este caso por parte de la colectividad misma cuando ninguno de sus integrantes posee alguna clase de poder, además de evidenciarse cuestionable lo libre que puede llegar a ser una colectividad y lo problemática que puede resultar la pretensión de una voluntad colectiva. No niego la posibilidad del acuerdo, la concordia y el consenso como algo cercano a dicha clase de fenómeno. Sin embargo, además de problemática,se advierte lejana la posibilidad de esta clase de fenómenos cuando sus integrantes prescinden de su propia reflexión, entendiendo a esta última como el esfuerzo de pensar en la posibilidad de una política comprometida con la comunidad y, por lo tanto, con el bien común que implica.

Como lo advertimos en el trabajo de Miller, el miedo puede ser suficiente para desactivar dicha posibilidad. Puede bastar para tal sujeción el escarnio del señalamiento, la denuncia, y, por lo tanto, la subsecuente estigmatización cuando se carece de un compromiso con uno mismo, el compromiso de ser responsable de nosotros mismos y cuidar de nuestra sensación. Un cuidado de nosotros mismos. Quizá por ello no resulta sorprendente la dificultad de Abigail para comprenderse y no juzgarse a sí misma, tomando en cuenta la peligrosa minoría de edad que la mayoría de los integrantes de dicha colectividad manifiestan en sus actos.

Hay un momento crucial de la obra que apela a lo común y a la posibilidad de llevar a cabo discernimientos legítimos en lugar de juicios fáciles de nuestra circunstancia, especialmente en casos tan problemáticos como el que presenta Miller en su obra. El dramaturgo se detiene con gran sutileza a llevar a cabo la escena de la problematicidad epistemológica del supuesto crimen cometido, para cuestionar la densidad ontológica del mismo, en tanto que narración y, por lo tanto, mito. Este último concepto entendido como un proceso imaginario y, por lo tanto, estructurante que, por ello y a pesar de su problematicidad, es capaz de determinar materialmente a su contexto. Esto último nos da cuenta de que nuestros mitos (insisto, entendidos como narraciones) tienen una relevancia crucial en la estructuración de nuestras formas de vida:

Señor Hale, creedme; para ser un hombre tan grandemente ilustrado, estáis muy confundido.  ..; espero me disculpéis. He estado treinta y dos años en el foro, señor, y me sentiría azorado si me llamasen a defender a esta gente. Considerad ahora… (A Proctor y a los otros): y os ruego que hagáis lo mismo. En un crimen ordinario, ¿cómo hace uno para defender al acusado? Uno llama testigos para probar su inocencia. Pero la brujería es “ipso facto”, por sus rasgos y su naturaleza, un crimen invisible, ¿no es así? Por consiguiente, ¿quién puede lógicamente ser testigo de él? La bruja y la víctima. Nadie más. Ahora, no podemos esperar que la bruja se acuse a sí misma, ¿conforme? Por consiguiente debemos fiarnos de sus víctimas. Y ellas sí que dan fe, las niñas ciertamente dan fe. En cuanto a las brujas, nadie negará que estamos extremadamente ansiosos por todas sus confesiones. Por consiguiente, ¿qué es lo que le queda a un abogado por demostrar? Creo haberme explicado, ¿no es así?

En una especie de confesión profesional o en un acto de aparente honestidad del mismo tipo, el Comisionado explica la dificultad de su labor ante el carácter intransferible de un crimen que no parece dar cuenta de su materialidad.Sin embargo, considera más difícil la defensa de los acusados, a pesar de lo comparable de la circunstancia de sus abogados con la del propio Danforth, por el hecho ineludible de que todo se basa en la intransferibilidad de la sensación de los integrantes de la colectividad, cuyo testimonio y denuncia es lo único que poseen. Sólo les queda a los acusados pedir confianza y, por lo tanto, pedir ser creídos.

Todo el caso judicial en cuestión está basado en meras habladurías de las cuales las más importantes son las denuncias. ¿No implica ello la generación de condiciones óptimas para llevar a cabo problemáticos ejercicios de coerción que den pie a ilegítimos y arbitrarios actos de violencia por parte de quienes tienen el poder, los cuales robustecerán a este último a pesar de que evidencien lo cuestionable de su autoridad?, ¿No sería ello una manera de ser permisivo y negligente ante la ilegítima violencia del fascismo, entendiendo a este último como la injusta dinámica de estigmatización y exterminio a la cual cualquiera de nosotros podría quedar sujeto?

La manifestación de tales peligros lo vemos en el interrogatorio como dinámica de coerción que no busca testimonio ni defensa sino, como hemos dicho, confesión. En tanto que se asume que es posible una confesión y se asume como el objetivo de tal dinámica, hay una presunción de culpabilidad que, por más estratégica que se presuma, muy probablemente generará prejuicios que condicionarán al juicio, entendido como procedimiento judicial, que harán tendiente a este último a la injusticia.

Se evidencia tal problematicidad en la manera de conducirse de Danforth hacia Mary cuando es interrogada, además de también hacerse patente la imposición de su criterio como un parámetro más legítimo y verdadero que el de aquellos que no son parte del tribunal, en tanto que supuestamente está respaldado por la supuesta autoridad moral que le da ser representante e intérprete de la ley divina, por ser un defensor del puritanismo religioso y sus valores: “¿Cómo te han instruido en tu vida? ¿No sabes que Dios condena a todos los mentirosos? (Ella no puede hablar) ¿O es ahora cuando mientes?” Danforth puede asumir, con base en prejuicio, la posibilidad de advertir mentira porque él es el dueño de la Verdad, lo cual evidencia su tendencia de facto a la injusticia: el será uno de los que determinarán si los acusados se conducen con Verdad porque el tribunal es el dueño de la misma, en tanto que exégetas, y, por lo tanto, dueños de la última palabra.

En contraste, ante el asedio de otro integrante del tribunal: Hathorne, Mary pierde su centro. Se trata de un cuerpo frágil, tendiente a desmayos relacionados con supuestas visiones de supuestos espíritus, que acaba todavía más desarmonizado y fragmentado ante la exigencia de hablar con verdad de un fenómeno que apenas si ella misma comprende. ¿Cómo no creer que tal falta de consideración evidencie una disposición al abuso y la tortura?

Hathorne, en lugar de comprender lo lábil del estado de Mary: una adolorida fisiología, cuestiona lo que güeramente considera una contradicción cuando Mary afirma que se desmayaba porque veía espíritus y, sin embargo, el desmayo le evitaba verlos: “¿Cómo creías verlos si no los veías?”. La respuesta de Mary no constituye para el tribunal la evidencia de lo crítico de su estado ni de la angustia que le produce, a pesar de su incapacidad de articular discurso coherente al respecto. Podemos inferir en este detalle la estrategia de Miller para evidenciar la rigidez geométrica a la que puede llegar a tender un sistema legal, convirtiéndose en procurador de injusticia, cuando nos sujeta a la exigencia de un sólo tipo de discurso que, además, puede llegar a ser sumamente incompatible con nuestra habla y, por lo tanto, con la materialidad correspondiente de nuestras formas de vida: “Yo… yo no sé cómo, pero creí. Yo… oí a las otras chicas gritar, y a vos, Excelencia, vos parecíais creerles y yo… Era jugando, al principio, señor, pero luego todo el mundo gritaba espíritus, espíritus, y yo… yo os aseguro, señor Danforth, yo sólo creí que los veía, pero no los vi”. Es advertible en tal discurso el gran nivel de angustia que puede producir en alguien la alta posibilidad de la condena cuando nos vemos sometidos por la incomprensión.

Pareciera que no hemos hablado de un elemento fundamental en la obra, incluso a pesar de haberlo nombrado en más de una ocasión. Arthur Miller, con la escrupulosidad que lo caracteriza, es capaz de hacerlo detonar como una de las fuentes sediméntales del conflicto dramático de su obra. Se trata de la explosión estruendosa de un pantano. Quizá la sensación de su impacto, su experiencia estética, nos puede ayudar a comprender que la armonía inaparente puede ser mejor que la aparente:

(su voz a punto de quebrarse, grande su vergüenza): En el sitio apropiado… donde se acuestan mis animales. En la noche que puso fin a mi alegría, hace unos ocho meses. Ella entonces me servía, señor, en casa. (Tiene que apretar los dientes para no llorar.) Un hombre puede creer que Dios duerme, pero Dios lo ve todo, ahora lo sé. Os ruego, señor, os ruego…, vedla tal como es, un terrón de vanidad, señor… (Está agobiado.) Perdonadme, Excelencia, perdonadme. (Enojado consigo mismo, vuelve la espalda al Comisionado por un momento. Luego, como si el grito fuese el único medio de expresión que le quedase.) ¡Pretende brincar conmigo sobre la tumba de mi mujer! Y bien podría, puesto que fui [sic] blando con ella. Dios me ayude, obedecí a la carne y en esos sudores queda hecha una promesa. Pero es la venganza de una ramera, y así tenéis que verlo; me pongo enteramente en vuestras manos. Sé que ahora habréis de verlo.

            Sin embargo, no lo verán porque ello implicaría el esfuerzo de comprender y, justamente como Danforth ha advertido, se trata del juicio de un crimen invisible. Un aparente crimen en la conciencia de una colectividad cuyo supuesto pecado fue ejercer su negado derecho al secreto para preservar su intimidad, derrotado por el egoísmo que implica la incomprensión de sus propias pasiones.

            Estamos en uno de los momentos medulares del drama escrito por Miller: la importante confesión de John Proctor, en la cual se evidencia su profunda culpa. Una culpa que derrota a su cuerpo y que, a pesar del coraje que exige la voluntad de vulnerarse, éste no será reconocido a través de un acto de compasión, mucho menos de comprensión, sino que será aprovechada para ser motivo de sometimiento. John Proctor queda sujeto. Lo evidencia su tensión en la mandíbula, un freno que le impide caminar y, por lo tanto, huir. La sujeción yace en él, radica en lo que siente y en la manera en la que ha aprendido a posicionarse ante ello, al haber sido miembro durante tanto tiempo de la Comarca. Ha naturalizado su moral en los hábitos que constituyen su cotidianidad, al grado de estructurar a su cuerpo como habitación de su sensación. Una sensación incomprendida que, cuando fue habitada, lo dejo en una situación tan delicada y angustiante que, finalmente, lo sometió todavía más al dispositivo y la moral de la cual es parte y ha participado. El duelo de la culpa, consecuencia de juzgar rígida y duramente su deseo, le produce llanto. Su angustia lo paraliza. Ésta se manifiesta en seguir culpando a Abigail de lo que para él es un error, en lugar de terminar por asumir la responsabilidad de sus actos. Parece no ser capaz de acabar de comprenderlo. John, como participe de la moral que lo conmina, también cae en la inercia de ser juez, incluso ahora que también es parte. En ello se sigue manifestando su identificación con la colectividad y, por lo tanto, con el control heterónomo de la misma. El estigmatizado John, a pesar de lo cercano de su exterminio, también estigmatiza a la apasionada Abigail al tildarla de ramera. Se angosta su mirada, lo cual le impide comprenderla, a pesar de haber sido cómplices de su deseo.

La pasión de la culpa nos sujeta al empoderarla por medio de inducir a los demás a su sentimiento. Así se activa el control del dispositivo a través de nosotros mismos, por medio de la captura de nuestra sensación. Basta para ello la habladuría:el juicio fácil y sin elementos con el cual también podemos llegar a ser juzgados, nosotros mismos habilitamos esa posibilidad. De ahí la inducción del dispositivo,al cual acabamos reducidos, a volvernos juez y parte con base en el problemático fenómeno de la moral. Se antoja más problemático este último fenómeno que el de una ética, si entendemos a esta última como: un acuerdo conmigo mismo. En la posibilidad de la sujeción de la moral de la cual somos capaces consiste la heteronomía:

(sin aliento, con la mente enloquecida): ¡Digo…digo que… Dios ha muerto! […] (rie como un demente y): ¡Fuego, arde un fuego! ¡Oigo la bota de Lucifer, veo su asquerosa cara y es mi cara la tuya, Danforth! Para quienes se acobardan de sacar a los hombres de la ignorancia, como yo me acobardé y como vosotros os acobardáis ahora, sabiendo como sabéis en lo íntimo de vuestros negros corazones que esto es un fraude… Dios maldice especialmente a los que son como nosotros, y arderemos… ¡Arderemos todos juntos! […] ¡Estáis echando abajo el Cielo y entronando a una ramera!

Y es que, así como la moral resulta más problemática que la ética, probablemente la santidad resulte más problemática que el pecado en relación con la vida de nuestra especie.

Miller, a través del personaje de Hale, hace patente la descomposición del cuerpo vivo de una ciudad cuando éste se ha deshabitado. Se deshabita su deseo y, por lo tanto, su sensación, porque se ha violado su intimidad como habitación de sí misma: “ Excelencia, hay huérfanos vagando de casa en casa; el ganado abandonado muge en los caminos, el hedor de las mieses podridas flota por todas partes y ningún hombre sabe cuándo pondrá fin a sus vidas el pregón de las rameras… ¿y vos os preguntáis aún si se habla de rebelión? ¡Mejor sería que os maravillaseis de que aún no hayan incendiado vuestra provincia!”. Vemos cómo la vulneración del secreto hace imposible la continuidad de la vida, porque el secreto permite la posibilidad del movimiento del mismo y, por lo tanto, su transformación, a partir de su carácter estructurante. El deseo manifiesto en las potencias de nuestra imaginación puede ser el principio de una poiesis de la vida: una comprensión estructurante de nuestra querencia al habitarnos en su sensación y vivirla plenamente, capaz de estructurarnos. ¿Queda algo si nos negamos tal posibilidad?

No creo que sea digno de tomarse en cuenta como algo que queda de dicha mutilación de nuestro cuerpo: la miseria, la insatisfacción y el malestar que pueden suceder ante tal carencia, capaz de convertirse en una pasión que genere las más terribles posibilidades de nuestra libertad y, por ende, voluntades perversas que den motivo de castigo por parte de las voluntades perversas que han capturado nuestra sensación.

El reverendo contempla la derrota hacia el rictus de Salem: un cuerpo agonizante deshabitado por la erosión de su deseo; un paisaje inhóspito tendiente a la inercia. Los fenómenos de nuestro deseo susceptibles de ser estigmatizados como ‘enfermedades’ por quienes no hacen el esfuerzo de comprenderlos, participan de la armonía de la vida del cuerpo vivo de una ciudad. Cuando aquella aparente anomalía es desterritorializada del lugar en el que es pertinente, el cuerpo civil se desarmoniza, se propicia su malestar. Se genera la descomposición que implica la desintegración de dicha habitación de nuestra sensación,debido a que dicho territorio pierde forma y, con ello, su sentido. Una necrosis que puede culminar con lo inevitable de su desenlace.

Cuando no hay manera de ocultar nuestra mierda bajo la alfombra, acaba flotando hasta en el agua que bebemos: “Pues es bien simple. Vengo a cumplir la obra del Diablo. Vengo a aconsejar a cristianos a que se calumnien a sí mismos. (Su sarcasmo se derrumba.) ¡Sangre pesa sobre mi cabeza! ¡¡Es que no podéis ver la sangre sobre mi cabeza!!”, declara Hale en una manifestación de sabiduría, a pesar de la angustia que le causa el fiambre que alguna vez fue Salem. ¿Puede haber momento más pertinente para la sabiduría que el de la angustia que puede inspirar nuestro paisaje?

Por ello se puede inferir que lo que llamamos malestar es la desarmonización que resulta de no comprender la emergencia de lo que creemos y llamamos: enfermedad, al igual que su pertinencia en el cuerpo vivo de la ciudad como habitación de nuestra sensación. La evidencia de tal desarmonización sería lo que solemos llamar: síntoma. Dicho epifenómeno o su conjunto constituye o constituyen al malestar. Por lo tanto, no son causa de lo que hemos estigmatizado como enfermedad sino de la desarmonización que implica la incomprensión de la llamada: ‘enfermedad’, al no entenderla como una manifestación de la vida que, por lo tanto, tiene su legitimidad a pesar de su complejidad. En este caso, nos referimos a dicha manifestación como un fenómeno del cuerpo vivo que es una ciudad.

Hale, consciente del compromiso de sus afectos con la vida que fue Salem, sabe que también, de alguna manera, es responsable de lo que pasó con quienes fueron objeto de injusticia por haber quedado sujetos por la identidad que los condenó a la estigmatización y exterminio del dispositivo. Hale es consciente de que participó y no fue ajeno a aquel proceso, porque también, de alguna manera insisto, colaboró con el empoderamiento de la culpa que erigió el poder de la moral que capturó la sensación de los integrantes de la colectividad que constituyeron al dispositivo:

No equivoquéis vuestro deber como yo equivoqué el mío. Vine a este pueblo como un novio a su bienamada, cargado de presentes de la más alta religión; traía conmigo las coronas mismas de la ley sagrada y cuando toqué con mi radiante confianza, murió; y allí donde puse el ojo de mi inmensa fe, manó la sangre. Ten cuidado, Elizabeth Proctor… no te aferres a ninguna fe, cuando la fe trae sangre. Es ley equivocada la que te lleva al sacrificio. La vida, mujer, la vida es el más preciosos don de Dios; ningún principio, por muy glorioso que sea, puede justificar que se le arrebate. Te imploro, mujer, influye sobre tu esposo para que confiese. Que diga su mentira. En este caso no te acobardes ante el juicio de Dios, pues muy bien puede ser que Dios condene menos a un mentiroso que a quien, por orgullo, se deshace de su vida. ¿Querrás exhortarle? No puedo creer que escuche a ningún otro.

Son las palabras compasivas de Hale ante la atrocidad inminente que advierte como destino de John si éste no confiesa. En ellas se evidencia la claridadde Hale al descubrir en la fe un fenómeno de rigidez: el fanatismo, a pesar de utilizar dichos argumentos para intentar salvar a Proctor a través de una injusta confesión condicionada por la influencia de Elizabeth. Los argumentos que emplea el reverendo para tal injusticia podrían ser legítimos si se usaran para evidenciar la injusticia del proceso que ha condenado a la horca, hasta ese momento de la obra, a doce personas y que tiene en cautiverio a otros, entre los que están John Proctor y su esposa. Probablemente por ello, ante lo desesperada de la situación, han surgido por parte del propio Hale argumentos en contra de tan importante convicción para la vida civil de la Comarca, fenómeno del cual él aparentemente sigue siendo una figura importante. Tal es la gravedad de la situación que ha hecho consciente al propio Hale de la irreductibilidad de la fe que la evidencia como fenómeno incapaz de ser objeto de discernimiento. Toda fe es fanatismo.

Sin embargo, consciente de la injusta moral que ha sujetado tanto a su esposo como a ella, Elizabeth advierte la perversidad de sus jueces en la voluntad de usar su influencia como esposa y madre de familia para coaccionar a John. Un hombre que, como cualquiera, vive la complejidad de su deseo, al igual que la de sus consecuencias. Un delito del cual, probablemente para cualquier puritanismo, todos somos culpables.

Sin embargo, la esposa de John Proctor también parece reconocer la compasión de Hale en el hecho de hacer a un lado lo que para él fueron profundas convicciones, con el fin de salvar a John. Por lo anterior, aunque parezca cuestionable, me atrevo a inferir un posible carácter libertario y rebelde en el posicionamiento de Hale, debido a la autonomía advertible en el mismo. Lo anterior, además de constituir una voluntad de justicia ‒quizá de manera muy velada‒, también se sugiere como un posicionamiento estratégico ante la institución. Un carácter sabio y prudencial que se atreve a criticar a algo tan importante para dicho contexto como lo es la fe, con el fin de salvar a un hombre. Hay un riesgo latente en el carácter desnormalizador de criticar a la fe en tal contexto, por más que la circunstancia parezca justificar el posicionamiento del reverendo, especialmente si tomamos en cuenta la presencia de parte de los miembros del tribunal.

Sin embargo, Elizabeth, defendiendo su inocencia y la de su marido, no deja de advertir lo perverso de tal posicionamiento: torcer la supuesta ley divina a favor de la injusticia de satisfacer los intereses de los injustos que, además, son jueces, por más que ello implique la salvación de su esposo y padre de sus hijos: el bien aparente de salvar a John. Eso la evidencia como una verdadera practicante de su fe, a pesar de lo opuesto de tal actitud al carácter prudencial de la sabiduría y la rigidez del fanatismo que he criticado. Se necesita mucho coraje para vivir según nuestras creencias cuando manifiestan la honestidad de nuestro querer. Ello también puede constituir un acto de autonomía.  Elizabeth confronta su destino:(con calma): Creo que así razona el Diablo”.

Quiero revisar con más calma las implicaciones del posicionamiento del reverendo Hale, sobre todo el advertible riesgo del cual he hablado como particular elemento de su crítica y en relación con lo que él mismo representa. Si bien Elizabeth cuestiona tal posicionamiento al considerarlo resultado perverso de la lógica del diablo por sus fines, con lo cual estoy de acuerdo, no deja de resultar interesante el acto de autonomía que constituyen tanto la crítica de Hale como los argumentos de la misma víctima. Rescatando la mera noción de Elizabeth de lo que asume como lo que podría ser: ‘la manera en que razona el diablo’, vale la pena, apegándonos al mero contexto cultural en la que está situada la diégesis propuesta por Miller, advertir lo rebelde y libertaria que podría ser tal clase de lógica debido a su carácter tendiente a la posibilidad de autonomía.Y es que la figura del diablo, tomando en cuenta lo anteriormente planteado, sería susceptible de resignificación como: el símbolo de la rebeldía y la desobediencia que pueden surgir en quien, al acudir a su sensación y, por lo tanto, al habitarse al habitar su cuerpo, es capaz de generar un acuerdo consigo mismo. En ello consiste el ejercicio de su propio razonamiento el cual, inevitablemente, siempre estará confrontado con la normalización de todo entendimiento del mundo y de su vida, que pretenda cerrar el sentido o simplemente sea ajeno y, por lo tanto, una alteridad susceptible de imponer su ley: la ley del otro. El diablo, desde la resignificación que propongo, sería el adversario que se opone a tal imposición: la imagen de quien decida confrontar a quien impongan su manera de vivir. Éste último sería para los fascistas: el que está fuera de lugar, el impertinente. A los normales les parecerá un poseso, un leproso fuente de contagio.

Quien ha decidió llegar a un acuerdo consigo mismo, si no mata al héroe que vive en su alma, no dejará de advertir la posibilidad impositiva y coercitivadel desprecio por el examen de la vida que compartimos. Probablemente, siempre le parezca que dicha voluntad pretende detentar un espurio poder injustificable, ante lo cuestionable de la propiedad de la Verdad entendida como referente del Absoluto, por parte de cualquiera de los que tan sólo somos cuerpos finitos. El diablo está en el cuerpo: “(en el colmo de la desesperación): Mujer, frente a las leyes de Dios, apenas somos cerdos. ¡No podemos leer Su voluntad!”, le reclama Hale a Elizabeth con el fin de salvar a John a través de la influencia de esta última y, sin embargo, no deja de ser conmovedora la humildad de Elizabeth ante la injusticia. Con un sencillo acto de gran coraje evidencia su ejemplaridad. Demuestra su capacidad de autónoma prudencia al conducirse con la justicia con la que nadie de los que los juzgaron trataron a los Proctor, ni a ninguno de los condenados y procesados de Salem: “No puedo discutir con vos, señor; me falta estudio para ello.” Elizabeth suspende su juicio.

            Ante la amenaza de tal dignidad para el tirano y su poder, Danforth demuestra que no hay cabida para los argumentos de una legítima defensa sino para la coerción a partir de la superficialidad de un juicio somero, escaso en reflexión y, por lo tanto, irracional, sobre la propia Elizabeth. Se agudiza el escarnio contra ella al evaluar lo indiscernible: la sensibilidad de la propia Elizabeth en relación con sus afectos familiares. Una reducción que se pretende sostener a partir de la mera interpretación de uno sólo de sus hechos, haciéndose claro lo injustos que podemos ser cuando creemos que una imagen vale más que mil palabras. Con ello Miller evidencia la apariencia de una máscara social: la institución llevando a cabo un cuestionable simulacro de justicia:

(yendo hacia ella): Elizabeth Proctor, no se te ha convocado para discutir. ¿Es que no hay en ti la ternura de una esposa? Él morirá al amanecer. Tu esposo. ¿Lo comprendes? (Ella lo mira simplemente) ¿Qué dices? ¿Tratarás de convencerlo? (Ella calla.) ¿Eres de piedra? ¡Con franqueza, mujer, si no tuviese otras pruebas de tu vida antinatural, tus ojos secos ahora serían prueba suficiente de que has entregado tu alma al Infierno! ¡Hasta un monstruo lloraría ante semejante calamidad! ¿Habrá secado el Diablo toda lágrima de piedad en ti? (Ella permanece callada.) ¡Lleváosla! ¡No se ganará nada con que ella le hable!

La inmediata impulsividad de una opinión, desnutrida por faltarle el alimento del esfuerzo por comprender por parte de la razón, convierte a Elizabeth en un monstruo ante la mirada pública. El coraje ante el escarnio puede ser la mejor y única defensa ante los que están en el púlpito del juez. John lo tiene claro, criticando una razón instrumental que sólo busca satisfacer la conveniencia personal y el interés privado, por encima del bien común.

No hay juez más legítimo que uno mismo. Para Elizabeth resulta claro al reconocer la integridad de su falible esposo: “Haz lo que quieras pero que nadie sea tu juez. ¡Bajo el cielo no hay juez superior a Proctor!”.

La dignidad de los Proctor es el bien común de su ejemplaridad que, desde lo problemático de su puritanismo, los hace posicionarse en el esfuerzo de su virtud como un acto de habitación de su verdad en ellos mismos: su honestidad. Se advierte, no sólo la gravedad de la mentira que se le quiere obligar a decir a Proctor en una falsa confesión, sino también lo problemática de la mentira como deshabitación de uno mismo. En la postura de los Proctor hay una defensa de la honestidad como simiente de nuestra autonomía, ante la mentira como posible generadora de la desconfianza en nuestras relaciones. Advertimos en tal posicionamiento por parte de Miller y sus personajes: una problematización de la mentira como principio de difamación y escarnio. Estas últimas, herramientas del dispositivo capaces de fracturar a la vida de los cuerpos que constituyen a una ciudad. Por ello, John afirma ante la cuestionable pureza de quienes los han juzgado: “Es difícil arrojarle una mentira a los perros”.

Sin embargo, la obra nos confronta con la sublime experiencia de nuestra finitud cuando ésta significa el angustioso padecimiento de lo terrible que puede ser la injustica y sus efectos en nosotros. Si recordamos que no podemos saber lo que puede un cuerpo, ¿cómo juzgar los límites de las potencias de cualquiera de nosotros ante circunstancias que, no sólo los ponen a prueba, sino que también pretenden rebasarlos? John quiere vivir y para ello debe confesar un crimen que no cometió. John decide confesar.

Me parece advertible la facilidad de un juicio en contra de dicha voluntad, ante la dificultad que implica tan sólo la amenaza de una probable ejecución en contra de alguien. Un castigo a partir de la aparente legitimidad de un dispositivo de poder. Se puede imaginar lo indeseable de dicha posibilidad para muchos de nosotros. Cualquiera capaz de imaginar el dolor ajeno, difícilmente sería capaz de desear tal circunstancia para sí mismo o los demás, por lo menos actuando desde la serenidad de un cuerpo capaz de consciencia. Un cuerpo atento a su sensación es un cuerpo armonizado capaz de comprender. La adquisición de consciencia a través del servicio de nuestra razón también es una habitación de nuestra sensación. Actuar racionalmente es un acto sensible que puede implicar la habitación de nuestra reflexión y pensamiento como fenómenos de un cuerpo vivo. ¿Qué posibilidades podría llegar a tener un cuerpo derrotado por la angustia o en la necesidad de estar en constante resistencia?

  Sin embargo, John, a pesar de lo anterior, intenta seguir preservando su integridad, a pesar de la humillación a la cual tiene que ceder. Acepta confesar, pero no está dispuesto a firmar su confesión. No quiere entregar su nombre por escrito, lo característico de una rúbrica o grafía, como testimonio de los actos de su vida y el honor que en ellos está comprometido. Según sus creencias, en relación con el honor de los actos de su vida está comprometida la valía de su alma. Es sugerente pensar que en muchas tradiciones se evita dar el nombre para que nadie se quede con el alma de su dueño. A John le piden tal confirmación para quedar sujeto al juicio del Pueblo, a través del registro de su historia como recurso para su ojo vigilante y el escarnio del cual sea capaz. La historia del cuerpo vivo es también una historia de los pueblos como habitaciones del primero:“¡Al Diablo con el pueblo! ¡Yo confieso ante Dios, y Dios ha visto mi nombre en este papel! ¡Es bastante!”. No sólo es bastante, es un sacrificio, es demasiado.

Recordemos la concepción de ‘Dios’ como ley (logos) vinculada, a través de la razón,(logos) con la consciencia de los hombres, en tanto que referente de esta última. Paradójicamente, este elemento también hace posible la confesión. En este caso, John defiende la territorialidad de su subjetividad: le basta saber lo que ha hecho como un fenómeno de su consciencia. Sólo a esta última tiene acceso Dios que está en todas partes y todo lo sabe, según sus creencias.

Sin embargo, el dispositivo necesita publicar la prueba de su veredicto ante quienes gobiernan, para legitimarse y, con ello, actualizar el dominio del dispositivo. En este caso, también depende de ello la supuesta ejemplaridad del castigo, impuesto como motivo del miedo capaz de someter a los sujetos por el mismo. Se trata de la dominación de la colectividad a través de la captura de su propia sensación. Cómo hemos visto, ello constituye al dispositivo. Se trata de inducir al miedo a padecer lo terrible que puede ser este último, a través de la aparente superioridad de quienes ejercen su voluntad como autoridad.

La reducción a tal imagen pública,concreta la dominación de John por parte del dispositivo. La vergüenza que pueda surgir del mero escarnio abre la posibilidad de vulnerar la propia creencia en sí mismo y para sí mismo en relación con sus actos. John está defendiendo desde su finitud que cree en un único juez legítimo: su contraparte correspondiente que es el Absoluto representado por Dios. Esa integridad es una manifestación de pensamiento autónomo que pone en peligro al dispositivo porque puede ser capaz de constituir rebeldía.

Concretar el castigo implica mutilar la integridad de un cuerpo vivo para consumar el sometimiento a través del mismo: “¡Me he confesado! ¿Es que no hay más penitencia buena que la pública? ¡Dios no necesita de mi nombre clavado en la iglesia! ¡Dios ve mi nombre! ¡Dios sabe cuán negros son mis pecados! ¡Es bastante!”. John defiende ser su propio abogado ante la ley de los cielos y su propio juez en la tierra, a través de su consciencia. Se trata del último aliento por la defensa del porvenir de su habitación del mundo. Está comprometida toda la vida de John, incluyendo lo más importante para él, como veremos más adelante.

John, finalmente, firma la confesión. Sin embargo, nadie le advierte que parte de la misma implica señalar a los supuestos cómplices de su supuesto crimen. Aquí se evidencia lo problemáticos que pueden ser los acuerdos tácitos por parte del Derecho, en tanto que tienden a posibilitar la arbitrariedad, la confusión y el prejuicio. John decide no ceder ante tal intento de coacción: “Tengo tres hijos… ¿Cómo enseñarles a caminar por el mundo como hombres si he vendido a mis amigos?”. Hasta entonces, el tribunal lo creía dominado. John todavía es capaz de la consciencia de la responsabilidad de sus actos y sus implicaciones en relación consigo y los demás, especialmente con sus seres más queridos.

Ser objeto de vergüenza implicaría perder el respeto que propicia en uno la posibilidad de nuestra ejemplaridad, especialmente ante nuestros afectos más importantes. Traicionar a los demás no es sólo traicionarnos a nosotros mismos sino a los que más queremos. Sin embargo, a pesar de lo importante de este aspecto, especialmente en el caso de las figuras paternas, nadie está exento de su falibilidad.

En el anterior posicionamiento de John podemos advertir el poder heterónomo del escarnio ante nuestra lábil capacidad de comprensión, especialmente hacia nosotros mismos,por lo definitivo y específico que puede ser el peso de nuestros juicios menos fundamentados y más ligeros en nuestras vidas y sus formas. En este trabajo, en términos intempestivos, no resulta gratuita mi insistencia en advertir cómo toda cultura tiende a ser una cultura del escarnio, con todo y sus documentos de barbarie, y que estamos muy lejos, en buena medida debido a nuestro egoísmo,de la posibilidad de una cultura de la comprensión. Vemos cómo hemos generado un dispositivo con rostros históricospara el escarnio, capaz de hacerse de la propiedad de nuestros nombres para desterritorializar nuestra subjetividad y colonizarla, haciéndonos tendientes a ser cuerpos fragmentados: humanos mutilados por la incomprensión de su deseo, deshabitados y, por lo tanto, seres que suelen ser incapaces de constituir habitaciones de lo común en el mundo.

John, padeciendo la experiencia sublime de la finitud constitutiva de su cuerpo y de su vida, afirma y defiende lo mucho o poco que le queda después de tal dominación:“(con un grito desde el fondo de su alma): ¡Porque es mi nombre! ¡Porque no puedo tener otro en mi vida! ¡Porque miento y firmo mentiras con mi nombre! ¡Porque no valgo la tierra en los pies de quienes cuelgan ahorcados! ¿Cómo puedo vivir sin nombre? ¡Os he dado mi alma; dejadme mi nombre!”.

En estas palabras, Proctor manifiesta cómo quedamos reducidos a la abstracción del registro de los datos que constituyen un archivo,a través de la burocratización. Somos sujetos susceptibles de burocratización por parte del dispositivo. Conceptos que, si llegarán a perder el referente de sus materialidades concretas, quedarán vacíos. En ello radica el estadio último de la condena, la pena final y, por lo tanto, el castigo definitivo.

Nos queda pensar en lo paradójico del desenlace de la obra: Proctor quedaría derrotado si hubiese cedido a todo lo que implicaba su confesión, incluyendo la delación de los otros implicados en lo que llama Miller: “la tragedia de Salem”, a pesar de haber podido conservar la vida. Sin embargo, Proctor vence, a pesar de que el dispositivo obtuvo un cuerpo que castigar porque no cede a la confesión, no delata a nadie y hace fracasar al tribunal de los verdugos de la injusticia, a pesar de que ello le cuesta la vida. Podría decirse que John vence a sus contrincantes siendo derrotado. La armonía inaparente de la supuesta maldad y corrupción de John Proctor vence a la armonía aparente de la supuesta pureza inmaculada del dispositivo. John no entrega su integridad porque no puede. No puede hacerlo quien es señor del dominio de su sensación. Un dominio de sí mismo manifiesto en la autonomía de quien es un legítimo hombre libre que piensa por sí mismo: un poeta de su libertad que, en términos del propio Proctor, no renuncia a sus potencias vitales:

(con los ojos llenos de lágrimas): Si que puedo. Y he aquí vuestro primer milagro, que sí puedo. Habéis producido vuestro milagro, porque ahora si creo vislumbrar una hilacha de bondad en John Proctor. No alcanza para tejer con ella una bandera, pero es lo bastante blanca como para no dársela a estos perros. (Elizabeth en un arranque de terror, corre hacia él y llora en su mano.) ¡No les concedas una lágrima! ¡Las lágrimas les placen! ¡Muestra tu honor, ahora, muestra un corazón de piedra y húndelos con él! (Él [sic] la ha levantado y la besa con gran pasión.)

Proctor confronta su destino. Asume con coraje su conversión en un templo sólido, la conversión en un hombre capaz de templanza. Decide llevar a cabo el esfuerzo de su imperturbabilidad el cual, a pesar de la rigidez de las imágenes de su discurso, sería injusto confundir con represión.Todo lo contrario, se trata de la imperturbabilidad que produce en sí mismo quien tiene el coraje de habitar la plenitud de su sensación. En ello radica la honestidad de la victoria de John, al igual que su ejemplaridad. John Proctor ha desactivado al miedo al comprenderlo como una experiencia de sí mismo. Logró su victoria al investigarse a sí mismo.

Parece que la armonía de John es el porqué de la orden inminente de Danforth: “¡Colgadlos bien altos sobre el pueblo! Quien llore por éstos, llora por la corrupción. (Sale, pasando a su lado como una exhalación. Herrick comienza a llevar a Rebecca, que casi se desploma, pero Proctor la ayuda mientras ella lo mira como disculpándose.)” Por la celeridad con la que Danforth sale, parece dicho caminar, más que un último acto de indolencia, una huida. ¿Será que la potencia que manifiesta el coraje de John Proctor le ha quitado rigidez y su centro aparente?

Proctor cerró su discurso con un beso apasionado. El signo de un discurso verbal que nos remite tanto al acto extraordinario del perdón entre John y Elizabeth como a su amor. Se advierte a la lógica de la ternura, capaz de desactivar al fascismo.

Desde la plataforma de su ego, Hale evidencia su culpa. Ésta lo ha vencido con todo y su sabiduría. Incluso la culpa puede derrotar al más sabio, porque el sabio lo es por haber sido derrotado muchas veces, varias de éstas por la culpa. Hale sólo piensa en la muerte de John Proctor, incapaz de admirar el acto de coraje con el cual éste consumó su integridad para no acabar perdiéndose a sí mismo en la esclavitud del dispositivo:“: ¡Mujer, exhórtale! (Comienza a correr hacia la puerta, pero regresa.) ¡Mujer! Es orgullo, es vanidad. (Ella evita sus ojos y se mueve hacia la ventana. Él cae de rodillas.) ¡Ayúdale! ¿De qué le sirve sangrar? ¿Ha de ser el polvo quien lo alabe? ¿Han de ser los gusanos quienes proclamen su verdad? ¡Acude a él, quítale su vergüenza!”. Sin embargo, Elizabeth no tiene dudas. Ella es capaz de admirar la ejemplar integridad de John, porque el amor abre los ojos, libera al diluir la propiedad del ego y se opone a la angostura del paisaje limitado por la angustia: “(sosteniéndose para no caer, agarra los barrotes de la ventana y grita): Ahora tiene su pureza. ¡Dios no permita que se la quite!”. Nadie puede esclavizar ni quitarle nada a quién tiene el coraje de habitar su sensación.

Comencé este trabajo preguntándome acerca de la posibilidad de seguir a Miller en relación con su posicionamiento de presentar a Las brujas de Salem como una tragedia. Parece arrogante cuestionar las claridades muy legítimas de un autor acerca de su obra. Sin embargo, mi pregunta va más allá de tal superficialidad. Entraña una inquietud muy personal. Un tema para mí muy importante, que tiene una estrecha relación con el porqué de mi decisión de acercarme al teatro, al igual que a otras posibilidades poéticas de la escena.

Considero medular tomar en cuenta la posibilidad de comprender a los hechos históricos en los que se basa el trabajo de Miller, una tragedia. En ese sentido, más allá de entender a la tragedia como un género dramático que se diferenciaría de la noción de ‘lo trágico’ como un fenómeno independiente de la historicidad de dicho fenómeno poético, me resulta más importante abrir la posibilidad de resignificar a la tragedia como horizonte de comprensión de la relación entre libertad y destino, estos últimos entendidos como fenómenos correspondientes, en relación con el carácter paradójico de nuestra libertad. En ese sentido, también parece necesario resignificar a la noción de ‘destino’ y, con ello, considerar nuevamente a la tragedia como un horizonte de análisis, examen y comprensión de la condición humana, si es que alguna vez ha dejado de serlo. De hecho, esta propuesta no es ninguna novedad. En ello, en más de una ocasión, ha consistido la intempestividad de dicho fenómeno cultural.

Alguien que ofrece importantes claridades al respecto es otro magnífico dramaturgo, Carlos Solórzano:

Los grandes problemas del hombre han vuelto a tratarse ante los ojos del público. Sin pretender igualar las formas griegas, son ésos los modelos que se han seguido. El concepto destino ha vuelto a cobrar sentido. Sabemos que hay algo que se sobrepone a la voluntad del hombre. Hoy podemos llamarles tiranías, persecuciones, brutalidades o espíritu de resignación, motivado por lo absurdo de nuestro mundo; pero sabemos que tiene la misma validez dramática que ese concepto del fatum griego: el de limitar la acción humana por la inminencia de algo que el hombre no puede precisar y menos aún decidir ni evitar y que le dan, a la existencia de hoy, un contenido trágico. El problema del hombre contemporáneo es el del individuo ante la sociedad.

            Me resulta difícil no estar de acuerdo con Solórzano en lo fundamental de su intuición, sumamente cercana a la problematicidad de nuestros afectos comunitarios como lo hemos visto en el caso de la obra de Miller. Por ello, probablemente sea igual de importante que la resignificación de la tragedia que se propone no implique hacer a un lado la noción de ‘lo trágico’, para no dejar de advertir lo trágico de nuestras vidas lo cual, probablemente, nos confronte con la tragedia como el horizonte de comprensión que siempre ha sido, a partir de su resignificación. Esta última labor y su posibilidad, también parece demandarnos el no dejar de advertir la compatibilidad entre la tragediay ‘lo trágico’ como referentes intempestivos de las materialidades concretas de nuestras formas de vida. Una relación inextricable que da cuenta de una relación transhistórica entre las diversas manifestaciones y posibilidades del mito, al igual que de las densidades ontológicas de dichas imágenes, imaginaciones e imaginarios.

            Quizá de tal forma sea más difícil abandonarnos al olvido de nosotros mismos, al grado de deshabitarnos. Quizá de tal forma sea más fácil no olvidar lo terribles que podemos ser.