El camino del corazón

La película de Buñuel es un magnífico cortometraje protagonizado por el legendario actor Claudio Brook y la muy importante actriz Silvia Pinal. Trabajo polémico en la historia del cine, por la constante intervención durante la realización del mismo de su productor: Gustavo Alatriste, también esposo en ese entonces de Silvia Pinal. Sin embargo, se impone la magnífica factura del guion de Luís Alcoriza, totalmente comprometido con el discurso de Buñuel, de clara simiente onírica y surrealista, lo cual nos permite apreciar las hondas inquietudes espirituales del gran director, en relación con las potencias del cuerpo manifiestas en la posibilidad de su concupiscencia ante la promesa de liberación de la experiencia religiosa.

Simón ha pasado seis años, seis meses y seis días arriba de una columna, haciendo ayuno y penitencia para servir y estar cerca de Dios. Se trata de un santo estilita, un místico dedicado a la contemplación, que ha abandonado el suelo como estadio del pecado en el mundo y ha decidido elevarse de su territorio para estar más cerca de Dios a través de las alturas. Su misión también entraña un afán de redención a través de la renuncia al cuerpo como habitación del alma. La pretensión, difícil pretensión, de negarlo para trascenderlo al habitar hasta el límite su finitud; una relación inextricable con la posibilidad de la muerte. Simón quiere morir en gracia de Dios.

Alrededor del Santo se ha congregado un grupo de practicantes de la fe. Se trata de los integrantes de un cenobio que, a través del ejemplo de Simón, también rinden culto a Dios por medio de dicha vida en común. Vale la pena aclarar: el cenobio es el antecedente del monasterio. Se trata de una congregación donde un grupo de practicantes de la fe llevan a cabo una vida de retiro espiritual, de clausura y de renuncia. A sus integrantes se les llama cenobitas.

En cambio, Simón es un eremita o anacoreta que se ha retirado en soledad para habitarse a sí mismo; habitar el vacío de su cuerpo para, a su vez, vaciarlo y liberar su alma, a través de la habitación contemplativa del vacío que es el desierto.

El santo se considera indigno de privilegio alguno por su condición de pecador. Así como sólo come lechuga ‒la cual, a pesar de ser escasa, comparte en una secuencia con un conejo‒ también rechaza la ordenación sacerdotal, un reconocimiento a su sacrificio por parte del Cenobio y sus integrantes.

Simón busca olvidarse de su cuerpo, diluirse en Dios a través de la oración. El santo parece empezar a lograrlo: olvida las plegarias y, en dado momento, siente que no es consciente de lo que habla y lo que dice. La inconsciencia en este caso parece manifestarse como la asignificación deshabitante del cuerpo, de su sensación como acto de renuncia y de entrega a Dios. En una secuencia Simón es visitado por Matías, interpretado por Enrique Álvarez Félix, un joven cenobita devoto del santo. Le lleva lechuga, pan y aceite departe de la congregación. Simón sólo acepta la lechuga. Para sus adentros, Simón reprende tal interrupción ya que la misma le ha recordado que posee un cuerpo a través de la sensación del mismo; el eremita tiene hambre y sed. Sin embargo, continuando con su misión, decide posponer la ingesta de su alimento hasta el amanecer.

Regresando al personaje de Matías, antes de llegar con Simón, se encuentra con un cabrero enano del desierto que también ama al santo. Le comenta al joven cenobita que Simón rechazó su ofrenda de pan tierno de tres días y un cuenco de requesón. Matías reprende la actitud quejosa del enano, mientras este último observa con fascinación las ubres de su cabra más joven, Domitila. Matías no oculta su desconcierto ante la actitud del enano con su cabra: “No quieras tanto a esos animales, mira que el diablo anda suelto por el desierto”. El enano le responde: “De noche lo oigo”. La materialidad animal de la carne de la cabra ‒legendario animal mítico tan pagano como bíblico‒ es presentada como alimento y, por lo tanto, como posibilidad de concupiscencia por su carácter matérico. Matías apela a una noción de trascendencia que niega al cuerpo ‒con la cual el Cristianismo se evidencia deudor del Platonismo y Neoplatonismo‒ cuyo referente es Simón, a quien el joven cenobita tanto admira.

Otro ejemplo de la humildad del eremita lo hallamos en la secuencia de la película en la que un cenobita llamado Trifón intenta demeritarlo. Calumnia a Simón afirmando que este último tiene en el morral donde guarda su humilde despensa, finas viandas que incluyen: vino, aceite y queso de cabra. Simón, probablemente a semejanza de Cristo, no se defiende. Considera más importante la calumnia que el elogio porque este último distrae y ciega mientras que la primera, en términos del propio Simón, es el azote de la vida capaz de fortalecer y hacer crecer.

Los cenobitas se debaten para no dejar de creer en Simón. Le piden que se defienda y ellos prometen creerle. Sin embargo, Simón no lo hace, manteniéndose firme y vertebrado como la columna sobre la que lleva a cabo su penitencia. La columna, se puede inferir, funciona como metonimia del cuerpo habitado por la santidad del anacoreta, quien se dispone en relación vertical con Dios a través de la altura y la estatura. Una imagen sumamente aguda y contundente de una moral basada en el sacrificio, que remite a la monumentalidad de fenómenos arquitectónicos como los obeliscos. Estos últimos, tanto de manera más actual como parte de tradiciones con más antigüedad, implementados por órdenes culturales de tipo religioso, militar y político.

Tal falta de defensa por parte de Simón (quizá una manera de disponerse a la propia indefensión) es aprovechada por el atacante del Santo para asegurar que Simón es culpable porque rehúye a dar una razón porque no la tiene; la explicación que permitiría justificar la presencia de dichos alimentos en su morral. Es entonces que Trifón empieza a convulsionarse, acabando en un rapto epiléptico que le saca espuma por la boca. Confiesa entoncesque él puso las viandas en el morral y que intentó desacreditar al santo. El cenobita evidencia estar poseído por el diablo. Simón comienza un exorcismo para conjurar al demonio en dicho cuerpo, el cual es apoyado por los cenobitas. El líder de estos últimos pide llevar al cenobita convaleciente para atenderlo con más cuidado en la mandra del cenobio.

Después de este momento, Simón advierte una vulnerabilidad importante en Matías debido a su juventud. Le pide a Zenón, líder de los cenobitas, que lo hagan regresar a casa y que vuelva al cenobio hasta que la barba le recubra las mejillas. Ello nos recuerda a la madurez como principio de formación de la cual nos habla Platón en El Simposio en relación con la figura del púber imberbe que se forma para ser hombre hasta que tiene el suficiente vello en el cuerpo, con el cual se constate su edad adulta. Matías corre peligro por la fragilidad inminente de un cuerpo inexperto ante la sensualidad del diablo suelto en el desierto, de cuya presencia ya ha tenido tanto noticia como experiencia Simón. El enano cabrero, testigo de dicha situación, le dice a Matías refiriéndose a los demás integrantes de su congregación mientras se alejan juntos de la torre del eremita: “No quieras tanto a estos barbones, mira que el diablo anda suelto por el desierto”. Matías le contesta: “De noche lo oigo”.

Parece que un camino espiritual, en tanto que habitación de la finitud del cuerpo, implica la sensualidad que produce la ilusión de la superioridad moral por, aparentemente, ser más familiar a lo divino. ¿No es ello también un tipo de concupiscencia?

El camino del cuerpo, de la tierra que recibe a la materia, es el camino de la mano izquierda. El camino del espíritu, de lo que se eleva, es el camino de la mano derecha. Si unimos ambas manos para llevara a cabo su encuentro, formamos un centro que implica una vía. Ese centro es el corazón, sólo se comprende con el corazón inflamado según la imagen del Sagrado Corazón. La ruta que implica el encuentro del camino de la mano derecha con el de la mano izquierda es el camino de la comprensión; el camino del corazón, habitación de nuestros cuerpos.

El diablo, interpretado por Silvia Pinal, se ha acercado a Simón tres veces, dos de ellas para tentarlo. La primera, a través del disfraz de la inocencia de una niña; una niña que jugando trata de corromper la castidad de Simón al enseñarle sus piernas portadoras de un liguero, al igual que sus pechos. También el diablo le ha ofrecido al eremita el beso de su larga lengua y ha intentado martirizar su cuerpo con un puñal, clavándolo en la espalda del santo varias veces.

Simón resiste, a pesar del reciente recuerdo de su madre, de quien se ha despedido al principio de la película y a la que recuerda como cómplice de la sensación de lo lúdico como habitación del mundo, antes de comprometerse con su misión; sentir el suelo en la planta de sus pies al momento de correr sobre la tierra es la imagen de un profundo anhelo que Simón comprende como motivo de la tentación del mundo.

La segunda vez, Simón ha sido tentado a través de su profundo amor por Jesús. El diablo se ha disfrazado del pastor del rebaño, llevando un cordero en los brazos. Satán se ha puesto una barba para emular al hijo de Dios para tratar de convencer a Simón de que Cristo sufre con el malestar de su sacrificio y que debería permitirse el placer y el gozo de las materialidades del mundo. El diablo derrama algunas lágrimas para tratar de convencer al anacoreta de que es el mismísimo hijo de Dios quien le habla. Declara que el exceso de su sacrificio no es grato a su corazón. Satán le pide cambiar: bajar a la tierra y hastiarse de goces. De tal forma, como parte de su engaño, Satán disfrazado de Cristo le promete a Simón que, con tal descenso, tan sólo el nombre del placer le dará nauseas. El falso Cristo le promete que así el eremita estará cerca de él. Nuevamente, Simón se da cuenta de que se trata de Satanás y lo rechaza, no sin dejar de recordarle al diablo cuando fue el ángel más bello y estuvo ante la gracia de Dios que Simón añora, y por el cual lleva a cabo su sacrificio. El diablo le pregunta al santo, quizá con cierta esperanza de comprensión por parte del anacoreta, si cree que Dios lo perdonaría si se arrepintiera. Simón lo tiene claro: Satán se ha condenado por el resto de eternidad. No se deja esperar la ira del demonio quien le da una pedrada con una honda al santo, derribándolo sobre el suelo de su columna.

Antes de hablar del tercer encuentro entre Simón y Satán a lo largo de la película, me parece relevante atender otra secuencia que tiene una estrecha relación con la conclusión del cortometraje. Simón había advertido, durante una visita de los cenobitas a su columna, que uno de ellos se había distraído viendo pasar a una mujer que llevaba una vasija en la cabeza. Se trataba también del mismo satán disfrazado de aquella mujer. Simón le cuestiona al cenobita el olvido de su voto de castidad. Simón le pregunta por ella refiriéndose a la misma como una mujer tuerta, a lo cual el cenobita corrige diciendo que los ojos de esa mujer estaban sanos. Es entonces que Simón cuestiona al cenobita, a través del motivo de la visión, su renuncia al seguimiento de su voto de castidad, opuesto a la posibilidad de la mirada y contemplación de cualquier mujer, y mucho más a la posibilidad de tener alguna de cualquier manera como parte de la conducción de su espíritu.

Es sugerente pensar en ello como un ejemplo, según el eremita, de cómo la mirada también puede cegarnos a través de la incomprensión que puede implicar la ilusión y, de manera semejante, como la ceguera o no ver nos puede permitir visiones más importantes. No hay que dejar de advertir esta última propuesta de lectura a través del contexto de la diégesis de la película.

Más adelante, este mismo cenobita irá a visitar a Simón para agradecerle dicho gesto y también para tener un importante intercambio, que evidencia la dificultad que puede implicar la diferencia que signa la manera en la cual nos referimos al mundo en relación con la comprensión del mismo por parte de los demás. El cenobita argumenta a Simón que el mundo es terrible porque podemos llegar incluso a matar por defender y resguardar lo que creemos que es nuestro. El mal yace en el ‘mío’ y el ‘tuyo’; defender lo mío y lo tuyo es lo que nos lleva a lo terrible, argumenta el cenobita. Este último trata de ejemplificárselo a Simón, quitándole su morral y afirmando: “esto es mío”. El eremita no se opone y dice: “Entonces, llévatelo”. El cenobita queda admirado por la santidad de Simón. Este último afirma no comprender lo que el cenobita quiere decir porque hablan lenguajes diferentes. Vemos aquí como la mediación del lenguaje como parte de la significación del mundo es parte de la posibilidad de la comprensión o confusión de este último. ¿Cuál es lenguaje del mundo en que vivimos?

Satán cumple su promesa, regresa aparentemente derrotado dentro de un féretro. Simón endurece su sacrificio al mantenerse parado sobre su torre con un solo pie. Esta vez Satán no lo tienta, sólo le advierte que van por ellos y que él será su guía por el mundo que los llevará en avión hacía sí mismo. Satán llevará a Simón al Sabbat, el día de descanso de la creación, el día de dispersión y relajación. Llegan a la discoteca de una ciudad semejante a Nueva York, San Francisco, la Ciudad de México o a la mezcla de todas las anteriores. En dicho lugar bailan y conviven cuerpos jóvenes, al frenesí del rock de aquellos años.

Simón bebe una copa mientras fuma su pipa y observa aquel paisaje en el cual el Diablo le prometió que vería: “relampaguear las lenguas y las heridas rojas de la carne”. Los jóvenes se estremecen al ritmo de la música de moda: “Carne radioactiva, es el último baile, es el baile final, es el baile final”, insiste el diablo. Una clara alusión a la promesa del Progreso comprometido con el Futuro, signado por la imagen de la explosión de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. “¡Va de retro!”, ordena Simón para alejar a Satán del mundo, a lo que el diablo contesta: “Va de ultra”.

Después de ver tal panorama, Simón decide irse para volver a casa. Satán le advierte que no lo haga, su lugar tiene nuevo inquilino. Le advierte a Simón que tendrá que aguantar hasta el fin. Probablemente se refiera hasta el fin de los tiempos. Satán se va a bailar carne radioactiva, después de advertirle a Simón que su misión tiene compromisos con la eternidad. La película acaba con un grito frenético del diablo extasiado en medio del baile, como si proviniera de lo abisal de la carne.

En una de las primeras secuencias del corto podemos apreciar un milagro de Simón. Una familia pobre que argumenta no tener para comer se acerca a la torre del santo. Al padre de familia le han cortado ambas manos por haber robado. La madre argumenta que ello ha implicado penurias, especialmente para las dos hijas del matrimonio. El hombre, después de admitir su delito, afirma estar arrepentido y le pide ayuda al Eremita. Este último hace el milagro, el hombre vuelve a tener sus dos manos.

            Una vez que han conseguido lo que se proponían, la madre de familia le dice al padre que hay que ir más al rato a cambiar la sala familiar por una nueva y menos maltratada; el padre de familia afirma que queda pendiente la cosecha de la huerta de la casa; la hija más pequeña le pregunta a su padre si las manos que ha obtenido son las mismas que tenía. El padre le da un golpe en la cabeza y le dice que no lo moleste. Con las nuevas manos con las que fue bendecido, el padre golpea injustamente a su hija más pequeña.

¿En verdad podemos hablar de un milagro si sólo se trató de una recuperación meramente material y sin el esfuerzo de habitar al nuevo cuerpo con virtud, como manifestación de nuestra renovación, a través de la comprensión implicada en una nueva consciencia como habitación de nosotros mismos? ¿Sirve de algo tener santos que hacen milagros capaces de ayudarnos si nosotros seguimos siendo los mismos? Parece que Buñuel trata de hacernos ver que la posibilidad del milagro de nuestra virtud sólo podría surgir como posibilidad de la habitación de nosotros mismos; la posibilidad de algo semejante a cierta santidad.

Verdad y sensación

“Formular una pregunta es esencial, mucho más que responderla. Yo soy enemigo de responder las preguntas porque el texto que hemos oído está dentro de un libro [La Biblia] que viene a decir nada más que: «las preguntas han unido a los hombres y las respuestas los han separado». Por eso, probablemente, la respuesta tiene mucha más vida dentro de la pregunta. Por eso es esencial hacer bien las preguntas, quizá entonces habría que decir sólo: «hacer bien la pregunta». Es decir, no confundir el amor a La Verdad con el ansia de la certidumbre que eso, quizá en nuestros momentos, en los que estamos viviendo, pudiera explicar gran parte de nuestro frenesí. Yo siempre prefiero quedarme con la pregunta y con ese amor a La Verdad, aunque eso siempre sea un esquema provisional como probablemente se está en el mundo: siempre en forma provisional.”

Alfredo Tiemblo

“En la subjetividad está la verdad;

en la subjetividad está la mentira.”

Søren Kierkegaard

De varios años para acá, me resulta problemático habla de La Verdad. Una palabra que es difícil no escribir con mayúsculas como el nombre propio de Todo y como la vida intrínseca a lo aparentemente Legítimo. La Verdad parece ser una manera de enunciar la imposible experiencia de lo Absoluto, cuya noción, en más de un sentido, parece que ha dificultado nuestras vidas de la manera más terrible, mucho más de lo que nos ha ayudado a hacerla más justa y comprensible.

            A pesar del anterior posicionamiento y sin renunciar a él, creo en la legitimidad del problema de La Verdad y, por lo tanto, del Absoluto. Son tópicos trascendentales de importante repercusión en nuestras vidas que, por lo tanto, son parte del examen de la misma y, por lo tanto, parte de la problematicidad de la condición humana. Estas cuestiones han sido agudamente atendidas por la que Kant consideraba la parte más importante ‒y que más esfuerzo le exigió al filósofo prusiano‒ de la Crítica de la Razón Pura: La Dialéctica trascendental. No me detendré en abordar dicho momento tan importante de la llamada Filosofía occidental. Sin embargo, me parece negligente ni siquiera mencionarlo.

            Por otra parte, en De verdad y mentira, en sentido extramoral, el joven Nietzsche afirma que las palabras más importantes de los Evangelios las pronunció Poncio Pilatos cuando preguntó ‒y se preguntó‒: “¿Qué es la verdad?”. ‘Verdad’ es una palabra pesada y volátil como bomba atómica. Sin embargo, solemos llevarla en nuestro bolsillo como si fuera ligero centavo. Nos es inevitable ostentarla de dicha forma, probablemente porque entraña un sentido de justicia. Las materialidades concretas de nuestro mundo que pueden referir a la posibilidad de esta última se evidencian aparentemente más lejanas ‒quizá cada vez más‒ a pesar de lo inferible de su necesidad.

Hablo de una justicia que solemos creer dependiente del develamiento como acto de evidencia de La Verdad. Sin embargo, no solemos advertir el peligro del juicio fácil contra las máscaras que estructuran nuestras vidas y la incomprensión de su necesidad.

Probablemente a ello se deba mi suspicacia hacia el trabajo de Günter Wallraff. Este último, en tanto que artífice de una poiesis, resulta poco creíble al confrontar su escritura con la ingenuidad que puede implicar el no advertir que su labor es la habitación de un intersticio, la constitución de un entrecruce como manera de comprensión de materialidades concretas a partir de la densidad ontológica de un ejercicio escritural del lenguaje verbal, lo cual implica el problema de la mediación de este último, además de su compromiso ‒también problemático‒ con la densidad ontológica de los fenómenos del mundo a los cuales refiere.

Por ello resulta paradójico que un escritor que ha hecho del artificio su oficio, como todo buen poeta, declare: «hay que disfrazarse, para desenmascarar a la sociedad, hay que engañar y desfigurarse para descubrir la verdad». Son las palabras de un escritor que también se ha dedicado al periodismo encubierto para acceder a materialidades concretas de la vida que se antojan inaccesibles para muchos de nosotros ‒y también para muchos de los colegas de Wallraff‒ porque puede ser difícil que un trabajo periodístico pueda tener un carácter testimonial semejante al del también narrador alemán, quien ha vivido de primera mano ‒por lo menos aparentementela vida de un cuerpo sujeto a dinámicas de consumo y producción, implicadas en la propia explotación laboral de la cual es parte como sujeto de la misma.

Quiero ser justo con dicho autor y tratar de entender a qué se refiere cuando habla de ‘Verdad’. La primera claridad que me parece importante tomar en cuenta es la del esfuerzo del periodista por lograr constituir condiciones especiales que le permitan acceder a materialidades concretas, en ese sentido únicas, implicadas en una habitación de la vida constituida por lo laboral. Efectivamente, ello depende de la dificultad de conseguir a través del propio cuerpo ‒en carne propia‒ el testimonio de su sensación; la sensación de un cuerpo vivo de su propia explotación.

Wallraff, en condiciones relativamente semejantes y comunes, consigue también el testimonio de sus compañeros como cuerpos vivos sometidos a problemáticas condiciones laborales. Dicho testimonio, por lo especial de su circunstancia, lo considero todavía más importante que el propio discurso de Wallraff como periodista encubierto. Ello lo digo sin subestimar los terribles riesgos, circunstancias y consecuencias de muchas de las decisiones del autor alemán, varias de ellas nada sencillas apelando a mi mera imaginación.

La relevancia que le concedo al testimonio de los compañeros de Wallraff en relación con el trabajo de dicho escritor tiene que ver más con la posibilidad de poder advertir al cuerpo común de los mismos en su habitación de lo laboral y la dinámica de la misma, manifiesta a través de su testimonio del día a día de sus propios cuerpos, los cuales, a su vez, constituyen dicha forma de vida; un cuerpo común ante la institución como adversidad de la vida laboral. Una aesthesis del cuerpo común que también parece haber logrado Wallraff con sus compañeros, en tanto que habitación de su sensación. En esa medida, ello también podría implicar la posibilidad de entender al discurso del también poeta como: una habitación poética de dicha circunstancia.

    Es aquí cuando parece que puedo comprender de mejor forma la postura antes citada del también periodista, aparentemente en relación con La Verdad. Me posiciono de esta última manera ya que, podemos deducir, Wallraff en la cita anterior no está hablando propiamente de La Verdad sino de las densidades ontológicas del disfraz, la máscara, el engaño y el desfiguro como elementos de una lógica de la apariencia capaz de estructurar nuestras vidas y que, por lo tanto, podríamos inferir, participan de los aparentes hechos y sus interpretaciones, que solemos identificar con La Realidad, La Verdad y El Absoluto. Ello pone sobre la mesa que resulta tan problemático afirmar: “Todo es mentira” como “Todo es verdad”.

El escritor comienza su relato dando cuenta de su proceso de entrenamiento para llevar a cabo su labor como obrero de la fábrica a la cual ha ingresado. En el condicionamiento que implica, Wallraff advierte una huella tanto fisiológica como psicológica en quienes se sujetan a tal dinámica, en este caso: la compañera de trabajo que lo instruirá. Se trata de una serie de epifenómenos de la normalización de un cuerpo:

Una mujer me inicia en el trabajo. Lleva ya cuatro años a la cadena, y ejecuta su labor «durmiendo», como ella misma dice. Sus facciones se han endurecido como las de un hombre. Después de dos días de iniciación, la mujer se traslada al lavado de coches. No está satisfecha con el traslado. Teme por sus manos, que se empapan de gasolina. Pero nadie le pregunta con respecto al particular.

Es sugerente que Wallraff utilice ‒quisa de manera llana‒ la palabra: ‘inciación’, la cual tiene, por lo menos en español, una acepción o carga simbólica que remite al espíritu y sus transformaciones, capaz de constituir la renovación o cambio de nuestras formas de vida y, por lo tanto, del ejercicio de hábitos y dinámicas que estructuran nuestras habitaciones del cuerpo. La compañera de Wallraff evidencia en su aspecto un maltrato y un abandono de sí misma; una deshabitación de su cuerpo que la ha mecanizado, al grado de ser capaz de una automaticidad semejante al sopor en su zona de trabajo según ella misma, nos cuenta el narrador. Hay una preocupación, sin embargo, por el maltrato de sus manos al empaparse de gasolina. Sería inferible pensar que dicha preocupación tiene que ver con el aspecto tan inmediato y visible de tales extremidades como en el hecho de que las manos constituyen un recurso importantísimo para nuestra relación dinámica con el mundo, su contención, aprehensión y sujeción ‒en términos latos‒ de todo aquello que podamos alcanzar con los puentes al mundo que son nuestros brazos.

Tal alienación es advertida por el narrador en sí mismo, personaje protagónico de su relato:“A las 15.10 en punto se pone en marcha la cadena. Después de tres horas, yo mismo soy cadena. Siento el movimiento de la cadena como un movimiento dentro de mí”. Según el testimonio de Wallraff, la motricidad de la vibración atómica de la herramienta de trabajo que también es el área de su labor (tiempo y espacio del mismo) condicionan su ritmo vital, teniendo hondas repercusiones anímicas. La repetición de tal mecanicidad influye en el cuerpo del protagonista como una disonancia incompatible con el ritmo vital del cuerpo de un hombre. Una falta de sintonía que absorbe la sensibilidad y emotividad que constituyen nuestra sensación. Pensando de manera muy básica el fenómeno de lo mecánico, quizá podemos afirmar ‒o por lo menos inferir‒ que la herramienta, su eficiencia y funcionalidad han alienado y consumido a su ejecutante, lo han instrumentalizado. La alienación también consiste en una identificación entre el ser humano y sus instrumentos.

Una evidencia de lo anterior es detectable en otro de los testimonios de uno de los compañeros de Wallraff: “Entonces se trabajaba en cadena más cómodamente. Donde antes, en una cadena, había tres trabajadores, hoy trabajan cuatro en dos cadenas”. El anónimo trabajador da cuenta de una época en la que había más sintonía y comprensión de la misma como parte de la dinámica laboral. Se recurría a una fuerza humana más correspondiente con la herramienta a emplear, lo cual implica cierta consciencia de la diferencia entre herramienta y humano, que permitía una mejor habitación de dicha dinámica laboral. Habría que pensar o inferir que, quizá, incluso había mayor eficiencia en la dinámica en cuestión. Sin embargo, más que los resultados como evidencia de la satisfacción del ejercicio, parece más importante la satisfacción de las expectativas iniciales de los propietarios, sin pasar por el examen de la racionalidad de las mismas y sus condiciones de posibilidad. Parece que cualquier argumento al respecto estorba a la productividad deseada como interés privado y, por lo tanto, a los propietarios del mismo.

Quizá valga la pena advertir una posible relación entre tal sujeción y la alienación antes mencionada: imponer a la misma como sujeción de los cuerpos vivos a través de su identificación con la herramienta, lo cual también implica concebir al cuerpo humano como herramienta, instrumento, máquina y mecanismo, a través de facetas análogas de los ejercicios de producción y explotación que han sido impuestos a través de la necesidad de dichos cuerpos como condiciones de los propietarios empleadores de la empresa. Es aquí donde podemos inferir la irracionalidad o la barbarie que Wallraff parece querer constatar:

El hombre Refa va de acá para allá con el cronómetro y nos observa cautelosamente. Pero lo conozco. Ya sé que luego será despedido alguien o le caerá más trabajo encima. Pero J. no se queja. «Se acostumbra uno a ello. Lo principal es que aún estoy sano. Y cada semana, unas botellas de cerveza.» Cada día, al terminar el turno, a las 23.40, hace un par de horas extraordinarias y barre, con otros dos, nuestro departamento.

El término ‘Refa’ empleado en la traducción del relato de Wallraff remite a la palabra: ‘Refacción’. Se trata de un diminutivo que refiere a un dependiente del área de fabricación de refacciones de una fábrica automotriz, aunque también es un término utilizado para el obrero común de la misma. Sin embargo, el autor alemán parece también querer indicar su carácter deleznable, prescindible y sustituible, en tanto que llegue a dejar de ser capaz de la eficiencia propia de un instrumento o herramienta. La función del empleado del cual habla el escritor es la de vigilar el sostenimiento del ritmo de producción, por parte de los cuerpos que están sujetos al mismo al llevar a cabo dicha dinámica laboral. Wallraff sabe que el hombre Refa es un ser susceptible de explotación y que sólo aparentemente posee mayor privilegio por su puesto de trabajo; dicho capataz es tan sustituible como cualquier otro empleado.

El escritor hace un énfasis en la aceptación de dicho capataz de su propia circunstancia. Dicho consentimiento se manifiesta en su voluntad de hallar y aprovechar desahogos, cambios de ritmo de su corporalidad, a través de dinámicas lúdicas de esparcimiento que incluyen el recurso de la ingesta de sustancias como el alcohol, el cual también puede armonizar a la fisiología humana sujeta al ritmo de la explotación, la producción y el consumo del propio cuerpo implicado en el cumplimiento de una jornada laboral, por parte de quienes llevan a cabo su propia explotación, sujetos por su necesidad.

Sin embargo, si puede ser advertible algún privilegio en tener un trabajo menos comprometido para el cuerpo (por lo menos aparentemente ya que puede ser igual de desgastante la angustia relacionada con tener más responsabilidades y dar cuentas de las mismas a uno o más patrones), Wallraff parece intentar evidenciar tal contraste en relación con una corporalidad más comprometida con su explotación:“Uno de los de la cadena de mi sección cuenta cómo el cambio constante de turno en la cadena «porco a poco, pero firmemente» va echando a pique su matrimonio. Es un joven casado ‒tiene un niño‒, y desde hace dos meses es nuevo en la cadena”.

Advertimos la sujeciónde un cuerpo a estadios y ritmos abruptos, capaces de desarmonizar una fisiología, disonantes en relación con la sintonía con uno mismo que implica nuestra armonía. Se trata de la imposición del ritmo mecánico de procesos de consumo y producción a un cuerpo cuyo ritmo vital puede ser incompatible, de manera importante, con los mismos. Se trata de un cuerpo vivo que necesita reposos y descanso, además de la relación de estos últimos procesos con las condiciones biológicas implicadas en el cambio de ritmo fehaciente en fenómenos como la temperatura ambiente y el acceso a la luz solar. De éstas dependen procesos naturales de nuestro cuerpo como el sueño y la vigilia. Se trata del consumo de nuestro cuerpo vivo, absorbido por la maquina con la cual se obliga a dicho trabajador ‒siguiendo a Wallraff‒ a identificarse: “Cuando llego a casa ‒dice‒, estoy tan cansado y hecho polvo, que me pone nervioso cualquier movimiento del niño. Para mi mujer soy, sencillamente, inabordable. Veo venir el divorcio. Lo peor es el turno de tarde. Mi mujer, desde hace algún tiempo, está en casa de su madre con el niño. Casi lo prefiero”.

El autor alemán, dando continuidad al testimonio de dicho joven obrero, da cuenta de la falta de contemplación de la importancia de estadios vitales propios de nuestra humanidad y relacionados con nuestra animalidad como los implicados en la posibilidad de compartir, ser y hacer familia. La familia entendida como cuerpo común y, por lo tanto, manifestación de nuestros afectos comunitarios. Ello también incluye la posibilidad de fenómenos de lo lúdico, habitaciones de nosotros mismos a través de las cuales compartimos porque nos compartimos. Esta posibilidad, sin duda, resulta un fenómeno nuclear en la vida familiar, tanto en la relación de pareja como en la relación entre padres e hijos.

Sería interesante preguntarse: ¿qué tanto nuestro compromiso con las dinámicas de consumo y producción de todo ámbito laboral, a su vez comprometido con la satisfacción de toda clase de deseos y expectativas incluyendo las relacionadas con nuestras dinámicas de consumo, tiene una estrecha relación con el debilitamiento y rompimiento de nuestros vínculos, relaciones y afectos comunitarios por habernos abandonado al hacer a un lado la posibilidad de habitarnos para ser cuerpo común? ¿Qué relación tiene dicha problematicidad con los más terribles fenómenos de nuestra cultura?: “Cada uno está tan absorbido en sus manipulaciones, que fácilmente pasa por alto a los otros. Lo que agota de la cadena es la constante monotonía, el no poder hacer una pausa, el estar completamente entregado. El tiempo pasa, atormentando lentamente, porque resulta vacío. Parece vacío, porque nada verdaderamente humano sucede”.

Lo interesante de la imagen anterior es la posibilidad de pensar la desterritorialización de nuestra subjetividad a través de dicho proceso de alienación. Wallraff parece describirnos tanto a la cadena de producción como a una sociedad de individuos deshumanizados y sujetos por la inercia mecánica de su abandono. El abandono de sus cuerpos, resultado de su compromiso ‒a través de su necesidad‒ con una sociedad de consumo y producción. Una sociedad resultante de su propia explotación; la sociedad como resultado de la propia cadena de producción, alacabar convertidos en engranes de la misma: cuerpos sujetos y condicionados a la inercia del abandono implicado en su deshabitación:

Tenemos la sensación de estar flotando en el aire y de hallarnos fuera de sitio. Nuestro futuro termina, y el «defecto de producción» sigue aún corriendo. Al día siguiente, todavía no ha sido reparada la falta. Puesto que el tercer día estamos en las mismas, no creemos ya en lo del «defecto», y al cabo de una semana sabemos que, una vez más, todo fue pura racionalización.

El anterior testimonio de uno de los compañeros de Wallraff remite a un momento en el cual a los trabajadores se les obliga a integrar una acción más a la dinámica que tienen que llevar a cabo en la cadena de producción: la reparación de un defecto de producción. Ello implica un agotamiento extra que rebasa sus potencias, lo cual se evidencia en no poder solucionar dicho defecto a través de la supresión de su emergencia. El defecto de producción se manifiesta como una constante de la propia cadena de producción. La solución de dicho defecto… se evidencia como expectativa del cumplimiento de lo imposible por parte de los patrones y propietarios de la empresa.

Es sugerente cómo el trabajador advierte su sobreexplotación y la identifica con un ejercicio perverso de instrumentalización de la razón, lo cual, paradójicamente, se manifiesta en la tendencia de dicha sujeción a la irracionalidad a la que refiere lo absurdo. También parece advertible el abandono del cuerpo en tal desafío condicionante a nuestras potencias vitales, siguiendo el testimonio que recoge el escritor: la pérdida del centro del cuerpo manifiesto en la sensación de flotar como entrega del cuerpo; el fenómeno de una vida que, para sobrevivir, decide ceder a una fuerza mayor a la suya.  La sensación de hallarse fuera de sitio que implicaría no estar en el cuerpo sino en la dinámica de la herramienta que se manipula, se trata de un condicionamiento alienante tendiente a la normalización. Wallraff nos ofrece la imagen del cuerpo explotado, siendo usado como una herramienta mecánica; la imagen de un cuerpo manipulado; la manipulación a la que podemos llegar a estar sujetos en tanto que cuerpos vivos.

Nuestro autor sigue haciendo énfasis en las huellas somáticas de dicha explotación: “Algunos están marcados por la cadena. Las manos de un montador de puertas comienzan a temblar regularmente cuando no ha podido terminar y tiene que correr detrás del coche”. En este fenómeno vemos la incompatibilidad condicionante entre el vibrar de un fenómeno maquinal y mecánico y el de un cuerpo vivo correspondiente con estadios de actividad y reposo. El correr del trabajador al que remite Wallraff se antoja efecto del condicionamiento de nuestra anatomía a la automaticidad de la máquina, a través de los ritmos imposibles de la misma. Ello cuestiona el supuesto sentido de las herramientas que hemos creado como facilitadoras de la vida. Parece que hemos hecho de ellas entidades a las que nos sujetamos al identificarnos alienantemente con las mismas, al grado de deshumanizarnos: “Otro no sabe conversar si no es vociferando, aunque se esté junto a él. Estuvo muchos años en otra sección de la cadena en que había tal estrépito, que era necesario dar voces para entenderse. Ha conservado esta costumbre”.

En el ejemplo anterior podemos apreciar cómo el cuerpo se condiciona a través del hábito. Siguiendo a Wallraff, podríamos inferir que dicho trabajador ha adquirido una hipoacusia debida al constante estruendo al cual estuvo sujeto. Dicha condición, se puede sospechar, no le permite reconocer el propio volumen de su voz o por lo menos el necesario para ser escuchado ni siquiera por quien está cerca de él. Sin embargo, también sería sugerente pensar que el simple estadio de dicho trabajador en su lugar de trabajo lo lleva a la inercia de tal condicionamiento: hablar en su trabajo de tal forma para darse a entender, sobre todo si las dinámicas del trabajo pesado de una fábrica pueden llegar a representar ‒tanto por descuido y falta de atención como en las condiciones propias de su cotidianidad‒ un riesgo. Podría inferirse una asociación de dicho trabajador entre: estar en el trabajo, estar seguro y hablar de manera estruendosa para darse a entender. Vemos en ello una posible alienación de dicho trabajador con el estruendo del ruido de la máquina, el cual, por lo tanto, se ha convertido en su voz.

Me permito una breve digresión. Si dicho trabajador padeciera una hipoacusia, ¿por qué su servicio de salud ‒que se supondría adscrito a la seguridad social‒ no lo ha atendido adecuadamente después de tanto tiempo, por lo menos para saber si su problema es de carácter físico, psicológico o de ambos tipos? Como el propio periodista nos hará advertir, tanto las condiciones laborales de la fábrica como las prestaciones de la misma resultan sumamente problemáticas. Los problemas están dentro y fuera de la fábrica y, por eso, también llegan a casa.

En tal clase de fenómenos podemos advertir los peligros de nuestro compromiso con una lógica de la identidad, la cual también se activa, siguiendo al escritor alemán, a través de nuestra identificación entre el funcionamiento de las herramientas, su mecanicidad y las potencias de nuestro cuerpo. En tal intercambiabilidad y sustituibilidad entre las mismas se manifiesta nuestra capacidad de habitar y abandonar nuestra sensación de los fenómenos del mundo, así como la posibilidad de habitarnos o abandonarnos, dando pie está ultima posibilidad a que una alteridad, también implicada en los fenómenos del mundo ‒también capaz de inducirnos a la heteronomía‒,nos invada y ocupe: “Otro me cuenta que a él «la cadena no le deja descansar ni aun de noche».  A menudo se levanta soñando y ejecuta mecánicamente los movimientos de manos que estereotipadamente ha ejecutado durante el día”.

Es advertible en este último ejemplo la invasión de una alteridad capaz de heteronomía, al grado de mecanizar a un cuerpo, constituyendo y consumando así la alienación del mismo. Es sugerente que Wallraff dé cuenta, a partir del testimonio de su compañero, de una especie de sonambulismo que remite a la animalidad de nuestro cuerpo que, por su condición matérica, mantiene una relación con La Naturaleza y, por lo tanto, con la inconmensurabilidad de esta última, y, por lo tanto, con la indeterminabilidad de las potencias de nuestro cuerpo como fenómeno material, en el cual, por lo tanto, es inferible la posibilidad de la habitación del inconciente.

Hay un momento muy sugerente en el relato de Wallraff, en el cual se explicita una relación entre la rigidez del cuerpo y el abandono de este último. Es sugerente pensar en la rigidez como manifestación de una inhibición del movimiento natural del cuerpo, según las dinámicas motrices correspondientes con las formas y estructuras de sus partes y órganos constitutivos. Quizá sería interesante pensar dicho fenómeno como una parálisis proveniente del propio cuerpo, como recurso del mismo ante una determinada circunstancia y, quizá, resultado de su automatismo. Una situación semejante al sometimiento de la inercia del peso de un cuerpo sobre otro, recurriendo a una analogía: “Muchos tienen, durante el trabajo, una expresión nerviosa y excitada en el rostro. O una mirada rígida. Son, sobre todo, aquellos que llevan ya muchos años; se han hecho insensibles, y no perciben lo que sucede a su alrededor. También en el descanso de media hora es tema número uno el descontento por el trabajo. Los obreros se sienten estafados”.

Es sugerente, apelando a la imagen anterior, como Wallraff parece advertir un fenómeno semejante a la ansiedad por parte de algunos trabajadores ‒podemos inferir que es el caso de los recién iniciados‒ mientras que los demás han generado ‒probablemente como manifestación de un recurso de sobrevivencia de nuestro organismo‒ una coraza somática en la que consiste su rigidez como habitación de su angustia. Ello implica que esta última no pueda salir de tal coraza porque la misma parece una posibilidad de lo impenetrable del cuerpo vivo, para que nada entre y lo lastime como fenómeno del mundo. Es entonces que podemos inferir la insensibilidad de la que nos habla el escritor alemán.

En mi humilde opinión, más que insensibles, dichos trabajadores se han vuelto indolentes en un intento de reprimir su sensibilidad, la cual probablemente identifiquen como causa de su sufrimiento. Para defenderse de su entorno, siguiendo a Wallraff, han anulado la sensación del mismo. En ello radica el abandono de nuestra sensación y, por lo tanto, de nuestra sensibilidad, nuestra aesthesis le llamarían varios estudiosos de la Estética. Tal deshabitación, podemos inferir, resulta un acto de inhibición y represión como huella somática del dolor padecido, manifiesto en dicha rigidez.

La amargura de tal miseria, parece sugerir el también periodista, se manifiesta en la maledicencia angustiada que implica la habladuría, cuyo contenido, en este caso, es la queja del trabajo como lamento por su circunstancia, probablemente el padecimiento mismo de su propio abandono de sí mismos; saberse sujetos voluntarios de dicha forma de vida los angustia. Adolecen la limitación aparente de un horizonte que no les ofrece salida y por ello se sienten estafados. La miseria compartida de la habladuría quizá sea su única violencia posible ante el poder de la empresa, como acto compensatorio ante el sometimiento de la sujeción que viven:

‒Somos peones de ayuda de la máquina. Lo principal, que se llene el cupo de producción ‒dicen.

     «¿Quién significa más que un número de siete cifras?» (Cuanto más bajo es el número de control, mayor es el rango del portador.) […]

            Wallraff parece querer mostrarnos a través del testimonio del trabajador al cual le ha dado voz, cómo estos obreros son conscientes de que su pertinencia y relevancia está supeditada a la maquinaria de la fábrica. La valía de los trabajadores es menor que las máquinas con las que trabajan, evidenciándose como herramientas ancilares y sustituibles, remplazables como si, más bien, se tratara de las refacciones de las herramientas con las que trabajan. Herramientas que, a partir de la imposición de una actividad de producción impuesta por el propietario, domina a los trabajadores en lugar de que los trabajadores dominen dichas herramientas como fenómeno de la armonización que significa nuestro autodominio como cuerpos vivos. En esto consiste la dominación del propietario, siguiendo al autor.

            Me parece relevante recordar cómo, según Kant, el valor es variable e intercambiable, lo que tiene valor es susceptible de intercambio y variación. Por ello, según el filósofo prusiano, los seres humanos no tenemos valor sino dignidad. Sin embargo, como parece querernos advertir Günter Wallraff, los trabajadores de la fábrica tienen valor para la empresa, no dignidad, y, por ello, para los empresarios los obreros son remplazables, sustituibles y deleznables. Los obreros valen de acuerdo y en proporción geométrica al beneficio económico implicado en su productividad y, por lo tanto, fuerza de trabajo. Son objetos de intercambio, seres intercambiables y sustituibles en relación con el valor económico que representen, siguiendo al narrador:

‒Yo llevaba más de cinco años en G., sin haber estado enfermo una sola vez, cuando tuve un accidente. Entonces, cada tres días se me emplazaba para visitar al médico. Hasta que se pasó de la raya y dijo: «Cuándo esté usted útil para trabajar, lo determino yo.» Parecía como si estos emplazamientos fueran esquemáticamente ordenados por una máquina. Pues mi maestro me conocía y sabía que yo, no sin razón, estaba de baja.

Antes de proseguir este análisis, me detengo brevemente en advertir que la palabra ‘maestro’ de la cita anterior tiene otra acepción en alemán. Meister que sería la palabra ‘maestro’ en dicha lengua, no sólo remite a quien se dedica a la enseñanza sino también a quien ejerce y domina un oficio. En el caso de la cita anterior, en el testimonio del trabajador recogido por Wallraff, dicho empleado se refiere a su jefe inmediato.

Lo que nos comparte el relato de Wallraff da cuenta de la indolencia de la empresa como dispositivo, al ser capaz de negar y anular la dignidad de sus trabajadores. Un trabajador con buena salud que ha sufrido un accidente y que no tendría motivos para suponérsele alguna irresponsabilidad o maña de su parte, se ve subestimado a través de la negligencia que implica obstaculizarle el acceso a un justo y adecuado servicio médico, a pesar de corresponder con el cumplimiento de su trabajo, lo cual garantizaría sus derechos laborales. Manifiesta en su testimonio cómo el médico encargado de su caso tiene que oponerse a la arbitrariedad de la empresa cuando esta última emplaza de manera injustificada sus consultas, careciendo dicha coerción de apego alguno a la racionalidad del ejercicio clínico implicado en tal vocación. Podemos inferir que ello buscaba la satisfacción de las expectativas de producción de la empresa. En ese sentido, efectivamente, dicho anónimo trabajador tiene razón: una máquina esquemáticamente ordenaba los emplazamientos de sus visitas al médico: la maquinaria de la empresa como dispositivo.

Con ello se evidencia cómo para la empresa el trabajador tiene un valor en relación con las ganancias implicadas en la productividad de la que depende la explotación de su fuerza de trabajo. Estamos ante la perversa instrumentalización de la razón capaz de aparentes argumentos que intentan legitimar a la indolencia a través de su racionalización:“El médico de la empresa determinó que fuera unos meses al departamento de heridos. Me encargó: «Diga esto a mi maestro.» El maestro no me dejó marchar. Los tres primeros días me ayudó alguien en el trabajo. Después tuve que hacerlo solo, como antes. Los efectos del accidente no se curaron del todo en mucho tiempo”.

Con base en la productividad de los cuerpos ‒y, por lo tanto, con base en la posibilidad de su explotación‒ es que los cuerpos valen en relación con sus ganancias, son pertinentes o, en el caso de que dejen de ser productivos, son desechables. En ello radica, por parte de la empresa, el fomento de una alienación como sujeción deshumanizante,al negársele a los trabajadores su dignidad, más que invisibilizada, anulada arbitraria y, por lo tanto, irracionalmente, a través de la normalización de la indolencia implicada en el régimen axiológico de dicha institución, erguido por el criterio de la mayor ganancia implicada en la mayor productividad posible, con la que está comprometido el consumo de los cuerpos vivos sujetos por ella: “El que se hace viejo y no puede ya seguir el ritmo de tiempo, recibe un puntapié. Ha llenado su época de servicio y cumplido con su obligación. Debe marcharse, o recibe un trabajo peor pagado”.

Wallraff recoge la declaración de un recién llegado que manifiesta el aturdimiento de su alienación:“Estamos aquí como tontos ‒dice, indignado, un trabajador de veinte años que aún no está acostumbrado a marcar”. Se refiere al aturdimiento del sometimiento a la maquinicidad del ritmo de la cadena de producción como disciplinamiento de los cuerpos vivos. Es sugerente cómo dicho aturdimiento puede implicar una reducción de consciencia y autoconsciencia, manifiesta en la posibilidad de nuestra irreflexividad: el abandono de nuestra reflexión como otra posibilidad del abandono de nuestro cuerpo y olvido de nosotros mismos. ¿Será posible que la reducción de la alienación de esta clase de ritmo de trabajo pueda culminar con el estadio de la mera apercepción, la percepción de sí mismo? Ello sería inferible como un estadio de cosificación que implicaría hacer de complejos sujetos y sus cuerpos vivos meros objetos simples y, por lo tanto, manipulables. Antes de juzgar llanamente a tal posibilidad, recordemos que dicha condición puede partir y ser resultado del estadio por el cual el cuerpo ha optado para sobrevivir ante semejante circunstancia.

            Tal reducción, parece querer mostrarnos nuestro autor, tiene que ver con una parcialización de la perspectiva como parcelación de la vida y reducción del espacio y tiempo como condición vital y, por lo tanto, condición de la movilidad de todo cuerpo vivo. Al trabajador se le sujeta a los límites inmediatos que lo constriñen al quehacer expedito de su actividad laboral y productiva asignada, para la cual únicamente es pertinente en tanto que engrane de la herramienta que utiliza, parte de la maquinaria que es la fábrica:

No conozco el proceso completo de producción. Sé que en la nave 4 hay miles de trabajadores. Dónde y cómo están metidos, lo ignoro. No sé más que lo que pasa en la cadena en mi inmediato rededor. Todos confían en la lotería. «Si acierto “los seis” ese mismo día me largo de aquí.» En la columna, sobre el extintor de fuego, alguien ha dibujado una caricatura: Un trabajador meándose en la cadena. Debajo pone: «¡¡Seis aciertos!! ¡¡Adiós y muy buenas!!»

Estamos ante el testimonio de cierta clase de aislamiento que anula la diversidad y ampliación de relaciones y comunicaciones mayoritarias entre los trabajadores de la fábrica. Se anula el encuentro de su totalidad al suprimirse dicha experiencia como peligro de una unidad que contravenga los intereses de la fábrica y que sea capaz de generar posibilidades de convivencia que dispersen a los trabajadores y sean motivo de distracción y abandono de su quehacer productivo, además de mermar la eficiencia de este último como condición de las ganancias de la empresa. Se obstaculiza de manera más clara, o por lo menos se limita, la posibilidad del encuentro con los demás como potencialidad del fenómeno de un cuerpo común y, por lo tanto, la posibilidad de sus afectos comunitarios.

Sin embargo, hablando de este último tópico, es sugerente que el último reducto del juego o de lo lúdico esté depositado en la esperanza de dejar el trabajo a través de ganar la lotería. Una posibilidad remota y salvífica que evidencia al humor como parte de la estrategia de sobrevivencia de un cuerpo vivo para no perderse del todo en su posible alienación,en tanto que el humor también es un fenómeno crítico de autoconciencia, una habitación de nosotros mismos,aunque ésta sólo parezca posible a través de la imagen de una improbable liberación, estado semejante al Paraíso:“La cadena sigue su camino sin piedad. He de volver a mis botes de barniz. Dos o tres coches han rebasado mi lugar mientras estaba arriba, y he de ir tras ellos. Mi trabajo se vuelve así más rápido y sucio. Como en tono de burla, en la tarjeta corriente están grabadas estas palabras: «¡Calidad se llama nuestro futuro!»”.

Lo que podríamos llamar: biodinámica del cuerpo humano tiene que someterse a la velocidad de una máquina irreflexiva e indolente. Un cuerpo no-vivo incapaz de tales posibilidades de la sensación de un cuerpo vivo; la habitación vacía de un movimiento programado que condiciona al cuerpo vivo de un ser humano a la irreflexividad e indolencia como resultado de su deshabitación. La promesa de calidad que señala Wallraff, impresa en las tarjetas corrientes, son una máxima de conversión ‒recordemos el uso del concepto de iniciación por parte del escritor alemán‒ a la deshabitación que implica quedarnos sin espíritu (mejor dicho, sin alma), al olvidarnos de nosotros mismos, al abandonarnos para reducirnos, menos que a máquinas, a la mera eficiencia de estas últimas; convertirnos en objetos desalmados.

La iniciación laboral que sugiere nuestro autor resulta comprometida con todo lo opuesto al crecimiento espiritual de una iniciación en términos tradicionales. Estamos ante la alienación del compromiso del Progreso como horizonte y objetivo de la técnica,como pautador del futuro y, por lo tanto, ante la pretensión del cierre de sentido de este último; la imposición del planteamiento del futuro como el cierre definitivo del sentido de nuestras vidas ‒la pretensión, por ejemplo, del Fin de la historia‒: nuestra conversión en máquinas desalmadas: irreflexivas, indolentes y, por lo tanto, eficientes:

El jueves, después de comer, se pone en práctica un ejercicio de supuesto incendio para todos los que trabajan con el barniz. El maestro de tal ejercicio enseña a todos, por separado, la técnica del extintor de fuegos. Dice que todos y cada uno están obligados a combatir el incendio, hasta que venga el cuerpo de bomberos, «valiente y esforzadamente y aun con riesgo de su vida, para salvar las máquinas más valiosas». Lo que no aclara es cómo salvar la vida en estas circunstancias. Dice también que hay que tener cuidado con un «extintor de fuegos automático muy eficaz». Cuando se declara el fuego en el sector de la nave en que están las máquinas más valiosas, automáticamente se pone en funcionamiento el extintor. «Después del toque agudo deben abandonar esta sección en el intervalo de 10 a 15 segundos. De lo contrario, quedarían sin conocimiento por efecto del torrente de productos químicos y morirían víctimas de las llamas.» Por último, comprueba la asistencia de los convocados. A los alemanes les da el tratamiento de «Herr…»; en caso de trabajadores italianos, turcos o griegos, omite el tratamiento.

Según Wallraff, la empresa expone a sus trabajadores a condiciones de peligro para salvar a las máquinas por encima del ser humano, reducido a la valía de su eficiencia. Ello evidencia el ser considerados meras herramientas para llevar a cabo un trabajo ‒incluyendo el del resguardo y salvación de las máquinas con las que los manipulan cuando las manipulan‒, herramientas de las cuales se puede disponer ante peligros mortales concretos, incluyendo circunstancias químicas que no contemplan alcuerpo vivo de un ser humano como cuerpo susceptible del peligro de estar en contacto con dichas sustancias; las mismas condiciones de eficiencia para sofocar tal clase de siniestros contemplan el resguardo y salvación de las máquinas, no consideran el bienestar de los trabajadores, ya que la eficiencia de dichas condiciones, como señala el maestro de tal procedimiento, implica la probabilidad del alto peligro de una intoxicación química de los empleados involucrados en dicha labor.

Lo importante para los propietarios de la empresa es el daño material que implicaría la pérdida de las máquinas de las que depende la producción de dicha institución y, por lo tanto, la pérdida de la propiedad de las mismas. Esta última constituye el poder fáctico de los propietarios. Se le exige a los trabajadores coraje para llevar a cabo dicho resguardo ante la adversidad de un incendio. Sin embargo, ¿cómo pedirle coraje a un cuerpo sujeto a través de su necesidad y, por ello, tendiente a la mezquindad de su egoísmo cuando se le ha condicionado a creerse objeto de valía y no de dignidad?

Por si fuera poco lo anterior, la reducción a tal eficiencia es susceptible de agudización: los empleados inmigrantes padecen el racismo de sus jefes por su extranjería. Se les quita el trato de Herr (‘Señor’ en alemán), el cual implica un mínimo reconocimiento social entre los varones adultos alemanes ‒probablemente con el fin de llevar a cabo un ejercicio paternalista sobre dichas personas para ser tratados como niños, con la indefensión y subestimación del caso‒, como parte de una subordinación de por sí problemática e injusta, nos comparte el periodista alemán. Resulta sugerente pensar que la extranjería de dichos empleados sea considerada como la razón suficiente para ser subordinados con tal injusticia. Ello implica pensar a la nacionalidad como una propiedad de quien la posee por estar en el territorio en el cual nació,y a los ciudadanos reconocidos de un Estado-Nación como propiedad de este último. No me parece superficial poder llegar a inferir al Estado-Nación como el gran modelo de nuestras instituciones como normalizadoras de dinámicas de consumo y producción.

Sin embargo, no siempre fue así según las voces que encuentra Wallraff: “Antes eran otros tiempos. Íbamos juntos, los domingos, con las familias. Incluso entre cinco llegamos a montar un coche. Teníamos todos el mismo «oficio» y éramos algo. Hoy son más solicitados los peones. Con ellos se puede hacer todo”. El trabajador apela a un reconocimiento perdido: “antes éramos algo”, dice el empleado refiriéndose al oficio que tenían. A dicha pérdida se refiere tal obrero cuando habla de la solicitud de los peones. Así enuncia la alienante reducción a meras herramientas de la cual hemos hablado; herramientas con las cuales, como ya hemos visto, efectivamente, se puede hacer todo, dicho con lo abierto e inconmensurable de tal posibilidad.

Es importante advertir cómo el testimonio establece una relación entre tal consecuencia y la escisión de los afectos comunitarios implicados en una convivencia entre trabajadores como posibilitadora de, incluso, una mutualidad o mutualismo. Se puede apreciar en ello una inducción a la indolencia a través de la sujeción a la necesidad por medio de la precarización de las condiciones laborales como estímulo del egoísmo, a través de la indolencia misma de los propietarios: “Yo me veo obligado a hacer normalmente horas extraordinarias. Habito una vivienda en la empresa: dos habitaciones, 138 marcos. Ahora el alquiler subirá a 165. La empresa la llama «vivienda social». Yo lo llamo «explotación de la necesidad de vivienda». No puedo permitirme el lujo de salir fuera en vacaciones”.

Es advertible la indolencia de los propietarios en la precarización de las condiciones laborales. Se trata de una inducción a la indolencia capaz de generar su cultura a través de nuestros estadios del mundo. Es a través de tal normalización que también nuestra cultura nos induce a nuestro malestar al hacer cultura. Ello se agudiza si renunciamos a la reflexión que implica el ejercicio de nuestra autonomía como vía para la comprensión de la que un cuerpo es capaz, incluyendo la sensación, sensibilidad y emotividad del mismo. Tal posibilidad como un posicionamiento opuesto a la indolencia.

El actuar indolente de los propietarios de la empresa genera la cultura con la que se conducen sus subordinados, propiciando la indolencia de los mismos y, por lo tanto, el malestar que los sujeta y motiva su egoísmo. No nos olvidemos de nosotros mismos al olvidar que nuestras acciones en el mundo y los estadios del mismo que llevamos a cabo a través de ellas también generan cultura por sí mismos. En la conciencia de esto último radica la comprensión de la importante diferencia entre estar en el mundo y habitarlo. No hay habitación del mundo sin habitación de uno mismo; no hay habitación del mundo sin autonomía.

El escritor alemán nos ofrece un magnífico ejemplo de la importancia de dicha comprensión:“Cuando el «dios de la nave» habla sobre la dignidad humana, menciona, entre otras cosas, «el alivio del calor» que hay en G”. Con ‘el dios de la nave’ Wallraff se refiere al supervisor del área de trabajo al cual el autor está subordinado. Dicho jefe inmediato enaltece las condiciones laborales correspondientes, al considerarlas amables con la temperatura de los cuerpos sujetos a dinámicas de explotación tan demandantes como las que ya he expuesto. Al respecto, el testimonio de los compañeros del escritor resulta contrastante:

Informo de esto a los trabajadores. Se ríen de mí.

‒Sí, la última vez que lo disfrutamos fue hace dos años. La cadena estuvo parada durante diez minutos. Después corrió mucho más aprisa. Lo principal es que el número de coches producidos esté de acuerdo con el plan previsto. Pausas de calor, practicadas de esta forma, son paparruchadas y pura teoría.

El trabajador al cual Wallraff le da espacio en su relato hace referencia a lo que la empresa llama: “pausas de calor”, descansos para los obreros con el fin de que no sufran algún percance debido a las altas temperaturas del área de trabajo. Se evidencia el posicionamiento crítico de dicho empleado, al advertir que dichos recesos no son ningún privilegio ni generosa renuncia por parte de los propietarios; la empresa recupera los minutos perdidos al acelerar la cadena de producción ‒adviértase que el bienestar del trabajador, incluyendo el tiempo del mismo, es una pérdida de dinero, no una inversión, según la empresa. Además, se puede inferir que la institución hace de tal supuesto cuidado una excusa para acrecentar la explotación ‒adviértase lo perverso de la estrategia. Todo ello planeado con la alevosía y ventaja que puede implicar ser el propietario privado de los Medios de producción:

Están previstos diez minutos de pausa cada tres horas, cuando el termómetro, a las nueve de la mañana, marca, a la sombra, 25 grados. El termómetro está colocado en la puerta principal, cerca de las salas de la dirección, donde constantemente sopla un fresco aire del Rin. Aunque haga un calor espantoso, el termómetro no señala nunca los 25 grados por la mañana. En los días de calor he medido la temperatura de nuestro sector de la nave. Trabajamos entre dos hornos de barniz, y casi nos morimos de calor. No es de extrañar; la temperatura es de 38 grados en las horas de mediodía. Aquí no llega el aire fresco del Rin.

            En las líneas anteriores, Wallraff expone como las condiciones materiales de las que dependen las llamadas: “pausa de calor”, están arbitrariamente montadas para beneficio del interés privado de los propietarios: la satisfacción de la producción deseada como principal objetivo. Los trabajadores dejan de ser fines en sí mismos para convertirse en medios para tal empresa. Siguiendo al escritor, se les ha negado el patrimonio del mundo que es su viento fresco, en este caso: el viento fresco del río Rin.

De tal manera podemos advertir cómo nuestros compromisos con un Futuro planteado por el Progreso y sus dinámicas de consumo y producción nos puede llegar a negar nuestra habitación del mundo, si renunciamos a la habitación de nosotros mismos.

El aliento de la noche

“No lo olvides:

caminamos por el infierno,

contemplando flores.”

Bashō Matsuo

Hace veinte años leí por primera vez Manuscrito hallado en una botella de Edgar Allan Poe. Su impacto fue tal que hasta ahora comprendo la definitiva influencia que tuvo en mi vida. Desde hace tiempo parecería obvio que así es. Algo que parece manifiesto en la franca decisión que surgió entonces de escribir y en el claro homenaje a dicho cuento en el título de mi único libro de narrativa publicado: Manuscritos hallados en un bote de basura. Sin embargo, con una particular espontaneidad que también apenas advierto y que no deja de sorprenderme, regresé a la habitación del aliento sabio del maestro como quien regresa a casa. Como alguien que vuelve a encontrarse consigo mismo.

            El relato del poeta posee un detonador principal caracterizado por la intensidad de lo álgido. Este corresponde con las sofisticadísimas inquietudes científicas del también gran narrador, manifiestas en el papel de la Naturaleza y sus materialidades en varios de sus relatos:

[…] cada momento nos amenazaba con ser el último de nuestra vida, las inmensas olas se acercaban para destruirnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo creía posible y es un milagro que no nos hubiéramos hundido en un instante. Mi compañero se refirió a lo ligero de nuestra carga y me recordó las excelentes características de nuestro barco, pero yo no podía evitar sentir la absoluta desesperanza de la esperanza misma y me preparaba tristemente para una muerte que, creía, nada podía postergar más de una hora, ya que con cada nudo de camino que atravesaba el barco, el oleaje de aquel terrible y oscuro mar se volvía más amenazante. Por momentos, jadeábamos en busca de aire, alzados a una altura mayor a la del albatros; en otros, nos mareábamos por la velocidad del descenso a algún infierno de agua, donde el aire parecía estancado y ningún sonido interrumpía el adormecimiento del monstruo marino.

La dolorosa magnitud de lo sublime impresiona a un cuerpo confrontado con su propia finitud. Un sentimiento que implica la habitación de nuestra sensación que, podemos inferir, puede ser semejante a la que inspira el estar atrapado en las finitas fronteras de nuestra piel ante el mundo. Una experiencia cercana a la muerte por estar relacionada con su deducida semejanza con el último transcurrir de un cuerpo durante el momento inmediato de la extinción de su vida. No podemos escapar o ir más allá de nuestra finitud cuando ésta resulta sometida a un constreñimiento radical de la misma, semejante al cual nos presenta el escritor estadounidense. Sin tal constreñimiento, queda la libertad implicada en la posibilidad de nuestras huellas en el mundo como habitación o estadio del mismo. Una manifestación de nuestras potencias capaces de ir más allá de nosotros mismos, la cual implica una respectiva independencia de nuestros actos y sus fenómenos en relación con nosotros mismos, a pesar de la respectiva dependencia de dichos fenómenos a la indeterminabilidad de la contingencia del mundo y sus emergencias.

La imagen que nos ofrece el autor bostoniano es la de la indefensión de un cuerpo ante las potencias de la Naturaleza, quizá, en una de sus más radicales posibilidades. Es absurdo cuestionar dicha ley, valga el antropomorfismo, al igual que podría ser cuestionable nuestra pertinencia en varios de los ambientes de la misma. Si fuéramos muy puristas (e ingenuos) o tan sólo seres racionales que ponen a prueba los límites de sus argumentos y de su pensamiento mismo, quizá llegaríamos a preguntarnos: ¿qué hace un ser humano en alta mar? ¿Qué hace un barco surcando aguas que, en tanto que especie terrestre, quizá el ser humano jamás debió haber conocido? Sin embargo, nuestra capacidad de artificio, nuestra creatividad e inventiva, también comprometidas con esta clase de conocimiento,evidencian nuestra tendencia a la concreción y constitución de nuestra libertad y sus fenómenos, lo cual implica tanto la estructuración de nuestro poder y su facticidad como misiones más profundas y sofisticadas como las relacionadas con la posibilidad de llevar a cabo la investigación de nosotros mismos. Parece que la sensación de nuestra libertad,como habitación de las potencias de nuestro cuerpo, siempre serán el aliciente suficiente para tratar de concretar la problemática voluntad de ir más allá. En relación con lo anterior, la pregunta sería: si ello también implica la afirmación de nuestras vidas, más allá de la suficiencia de dicho deseo, ¿no estará manifiesta en él una necesidad?

Si no nos propusiéramos el acto de afirmación implicado en dicha voluntad, ¿qué nos quedaría? Probablemente tendríamos que dejar de actuar y, por lo tanto, de vivir para ser congruentes con la precaución inferible ante el supuesto y aparente peligro que puede ser la Vida atravesada por nuestra voluntad de vivirla. ¿Puede ser ello una opción? Pareciera que, en todo caso, resulta importante aprender a llevar a cabo dicha voluntad. ¿Cómo? ¿De qué forma? ¿Quién sería el maestro? Probablemente se trata de un arte, un fenómeno poético de la prudencia, que sólo podemos llevar a cabo todos y cada uno de nosotros.

El cuento de Poe nos habla de un cuerpo sometido por estadios de un ambiente adverso que implican la posibilidad de la supresión de las potencias y capacidades propias de nuestro organismo: la supresión del sonido como anulación de la audición; el desconcierto de un movimiento oprimido que implica la sujeción de su dueño a través de una movilidad ajena que el cuerpo no puede vencer ni mucho menos resistir, en este caso, la potente corriente del mar y los golpes embravecidos de unas olas conducidas por un clima extremo. Ello implica la radical novedad de texturas y temperaturas extraordinarias, maneras muy particulares de la sensación del aire y el agua, además de un contacto impreciso con la gravedad que implica, por lo tanto, el extravío de nuestro centro debido a la falta de suelo, una ausencia de teluricidad. Extraordinarias sensaciones, casi únicas,posibilidades lejanas de nuestra sensibilidad y, por lo tanto, desafiantes fenómenos para la posibilidad de nuestra conciencia y su principio: nuestra percepción. En ellas está implicada una experiencia única de la sublime magnitud del mundo:una sensorialidad extraordinaria y muy particularde lo aéreo y lo acuático, además de lo radical de una experiencia como la ausencia de suelo. Fenómenos y manifestaciones de la Naturaleza de inmensas proporciones para las que nuestro cuerpo jamás ha estado del todo preparado, ni para el cual fue constituido por la Naturaleza misma.

En ello radica la escisión de los cuerpos descritos por el narrador estadounidense. El compañero del protagonista del cuento de Poe, en un intento de confianza con base en probabilidades asechadas ‒las precauciones para el viaje, siempre cuestionables ante lo inconmensurable de la Naturaleza‒, manifiesta un difícil optimismo que se antoja tanto un triunfo de la voluntad como un absurdo. Tal manifestación sólo logra un efecto contrario al de alentar al autor diegético de la narración: acaba inspirando una esperanza que se convierte en motivo de desesperación. Parece que no hay lugar para la esperanza en un cuerpo que vive la sublime magnitud de su dolorosa finitud. El autor nos habla de la esperanza como horizonte en el que se diluye lo probable en las aguas de lo imposible. Se trata de una experiencia de proximidad con lo definitivo: nuestra muerte, la muerte de un cuerpo vivo y su respectiva angustia.

En la narración la incertidumbre es inspirada por la oscuridad, la falta de aire, el ahogamiento y el frío como materialidades concretas de lo indómito de la fisis. La inmersión de un cuerpo estatizado por la supresión que implica un movimiento extraordinariamente mayor que lo subsume, propicia estadios de anulación del sensorio, en los que se limita este último, casi de maneracompleta. Como ya lo advertíamos, hay un énfasis en la anulación de la audición, la visión e incluso el olfato. Son experiencias diluidas, casi homogeneizadas. De hecho, el tacto también se homogeneiza en una experiencia extraordinariamente acuosa como si el cuerpo fuera, no sólo diluido, sino también absorbido por las aguas del mar. Es interesante pensar que el desafío a nuestra vida siempre estuvo presente como posibilidad de lo ingente de tal magnitud. Más que una posibilidad y probabilidad, es un hecho lo terrible que puede ser el mar, a pesar de lo aparente de su calma. Lo aparente de creer que su peligro tan sólo es posible e incluso latente. Estar en el mar es estar más allá de nuestras potencias.

De ello podemos inferir el surgimiento del pensamiento ‒basta con su inferencia‒ de un más allá capaz de sujetarnosy lo terrible tanto de su incógnita como de dicha coerción. Por ello, el tiempo en la narración de Poe no es un tiempo relativo al cual un cuerpo en condiciones habituales puede estar como parte de un estadio del mundo, relacionado inextricablemente con su acción y su fisiología. El autor nos ofrece la imagen de los fenómenos de un tiempo de clausura. Un tiempo de lo contundente, de lo inevitable y definitivo de nuestro destino. El tiempo del sentimiento de lo sublime implicado en la angustia que provoca la posibilidad de que la vida acabe. Lo anterior ante la incertidumbre de no saber qué implica la muerte, entendida como el fin de nosotros mismos del cual jamás podremos ser cabalmente testigos.

Sin embargo, ahí está, muy a pesar del propio protagonista del cuento, la esperanza como dolorosa manifestación de una vida que siempre quiere afirmarse, incluso a pesar del dolor flagrante de su finitud. Por dicha circunstancia resulta tan terrible lo aparente de su impertinencia.

A pesar de lo ingente e inconmensurable que resulta la Naturaleza, sería injusto considerarla monstruosa y terrible si dejamos de tomar en cuenta tales categorías como adjetivos propios de la condición humana. Somos los únicos seres capaces de lo monstruoso y lo terrible debido a nuestra libertad. Ello se manifiesta en nuestra capacidad de llevar a cabo fenómenos dotados de lo sublime geométrico que resultan nuestros artificios cuando intentamos dominar a la Naturaleza a través de ellos: dominar lo indominable como manifestación de nuestra falta de dominio de nosotros mismos. Ello, en más de una ocasión, ha generado invenciones resultado de nuestra imaginación extravagante con las que pretendemos regir al cosmos, imitando sus fenómenos sin una cabal comprensión de los mismos. Entre estos últimos, nosotros mismos, los seres humanos, como fenómenos del cosmos. Tendemos a posponer y evadir, como principio de habitación del mundo, la comprensión de nosotros mismos que implica nuestra habitación, la habitación de nuestros cuerpos y, por lo tanto, de nuestra sensación como animales y fenómenos cósmicos.

Parece que para Poe la posibilidad de compartir dicha claridad es algo que nos une. La siguiente imagen desafía la habitación de nosotros mismos y, por lo tanto, la posibilidad de nuestra conciencia como fenómeno de nuestra imaginación:

Estábamos en el fondo de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero rompió aterradoramente la noche. «¡Mire, mire! ‒me gritaba al oído‒. [¡]Dios Todopoderoso! [sic] ¡Mire! ¡Mire!» Mientras él hablaba, comencé a notar un suave resplandor rojizo que aparecía a los lados del enorme abismo en que nos habíamos hundido, alumbrando con incertidumbre nuestra cubierta. Al alzar los ojos, tuve ante la vista un espectáculo que me heló la sangre. A una terrorífica altura por encima de nosotros y al borde de aquel precipicio de agua, se elevaba una gigantesca nave, tal vez de unas cuatro mil toneladas. Aunque surgía por sobre la cresta de una ola que lo superaba cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier otro barco existente de línea o de la Compañía de la India Oriental. El enorme casco era negro y opaco y no mostraba ninguno de los habituales adornos de un barco. Sólo asomaba una línea de cañones de bronce por las cañoneras abiertas y su superficie reflejaba el brillo de innumerables faroles de batalla que se balanceaban en los aparejos. Pero lo que más horror y sorpresa nos inspiró fue que el barco mantuviera las velas desplegadas en medio de aquel mar sobrenatural y aquel indomable huracán. Al verlo por primera vez, sólo se veía su proa, mientras se elevaba lentamente del golfo oscuro y horrible de donde provenía. Durante un momento de intenso terror, se detuvo en el vertiginoso pináculo, como para contemplar su propia sublimidad, después tembló, vaciló y… cayó sobre nosotros.

            Me resulta difícil no concebir a dicha nave como una especie de Leviatán artificial. Una clase de monstruo marino ‒en este caso, creado por los hombres, no por el Dios del Antiguo testamento‒ que con lo simbólico de su caída acabó de consumir al ya subsumido habitante de aquel cuerpo y, por lo tanto, a la conciencia de dicho ser vivo, el protagonista del relato de Poe. Un ser escindido por lo espectral de dicha imagen (una imaginación igual de contundente para quienes somos sus lectores) tan sublime como terrorífica, en medio de la incógnita de aquella penumbra. Hablamos de un ser vivo, un cuerpo, inmerso en un abismo. No sólo me refiero al abismo creado por la Naturaleza, sino al que ha constituido la habitación del miedo y de la angustia de los hombres ante la incertidumbre que significa el estadio de su destino como posibilidad del más allá inferible que representa el enigma de la muerte y, por lo tanto, el misterio del hombre como elemento cósmico,en tanto que parte de la Naturaleza por su irrenunciable carácter animal. Un abismo también creado por el protagonista del relato, a partir de la experiencia sublime de su propia finitud.

Hablamos de una animalidad recubierta por capas de artificio que, como las capas de una cebolla, al develarse por la escisión que significa nuestra experiencia de nuestra finitud, deja como centro y corazón la penumbra del vacío de dicho enigma. Nuestro centro que sólo tiene guía cuando el cuerpo permanece con vida, ya que en tal incógnita se principia la posibilidad del más allá al cual ir como ejercicio de nuestra libertad y, por lo tanto, posibilidad de nuestra acción: el movimiento de un cuerpo vivo.

El encuentro con tal vacío puede ser reconocible como la Nada de la cual habla el Zen y que prefiero llamar con el concepto propio de dicha tradición: Satōri, sinónimo de comprensión y, por lo tanto, liberación. Dicho logro es propuesto como un motivo de inacción, no pasividad, que implica la posibilidad del pensamiento sin obstáculos. Paradójicamente ‒como nuestra libertad misma‒ ello, más que mera acción, también es una voluntad, la de la contemplación: la contemplación de la vida como comprensión de la vida y manifestación más elevada de las potencias de la vida de un ser vivo, un cuerpo vivo.

El apego que puede inspirar la experiencia sublime de nuestra finitud como posicionamiento y voluntad opuesta a la propuesta antes expuesta puede también constituir el compromiso egoísta de sujetarnos a la incomprensión de nuestra apariencia.Si problematizamos nuestro yo,y advertimos que seguimos siendo parte de la vida y sus dinámicas al ser posible integrarnos a las mismas de otra manera como otra posibilidad de ser parte del cosmos después de la muerte ‒otra faceta del mismo‒ se vuelve cuestionable nuestra comprensión de la muerte como un fin definitivo y se abre la posibilidad de comprenderla como un tránsito. Ello implica el tránsito doloroso de una superación de la determinación de nuestra individualidad y, por lo tanto, nuestra finitud que, sin embargo, no está exento de la alegría de la afirmación de nuestras potencias. Es entonces que podríamos cuestionar al más allá. ¿Hay a dónde ir? ¿Hay un más allá de la inconmensurabilidad de la Naturaleza y, por lo tanto, del cosmos?

Poe propone una sublime inmersión como viaje al abismo de nosotros mismos. La investigación de nosotros mismos, a través de la experiencia de nuestra sublime finitud como proyecto ontológico del examen de nuestras vidas:

En este momento, no sé que repentino autocontrol sobrevino a mi espíritu. Alejándome todo lo que pude, esperé sin temor la ruina que nos aniquilaría por completo. Nuestro propio barco había dejado de luchar y su proa se hundía en el mar. En consecuencia, el choque de la masa descendente lo golpeó en la parte de su estructura que estaba casi bajo agua y el resultado inevitable fue que me lanzó violentamente sobre los aparejos de la otra nave.

            Vemos como el cuerpo como materia posee su propia inteligencia ante su semejanza y familiaridad con la Naturaleza. Tal inteligencia posibilita el dominio implicado en ciertos estados de conciencia o, quizá sea mejor decir, ciertos estadios de nuestra sensibilidad y, por lo tanto, posibilidades de nuestra sensación. Estamos ante lo inevitable de un destino, en este caso, una catástrofe como ineludible adversidad.

Afirman algunos médicos y patólogos que no es necesariamente la mejor opción alimentar a una persona moribunda cuando ha perdido el apetito. Ello puede implicar un sobreesfuerzo, la generación de un agotamiento innecesario en tanto que oposición y confrontación ante lo insuperable de lo inevitable. Además, ello puede suscitar la angustia implicada en la impotencia del enfermo por no lograr llevar a cabo dicha acción como potencia de un cuerpo vivo en mejores condiciones. El dejar de alimentar a dichos cuerpos puede permitirles cierta calma, reposo y descanso, según dichos estudiosos de la salud, por supuesto, desde las perspectivas de sus respectivas tradiciones clínicas.

Aprovechando este ejemplo, parece que Poe propone la imagen de un cuerpo que cede para armonizarse con la contingencia que le ha tocado padecer. Una manera inconsciente de asumir un ritmo correspondiente con tal situación como manifestación de la inteligencia matérica de dicho ser. Por ello, vale la pena pensar también en la sabiduría de nuestros cuerpos.  Podemos advertir en ello una fisiología no dispuesta a desgastarse en evitar una derrota ante una fuerza como la de la Naturaleza que geométricamente resulta superior. Se trata de una de las escenas de la inevitabilidad de la muerte. No comprenderlo haría más dolorosa dicha circunstancia, probablemente generaría más sufrimiento del debido.

Es aquí cuando vemos pertinente el principio Zen de la inacción como fundamento de la contemplación,como un pensamiento sin obstáculos. El Zen afirma: “Sólo hay una pregunta: ¿Qué es esto? Sólo hay una respuesta: el maestro Zen golpea el objeto que tiene más cercano y afirma: «Esto es esto»”. Desde otra tradición oriental, Sinzu en El arte de la guerra sostiene que el mejor general es el que evita la batalla.

Quizá en ello radique el hecho de que tal golpe de suerte que empujó al protagonista al barco que por poco lo hunde junto con la embarcación que tripulaba le haya salvado la vida. Podemos leer en la obra de Poe las imágenes de la continuidad de dicha vida:

Una indescriptible sensación de miedo que se había apoderado de mí al ver por primera vez a los navegantes del barco pudo haber sido la razón de que me ocultara. No podía fiarme de unas personas que me había provocado, con sólo verlos, tanto asombro, duda y aprensión. Por eso, creí más apropiado asegurarme un escondite en la bodega. Lo conseguí quitando una parte de la estructura movible, como para procurarme un sitio adecuado entre las enormes cuadernas del barco.

El protagonista del cuento nos habla de la compleja novedad que puede significar lo desconocido. Un cuerpo que intuye su acecho como otra posibilidad del padecimiento de la experiencia sublimen de su propia finitud. Él es un extranjero en el indeterminable territorio nómada y móvil de aquella inmensa estructura llena de desconocidos. El cuerpo se guarece haciendo de sí mismo una frontera más radical de lo que ya es, ante lo desconocido de su ambiente por la novedad del mismo.

Probablemente, más de uno hemos tenido dicha experiencia ante la emergencia que ha implicado estar en alguno de los estadios que constituyen la diversidad de la Naturaleza. Esta última suele resultar una experiencia contrastante con lo normalizante de los estadios tan desterritorializantes y desterritorializados de nuestra cotidianidad, que tienden a inducirnos a la desterritorialización de nuestra subjetividad y a la renuncia a la territorialización que puede llevar a cabo esta última. Espacios como lo pueden ser los de la ciudad en la que vivimos, propuestos y diseñados a partir de un planteamiento de lo urbano implicado en la hegemonía del proyecto de la Modernidad y el desarrollo del mismo que, además, cada vez se evidencia más comprometido con dinámicas de consumo y producción. Una manera de entender al espacio, su división y estadio que condiciona nuestra manera de vivir la ciudad, sin que ello implique necesariamente habitarla, y, por lo tanto, de verbalizar la manera en la que comprometemos nuestra sensibilidad en la relación con ella.

La extraordinaria circunstancia del encuentro del anónimo protagonista del cuento lo ha llevado a una crisis que evidencia la dificultad de su pathos. Una sensación de vulnerabilidad e indefensión que manifiesta un anhelo de sobrevivencia a su dolor:

Un sentimiento que no puedo describir se apoderó de mi alma, una sensación que no admite análisis, para la que el aprendizaje de otros tiempos resulta inadecuado y para la que, creo, ni el futuro podrá ofrecerme la clave. Para una mente constituida como la mía, esta última consideración es un mal verdadero. Nunca, lo sé, nunca estaré satisfecho con la naturaleza de mis concepciones. Sin embargo, no debe sorprenderme que estas concepciones sean indefinidas, ya que tienen su origen en fuentes demasiado nuevas. Un nuevo sentido, una nueva entidad, se suma a mi alma.

            Ya advertíamos lo problemática que puede ser la novedad como fenómeno de determinadas circunstancias, especialmente si son de una radicalidad como las relatadas. Recordando lo relevante que puede resultar la posibilidad de pensar sin obstáculos, probablemente el más grande obstáculo para ello en nuestras vidas sean nuestros prejuicios. Entendamos a estos últimos no como categorizaciones a partir de una moral hegemónica, muchas veces impuesta, con la cual, paradójicamente ‒tanto en su aceptación como en su aversión‒, también se nos ha condicionado y, supuestamente, también se nos ha educado. Habría que cuestionar al respecto muchas nociones y modelos de educación. Entendamos a los prejuicios de manera más literal: juicios previos que hemos constituido para habitar al mundo, vivir y sobrevivir en él y que han constituido también inercias manifiestas en hábitos que nos han sido útiles.

Más que juzgar tal problematicidad, valdría la pena intentar comprender dicha dinámica. Kant advierte en la Crítica de la Razón Pura que, cuando la razón se confronta con la experiencia de sus límites y la incertidumbre que implica, tiende a generar prejuicios como un intento de explicación de aquello de lo cual cabalmente no puede dar cuenta. En esa medida, habría que comprender lo radical de la vulnerabilidad del personaje de Poe. Éste se encuentra en un estadio prácticamente único e inimaginable en su vida, lo cual nos confronta con lo inconmensurable de las posibilidades de nuestra experiencia y las habitaciones y estadios del mundo. Quizá la densidad ontológica de la experiencia, como pathos y sensación de nuestro cuerpo, sea lo más contundente y radical de muchos de nuestros fenómenos vitales, además de implicar la compleja problematicidad de su carácter intransferible.

Sin embargo, podemos advertir que, a pesar de su dolor, el protagonista del cuento es capaz de intentar situarse ante él, contemplarlo para comprenderlo. Probablemente se trata de él mismo, a través de la sensación que habita en su cuerpo, tratando de afirmar su vida, su permanencia y, por lo tanto, su existencia:

[…] no hace mucho que me aventuré en el camarote privado del capitán y allí encontré los materiales con los que he escrito y estoy escribiendo. De cuando en cuando seguiré escribiendo este diario. Es verdad que puede ser que no halle la oportunidad de transmitirlo al mundo, pero no dejaré de hacer el intento. En el último momento, colocaré el manuscrito en una botella y lo lanzaré al mar.

Vemos en este gesto un intento de estructuración y constitución de sí mismo como acto de sobrevivencia. Un esfuerzo de habitación de sí mismo a través de la escritura, cuya potencia yace en lo incierto de un sentido más allá del acto de escribir por el escribir mismo. Ello constituye a tal acto como la estructuración de una habitación de sí mismo del protagonista del cuento como manera de afirmar su existencia. Lanzar a la sublime magnitud del mar inmenso tal esfuerzo para llevar a cabo el viaje de su último aliento; la escritura habitada por la vida de un cuerpo que se lanza a la incertidumbre; el sinsentido del acto de esperar sin esperar, por la ausencia del compromiso con la lejana posibilidad de que alguien encuentre la botella con dicho manuscrito y tenga interlocutor. En más de un sentido, ¿tal resistencia ‒diría Freud en relación con el acto de escribir‒ no ha sido siempre en lo que consiste la escritura?

Estamos ante un ejemplo de tremenda sensibilidad y profunda agudeza por parte de Poe. Tan profundo como la oscuridad del inmenso mar que en más de un momento escribió el poeta como metáfora de uno mismo y de su búsqueda. El personaje de Poe no verbaliza la posibilidad del encuentro de la botella, no parece darle importancia alguna al hallazgo fortuito del manuscrito por parte de alguien, un posible interlocutor. El encuentro más importante es con uno mismo porque el Encuentro siempre es con uno mismo:

Ocurrió un incidente que me dio nuevos motivos para meditar. ¿Estas cosas ocurren por un azar ingobernado? Subí a cubierta y me tendí, sin llamar la atención, sobre un montón de flechaduras y velas viejas, en el fondo de un bote. Mientras pensaba en la singularidad de mi destino, dibujé sin darme cuenta con un pincel con brea los bordes de un ala de trinquete que se encontraba a mi lado, doblada perfectamente sobre un barril. Ahora la vela está extendida en el barco y los toques descuidados del pincel se despliegan formando la palabra DESCUBRIMIENTO.

La singular originalidad del signo narrativo que nos propone Poe es sumamente sugerente en relación con el tópico del encuentro de nosotros mismos que acabamos de revisar. Se trata del descubrimiento de lo que podemos ser y no sabemos que somos, la inconmensurabilidad de nuestras potencias que sólo podemos advertir si llevamos a cabo la aventura de navegar a través de las oscuras e ingentes aguas de nosotros mismos: animales inconmensurables por seguir teniendo, a través de nuestro cuerpo, una relación enigmática e indescifrable con la Naturaleza. De hecho, más allá de la abstracción que implica el concepto legítimo de subjetividad, el descubrimiento más importante es el del territorio de nuestro cuerpo, la territorialización que podemos llevar a cabo de él y a través de él. Ello implica la habitación de nosotros mismos, al comprender a los fenómenos de nuestra conciencia y sensibilidad como fenómenos de nuestro cuerpo. Fenómenos fisiológicos inextricables entre sí que nos permiten ejercicios prudenciales de sobrevivencia para generar habitaciones y estadios del mundo, nuestro mundo, como experiencia cósmica. Poe, me atrevo a inferir, nos habla del DESCUBRIMIENTO de nosotros mismos.

Me parece relevante detenerme en un importante recurso de Poe para hablar de la continuidad de la vida y de lo particular del tiempo que la misma puede implicar. Poe nos ofrece la imagen de una superficie móvil que navega la oscuridad. La nave parece atravesar un tiempo indefinible. Dicha imagen de la sublime magnitud de la embarcación resulta metonimia de la eternidad:

Últimamente estuve observando la estructura del barco. Aunque está armado, creo que no es un buque de guerra. Los aparejos, la construcción y el equipamiento general no corresponden a un barco de este tipo. Puedo decir qué no es, pero me temo que es imposible decir qué es. No sé cómo es, pero al observar el extraño diseño y su particular estructura de mástiles, el gran tamaño de sus velas, su sencilla proa y su anticuada popa, aparece repentinamente en mi mente una sensación de cosas familiares, y siempre se entremezcla con esas sombras indistintas de recuerdos una inexplicable memoria de antiguas crónicas extranjeras de tiempos remotos.

Parece tratarse de una embarcación sin tiempo por lo indefinible de su epocalidad al contener todos los tiempos en la memoria del protagonista del cuento. Convive cierta innovación, por lo extraño de la nave, con lo antiguo y lo anticuado que remite a los relatos que constituyen al personaje como parte de su mítica personal, una mítica del viaje y la aventura que, quizá podemos inferir, tuvo que ver con su decisión de embarcarse para superar el apego a su Nación y su Familia, manifiesto como problema de su trayectoria vital al principio del cuento, además de estos últimos ser referentes de lo problemáticos que pueden ser los compromisos con la identidad,los cuales no siempre comprendemos y solemos decidir a partir del condicionamiento social de la inercia de la heteronomía, si es que no se nos han impuesto.

El inmenso Leviatán artificial de Poe parece ser el estadio de cuerpos dispuestos a su tránsito para habitar la eternidad en ellos mismos: una habitación del no-tiempo, lo que está fuera del tiempo, a partir del cual se puede inferir lo ingente e inconmensurable de la Naturaleza y, por lo tanto, del cosmos: “recuerdo un extraño dicho de un viejo navegante holandés: «[…] es tan seguro como que existe un mar donde el barco mismo crece como el cuerpo viviente de un hombre de mar»”. El barco, como un hombre, es un cuerpo cósmico que, como todo, navega lo común de la eternidad que nos encuentra.

            Justamente tal estadio sin tiempo se manifiesta en los cuerpos de los tripulantes de la embarcación. El movimiento de la materia que, como bien advierten grandes materialistas clásicos como el propio Epicuro y Lucrecio, se evidencian en la vejez. No necesariamente como fenómeno de decrepitud sino de vida. La vida de cuerpos finitos que, podemos inferir por su actitud contemplativa y por lo aparente de su inactividad, tienen estadio como parte de la tripulación. No necesariamente tienen transcurso, trayectoria o trayecto. No es inferible que haya a dónde ir, un más allá, tan sólo se está. No hay fin ni destino. Simplemente se está porque no hay más que estar:

[…] parecían no tener la menor conciencia de mi presencia […] todos mostraban signos de ancianidad. Sus rodillas temblaban inseguras; sus hombros se doblaban con decrepitud; su piel arrugada temblaba contra el viento; sus voces eran bajas, temblorosas y entrecortadas; sus ojos brillaban con la humedad de los años, y sus grises cabellos se movían terriblemente en la tempestad […]

            Vemos como estos cuerpos, incluso a pesar de la intranquilidad y la ansiedad que el protagonista advertirá en ellos en líneas posteriores, han aprendido a habitar la adversidad y navegar a través de ella, recurriendo al artificio como gran posibilidad de sus potencias como seres vivos habitantes de su humanidad. Poe nos ofrece la imagen de cuerpos que en su acción ejemplifican cómo sobrevivimos al abismo de nosotros mismos. Parece que de tal aprendizaje el protagonista del cuento está dando testimonio, a través de un texto que probablemente acabe sumergido en la inmensidad del mar que somos para quizá ser leído por quien se atreva a dicho viaje, por quien se atreva a la pasión de navegar en las profundas aguas de sí mismo, al grado de incluso tener que sumergirse en ellas, aunque en el intento acabe ahogado. Tal es la aventura de nuestro encuentro:

He visto al capitán cara a cara y en su propio camarote, pero, como esperaba, no me prestó atención. Aunque el observador casual no halle en su apariencia nada que pueda parecer fuera de lo humano, se mezclaba un sentimiento de inevitable reverencia y temor con la sensación de maravilla con la que yo lo observaba. Es casi tan alto como yo, es decir, cinco pies y ocho pulgadas. Tiene una estructura corporal compacta, ni muy robusta ni todo lo contrario. Pero la singularidad de la expresión que gobierna su cara, la intensa, maravillosa, sorprendente evidencia de avanzada edad, tan clara, tan extrema, produce una sensación en mi espíritu, un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece llevar el seño de una mirada de años. Sus cabellos grises son signos del pasado y sus ojos aún más grises son sibilas del futuro […] Apoyaba la cabeza en las manos y miraba, con ojos inquietos y llameantes, un papel que creí era una orden y que, en todo caso, tenía la firma de un monarca. Murmuró para sí, igual que el primer marino que vi en la bodega, algunas palabras confusas y malhumoradas en lengua extranjera, y, aunque quien hablaba estaba cerca de mi codo, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.

            Advertimos nuevamente la complejidad del tiempo del cuento en el aparente entrecruce entre las maneras en las cuales lo dividimos y problematizamos para habitar al mundo. Tales posicionamientos se manifiestan en el cuerpo del capitán, en la distancia y lejanía de lo particular de su presencia, también manifiesto en la elocución de su voz y la extranjería que se manifiesta en esta última, al igual que en el resto de los personajes, siguiendo al protagonista del cuento. Poe juega con las imágenes como materialidades de la imaginación y, por lo tanto, como signos. Constituye un imaginario que inspira a preguntarnos por los tópicos de la presencia y la ausencia, por aquello en lo que supuestamente consisten como densidades ontológicas de un mundo más complejo de lo que solemos advertir. Nos confronta con el hecho de advertir cómo determinadas posibilidades de estadios y habitaciones del cuerpo tienen su legitimidad como fenómenos que responden a lo emergente y contingente de su racionalidad, lo cual es inferible simplemente por su inteligibilidad. Poe cuestiona al mundo, sus estadios y sus habitaciones para habitar sus profundidades a través de su propia sensación, caracterizada por su privilegiada sensibilidad. La potente sensibilidad de un cuerpo que, por lo mismo, es también capaz de profundas intuiciones y elevados procesos intelectuales:

El barco y todo su contenido están impregnados por el espíritu de la Vejez. La tripulación se desplaza como los fantasmas de siglos sepultados; sus ojos muestran ansiedad e intranquilidad, y cuando sus dedos se iluminan por el reflejo de las linternas de batalla me siento como no me había sentido antes, aunque toda mi vida fui anticuario y asimilé las sombras de las columnas caídas de Baalbek, de Tadmor y de Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.

Poe ahonda en la relación entre la habitación del tiempo, implicada en el estadio del navío, y la condición de los cuerpos que lo habitan. Advierte la presencia de lo antiguo y la fantasmalidad de lo eterno. Nuevamente, podemos advertir a la vejez como signo del movimiento que es la vida. El poeta nos habla de las materialidades del transcurso del tiempo, la vida que fluye en el mismo, manifiesto en la ruina como aparente decaimiento. Las ruinas nos hablan, cuentan su historia. Dan testimonio con sus huellas de la vida que poseen por haber sido habitadas. En ese sentido, todo ser humano que vive y ha vivido está dispuesto por el tiempo a la posibilidad de su ruina como testimonio de su participación de la Eternidad.

Nuestro autor parece querer insistir en una imagen en la que todos los tiempos, o todo tiempo, se condensa. Una presencia en la que todo habla el mismo idioma, incluso a pesar de su extranjería, y en la que todo es signo del Hado.

Vale la pena detenerse en la ansiedad e intranquilidad que advierte el protagonista en sus compañeros de viaje. ¿No será ello la manifestación de la armonización de los demás tripulantes de la nave habitando su sensación, llevando a cabo la habitación del abismo? Se trata de una circunstancia adversa de suma intensidad y sublime magnitud en la cual, a pesar del dolor, continúa el viaje de la vida:“Todo al rededor del barco es la oscuridad de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero a una legua a cada lado de nosotros pueden verse, cada tanto y borrosas, gigantescas paredes de hielo que se alzan en el desolado cielo y como si fueran las murallas del universo”. Un universo que es nuestra habitación, la habitación de nuestro dolor, implicado en el descenso de todo autoconocimiento, el del universo que somos:

Creo que es imposible concebir el horror de mis sensaciones. Sin embargo, por encima de mi desesperación predomina la curiosidad por penetrar en los misterios de esas extrañas regiones y me reconcilio con los aspectos más horribles de la muerte. Resulta evidente que corremos hacia un conocimiento apasionante, un secreto que nunca compartiremos y cuya obtención nos lleva a la destrucción […]

Nuestro personaje comprende y, por lo tanto, se comprende a sí mismo al habitar su finitud, al habitarse. En ello yace la posibilidad de nuestra liberación. Poe, con la imagen de aquellos muros de hielo apenas resplandores de aquella noche eterna, parece describir las fronteras interiores que pueden ser el esqueleto de un ser vivo, al igual que la piel del mismo en la imagen del cielo desolado: “Tal como imaginaba, el barco está en una corriente, si se puede llamar así a una marea que, aullando y gritando entre la inmensidad de blanco hielo, va hacia el Sur como un trueno y con la velocidad de una catarata”, He ahí el descenso a través de la corriente del logos, del cual el camino hacia arriba y hacia abajo siempre es el mismo. Su velocidad es el vértigo de nuestra libertad, la angustia ante lo indeterminable de toda incertidumbre: “La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y temblorosos, pero hay en su rostro una expresión que se parece más a la ansiedad de la esperanza que a la apatía de la desesperación”. Podemos advertir en ello la liberación implicada en la comprensión de nuestro destino como habitación del mismo. En la nave se actúa, se viaja, sin esperar nada y, sin embargo ‒paradójicamente‒, no se puede dejar de esperar porque no se puede dejar de vivir si es lo que puede un cuerpo, por lo que los personajes parecen haber decidido esperar sin esperar o esperar nada. Al final, en ello consiste toda acción, especialmente cuando ésta está comprometida con la renuncia a cualquier sentido. Basta con la acción como movimiento de la vida, habitación del presente como habitación de la eternidad:

¡Oh! ¡Horror y más horror! El hielo se abre de repente hacia la derecha y hacia la izquierda y estamos girando vertiginosamente, en inmensos círculos concéntricos, alrededor de los bordes de un gigantesco anfiteatro, cuyas paredes se pierden en la oscuridad y la distancia. ¡Poco tiempo me queda para pensar en mi destino! Los círculos se van haciendo más pequeños rápidamente. Nos precipitamos en el torbellino. Y entre el rugido, el oleaje y el trueno del océano y la tempestad, el barco se estremece y, ¡oh Dios mío!, se hunde.

…No hacía falta arrojar la botella al mar. Desde el principio ya estaba en él, habitada por su dueño.