Un crimen invisible

“Ser egoísta no es vivir como uno quiere

sino querer que los demás vivan como uno.”

Oscar Wilde

En Del sentimiento trágico de la vida, en los hombres y los pueblos, Miguel de Unamuno defiende al hombre de carne y hueso. Reivindica su concreta y material existencia hecha de muchas piezas, según el bilbaíno. Se opone a la experiencia de estufa de René Descartes y reivindica la contundente experiencia estética de la vida, tendiente al vértigo de profundas intensidades de las cuales ninguno de nosotros estamos exentos. Dicho filósofo reivindica el derecho de cada ser humano de afirmar: “¡Yo sé quién soy!”, en contra de lo espuria que puede resultar una definición universalista de los hombres, lejana a su sentimiento y, por lo tanto, a su vida. En un mundo empeñado en definir, decidir por nosotros y decirnos lo que somos, ¿no adquiere cierta legitimidad y pertinencia la postura de Unamuno, aunque parezca una arbitrariedad? ¿No se antoja más arbitrario el cierre de sentido con el que acabamos comprometidos al no atender el peligro de la captura de nuestra sensación por parte del dispositivo?

            Quizá lo más importante de nuestros mitos sea su cercanía con las materialidades concretas de nuestras formas de vida. No sólo me refiero a lo más evidente y positivo: los datos del mundo que evidencian nuestro paso por el mismo de manera tangible, sino también a las situaciones y circunstancias que constituyen un pathos del cuerpo, imaginable a través de su narración por estar en relación con nuestra sensibilidad. Me refiero a nuestras emociones, sentimientos y pasiones. Éstas tienen la superficie, el volumen y la profundidad incalculable de nuestro cuerpo cuando está vivo. Por ello, la literatura tiene una relevancia ante la Historia (asumiendo a la misma como una pretensión), especialmente cuando la última, en varios contextos y momentos, se propuso una problemática objetividad que la llevo, incluso, a constituirse como un mero registro basado en una asepsia de todo lo que se antojara o pareciera subjetivo. Ello, en varios casos y momentos, la hizo objeto de captura por parte de dispositivos de poder que aprovecharon tan imposible voluntad de neutralidad par llevar a cabo un cierre de sentido que se constituyera en la problemática posibilidad de una Historia oficial. Sin embargo, como un constitutivo posicionamiento vital, siempre hemos contado con el mito para no olvidarnos de nosotros mismos.

            Mi anterior postura acerca de lo que ha sido un problema de la Historia, no El problema de la Historia, por lo mismo no es una generalización. Podemos hallar ejercicios significativos en dicha disciplina que son esfuerzos por abrir sus horizontes críticos y reflexivos ante el peligro antes mencionado, de altos y muy originales niveles de comprensión e importante erudición muy bien fundamentada, los cual se manifiesta en relevantes aportaciones para no olvidarnos del carácter problemático de nuestra especie.

            Un ejemplo de la relevancia del mito en el ejercicio de comprendernos como fenómeno problemático, lo encontramos en Las brujas de Salem de Arthur Miller. Motivado por evidentes preocupaciones contemporáneas, Miller acude a la intempestividad de un momento de la historia de su país que le habla y lo lleva al encuentro consigo mismo en el que consiste toda reflexión. Aprovecha su riqueza de recursos como el gran dramaturgo consumado que ya era, para componer desde el referente de un imaginario aparentemente lejano una diégesis que le permita problematizar su época, además de argumentar una crítica a su tiempo de manera frontal y abierta. Lo anterior desde la seguridad que puede permitir el arte, sin negar que también la poesía tiene sus riesgos. Con ello demostró que, muchas veces -como también Albert Camus lo comprendió-, lo político del arte se vertebra estratégicamente a través de una poética. Miller da cuenta en su trabajo de que el mito no sólo es un discurso sino también una habitación del cuerpo.

            Sin embargo, antes de llegar con más puntualidad a ese punto, vale la pena atender la retórica de nuestro autor en un momento clarificador y pertinente de la antesala necesaria para acceder a dicha diégesis. Desde este primer momento ya es advertible la complejidad de la composición de la obra, debida a la volatilidad del tema. Miller es consciente de que en su actividad como dramaturgo está comprometido más de un aspecto de la vida civil de la cual es parte y que una falta de prudencia o alguna indiscreción pueden ser motivo de incomprensión o vulneración del tejido social. Hasta para prender una hoguera se requiere arte. Miller está lejos de dicha pretensión, es justo lo que quiere evitar escribiendo acerca de una ejecución. La falta de dicho arte es lo que Miller critica:

La tragedia de Salem, que está por comenzar en estas páginas, fue el producto de una paradoja. Es una paradoja en cuyas garras vivimos aún y todavía no hay perspectivas de que descubramos su resolución. Simplemente, era esto: con buenos propósitos, hasta con elevados propósitos, el pueblo de Salem desarrolló una teocracia, una combinación de estado [sic] y poder religioso, cuya función era mantener unida a la comunidad y evitar cualquier clase de desunión que pudiese exponerla a la destrucción por obra de enemigos materiales e ideológicos. Fue forjada para un fin necesario y logró este fin. Pero toda organización es y debe ser fundada en una idea de exclusión y prohibición, por la misma razón por la que dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio. Evidentemente, llegó un momento en que las represiones en Nueva Inglaterra fueron más severas de lo que parecían justificar los peligros contra los que se había organizado ese orden. La “caza de brujas” fue una perversa manifestación del pánico que se había adueñado de todas las clases cuando el equilibro empezó a inclinarse hacia una mayor libertad individual.

            Partamos de esta primera postura que nos ofrece como vía de comprensión el propio dramaturgo de la obra. Me parece importante analizarla en dos partes, la primera que tiene que ver con los argumentos en relación con los fines o sentido de determinadas instauraciones y posicionamientos culturales, de la cual se deriva la segunda parte de este análisis que abordaremos con más detalles en las siguientes líneas.

No deja de ser sugerente que el escritor defina a su propuesta escénica como una tragedia, probablemente más en relación con un sentido de lo trágico que con el fin de ser acorde con todas las implicaciones de un género dramático tan importante. Se antoja tal lectura en la medida en que también aquí, de manera muy distinta por las indudables diferencias culturales, vemos un conflicto entre los hombres como seres comunitarios y la potencia última de lo divino como guía de su vida, ante la problematicidad de la condición humana.

Por lo pronto, pongo sobre la mesa esta cuestión, sin desestimar demasiado que estemos ante una manifestación de lo trágico más que de un ejemplo de tragedia. Tomemos en cuenta que la problematicidad de esta clase de fenómenos en una época ya signada por los orígenes de consciencias resultantes de posicionamientos como La Modernidad están atravesados por el tema del libre pensamiento, libre albedrío e, incluso, el ejercicio de una libertad individual y autónoma tendiente a la consciencia que puede implicar su soberanía. Sin embargo, probablemente podemos advertir la intempestividad de la tragedia, más que como género dramático, como horizonte poético de problematización de la condición humana, siguiendo el posicionamiento de Miller.

En relación con esto último, el autor afirma que seguimos atrapados por la problemática paradoja que intenta representar en su discurso dramático, al grado de que se vislumbra imposible la resolución de dicha circunstancia. Probablemente, me permito inferir, porque, quizá, nuestro autor está generando un seguimiento y reflexión desde la acción escénica del carácter paradójico de la condición humana. Me parece cuestionable entender dicho fenómeno como un problema, en un sentido básico de la palabra y, en todo caso, obviar el carácter problemático de la condición humana desde una experiencia conflictiva del ser humano ante la vida de su especie, su propia vida. Por ello, me repliego más a la pregunta de si ello, en este sentido planteado por Miller, es auténticamente un problema y, en esa medida, darnos cuenta de lo problemático de negar la legitimidad de dicho fenómeno y, por lo tanto, una posible legitimidad del mismo. En esa medida, más bien lo cuestionable sería atribuirle un carácter moralmente anómalo, al grado de pretender solución o liberación del mismo. Si pudiéramos hablar de liberación, ¿no sería más adecuado pensar en la comprensión y habitación de tan conflictivo fenómeno como manifestación de la integridad de la condición humana?

Pienso en un momento sumamente sugerente en el que el personaje de Hale es evidenciado como un hombre más complejo de lo que podríamos advertir en otros momentos de la obra. Un hombre tendiente a la sabiduría de quien, por no tener certeza alguna de su virtud (si es que ello fuera posible), decide intentar actuar regido por la misma. Alguien capaz de la prudencia, más que de la contrastante posibilidad del juicio punitivo, culpabilizante y estigmatizador.

Hale es mostrado por Miller como alguien que posee un contrastante matiz en relación con los demás personajes: una capacidad de autonomía y consciencia libertaria, ajena a la caracterización de la norma que sería un juez comprometido irreflexivamente con la ley, entendida como convención social al grado de no cuestionarse el cumplimiento de esta última,al igual que la posibilidad de su obediencia por parte de tal ejecutante: “No podemos caer en supersticiones. El Diablo es preciso.”, afirma Hale, apelando al cuidado que exige la serenidad de un ojo atento, capaz de la contemplación de la complejidad de los fenómenos de dicha índole.

Sin embargo, en relación con lo anterior, resulta igual de importante el posicionamiento de Miller, en una de esas reflexiones que tanto le gustaba escribir en sus obras de manera digresiva, aprovechando el estilo que, ya para entonces, había constituido a través de kilométricas acotaciones: “Evidentemente ni siquiera hoy estamos muy seguros de que el diabolismo no sea cosa sagrada y de la que no hay que mofarse. Y no es por casualidad que estamos tan confundidos”.

La declaración anterior nos confronta con la inconmensurabilidad de nuestra sensación como fenómeno del cuerpo que implica nuestra relación con la inconmensurabilidad de la Naturaleza. Abre la posibilidad de la comprensión de sus fenómenos en nosotros mismos, en lugar de la problemática ligereza de un juicio de los mismos que cierre su sentido y constituya un estigma contra quien, en tanto que objeto de incomprensión, acabe siendo víctima de escarnio.

El propio Hale, como bien describe Miller en líneas anteriormente inmediatas al parlamento citado de la obra, atendió a una mujer acusada de brujería, el primer caso de la parroquia de dicho experto en casos de brujería y posesión diabólica. Dicha mujer, según la dramaturgia, tan sólo necesitaba el afecto de una atención especial para dejar de padecer su aparente condición de endemoniada, la cual estaba enmascarada socialmente por ella misma a partir de una charlatanería con la cual, podemos inferir, ella misma acabó por comprometerse al grado de la autosugestión.

Es aquí cuando podemos advertir lo libertario que puede ser asumir la responsabilidad de nuestro dolor, nuestro pathos y, por lo tanto, nuestra sensación. Se trata del largo proceso que puede implicar la comprensión del sedimento de una vida capaz de constituir nuestra pasión,ante las decisiones que tomamos y los eventos de nuestra vida. Un dolor que, al ser incomprendido, genera una terrible angustia que se podría traducirse como la ceguera que hace de la voluntad de los demás nuestro lazarillo. Así de perversa puede ser nuestra voluntad cuando nos abandonamos.

En el caso de aquella mujer que resultó no ser bruja ni estar endemoniada, Hale fungió el papel de cuidador durante la estructuración en la cual puede derivar ese esfuerzo de autoconocimiento que, perdón por la obviedad, sólo puede llevar a cabo uno mismo.

No se trata de un juez que, a partir del prejuicio, actúa angustiado por la incertidumbre que le producen los límites del marco estrecho con el que está comprometido, el cual ha elegido como restricción de su autonomía y referente de prejuicios compatibles con el mismo. Lo anterior implica asumir a la ley de manera heterónoma y, por lo tanto, como la conceptualización vacía que la evidencia como problemática afirmación del conocimiento del mundo. Lo anterior, evidentemente, cuestiona su legitimidad.

En el caso de Hale, se trata de un hombre capaz de suspender su juicio y con ello evitar ser capturado por las creencias fáciles a las cuales cualquiera de nosotros tiende con una posible naturalizada indolencia.Tal discernimiento puede permitirnos constituir un mejor posicionamiento posible para la comprensión de circunstancias problemáticas ante la complejidad de estas últimas.

Me atrevo a afirmar que tal voluntad evidencia cómo el esfuerzo de comprender puede estructurar ejemplos de sabiduría. No confundamos esta última con la certeza aparente con la que generalmente nos solemos posicionar ante el mundo. Una certeza aparente que constituye nuestras cuestionables creencias sobre él. Quizá valga la pena entender a la sabiduría como la prudencia que implica tratar de comprender ante el desconcierto que puede llegar a generar en nosotros el acontecimiento novedoso y extraordinario de ciertas experiencias. Ello empieza por comprendernos a nosotros mismos, ya que dicho desconcierto nos encuentra por ser una sensación que nos habita. Debido a esto último, comprenderla es habitarla y, por lo tanto, ello tiende un puente con quien motiva en nosotros tal novedad: el desconcierto que, en el caso de dicho ser sujeto, produce un extrañamiento en relación conmigo mismo.

Un juez comprometido con la mera enunciación de una ley abstracta, carente de los contenidos materiales de nuestra sensación, difícilmente sería capaz de acudir a esa legalidad que implica la habitación de nuestra sensación, aquella en la que se manifiesta la autonomía de nuestra razón. Un juez de este tipo puede estar sujeto a la ceguera elegida de la obediencia irreflexiva que puede imponer el colectivo o cualquier otro agente ajeno a sí mismo. Se trata de la imposición a mí mismo de la ley como una convención social que puede estar al servicio de los supuestos bienes de una colectividad que, en el peor de los casos, pueden responder a meros intereses privados, ilegítimamente defendidos en relación con la posibilidad de la Justicia entendida como bien común. Un juez de ese tipo, por lo tanto, puede ser capaz de abusar de la ventaja que le da la aparente legitimidad de su servidumbre.Estamos ante la compleja posibilidad de la heteronomía,tan evidente en muchos fenómenos de nuestra vida. Con ella somos capaces de constituir prejuicios, al igual que de abrir la posibilidad de la naturalización de estos últimos.

El autor nos prepara para su descripción dramática de un posicionamiento moral, una base religiosa e ideológica en términos contemporáneos, capaz de propiciar la unión de una colectividad, comprometida con la pretensión de generar afectos comunitarios a partir de dicho posicionamiento. En este punto podemos advertir lo problemático de muchos rasgos de nuestra cultura en fenómenos como: la violencia, la imposición, la agresión y los compromisos de la misma con otros fenómenos igual de problemáticos y conflictivos como la identidad. Quiero aclarar algo importante, cuando hablo de fenómeno problemático no le impongo connotación moral al mismo. Mi interés tiene que ver con entender lo problemático como aquello digno de examen y comprensión en tanto que fenómeno humano. Tal característica la advertiremos en el carácter común y fundamental de muchos de los eventos y circunstancias más importantes de nuestra condición, así como de lo intempestivo de nuestra finitud y, por lo tanto, nuestra indigencia.

Miller describe cómo el posicionamiento moral de la colectividad de Salem, constituido finalmente como una forma de vida compleja y colectiva, tenía el propósito de evitar el esparcimiento de aquellos que, alrededor de dicha institución, se convertían en parte de la misma. Una fortaleza moral capaz de blindar a la colectividad que la habitaba, en contra de la amenaza de su desintegración y, en esa medida, capaz de apartarla del mal, al grado de aspirar a poder llevar a cabo la expulsión y erradicación del mismo. Esto último, como veremos, en el peor de los casos.

En el Salem de la obra de Miller, el mal es un ente metafísico personificado por El Diablo. La reducción de la vida a la forma impuesta, la de la noble conducta que implica la conducción y estructuración de la vida por parte de dicha institución social, garantiza (según su pretensión) que será siempre el bien el que se afirma y realiza, constituyéndose en tal resultado la legitimidad de dicha institución, estableciéndose así como principio de la vida de los hombres y mujeres que la hayan asumido, logrando hacer del mal, según dicho planteamiento, algo ajeno y lejano a tal forma de vida que, por lo tanto, está lejos de su corrupción. Esta postura resulta muy acorde con el puritanismo de muchos fenómenos culturales de raigambre anglosajón. De ahí que en diversos fenómenos culturales de todo tipo encontremos registro y relación con tal posicionamiento ideológico, como parte integrada e integradora de la cultura estadounidense.

El autor parece no dar el paso de hablar de la raigambre moral de tal posicionamiento. Sin embargo, como veremos, será inevitable dar cuenta de lo ideológico y artificial ‒en un sentido lato del término‒ de esta clase de posturas. Es por ello que estas últimas derivarán en las escenas de una máscara social. Estamos ante la escena de la incomprensión y padecimiento de los afectos comunitarios propios de una colectividad por parte de sí misma y, al mismo tiempo, de la simulación y desvanecimiento de los mismos como posibilidad problemática de la condición humana. En la reflexión acerca de ello consiste la segunda parte del análisis de este primer posicionamiento de nuestro autor.

La segunda parte de nuestra reflexión en torno a este posicionamiento por parte de Miller tiene que ver con el carácter artificial de una institución y su tendencia al olvido de su convencionalidad moral, debido en buena medida a la desorientación que puede implicar las pretensiones morales de la misma. Nuestro autor nos habla de cómo la institución de una forma de vida como la que pretende representar en su obra se sostiene a partir de la posibilidad de ser un poder efectivo capaz de prohibición y exclusión. Estamos hablando de la instauración de la represión de un dispositivo. Un mecanismo de control capaz de generar y condicionar posicionamientos vitales que normalizan a la colectividad que sujeta, a través del reconocimiento de cada uno de sus integrantes como órganos del mismo. En esto último consiste una territorialización moral de la vida.

Por ello resulta tan sugerente el símil moral que nos ofrece Miller: dos cosas que no pueden ocupar el mismo espacio. Una imagen que nos remite a las condiciones físicas del espacio como fenómeno del mundo, en términos aparentemente naturales. Dicha imagen me lleva a pensar en aquello que está en su lugar y, por lo tanto, en lo punible que puede ser estar fuera de lugar, lo cual implicaría la disfuncionalidad e impertinencia de quien, aparentemente, tuviera dicha condición. Según dicha condición y dispositivo, sería el caso de aquello que es punible porque no está donde debe estar.  Esto último constituye una correspondencia identitaria basada en una preceptiva moral del bien como aquello que está ocupando su pertinente función en el espacio como órgano del dispositivo. Se trataría entonces de un órgano alerta a todo aquello que aparente o pueda ser ajeno al territorio colectivo y, por lo tanto, capaz de invadir a este último, delimitado moralmente. Dicho criterio, por lo tanto, estará siempre orientado en relación con aquello que es propio y posee la habitación y habitabilidad de un hogar que lo relaciona y, aparentemente, lo hace común, desde la activación de dicha lógica de la identidad.

Como vemos, es cuestionable hablar en este caso de lo común porque dicha relación depende de un encuentro signado por la particularidad respectiva que distinga a cada uno de los elementos del mismo entre sí. Sólo lo característicamente distinto se encuentra. Aquello que posee mismidad es idéntico y, por ello, lo mismo.

Me permito una breve digresión. Es sugerente pensar en lo cuestionable de la mismidad como fenómeno identitario y, por lo tanto, en lo cuestionable del fenómeno de la identidad. Parece más probable el difícil y complejo fenómenos de la comunidad que el de la identidad.

Por lo tanto, con base en estos elementos, en el caso de un dispositivo comprometido con una lógica de la identidad de manera tan rígida no hay encuentro sino asimilación, disolución, alienación y, por lo tanto, se evidencia como un fenómeno tendiente a la heteronomía y a la naturalización de esta última.

Un magnífico ejemplo de la supuesta anomalía que constituye la ruptura e impertinencia de quien resulta fuera de lugar, por lo tanto, un individuo opuesto a la colectividad, lo encontramos en el personaje de Abigail. Un ser humano estigmatizadoal ser considerado órgano enfermo y, por lo tanto, disfuncional de su colectividad.

Abigail ha sido señalada principalmente por la supuesta evidencia que para la colectividad significan los hechos en los que se manifiesta la adolescencia de la incomprensión de su pasión que, a la vez, es juzgada por su colectividad. El estigma se constituyea partir de los prejuicios del corpus cultural que integra al horizonte de sentido de dicho grupo humano. Ello evidencia que una colectividad, al comprometerse inextricablemente con una lógica de la identidad, se vuelve poco susceptible de hacer comunidad. Estamos hablando de un fenómeno de heteronomía que evidencia que no hay comunidad sin autonomía porque la radicalidad de esta última depende de asumir la responsabilidad de atender a nuestra sensación. Podemos inferir tal descubrimiento en el discurso de Abigail, a través del cual expone lo que para ella resulta, más que una novedad de su sensación,una revelación. Sin embargo, con todo y lo espurio de mi sensación en relación con la de Miller a través del personaje (“real” y “ficticio”), me atrevo a considerar que, posiblemente, lo que intenta exponer en su discurso Abigail es un nivel de comprensión a partir de la habitación (todavía apasionada) de su sensación. Fenómeno posible en todo cuerpo vivo:

¡Quiero a John Proctor, el que interrumpió mi sueño y abrió los ojos de mi corazón! Yo no sabía lo hipócrita que era Salem, ni me daba cuenta de las mentiras que me enseñaban todas esas mujeres beatas y sus aliados esposos. Y ahora pretendes que me arranque esa luz de los ojos. ¡No lo haré, no puedo! ¡Me amaste, John Proctor, y por más pecado que sea, aún me amas! (Él se vuelve bruscamente para salir. Ella corre tras él.) ¡John, piedad…; ten piedad de mí!

La primera evidencia que advierto de una renovación libertaria está en la desujeción que implica el movimiento abrupto de Abigail al correr hacia John. Un movimiento apasionado que, sin embargo, desafía a la rigidez a la que puede tender una convención social. Abigail se habita y con ello se manifiesta la liberación de su deseo, Abigail se moviliza.Ella misma verbaliza el carácter libertario de su deseo. Sin embargo, es más significativo cuando ello se manifiesta en la integridad de dicha voluntad que implica el habla de esta última a través del lenguaje corporal. Independientemente de la evidente correspondencia y coherente congruencia entre el lenguaje verbal y el lenguaje corporal, lo más importante es que si podemos hablar distintamente de ambos se debeen buena medida a que se trata de dos delimitaciones analíticas, resultado de un esfuerzo estratégico de entendimiento de nuestra parte  del mismo fenómeno: el movimiento de un cuerpo vivo. En este caso, un cuerpo vivo habitante de su pasión, con toda la legitimidad del caso si recordamos que no podemos saber lo que puede un cuerpo.

Abigail describe cómo estaba imbuida en el sopor moral de una colectividad que la había reprimido, al grado de sentirse conminada al abandono de su sensación. Un abandono del cuerpo semejante a una anestesia del mismo. Abigail decide no renunciar a esa libertad, a la plenitud de una vida que se ha encontrado en lo que siente y que Abigail afirma al declarar su amor. Una experiencia clarificadora que abre su mirada, que amplía el horizonte al maximizar su visión, contraria a la angostura de esta última que produce la angustia, como lo indica el nombre de la misma. Vemos cómo la vida, con toda su complejidad, adquiere la novedad de su plenitud porque era ajena para ella, lo cual implica el inevitable dolor de nuestra finitud. Por ello, ésta resulta una experiencia desconcertante que puede constituir una radicalidad porque se trata de la experiencia sublime de nuestra finitud. Lo radical y potente que puede ser la habitación de nuestro cuerpo, la habitación de nosotros mismos, la habitación de nuestra sensación.

Resulta reveladora la claridad de Miller al plantear en el nivel diegético de su dramaturgia al mal como algo ajeno por estar fuera de lugar. Se trata de algo que no está en ninguna parte, no tiene lugar porque no posee la propiedad para ello. El mal es la inhabitación, por ello deshabita y desterritorializa. En este contexto, el mal (aparentemente)deshabita, según la moral de la colectividad. Por ello, cuando acontece se manifiesta en la desestructuración que implica su anomalía. Tal es la razón de que el mal sea capaz de enfermedad. En este caso, una anomalía capaz de enfermar al espíritu.

El mal no tiene cabida en la bondad, bien y mal no pueden cohabitar y ser parte de lo mismo, según la moral de la colectividad de Salem. El mal no puede ser porque no está. Es la descomposición porque no une ni constituye como sí lo hace la bondad, según la moral de Salem.

En ello advertimos la problemática rigidez del puritanismo como postura moral que, podemos inferir, vela la complejidad de los fenómenos de la vida, anula a esta última al grado de invisibilizar su movimiento porque reprime a este último en los cuerpos vivos, en este caso los de la diégesis de la dramaturgia de Miller.

La pregunta de fondo es: ¿cómo llega a ser posible el mal si, al final de cuentas, éste es capaz de acontecer,incluso a pesar de la asepsia pretendida por parte de los comprometidos con formas de vida como la que estructura nuestro autor a través de su dramaturgia?

Un ejemplo de tal compromiso moral lo advertimos en la rigidez monolítica del siguiente parlamento de Hale, contrastante con la sabiduría que de él habíamos advertido, lo cual lo evidencia como personaje complejo: “La teología, señor, es una fortaleza; en una fortaleza, ninguna grieta puede considerarse pequeña”. ¿Cómo explicar la corrupción de los habitantes de Salem? ¿Cómo tiene lugar y qué lugar tiene la corrupción en el blindaje de dicha fortaleza, si ésta supuestamente hace de sus habitantes seres satisfechos con el bienestar que la misma garantiza?

Podríamos inferir que parte de advertir una invasión consiste en padecer la novedad del invasor: un ser espurio que cuestiona lo posible según el orden impuesto. Esto último puede representarse como la anomalía de una mancha, un fenómeno en el que se manifiesta la corrupción del ser, a pesar de, paradójicamente, ser posible. Entonces, la pregunta que cuestiona al orden impuesto es: ¿Cómo es posible el mal? Miller evidencia no ser ajeno a la necesidad de cuestionar tan dudosa perennidad:

La “caza de brujas” no fue, sin embargo, una mera represión. Fue también, y con igual importancia, una oportunidad largamente demorada para que todo aquel inclinado a ello expresase públicamente sus culpas y pecados cobijándose en acusaciones contra las víctimas. Repentinamente se hizo posible -patriótico y sagrado- que un hombre dijese que Martha Corey había acudido a su habitación durante la noche y que, mientras su esposa dormía a su lado, Martha se había acostado sobre su pecho y “casi lo había sofocado”. Por supuesto, sólo era el espíritu de Martha, pero la satisfacción del hombre al confesarse no fue menor que si se hubiese tratado de Martha misma. De ordinario, no podía uno decirle tales cosas en público.

            Resulta muy agudo por parte de Miller hablar en términos de satisfacción en relación con un tema tan importante y problemático como el de la confesión. En este caso, ésta se evidencia como una manera de dar testimonio público para articular con la propia palabra la renuncia a la propia consciencia, en un ejercicio que implica la pertenencia a dicho colectivo; una vía de integración heteronómica que implica sostener la propia palabra para renunciar a sus potencias libertarias, a través de una demostración voluntaria de docilidad ante la ley que posibilita al propio dispositivo como orden.

Pensando en el ejemplo de Miller, un personaje que confiesa ante el difamado y víctima de escarnio pondera la superioridad moral de quien confiesa como acto, no de credibilidad y legitimidad, sino de docilidad y sujeción, aquella de la cual no es capaz el acusado que, como veremos con mayor puntualidad más adelante, ante los ojos del colectivo ya es culpable. Estamos ante el fenómeno de la adquisición de credibilidad por parte de quien habla o confiesa, otorgada por parte del resto que escucha: en este caso tanto la audiencia de la asamblea popular como esta última que, con su actitud automática, mecánica y tendiente a la inercia, confirma lo heteronómico de su sujeción.

Ello nos da cuenta de un fenómeno inferible en tal circunstancia: una alienación como sujeción y extravío en la autoridad aparente de quien nos sujeta con su confianza, como reconocimiento posibilitador de la confesión y la confianza de quien queda sujeto al reconocer al dispositivo como orden, una legalidad que tiene que ver con el saber al mismo capaz de ser temible y, por lo tanto, una amenaza. El colectivo como dispositivo otorga su confianza ante el testimonio dado. Con ello el confesado obtiene el reconocimiento de ser parte del mismo: un digno integrante, congruente con la vida colectiva por ser fiel a su institución y, por lo tanto, dócil sujeto de la forma de vida que hace posible al colectivo.

La búsqueda de dicho reconocimiento funda y manifiesta un acto básico de sobrevivencia porque esta última depende de la pertenencia al colectivo. En tal fenómeno radica la integración al mismo. A partir de la demostración de la fidelidad por medio de la confesión se adquiere el reconocimiento. La confesión valida la igualdad en relación con los demás integrantes de la colectividad. Es entonces que se está entre iguales, capaces de vivir bajo la moral y, por lo tanto, los valores que constituyen los privilegios de la forma de vida fundacional del colectivo.

La confesión se advierte como acto de confirmación de lapropia pertenencia al colectivo, en tanto que el sujeto de la confesión posee una conciencia heterónoma inspirada por el miedo. Este último, por lo tanto, entendido como una experiencia sublime de la propia finitud. Miedo al poder excluyente y prohibitivo, en términos de Miller, del cual es capaz la colectividad entretejida y conformada por relaciones íntimas y familiares de profundos afectos.

Tal miedo propicia la angustiosa imaginación de la radical experiencia del duelo de ya no ser parte de la colectividad, porque la magnitud de dicha pérdida implica lo radical de la experiencia sublime de la propia finitud como experiencia vertebral capaz de activar la sujeción del colectivo como dispositivo sobre el sujeto. Estamos hablando de la raíz de un condicionamiento (un control) queha sido perversamente velado a través del reconocimiento, el cual exige su comprobación en el cierre de sentido implicado en el habito como mecanización de los cuerpos. Dicho control impuesto por una moral heterónoma y coercitiva que ha instituido una problemática forma de vida.

Resulta digno de pensar la diferencia entre poner límites a nuestros afectos en relación con la manera en los cuales estos pueden comprometer nuestra integridad como seres capaces de autonomía y la aparente y perversa legitimidad de la incondicionalidad de todo afecto como constatación de su carácter verdadero, como si el ser humano pudiera cabalmente hablar de verdad sin problematizarla. Me parece digno de reflexión pensar cuántos de nuestros afectos se basan en sujetar o estar sujetos a través de nuestras expectativas.

Activar dicha heteronomía implica renunciar a las potencias vitales de todo ejercicio libertario como posibilidad de constituir nuestra autonomía,la posibilidad del ejercicio de la libertad que implica pensar por cuenta propia.

Por otra parte, la confesión da cuenta de un nivel básico -quizá primitivo- de conciencia, la de una heteronomía entendiéndola también como conciencia sujeta, manifiesta, en este caso, en el acto público de asumir el error propio, la falibilidad, el pecado, ante la ley que funda la forma de vida constituida por dicha moral, desplegada en valores como principios de acción: cánones que no pueden ser transgredidos.

Por ello, por el miedo que inspira el poder de tal dispositivo que ha sujetado a sus integrantes a través del reconocimiento que implica toda confianza, el sujeto da cuenta públicamente de lo anómalo de sus actos y está dispuesto a la purificación que implica toda redención, a través de la confesión. La superioridad moral del sujeto se constituye en creerse íntegro y sanable ante el mismo mal por ser dócil, por ser capaz de rehabilitación. Un ser falible, como todos los integrantes del colectivo ya penas corrompido por el mal, redimible por ser capaz de asumir y aceptar el castigo de sus verdugos, la propia colectividad de la cual es integrante, como si los demás miembros de la misma fueran capaces de la pureza que los colocaría en un pedestal superior al de quienes, en este caso, explícitamente piden perdón.

Un gran contrapunto en relación con esta última problematicidad lo hallamos en uno de los parlamentos de mayor contundencia dramática del personaje de John Proctor. Advertimos en él cómo la sublime experiencia de nuestra finitud desafía cualquier máscara social, al rasgar el velo de nuestras convenciones para dejarnos desnudos y vulnerables ante la intemperie del conflicto de nuestra sociable insociabilidad: “sólo somos lo que siempre fuimos, pero desnudos ahora […] ¡Sí, desnudos! ¡Y el viento, el viento helado de Dios…soplará el viento!”, con la cual se evidencia que, probablemente, sólo haya una posibilidad para la armonía de nuestros días y, por lo tanto, para el acuerdo. Dicho acuerdo sólo será conmigo mismo:

¿Si ella es inocente? ¿Por qué jamás os preguntáis si Parris es inocente, o Abigail? ¿Es que ahora el acusador es siempre sagrado? ¿Es que han nacido hoy tan limpios como los dedos de Dios? Yo os diré lo que se pasea por Salem… Por Salem se pasea la venganza. ¡En Salem somos lo que siempre fuimos, sólo que ahora andan los chiquillos revoltosos alborotando con las llaves del reino, y la ley es dictada nada más que por la venganza! ¡Este mandamiento es una venganza! ¡Yo no entregaré a mi esposa a la venganza!

Se evidencia la impertinencia en la colectividad de Salem de John Proctor. Este último está fuera de lugar y, sin embargo, es apreciable la plenitud de su sensación, la habitación de la misma, en la consolidación de su centro para tener el coraje de oponerse a la injusticia del dispositivo. Su crítica expone cómo la institución, ante la desigualdad que implica el poder (opuesta a lo común que hace de la institución un fenómeno cuestionable y, por lo tanto, una adversidad), acaba defendiendo no sólo intereses privados sino también pasiones que no deberían dejar de ser privadas, mucho menos convertirse en públicas, de las cuales sólo quien las padece debería ser responsable.

¿En qué se basa la creencia en una superioridad moral?, ¿cuál es el sustento que legitima este reconocimiento? La supuesta autoridad de los demás se evidencia en el cuestionable consenso alrededor de una moral aparentemente incuestionable, de manera heterónoma. La autoridad de una mayoría que se yergue ante el individuo que corre el grave peligro de ser defenestrado. El peligro de ser excluido de materialidades concretas que garanticen su sobrevivencia, la cual está sujeta a una moral que da y quita supuestos derechos inalienables que, en tanto que dependen de sujeción, obediencia y propiedad, en realidad son privilegios.

Pienso en la manera en que Miller se posiciona ante su propuesta escénica, ¿será advertible en ello un carácter trágico suficiente que compare a las víctimas de escarnio de la obra con la figura del agón de la tragedia, el integrante defenestrado de una colectividad reducido a farmacon cuya agonía será el sacrificio necesario para restaurar el orden?

Miller parece advertir cómo el medio que constituye el acuerdo que une a una colectividad se transforma en una amenaza para sus propios integrantes cuando se le acaba considerando un fin en sí mismo en tanto que satisface intereses privados, en lugar de no dejar de ser el medio para satisfacer el fin en sí mismo del bien común. El propio Parris acabará declarando: “¡El diablo participa de tales confidencias! […] ¡Sin confidencias no habría conspiración, Vuestra Merced!”.

El “inmaculado” colectivo confirma y legitima la redención. Sus integrantes están sujetos a través del afecto y la confianza como habitaciones de nuestra sensación de las cuales se usa y abusa. Habitaciones de nuestra finitud constitutiva como principio de nuestros mutualismos, nuestros primordiales afectos comunitarios. Adviértase la tremenda vulneración que ello implica, quedar a merced de la perversa dinámica de sujetar a cualquiera desde la raíz más íntima de nuestros afectos, nuestra sensibilidad y, por lo tanto, de nosotros mismos, minando la posibilidad de la confianza. ¿Cómo no esperar con ello la automaticidad mecánica de nuestro cuerpo capturado, manifestando en dicha sujeción nuestra heteronomía?

En ello yace lo aparente de la superioridad moral de ser capaz de dicha contrición, ser capaz de arrepentimiento. En ello yace la satisfacción de la cual habla Miller, porque dicha superioridad moral también otorga el malsano gusto, la imaginación extravagante, de ejercer poder sobre los demás: ser capaz de sujetar a los demás. Tal perversión se potencia de manera particular y contundente en aquellos que pueden ser víctimas de escarnio y difamación, confirmando así su miedo como motivo de su servidumbre. Tal es la ceguera moral a la que induce la heteronomía.

No se advierte que la posibilidad de ser sujetado a dicho acto de destrucción, a través de la férrea observación moral del dispositivo, es una circunstancia de la cual nadie está exento porque en la misma yace el poder detentado por el dispositivo. Se trata del sometimiento a través del padecimiento apasionado de nuestra finitud constitutiva; el descarnado carneo de cualquiera de los corderos que integran al colectivo. Carne de consumo para la satisfacción del dispositivo, la misma que básicamente somos, vista desde tal significación.

Sin embargo, hay un momento de suma claridad que nos confronta con la ineludible sensación de nosotros mismos, al grado de abrirse la posibilidad de convertirnos en los únicos jueces legítimos de nosotros mismos. Este sucede ante un posicionamiento de Rebecca que demuestra cierta posibilidad de la templanza necesaria para comprender, en medio de los momentos álgidos del vértigo de nuestra libertad que es la angustia:“acudamos a Dios. Hay un peligro monstruoso en ponerse a buscar espíritus errantes. Lo temo, lo temo. Es mejor que busquemos la culpa en nosotros”.

Resulta sumamente relevante este posicionamiento. Rebecca pide acudir a Dios y dejar de culpar a espíritus errantes. Ello implica un apelo a la razón, la manifestación reflexiva de un pensamiento autónomo que, por lo tanto, nos manifiesta como seres capaces de la voluntad de acudir a nuestra sensación, la posibilidad de sentirnos, cuya integridad se manifiesta en nuestra reflexión. Para decirlo, insisto, de manera meramente analítica: la sensación completa a la reflexión. Una razón representada en Dios como ley (logos), lo cual implica, siguiendo su argumento, buscar la culpa en quienes la padecen. Eso implica una investigación de sí mismos que, por lo tanto, los haría responsables de sus actos. No deja de resultar interesante pensar en que ello implica una indagación en la propia sensibilidad, en la propia sensación que podría liberarlos.

            Me parece importante detenerme en una importante digresión de Arthur Miller en el que el autor intenta dar cuenta del carácter intempestivo y, por lo tanto, contemporáneo de su obra. Como es inevitable, todo artífice de sí mismo que puede ser un ser humano está situado en su presente y en la compleja y problemática historicidad que implica. Ello resulta más evidente cuando lleva a cabo una labor crítica que, por lo tanto, puede llegar a vertebrar una investigación de sí mismo:

En el momento en que estoy escribiendo esto, sólo Inglaterra se ha detenido ante las tentaciones del diabolismo contemporáneo. En los países de ideología comunista, toda resistencia de cualquier origen es vinculada a los totalmente malignos súcubos capitalistas y en Norteamérica cualquier persona que no es reaccionaria en sus opiniones está expuesta a la acusación de alianza con el infierno rojo. Por lo tanto, a la oposición política se le da un baño de inhumanidad que justifica entonces la abrogación de todos los hábitos normalmente aplicados en las relaciones civilizadas. La norma política es igualada con el derecho moral, y la oposición a aquella, con malevolencia diabólica. Una vez que tal ecuación es hecha efectiva, la sociedad se convierte en un cúmulo de conspiraciones y el principal papel del gobierno cambia para transformarse de árbitro en azote de Dios.

Con la transparencia que le es posible, Miller declara cómo el fenómeno de estigmatización y exterminio, a través de una cuestionable autoridad moral, hace de los sujetos a dicha dinámica: objetos de injusticia, a través de una metafísica esencialista que reduce la complejidad de los hechos por medio de una problemática identificación, a partir de las cuestionablescategorías maniqueas de lo bueno y de lo malo. Ello es susceptible de arbitrariedad, aquella a la que puede tender el poder como ejercicio de desproporción.

Miller, en relación con su contexto inmediato, declara cómo es cuestionable la justificación de dicha coerción, al estar supuestamente sostenida en conceptos sin correlato material y concreto como lo puede ser la figura de Dios; conceptos vacíos, con base en los cuales se puede llegar a convertir a las leyes en instrumentos de injustica, al ser dictadas y seguidas de manera irreflexiva; apelar a supuestas evidencias, por ser susceptibles de meras interpretaciones, al estar basadas en el carácter intransferible de nuestra sensación. Tales elementos son los que podemos identificar en la obra de Miller y que, con base en el anterior posicionamiento del dramaturgo, podemos cotejar con lo convulso de su momento histórico, en el cual, cómo ya es añeja noticia, se suscitó la cacería de brujas del macartismo.

Vale la pena hacer las siguientes aclaraciones. La primera es en relación con lo problemático del carácter intransferible de nuestra sensación. No renuncio a la suma importancia de esta última, todo lo contrario, nuestra sensación es la importante habitación de nosotros mismos capaz de permitirnos una relación con los demás y el mundo que compartimos porque sólo a través de nosotros mismos podemos establecer dichas relaciones. En ello radica su importancia, lo cual no la hace ni infalible ni apodíctica. Justamente por ello es un principio prudencial del cual es importante hacernos responsables y, justo en la medida en que es intransferible, nos solicita la humildad de atender a los demás, a través de un esfuerzo vinculante de comprensión que nos permita procurar a la virtud como posibilidad de lo común. Lo anterior, entendiendo a la virtud, no como una certeza (lo cual es imposible), sino como el mejor posicionamiento del cual seamos capaces.

Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en la propia obra de Miller. Se trata de uno de los momentos de comprensión más conmovedoresque he hallado en mi humilde lectura de la literatura dramática a la que me he permitido acceder. En ese momento se manifiesta la activación de una lógica de la ternura opuesta a la imperante lógica de la crueldad que atraviesa a la diégesis estructurada por el dramaturgo estadounidense. Miller nos encuentra con la sabiduría de Elizabeth, una mujer capaz de llevar a cabo la habitación de sí misma, alatender a su sensación; “Yo no te juzgo. El magistrado que te está juzgando reside en tu propio corazón. Nunca he creído sino que eres un buen hombre, John, (con una sonrisa) sólo que algo desorientado”. Un ejemplo de cómo la comprensión,en lugar del juicio como resultado de la inercia de nuestras pasiones, puede llevarnos a actos extraordinarios como el del perdón. Es tal su empatía, que le señala a John la vía hacia su corazón. El camino semejante que ella sigue para poder comprender y perdonar. Un acto que requiere más coraje del que creemos, y que tendemos a subestimar al considerarlo signo de debilidad cuando, en realidad, requiere de una gran fortaleza, el arraigo y el centro de un ser humano íntegro capaz de vulnerarse.

Por otra parte, al hablar de la problematicidad de la figura de Dios como principio de autoridad moral, con un claro carácter político en el caso del contexto histórico del propio Miller, no niego la legítima creencia de cualquiera de nosotros a creer o no creer en alguna divinidad o lo divino. Lo realmente problemático de dicho fenómeno radica en la imposición de tal creencia, lo ilegítimo que puede ser imponer a la misma, en tanto que tal tipo de compromiso pretende constituir una forma de vida. Dicha imposición implicaría el intento de sujetar a los demás a una serie de dinámicas y prácticas que uno o varios individuos han elegido legítimamente para sí mismos, sin que ello sea el caso de quien no esté de acuerdo con tales ejercicios y su respectiva creencia vertebral. Se trata de un fenómeno que puede ser la legítima elección de unos, no de todos. Con ello se anularía la posibilidad de la comunidad que, como ya hemos visto, también requiere de lo particular y lo característico que puede diferenciarnos, incluyendo a la discrepancia.

Además de lo anterior, no puedo dejar de advertir que la figura de Dios y la noción de lo divino han sido planteados por más de una religión como fenómenos vinculados con sus creyentes a través de hechos y eventos. Estos últimos, fenómenos tanto cotidianos como constituidos a través de la fiesta y el ritual. Fenómenos del mundo inextricablemente comprometidos con nuestra sensación,con todo y lo problemático de su intransferibilidad. Sólo me queda mencionar, sin ahondar en detalles, el problema teológico y filosófico de concebir a Dios como la experiencia de lo absoluto por parte de un ser finito.

            Las brujas de Salem, como ya podemos advertir, también es una obra acerca de nuestra relación con el deseo. Encontramos en ella la complejidad del mismo y lo problemático que puede resultar hacernos responsables de él. En tal complejidad se manifiesta un tema medular que la confesión trata de desmontar a través de su carácter intrusivo. La confesión en este contexto puede llegar también a ser un principio para la invasión de la intimidad, a partir de la aparente justificación del cuidado de la colectividad que supuestamente implicaría la preservación de su moral y, por lo tanto, de sus valores. Se trata de escrutar en toda conducta de los integrantes de dicho grupo humano, para comprobar su pureza y, por lo tanto, su legitimidad como integrantes de tal colectividad. Dicha vigilancia se da en relación con la grave falta que sería, quizá incluso más que el pecado, el ocultamiento de este último. La voluntad de ocultar el pecado implicaría la posibilidad de la clandestinidad. Un principio de la rebeldía, lo cual podría generar una vida paralela y sin vigilancia, capaz de evadir al ojo-vigilante del dispositivo y, por lo tanto, sería capaz de desactivarlo. Como referente de ello y en relación con el tema de la máscara social, tenemos el siguiente parlamento de Abigail que nos confronta con el legítimo derecho que todos tenemos al secreto:

(se levanta): ¡Oh, qué duro es cuando la máscara cae! ¡Pero cae, cae! (Se arropa como para irse.) Has cumplido con ella. Espero que sea tu última hipocresía. Ojalá vuelvas con mejores noticias para mí. Sé qué así será… ahora que has cumplido tu deber. Buenas noches, John. (Retrocede hacia la izquierda con la mano en alto, despidiéndose.) Nada temas. Yo te salvaré mañana. (Al mismo tiempo que se vuelve para salir.) De ti mismo te salvaré. (Vase.).

Abigail ha sido confrontada por John Proctor, su amado. Este último le ha pedido que salve a su esposa de las consecuencias del escarnio, al haber sido acusada injustamente de brujería. Lo anterior, según John, con base en un plan que ha tramado la propia Abigail para inculpar a Elizabeth. Ello decepciona a la primera debido al profundo apego que siente por su amado, al cual creía capaz de cumplir su expectativa: quedarse al lado de ella cuando Elizabeth fuera condenada. Dicha expectativa constituye un intento de sujeción de John por parte de Abigail, una sujeción al deseo de esta última, en tanto que ella creía que la relación entre ambos era tan significativa para él como lo resulta para ella.

Abigail cree que John se traiciona, además de creer que John traiciona el afecto que ella siente por él. Abigail está decepcionada porque John decide cumplir con el deber de su máscara social: ser el esposo de Elizabeth. Para Abigail ello constituye un acto de hipocresía, actitud que, en relación con su contexto, identifica con la moral de la colectividad a la cual ambos pertenecen. Para ella se devela un supuesto engaño. Ella cree que éste ha sido encubierto por la máscara con la que John se relacionó con ella: la máscara de su amante.

Es importante notar cómo para ella la hipocresía radica en cumplir con el deber moral de la colectividad y, por lo tanto, con sus valores. Para Abigail, estos últimos son incompatibles con el descubrimiento de la plenitud de su sensibilidad, hasta entonces reprimida. La habitación de su deseo como habitación de su sensación. Una habitación de su cuerpo y, por lo tanto, de sí misma que todavía le resulta tan novedosa como intensa, al grado de implicarle un tremendo esfuerzo de comprensión del que no parece capaz. Ello constituye su dificultad para hacerse responsable de su deseo. Por eso Abigail queda sujeta a la pasión que siente. Sin embargo, nada de lo anterior puede justificarla de la evasión y negligencia que implicaría renunciar a la responsabilidad de sí misma.

Otro personaje de gran relevancia es el del Comisionado del Gobernador, Danforth. Éste representa una de las instancias más amenazantes y susceptibles de ejercicio de coerción en un proceso legal: el interrogador porque el interrogatorio es un proceso caracterizado por tal complejidad, ambigüedad y tendencia a la malinterpretación. No hay interrogatorio que no sea un ejercicio de presión y que esté comprometido con una estrategia para obtener una confesión, cómo podemos advertir con particular carácter especial en el caso del temible tribunal que Miller plantea en su obra.

Al respecto, Hale habla del miedo que los integrantes de la colectividad sienten por dicho organismo legal y la respuesta de Danforth resulta correspondiente con el objetivo de obtener dicha confesión: “Entonces hay una inmensa culpa en la comarca. ¿Tenéis VOS miedo de ser interrogado aquí?”. Es claro que Danforth advierte cómo las denuncias que se han suscitado como parte de la complejidad del proceso legal son resultado de la búsqueda de la satisfacción de los intereses privados de quienes las han llevado a cabo, motivados por su egoísmo, mezquindad y miseria. Tal parece ser la culpa a la que se refiere Danforth, aunque también puede inferirse que este último hace hincapié en la amenaza que resulta para los verdaderos culpables, autores del crimen en cuestión: la brujería, la fiereza amenazante de un tribunal de dicho tipo. Esto último se puede deducir en uno de los argumentos del Comisionado, verbalizado de manera iracunda, según Miller: “¡No me reprochéis el miedo en la comarca! ¡En la comarca hay miedo porque en la comarca hay una conspiración en marcha para derrocar a Cristo!”.

Una de las tareas de Danforth, probablemente la más importante, es la preservación de la pureza espiritual de la colectividad cuyo examen le ha sido encargado. Su misión posee implicaciones trascendentes y, por lo tanto, está comprometida con la ley divina por ser intérprete de esta última. Se trata de un referente legitimador de la justicia que, se supone, procura la institución que representa. Por ello, el deber con el cual está comprometido también implica un compromiso con la moral puritana y los valores de esta última. Danforth debe actuar con base en el fin de preservar la estructura moral que hace posible y legitima el poder del dispositivo y, por lo tanto, la sujeción al mismo a través de la culpa. Danforth, al igual que todo integrante del tribunal, debe repartir la culpa. Su misión es depositarla de manera proporcionada y correspondiente en cada uno de los integrantes de la colectividad, de tal manera entiende a la Justicia. El criterio (por llamarle de alguna forma) de tal ejercicio, por lo tanto, se basa en el actuar de los integrantes de la Comarca. Resulta crucial cómo ellos se posicionan ante su deseo, lo cual implica una especial atención por parte del tribunal en cómo velan o evidencian sus actos.

La minoría de edad con la que se conmina a los sujetos al dispositivo propicia la dificultad de que dicho grupo humano sea capaz de responsabilizarse de su deseo. Sin embargo, insisto, eso no los justifica ni los exime de la misma, ello es inextricable a todo ejercicio de libertad. Quizá el único matiz que haría al respecto radique en el caso de quienes no sean todavía capaces de tal posibilidad y se encuentren en un estado de indefensión, claramente es el caso de los niños, y en el caso de circunstancias en las que podamos advertir justamente cierto nivel de indefensión, las cuales no necesariamente corresponden con todo fenómeno coercitivo. Generalmente, estos últimos son estados de supresión del ejercicio de la libertad o fenómenos que no dependen de nosotros, en ocasiones dependientes de la estupidez y la irracionalidad de los demás.

Para tal dispositivo, dicha vigilancia pretende advertir que tan punibles y culpables son los habitantes de la Comarca, en la medida en que resulte grave su tendencia al pecado. Sin embargo, como ya nos los advirtió el propio Miller, quien detenta la aparente legitimidad del veredicto será el azote de Dios: un tribunal empoderado por el miedo de aquellos que ha sujetado.

En ello advertimos la intención de desactivar cualquier potencia política por parte de los fenómenos que constituyan una experiencia de ciudadanía, en este caso por parte de la colectividad misma cuando ninguno de sus integrantes posee alguna clase de poder, además de evidenciarse cuestionable lo libre que puede llegar a ser una colectividad y lo problemática que puede resultar la pretensión de una voluntad colectiva. No niego la posibilidad del acuerdo, la concordia y el consenso como algo cercano a dicha clase de fenómeno. Sin embargo, además de problemática,se advierte lejana la posibilidad de esta clase de fenómenos cuando sus integrantes prescinden de su propia reflexión, entendiendo a esta última como el esfuerzo de pensar en la posibilidad de una política comprometida con la comunidad y, por lo tanto, con el bien común que implica.

Como lo advertimos en el trabajo de Miller, el miedo puede ser suficiente para desactivar dicha posibilidad. Puede bastar para tal sujeción el escarnio del señalamiento, la denuncia, y, por lo tanto, la subsecuente estigmatización cuando se carece de un compromiso con uno mismo, el compromiso de ser responsable de nosotros mismos y cuidar de nuestra sensación. Un cuidado de nosotros mismos. Quizá por ello no resulta sorprendente la dificultad de Abigail para comprenderse y no juzgarse a sí misma, tomando en cuenta la peligrosa minoría de edad que la mayoría de los integrantes de dicha colectividad manifiestan en sus actos.

Hay un momento crucial de la obra que apela a lo común y a la posibilidad de llevar a cabo discernimientos legítimos en lugar de juicios fáciles de nuestra circunstancia, especialmente en casos tan problemáticos como el que presenta Miller en su obra. El dramaturgo se detiene con gran sutileza a llevar a cabo la escena de la problematicidad epistemológica del supuesto crimen cometido, para cuestionar la densidad ontológica del mismo, en tanto que narración y, por lo tanto, mito. Este último concepto entendido como un proceso imaginario y, por lo tanto, estructurante que, por ello y a pesar de su problematicidad, es capaz de determinar materialmente a su contexto. Esto último nos da cuenta de que nuestros mitos (insisto, entendidos como narraciones) tienen una relevancia crucial en la estructuración de nuestras formas de vida:

Señor Hale, creedme; para ser un hombre tan grandemente ilustrado, estáis muy confundido.  ..; espero me disculpéis. He estado treinta y dos años en el foro, señor, y me sentiría azorado si me llamasen a defender a esta gente. Considerad ahora… (A Proctor y a los otros): y os ruego que hagáis lo mismo. En un crimen ordinario, ¿cómo hace uno para defender al acusado? Uno llama testigos para probar su inocencia. Pero la brujería es “ipso facto”, por sus rasgos y su naturaleza, un crimen invisible, ¿no es así? Por consiguiente, ¿quién puede lógicamente ser testigo de él? La bruja y la víctima. Nadie más. Ahora, no podemos esperar que la bruja se acuse a sí misma, ¿conforme? Por consiguiente debemos fiarnos de sus víctimas. Y ellas sí que dan fe, las niñas ciertamente dan fe. En cuanto a las brujas, nadie negará que estamos extremadamente ansiosos por todas sus confesiones. Por consiguiente, ¿qué es lo que le queda a un abogado por demostrar? Creo haberme explicado, ¿no es así?

En una especie de confesión profesional o en un acto de aparente honestidad del mismo tipo, el Comisionado explica la dificultad de su labor ante el carácter intransferible de un crimen que no parece dar cuenta de su materialidad.Sin embargo, considera más difícil la defensa de los acusados, a pesar de lo comparable de la circunstancia de sus abogados con la del propio Danforth, por el hecho ineludible de que todo se basa en la intransferibilidad de la sensación de los integrantes de la colectividad, cuyo testimonio y denuncia es lo único que poseen. Sólo les queda a los acusados pedir confianza y, por lo tanto, pedir ser creídos.

Todo el caso judicial en cuestión está basado en meras habladurías de las cuales las más importantes son las denuncias. ¿No implica ello la generación de condiciones óptimas para llevar a cabo problemáticos ejercicios de coerción que den pie a ilegítimos y arbitrarios actos de violencia por parte de quienes tienen el poder, los cuales robustecerán a este último a pesar de que evidencien lo cuestionable de su autoridad?, ¿No sería ello una manera de ser permisivo y negligente ante la ilegítima violencia del fascismo, entendiendo a este último como la injusta dinámica de estigmatización y exterminio a la cual cualquiera de nosotros podría quedar sujeto?

La manifestación de tales peligros lo vemos en el interrogatorio como dinámica de coerción que no busca testimonio ni defensa sino, como hemos dicho, confesión. En tanto que se asume que es posible una confesión y se asume como el objetivo de tal dinámica, hay una presunción de culpabilidad que, por más estratégica que se presuma, muy probablemente generará prejuicios que condicionarán al juicio, entendido como procedimiento judicial, que harán tendiente a este último a la injusticia.

Se evidencia tal problematicidad en la manera de conducirse de Danforth hacia Mary cuando es interrogada, además de también hacerse patente la imposición de su criterio como un parámetro más legítimo y verdadero que el de aquellos que no son parte del tribunal, en tanto que supuestamente está respaldado por la supuesta autoridad moral que le da ser representante e intérprete de la ley divina, por ser un defensor del puritanismo religioso y sus valores: “¿Cómo te han instruido en tu vida? ¿No sabes que Dios condena a todos los mentirosos? (Ella no puede hablar) ¿O es ahora cuando mientes?” Danforth puede asumir, con base en prejuicio, la posibilidad de advertir mentira porque él es el dueño de la Verdad, lo cual evidencia su tendencia de facto a la injusticia: el será uno de los que determinarán si los acusados se conducen con Verdad porque el tribunal es el dueño de la misma, en tanto que exégetas, y, por lo tanto, dueños de la última palabra.

En contraste, ante el asedio de otro integrante del tribunal: Hathorne, Mary pierde su centro. Se trata de un cuerpo frágil, tendiente a desmayos relacionados con supuestas visiones de supuestos espíritus, que acaba todavía más desarmonizado y fragmentado ante la exigencia de hablar con verdad de un fenómeno que apenas si ella misma comprende. ¿Cómo no creer que tal falta de consideración evidencie una disposición al abuso y la tortura?

Hathorne, en lugar de comprender lo lábil del estado de Mary: una adolorida fisiología, cuestiona lo que güeramente considera una contradicción cuando Mary afirma que se desmayaba porque veía espíritus y, sin embargo, el desmayo le evitaba verlos: “¿Cómo creías verlos si no los veías?”. La respuesta de Mary no constituye para el tribunal la evidencia de lo crítico de su estado ni de la angustia que le produce, a pesar de su incapacidad de articular discurso coherente al respecto. Podemos inferir en este detalle la estrategia de Miller para evidenciar la rigidez geométrica a la que puede llegar a tender un sistema legal, convirtiéndose en procurador de injusticia, cuando nos sujeta a la exigencia de un sólo tipo de discurso que, además, puede llegar a ser sumamente incompatible con nuestra habla y, por lo tanto, con la materialidad correspondiente de nuestras formas de vida: “Yo… yo no sé cómo, pero creí. Yo… oí a las otras chicas gritar, y a vos, Excelencia, vos parecíais creerles y yo… Era jugando, al principio, señor, pero luego todo el mundo gritaba espíritus, espíritus, y yo… yo os aseguro, señor Danforth, yo sólo creí que los veía, pero no los vi”. Es advertible en tal discurso el gran nivel de angustia que puede producir en alguien la alta posibilidad de la condena cuando nos vemos sometidos por la incomprensión.

Pareciera que no hemos hablado de un elemento fundamental en la obra, incluso a pesar de haberlo nombrado en más de una ocasión. Arthur Miller, con la escrupulosidad que lo caracteriza, es capaz de hacerlo detonar como una de las fuentes sediméntales del conflicto dramático de su obra. Se trata de la explosión estruendosa de un pantano. Quizá la sensación de su impacto, su experiencia estética, nos puede ayudar a comprender que la armonía inaparente puede ser mejor que la aparente:

(su voz a punto de quebrarse, grande su vergüenza): En el sitio apropiado… donde se acuestan mis animales. En la noche que puso fin a mi alegría, hace unos ocho meses. Ella entonces me servía, señor, en casa. (Tiene que apretar los dientes para no llorar.) Un hombre puede creer que Dios duerme, pero Dios lo ve todo, ahora lo sé. Os ruego, señor, os ruego…, vedla tal como es, un terrón de vanidad, señor… (Está agobiado.) Perdonadme, Excelencia, perdonadme. (Enojado consigo mismo, vuelve la espalda al Comisionado por un momento. Luego, como si el grito fuese el único medio de expresión que le quedase.) ¡Pretende brincar conmigo sobre la tumba de mi mujer! Y bien podría, puesto que fui [sic] blando con ella. Dios me ayude, obedecí a la carne y en esos sudores queda hecha una promesa. Pero es la venganza de una ramera, y así tenéis que verlo; me pongo enteramente en vuestras manos. Sé que ahora habréis de verlo.

            Sin embargo, no lo verán porque ello implicaría el esfuerzo de comprender y, justamente como Danforth ha advertido, se trata del juicio de un crimen invisible. Un aparente crimen en la conciencia de una colectividad cuyo supuesto pecado fue ejercer su negado derecho al secreto para preservar su intimidad, derrotado por el egoísmo que implica la incomprensión de sus propias pasiones.

            Estamos en uno de los momentos medulares del drama escrito por Miller: la importante confesión de John Proctor, en la cual se evidencia su profunda culpa. Una culpa que derrota a su cuerpo y que, a pesar del coraje que exige la voluntad de vulnerarse, éste no será reconocido a través de un acto de compasión, mucho menos de comprensión, sino que será aprovechada para ser motivo de sometimiento. John Proctor queda sujeto. Lo evidencia su tensión en la mandíbula, un freno que le impide caminar y, por lo tanto, huir. La sujeción yace en él, radica en lo que siente y en la manera en la que ha aprendido a posicionarse ante ello, al haber sido miembro durante tanto tiempo de la Comarca. Ha naturalizado su moral en los hábitos que constituyen su cotidianidad, al grado de estructurar a su cuerpo como habitación de su sensación. Una sensación incomprendida que, cuando fue habitada, lo dejo en una situación tan delicada y angustiante que, finalmente, lo sometió todavía más al dispositivo y la moral de la cual es parte y ha participado. El duelo de la culpa, consecuencia de juzgar rígida y duramente su deseo, le produce llanto. Su angustia lo paraliza. Ésta se manifiesta en seguir culpando a Abigail de lo que para él es un error, en lugar de terminar por asumir la responsabilidad de sus actos. Parece no ser capaz de acabar de comprenderlo. John, como participe de la moral que lo conmina, también cae en la inercia de ser juez, incluso ahora que también es parte. En ello se sigue manifestando su identificación con la colectividad y, por lo tanto, con el control heterónomo de la misma. El estigmatizado John, a pesar de lo cercano de su exterminio, también estigmatiza a la apasionada Abigail al tildarla de ramera. Se angosta su mirada, lo cual le impide comprenderla, a pesar de haber sido cómplices de su deseo.

La pasión de la culpa nos sujeta al empoderarla por medio de inducir a los demás a su sentimiento. Así se activa el control del dispositivo a través de nosotros mismos, por medio de la captura de nuestra sensación. Basta para ello la habladuría:el juicio fácil y sin elementos con el cual también podemos llegar a ser juzgados, nosotros mismos habilitamos esa posibilidad. De ahí la inducción del dispositivo,al cual acabamos reducidos, a volvernos juez y parte con base en el problemático fenómeno de la moral. Se antoja más problemático este último fenómeno que el de una ética, si entendemos a esta última como: un acuerdo conmigo mismo. En la posibilidad de la sujeción de la moral de la cual somos capaces consiste la heteronomía:

(sin aliento, con la mente enloquecida): ¡Digo…digo que… Dios ha muerto! […] (rie como un demente y): ¡Fuego, arde un fuego! ¡Oigo la bota de Lucifer, veo su asquerosa cara y es mi cara la tuya, Danforth! Para quienes se acobardan de sacar a los hombres de la ignorancia, como yo me acobardé y como vosotros os acobardáis ahora, sabiendo como sabéis en lo íntimo de vuestros negros corazones que esto es un fraude… Dios maldice especialmente a los que son como nosotros, y arderemos… ¡Arderemos todos juntos! […] ¡Estáis echando abajo el Cielo y entronando a una ramera!

Y es que, así como la moral resulta más problemática que la ética, probablemente la santidad resulte más problemática que el pecado en relación con la vida de nuestra especie.

Miller, a través del personaje de Hale, hace patente la descomposición del cuerpo vivo de una ciudad cuando éste se ha deshabitado. Se deshabita su deseo y, por lo tanto, su sensación, porque se ha violado su intimidad como habitación de sí misma: “ Excelencia, hay huérfanos vagando de casa en casa; el ganado abandonado muge en los caminos, el hedor de las mieses podridas flota por todas partes y ningún hombre sabe cuándo pondrá fin a sus vidas el pregón de las rameras… ¿y vos os preguntáis aún si se habla de rebelión? ¡Mejor sería que os maravillaseis de que aún no hayan incendiado vuestra provincia!”. Vemos cómo la vulneración del secreto hace imposible la continuidad de la vida, porque el secreto permite la posibilidad del movimiento del mismo y, por lo tanto, su transformación, a partir de su carácter estructurante. El deseo manifiesto en las potencias de nuestra imaginación puede ser el principio de una poiesis de la vida: una comprensión estructurante de nuestra querencia al habitarnos en su sensación y vivirla plenamente, capaz de estructurarnos. ¿Queda algo si nos negamos tal posibilidad?

No creo que sea digno de tomarse en cuenta como algo que queda de dicha mutilación de nuestro cuerpo: la miseria, la insatisfacción y el malestar que pueden suceder ante tal carencia, capaz de convertirse en una pasión que genere las más terribles posibilidades de nuestra libertad y, por ende, voluntades perversas que den motivo de castigo por parte de las voluntades perversas que han capturado nuestra sensación.

El reverendo contempla la derrota hacia el rictus de Salem: un cuerpo agonizante deshabitado por la erosión de su deseo; un paisaje inhóspito tendiente a la inercia. Los fenómenos de nuestro deseo susceptibles de ser estigmatizados como ‘enfermedades’ por quienes no hacen el esfuerzo de comprenderlos, participan de la armonía de la vida del cuerpo vivo de una ciudad. Cuando aquella aparente anomalía es desterritorializada del lugar en el que es pertinente, el cuerpo civil se desarmoniza, se propicia su malestar. Se genera la descomposición que implica la desintegración de dicha habitación de nuestra sensación,debido a que dicho territorio pierde forma y, con ello, su sentido. Una necrosis que puede culminar con lo inevitable de su desenlace.

Cuando no hay manera de ocultar nuestra mierda bajo la alfombra, acaba flotando hasta en el agua que bebemos: “Pues es bien simple. Vengo a cumplir la obra del Diablo. Vengo a aconsejar a cristianos a que se calumnien a sí mismos. (Su sarcasmo se derrumba.) ¡Sangre pesa sobre mi cabeza! ¡¡Es que no podéis ver la sangre sobre mi cabeza!!”, declara Hale en una manifestación de sabiduría, a pesar de la angustia que le causa el fiambre que alguna vez fue Salem. ¿Puede haber momento más pertinente para la sabiduría que el de la angustia que puede inspirar nuestro paisaje?

Por ello se puede inferir que lo que llamamos malestar es la desarmonización que resulta de no comprender la emergencia de lo que creemos y llamamos: enfermedad, al igual que su pertinencia en el cuerpo vivo de la ciudad como habitación de nuestra sensación. La evidencia de tal desarmonización sería lo que solemos llamar: síntoma. Dicho epifenómeno o su conjunto constituye o constituyen al malestar. Por lo tanto, no son causa de lo que hemos estigmatizado como enfermedad sino de la desarmonización que implica la incomprensión de la llamada: ‘enfermedad’, al no entenderla como una manifestación de la vida que, por lo tanto, tiene su legitimidad a pesar de su complejidad. En este caso, nos referimos a dicha manifestación como un fenómeno del cuerpo vivo que es una ciudad.

Hale, consciente del compromiso de sus afectos con la vida que fue Salem, sabe que también, de alguna manera, es responsable de lo que pasó con quienes fueron objeto de injusticia por haber quedado sujetos por la identidad que los condenó a la estigmatización y exterminio del dispositivo. Hale es consciente de que participó y no fue ajeno a aquel proceso, porque también, de alguna manera insisto, colaboró con el empoderamiento de la culpa que erigió el poder de la moral que capturó la sensación de los integrantes de la colectividad que constituyeron al dispositivo:

No equivoquéis vuestro deber como yo equivoqué el mío. Vine a este pueblo como un novio a su bienamada, cargado de presentes de la más alta religión; traía conmigo las coronas mismas de la ley sagrada y cuando toqué con mi radiante confianza, murió; y allí donde puse el ojo de mi inmensa fe, manó la sangre. Ten cuidado, Elizabeth Proctor… no te aferres a ninguna fe, cuando la fe trae sangre. Es ley equivocada la que te lleva al sacrificio. La vida, mujer, la vida es el más preciosos don de Dios; ningún principio, por muy glorioso que sea, puede justificar que se le arrebate. Te imploro, mujer, influye sobre tu esposo para que confiese. Que diga su mentira. En este caso no te acobardes ante el juicio de Dios, pues muy bien puede ser que Dios condene menos a un mentiroso que a quien, por orgullo, se deshace de su vida. ¿Querrás exhortarle? No puedo creer que escuche a ningún otro.

Son las palabras compasivas de Hale ante la atrocidad inminente que advierte como destino de John si éste no confiesa. En ellas se evidencia la claridadde Hale al descubrir en la fe un fenómeno de rigidez: el fanatismo, a pesar de utilizar dichos argumentos para intentar salvar a Proctor a través de una injusta confesión condicionada por la influencia de Elizabeth. Los argumentos que emplea el reverendo para tal injusticia podrían ser legítimos si se usaran para evidenciar la injusticia del proceso que ha condenado a la horca, hasta ese momento de la obra, a doce personas y que tiene en cautiverio a otros, entre los que están John Proctor y su esposa. Probablemente por ello, ante lo desesperada de la situación, han surgido por parte del propio Hale argumentos en contra de tan importante convicción para la vida civil de la Comarca, fenómeno del cual él aparentemente sigue siendo una figura importante. Tal es la gravedad de la situación que ha hecho consciente al propio Hale de la irreductibilidad de la fe que la evidencia como fenómeno incapaz de ser objeto de discernimiento. Toda fe es fanatismo.

Sin embargo, consciente de la injusta moral que ha sujetado tanto a su esposo como a ella, Elizabeth advierte la perversidad de sus jueces en la voluntad de usar su influencia como esposa y madre de familia para coaccionar a John. Un hombre que, como cualquiera, vive la complejidad de su deseo, al igual que la de sus consecuencias. Un delito del cual, probablemente para cualquier puritanismo, todos somos culpables.

Sin embargo, la esposa de John Proctor también parece reconocer la compasión de Hale en el hecho de hacer a un lado lo que para él fueron profundas convicciones, con el fin de salvar a John. Por lo anterior, aunque parezca cuestionable, me atrevo a inferir un posible carácter libertario y rebelde en el posicionamiento de Hale, debido a la autonomía advertible en el mismo. Lo anterior, además de constituir una voluntad de justicia ‒quizá de manera muy velada‒, también se sugiere como un posicionamiento estratégico ante la institución. Un carácter sabio y prudencial que se atreve a criticar a algo tan importante para dicho contexto como lo es la fe, con el fin de salvar a un hombre. Hay un riesgo latente en el carácter desnormalizador de criticar a la fe en tal contexto, por más que la circunstancia parezca justificar el posicionamiento del reverendo, especialmente si tomamos en cuenta la presencia de parte de los miembros del tribunal.

Sin embargo, Elizabeth, defendiendo su inocencia y la de su marido, no deja de advertir lo perverso de tal posicionamiento: torcer la supuesta ley divina a favor de la injusticia de satisfacer los intereses de los injustos que, además, son jueces, por más que ello implique la salvación de su esposo y padre de sus hijos: el bien aparente de salvar a John. Eso la evidencia como una verdadera practicante de su fe, a pesar de lo opuesto de tal actitud al carácter prudencial de la sabiduría y la rigidez del fanatismo que he criticado. Se necesita mucho coraje para vivir según nuestras creencias cuando manifiestan la honestidad de nuestro querer. Ello también puede constituir un acto de autonomía.  Elizabeth confronta su destino:(con calma): Creo que así razona el Diablo”.

Quiero revisar con más calma las implicaciones del posicionamiento del reverendo Hale, sobre todo el advertible riesgo del cual he hablado como particular elemento de su crítica y en relación con lo que él mismo representa. Si bien Elizabeth cuestiona tal posicionamiento al considerarlo resultado perverso de la lógica del diablo por sus fines, con lo cual estoy de acuerdo, no deja de resultar interesante el acto de autonomía que constituyen tanto la crítica de Hale como los argumentos de la misma víctima. Rescatando la mera noción de Elizabeth de lo que asume como lo que podría ser: ‘la manera en que razona el diablo’, vale la pena, apegándonos al mero contexto cultural en la que está situada la diégesis propuesta por Miller, advertir lo rebelde y libertaria que podría ser tal clase de lógica debido a su carácter tendiente a la posibilidad de autonomía.Y es que la figura del diablo, tomando en cuenta lo anteriormente planteado, sería susceptible de resignificación como: el símbolo de la rebeldía y la desobediencia que pueden surgir en quien, al acudir a su sensación y, por lo tanto, al habitarse al habitar su cuerpo, es capaz de generar un acuerdo consigo mismo. En ello consiste el ejercicio de su propio razonamiento el cual, inevitablemente, siempre estará confrontado con la normalización de todo entendimiento del mundo y de su vida, que pretenda cerrar el sentido o simplemente sea ajeno y, por lo tanto, una alteridad susceptible de imponer su ley: la ley del otro. El diablo, desde la resignificación que propongo, sería el adversario que se opone a tal imposición: la imagen de quien decida confrontar a quien impongan su manera de vivir. Éste último sería para los fascistas: el que está fuera de lugar, el impertinente. A los normales les parecerá un poseso, un leproso fuente de contagio.

Quien ha decidió llegar a un acuerdo consigo mismo, si no mata al héroe que vive en su alma, no dejará de advertir la posibilidad impositiva y coercitivadel desprecio por el examen de la vida que compartimos. Probablemente, siempre le parezca que dicha voluntad pretende detentar un espurio poder injustificable, ante lo cuestionable de la propiedad de la Verdad entendida como referente del Absoluto, por parte de cualquiera de los que tan sólo somos cuerpos finitos. El diablo está en el cuerpo: “(en el colmo de la desesperación): Mujer, frente a las leyes de Dios, apenas somos cerdos. ¡No podemos leer Su voluntad!”, le reclama Hale a Elizabeth con el fin de salvar a John a través de la influencia de esta última y, sin embargo, no deja de ser conmovedora la humildad de Elizabeth ante la injusticia. Con un sencillo acto de gran coraje evidencia su ejemplaridad. Demuestra su capacidad de autónoma prudencia al conducirse con la justicia con la que nadie de los que los juzgaron trataron a los Proctor, ni a ninguno de los condenados y procesados de Salem: “No puedo discutir con vos, señor; me falta estudio para ello.” Elizabeth suspende su juicio.

            Ante la amenaza de tal dignidad para el tirano y su poder, Danforth demuestra que no hay cabida para los argumentos de una legítima defensa sino para la coerción a partir de la superficialidad de un juicio somero, escaso en reflexión y, por lo tanto, irracional, sobre la propia Elizabeth. Se agudiza el escarnio contra ella al evaluar lo indiscernible: la sensibilidad de la propia Elizabeth en relación con sus afectos familiares. Una reducción que se pretende sostener a partir de la mera interpretación de uno sólo de sus hechos, haciéndose claro lo injustos que podemos ser cuando creemos que una imagen vale más que mil palabras. Con ello Miller evidencia la apariencia de una máscara social: la institución llevando a cabo un cuestionable simulacro de justicia:

(yendo hacia ella): Elizabeth Proctor, no se te ha convocado para discutir. ¿Es que no hay en ti la ternura de una esposa? Él morirá al amanecer. Tu esposo. ¿Lo comprendes? (Ella lo mira simplemente) ¿Qué dices? ¿Tratarás de convencerlo? (Ella calla.) ¿Eres de piedra? ¡Con franqueza, mujer, si no tuviese otras pruebas de tu vida antinatural, tus ojos secos ahora serían prueba suficiente de que has entregado tu alma al Infierno! ¡Hasta un monstruo lloraría ante semejante calamidad! ¿Habrá secado el Diablo toda lágrima de piedad en ti? (Ella permanece callada.) ¡Lleváosla! ¡No se ganará nada con que ella le hable!

La inmediata impulsividad de una opinión, desnutrida por faltarle el alimento del esfuerzo por comprender por parte de la razón, convierte a Elizabeth en un monstruo ante la mirada pública. El coraje ante el escarnio puede ser la mejor y única defensa ante los que están en el púlpito del juez. John lo tiene claro, criticando una razón instrumental que sólo busca satisfacer la conveniencia personal y el interés privado, por encima del bien común.

No hay juez más legítimo que uno mismo. Para Elizabeth resulta claro al reconocer la integridad de su falible esposo: “Haz lo que quieras pero que nadie sea tu juez. ¡Bajo el cielo no hay juez superior a Proctor!”.

La dignidad de los Proctor es el bien común de su ejemplaridad que, desde lo problemático de su puritanismo, los hace posicionarse en el esfuerzo de su virtud como un acto de habitación de su verdad en ellos mismos: su honestidad. Se advierte, no sólo la gravedad de la mentira que se le quiere obligar a decir a Proctor en una falsa confesión, sino también lo problemática de la mentira como deshabitación de uno mismo. En la postura de los Proctor hay una defensa de la honestidad como simiente de nuestra autonomía, ante la mentira como posible generadora de la desconfianza en nuestras relaciones. Advertimos en tal posicionamiento por parte de Miller y sus personajes: una problematización de la mentira como principio de difamación y escarnio. Estas últimas, herramientas del dispositivo capaces de fracturar a la vida de los cuerpos que constituyen a una ciudad. Por ello, John afirma ante la cuestionable pureza de quienes los han juzgado: “Es difícil arrojarle una mentira a los perros”.

Sin embargo, la obra nos confronta con la sublime experiencia de nuestra finitud cuando ésta significa el angustioso padecimiento de lo terrible que puede ser la injustica y sus efectos en nosotros. Si recordamos que no podemos saber lo que puede un cuerpo, ¿cómo juzgar los límites de las potencias de cualquiera de nosotros ante circunstancias que, no sólo los ponen a prueba, sino que también pretenden rebasarlos? John quiere vivir y para ello debe confesar un crimen que no cometió. John decide confesar.

Me parece advertible la facilidad de un juicio en contra de dicha voluntad, ante la dificultad que implica tan sólo la amenaza de una probable ejecución en contra de alguien. Un castigo a partir de la aparente legitimidad de un dispositivo de poder. Se puede imaginar lo indeseable de dicha posibilidad para muchos de nosotros. Cualquiera capaz de imaginar el dolor ajeno, difícilmente sería capaz de desear tal circunstancia para sí mismo o los demás, por lo menos actuando desde la serenidad de un cuerpo capaz de consciencia. Un cuerpo atento a su sensación es un cuerpo armonizado capaz de comprender. La adquisición de consciencia a través del servicio de nuestra razón también es una habitación de nuestra sensación. Actuar racionalmente es un acto sensible que puede implicar la habitación de nuestra reflexión y pensamiento como fenómenos de un cuerpo vivo. ¿Qué posibilidades podría llegar a tener un cuerpo derrotado por la angustia o en la necesidad de estar en constante resistencia?

  Sin embargo, John, a pesar de lo anterior, intenta seguir preservando su integridad, a pesar de la humillación a la cual tiene que ceder. Acepta confesar, pero no está dispuesto a firmar su confesión. No quiere entregar su nombre por escrito, lo característico de una rúbrica o grafía, como testimonio de los actos de su vida y el honor que en ellos está comprometido. Según sus creencias, en relación con el honor de los actos de su vida está comprometida la valía de su alma. Es sugerente pensar que en muchas tradiciones se evita dar el nombre para que nadie se quede con el alma de su dueño. A John le piden tal confirmación para quedar sujeto al juicio del Pueblo, a través del registro de su historia como recurso para su ojo vigilante y el escarnio del cual sea capaz. La historia del cuerpo vivo es también una historia de los pueblos como habitaciones del primero:“¡Al Diablo con el pueblo! ¡Yo confieso ante Dios, y Dios ha visto mi nombre en este papel! ¡Es bastante!”. No sólo es bastante, es un sacrificio, es demasiado.

Recordemos la concepción de ‘Dios’ como ley (logos) vinculada, a través de la razón,(logos) con la consciencia de los hombres, en tanto que referente de esta última. Paradójicamente, este elemento también hace posible la confesión. En este caso, John defiende la territorialidad de su subjetividad: le basta saber lo que ha hecho como un fenómeno de su consciencia. Sólo a esta última tiene acceso Dios que está en todas partes y todo lo sabe, según sus creencias.

Sin embargo, el dispositivo necesita publicar la prueba de su veredicto ante quienes gobiernan, para legitimarse y, con ello, actualizar el dominio del dispositivo. En este caso, también depende de ello la supuesta ejemplaridad del castigo, impuesto como motivo del miedo capaz de someter a los sujetos por el mismo. Se trata de la dominación de la colectividad a través de la captura de su propia sensación. Cómo hemos visto, ello constituye al dispositivo. Se trata de inducir al miedo a padecer lo terrible que puede ser este último, a través de la aparente superioridad de quienes ejercen su voluntad como autoridad.

La reducción a tal imagen pública,concreta la dominación de John por parte del dispositivo. La vergüenza que pueda surgir del mero escarnio abre la posibilidad de vulnerar la propia creencia en sí mismo y para sí mismo en relación con sus actos. John está defendiendo desde su finitud que cree en un único juez legítimo: su contraparte correspondiente que es el Absoluto representado por Dios. Esa integridad es una manifestación de pensamiento autónomo que pone en peligro al dispositivo porque puede ser capaz de constituir rebeldía.

Concretar el castigo implica mutilar la integridad de un cuerpo vivo para consumar el sometimiento a través del mismo: “¡Me he confesado! ¿Es que no hay más penitencia buena que la pública? ¡Dios no necesita de mi nombre clavado en la iglesia! ¡Dios ve mi nombre! ¡Dios sabe cuán negros son mis pecados! ¡Es bastante!”. John defiende ser su propio abogado ante la ley de los cielos y su propio juez en la tierra, a través de su consciencia. Se trata del último aliento por la defensa del porvenir de su habitación del mundo. Está comprometida toda la vida de John, incluyendo lo más importante para él, como veremos más adelante.

John, finalmente, firma la confesión. Sin embargo, nadie le advierte que parte de la misma implica señalar a los supuestos cómplices de su supuesto crimen. Aquí se evidencia lo problemáticos que pueden ser los acuerdos tácitos por parte del Derecho, en tanto que tienden a posibilitar la arbitrariedad, la confusión y el prejuicio. John decide no ceder ante tal intento de coacción: “Tengo tres hijos… ¿Cómo enseñarles a caminar por el mundo como hombres si he vendido a mis amigos?”. Hasta entonces, el tribunal lo creía dominado. John todavía es capaz de la consciencia de la responsabilidad de sus actos y sus implicaciones en relación consigo y los demás, especialmente con sus seres más queridos.

Ser objeto de vergüenza implicaría perder el respeto que propicia en uno la posibilidad de nuestra ejemplaridad, especialmente ante nuestros afectos más importantes. Traicionar a los demás no es sólo traicionarnos a nosotros mismos sino a los que más queremos. Sin embargo, a pesar de lo importante de este aspecto, especialmente en el caso de las figuras paternas, nadie está exento de su falibilidad.

En el anterior posicionamiento de John podemos advertir el poder heterónomo del escarnio ante nuestra lábil capacidad de comprensión, especialmente hacia nosotros mismos,por lo definitivo y específico que puede ser el peso de nuestros juicios menos fundamentados y más ligeros en nuestras vidas y sus formas. En este trabajo, en términos intempestivos, no resulta gratuita mi insistencia en advertir cómo toda cultura tiende a ser una cultura del escarnio, con todo y sus documentos de barbarie, y que estamos muy lejos, en buena medida debido a nuestro egoísmo,de la posibilidad de una cultura de la comprensión. Vemos cómo hemos generado un dispositivo con rostros históricospara el escarnio, capaz de hacerse de la propiedad de nuestros nombres para desterritorializar nuestra subjetividad y colonizarla, haciéndonos tendientes a ser cuerpos fragmentados: humanos mutilados por la incomprensión de su deseo, deshabitados y, por lo tanto, seres que suelen ser incapaces de constituir habitaciones de lo común en el mundo.

John, padeciendo la experiencia sublime de la finitud constitutiva de su cuerpo y de su vida, afirma y defiende lo mucho o poco que le queda después de tal dominación:“(con un grito desde el fondo de su alma): ¡Porque es mi nombre! ¡Porque no puedo tener otro en mi vida! ¡Porque miento y firmo mentiras con mi nombre! ¡Porque no valgo la tierra en los pies de quienes cuelgan ahorcados! ¿Cómo puedo vivir sin nombre? ¡Os he dado mi alma; dejadme mi nombre!”.

En estas palabras, Proctor manifiesta cómo quedamos reducidos a la abstracción del registro de los datos que constituyen un archivo,a través de la burocratización. Somos sujetos susceptibles de burocratización por parte del dispositivo. Conceptos que, si llegarán a perder el referente de sus materialidades concretas, quedarán vacíos. En ello radica el estadio último de la condena, la pena final y, por lo tanto, el castigo definitivo.

Nos queda pensar en lo paradójico del desenlace de la obra: Proctor quedaría derrotado si hubiese cedido a todo lo que implicaba su confesión, incluyendo la delación de los otros implicados en lo que llama Miller: “la tragedia de Salem”, a pesar de haber podido conservar la vida. Sin embargo, Proctor vence, a pesar de que el dispositivo obtuvo un cuerpo que castigar porque no cede a la confesión, no delata a nadie y hace fracasar al tribunal de los verdugos de la injusticia, a pesar de que ello le cuesta la vida. Podría decirse que John vence a sus contrincantes siendo derrotado. La armonía inaparente de la supuesta maldad y corrupción de John Proctor vence a la armonía aparente de la supuesta pureza inmaculada del dispositivo. John no entrega su integridad porque no puede. No puede hacerlo quien es señor del dominio de su sensación. Un dominio de sí mismo manifiesto en la autonomía de quien es un legítimo hombre libre que piensa por sí mismo: un poeta de su libertad que, en términos del propio Proctor, no renuncia a sus potencias vitales:

(con los ojos llenos de lágrimas): Si que puedo. Y he aquí vuestro primer milagro, que sí puedo. Habéis producido vuestro milagro, porque ahora si creo vislumbrar una hilacha de bondad en John Proctor. No alcanza para tejer con ella una bandera, pero es lo bastante blanca como para no dársela a estos perros. (Elizabeth en un arranque de terror, corre hacia él y llora en su mano.) ¡No les concedas una lágrima! ¡Las lágrimas les placen! ¡Muestra tu honor, ahora, muestra un corazón de piedra y húndelos con él! (Él [sic] la ha levantado y la besa con gran pasión.)

Proctor confronta su destino. Asume con coraje su conversión en un templo sólido, la conversión en un hombre capaz de templanza. Decide llevar a cabo el esfuerzo de su imperturbabilidad el cual, a pesar de la rigidez de las imágenes de su discurso, sería injusto confundir con represión.Todo lo contrario, se trata de la imperturbabilidad que produce en sí mismo quien tiene el coraje de habitar la plenitud de su sensación. En ello radica la honestidad de la victoria de John, al igual que su ejemplaridad. John Proctor ha desactivado al miedo al comprenderlo como una experiencia de sí mismo. Logró su victoria al investigarse a sí mismo.

Parece que la armonía de John es el porqué de la orden inminente de Danforth: “¡Colgadlos bien altos sobre el pueblo! Quien llore por éstos, llora por la corrupción. (Sale, pasando a su lado como una exhalación. Herrick comienza a llevar a Rebecca, que casi se desploma, pero Proctor la ayuda mientras ella lo mira como disculpándose.)” Por la celeridad con la que Danforth sale, parece dicho caminar, más que un último acto de indolencia, una huida. ¿Será que la potencia que manifiesta el coraje de John Proctor le ha quitado rigidez y su centro aparente?

Proctor cerró su discurso con un beso apasionado. El signo de un discurso verbal que nos remite tanto al acto extraordinario del perdón entre John y Elizabeth como a su amor. Se advierte a la lógica de la ternura, capaz de desactivar al fascismo.

Desde la plataforma de su ego, Hale evidencia su culpa. Ésta lo ha vencido con todo y su sabiduría. Incluso la culpa puede derrotar al más sabio, porque el sabio lo es por haber sido derrotado muchas veces, varias de éstas por la culpa. Hale sólo piensa en la muerte de John Proctor, incapaz de admirar el acto de coraje con el cual éste consumó su integridad para no acabar perdiéndose a sí mismo en la esclavitud del dispositivo:“: ¡Mujer, exhórtale! (Comienza a correr hacia la puerta, pero regresa.) ¡Mujer! Es orgullo, es vanidad. (Ella evita sus ojos y se mueve hacia la ventana. Él cae de rodillas.) ¡Ayúdale! ¿De qué le sirve sangrar? ¿Ha de ser el polvo quien lo alabe? ¿Han de ser los gusanos quienes proclamen su verdad? ¡Acude a él, quítale su vergüenza!”. Sin embargo, Elizabeth no tiene dudas. Ella es capaz de admirar la ejemplar integridad de John, porque el amor abre los ojos, libera al diluir la propiedad del ego y se opone a la angostura del paisaje limitado por la angustia: “(sosteniéndose para no caer, agarra los barrotes de la ventana y grita): Ahora tiene su pureza. ¡Dios no permita que se la quite!”. Nadie puede esclavizar ni quitarle nada a quién tiene el coraje de habitar su sensación.

Comencé este trabajo preguntándome acerca de la posibilidad de seguir a Miller en relación con su posicionamiento de presentar a Las brujas de Salem como una tragedia. Parece arrogante cuestionar las claridades muy legítimas de un autor acerca de su obra. Sin embargo, mi pregunta va más allá de tal superficialidad. Entraña una inquietud muy personal. Un tema para mí muy importante, que tiene una estrecha relación con el porqué de mi decisión de acercarme al teatro, al igual que a otras posibilidades poéticas de la escena.

Considero medular tomar en cuenta la posibilidad de comprender a los hechos históricos en los que se basa el trabajo de Miller, una tragedia. En ese sentido, más allá de entender a la tragedia como un género dramático que se diferenciaría de la noción de ‘lo trágico’ como un fenómeno independiente de la historicidad de dicho fenómeno poético, me resulta más importante abrir la posibilidad de resignificar a la tragedia como horizonte de comprensión de la relación entre libertad y destino, estos últimos entendidos como fenómenos correspondientes, en relación con el carácter paradójico de nuestra libertad. En ese sentido, también parece necesario resignificar a la noción de ‘destino’ y, con ello, considerar nuevamente a la tragedia como un horizonte de análisis, examen y comprensión de la condición humana, si es que alguna vez ha dejado de serlo. De hecho, esta propuesta no es ninguna novedad. En ello, en más de una ocasión, ha consistido la intempestividad de dicho fenómeno cultural.

Alguien que ofrece importantes claridades al respecto es otro magnífico dramaturgo, Carlos Solórzano:

Los grandes problemas del hombre han vuelto a tratarse ante los ojos del público. Sin pretender igualar las formas griegas, son ésos los modelos que se han seguido. El concepto destino ha vuelto a cobrar sentido. Sabemos que hay algo que se sobrepone a la voluntad del hombre. Hoy podemos llamarles tiranías, persecuciones, brutalidades o espíritu de resignación, motivado por lo absurdo de nuestro mundo; pero sabemos que tiene la misma validez dramática que ese concepto del fatum griego: el de limitar la acción humana por la inminencia de algo que el hombre no puede precisar y menos aún decidir ni evitar y que le dan, a la existencia de hoy, un contenido trágico. El problema del hombre contemporáneo es el del individuo ante la sociedad.

            Me resulta difícil no estar de acuerdo con Solórzano en lo fundamental de su intuición, sumamente cercana a la problematicidad de nuestros afectos comunitarios como lo hemos visto en el caso de la obra de Miller. Por ello, probablemente sea igual de importante que la resignificación de la tragedia que se propone no implique hacer a un lado la noción de ‘lo trágico’, para no dejar de advertir lo trágico de nuestras vidas lo cual, probablemente, nos confronte con la tragedia como el horizonte de comprensión que siempre ha sido, a partir de su resignificación. Esta última labor y su posibilidad, también parece demandarnos el no dejar de advertir la compatibilidad entre la tragediay ‘lo trágico’ como referentes intempestivos de las materialidades concretas de nuestras formas de vida. Una relación inextricable que da cuenta de una relación transhistórica entre las diversas manifestaciones y posibilidades del mito, al igual que de las densidades ontológicas de dichas imágenes, imaginaciones e imaginarios.

            Quizá de tal forma sea más difícil abandonarnos al olvido de nosotros mismos, al grado de deshabitarnos. Quizá de tal forma sea más fácil no olvidar lo terribles que podemos ser.

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