“Formular una pregunta es esencial, mucho más que responderla. Yo soy enemigo de responder las preguntas porque el texto que hemos oído está dentro de un libro [La Biblia] que viene a decir nada más que: «las preguntas han unido a los hombres y las respuestas los han separado». Por eso, probablemente, la respuesta tiene mucha más vida dentro de la pregunta. Por eso es esencial hacer bien las preguntas, quizá entonces habría que decir sólo: «hacer bien la pregunta». Es decir, no confundir el amor a La Verdad con el ansia de la certidumbre que eso, quizá en nuestros momentos, en los que estamos viviendo, pudiera explicar gran parte de nuestro frenesí. Yo siempre prefiero quedarme con la pregunta y con ese amor a La Verdad, aunque eso siempre sea un esquema provisional como probablemente se está en el mundo: siempre en forma provisional.”
Alfredo Tiemblo
“En la subjetividad está la verdad;
en la subjetividad está la mentira.”
Søren Kierkegaard
De varios años para acá, me resulta problemático habla de La Verdad. Una palabra que es difícil no escribir con mayúsculas como el nombre propio de Todo y como la vida intrínseca a lo aparentemente Legítimo. La Verdad parece ser una manera de enunciar la imposible experiencia de lo Absoluto, cuya noción, en más de un sentido, parece que ha dificultado nuestras vidas de la manera más terrible, mucho más de lo que nos ha ayudado a hacerla más justa y comprensible.
A pesar del anterior posicionamiento y sin renunciar a él, creo en la legitimidad del problema de La Verdad y, por lo tanto, del Absoluto. Son tópicos trascendentales de importante repercusión en nuestras vidas que, por lo tanto, son parte del examen de la misma y, por lo tanto, parte de la problematicidad de la condición humana. Estas cuestiones han sido agudamente atendidas por la que Kant consideraba la parte más importante ‒y que más esfuerzo le exigió al filósofo prusiano‒ de la Crítica de la Razón Pura: La Dialéctica trascendental. No me detendré en abordar dicho momento tan importante de la llamada Filosofía occidental. Sin embargo, me parece negligente ni siquiera mencionarlo.
Por otra parte, en De verdad y mentira, en sentido extramoral, el joven Nietzsche afirma que las palabras más importantes de los Evangelios las pronunció Poncio Pilatos cuando preguntó ‒y se preguntó‒: “¿Qué es la verdad?”. ‘Verdad’ es una palabra pesada y volátil como bomba atómica. Sin embargo, solemos llevarla en nuestro bolsillo como si fuera ligero centavo. Nos es inevitable ostentarla de dicha forma, probablemente porque entraña un sentido de justicia. Las materialidades concretas de nuestro mundo que pueden referir a la posibilidad de esta última se evidencian aparentemente más lejanas ‒quizá cada vez más‒ a pesar de lo inferible de su necesidad.
Hablo de una justicia que solemos creer dependiente del develamiento como acto de evidencia de La Verdad. Sin embargo, no solemos advertir el peligro del juicio fácil contra las máscaras que estructuran nuestras vidas y la incomprensión de su necesidad.
Probablemente a ello se deba mi suspicacia hacia el trabajo de Günter Wallraff. Este último, en tanto que artífice de una poiesis, resulta poco creíble al confrontar su escritura con la ingenuidad que puede implicar el no advertir que su labor es la habitación de un intersticio, la constitución de un entrecruce como manera de comprensión de materialidades concretas a partir de la densidad ontológica de un ejercicio escritural del lenguaje verbal, lo cual implica el problema de la mediación de este último, además de su compromiso ‒también problemático‒ con la densidad ontológica de los fenómenos del mundo a los cuales refiere.
Por ello resulta paradójico que un escritor que ha hecho del artificio su oficio, como todo buen poeta, declare: «hay que disfrazarse, para desenmascarar a la sociedad, hay que engañar y desfigurarse para descubrir la verdad». Son las palabras de un escritor que también se ha dedicado al periodismo encubierto para acceder a materialidades concretas de la vida que se antojan inaccesibles para muchos de nosotros ‒y también para muchos de los colegas de Wallraff‒ porque puede ser difícil que un trabajo periodístico pueda tener un carácter testimonial semejante al del también narrador alemán, quien ha vivido de primera mano ‒por lo menos aparentemente‒ la vida de un cuerpo sujeto a dinámicas de consumo y producción, implicadas en la propia explotación laboral de la cual es parte como sujeto de la misma.
Quiero ser justo con dicho autor y tratar de entender a qué se refiere cuando habla de ‘Verdad’. La primera claridad que me parece importante tomar en cuenta es la del esfuerzo del periodista por lograr constituir condiciones especiales que le permitan acceder a materialidades concretas, en ese sentido únicas, implicadas en una habitación de la vida constituida por lo laboral. Efectivamente, ello depende de la dificultad de conseguir a través del propio cuerpo ‒en carne propia‒ el testimonio de su sensación; la sensación de un cuerpo vivo de su propia explotación.
Wallraff, en condiciones relativamente semejantes y comunes, consigue también el testimonio de sus compañeros como cuerpos vivos sometidos a problemáticas condiciones laborales. Dicho testimonio, por lo especial de su circunstancia, lo considero todavía más importante que el propio discurso de Wallraff como periodista encubierto. Ello lo digo sin subestimar los terribles riesgos, circunstancias y consecuencias de muchas de las decisiones del autor alemán, varias de ellas nada sencillas apelando a mi mera imaginación.
La relevancia que le concedo al testimonio de los compañeros de Wallraff en relación con el trabajo de dicho escritor tiene que ver más con la posibilidad de poder advertir al cuerpo común de los mismos en su habitación de lo laboral y la dinámica de la misma, manifiesta a través de su testimonio del día a día de sus propios cuerpos, los cuales, a su vez, constituyen dicha forma de vida; un cuerpo común ante la institución como adversidad de la vida laboral. Una aesthesis del cuerpo común que también parece haber logrado Wallraff con sus compañeros, en tanto que habitación de su sensación. En esa medida, ello también podría implicar la posibilidad de entender al discurso del también poeta como: una habitación poética de dicha circunstancia.
Es aquí cuando parece que puedo comprender de mejor forma la postura antes citada del también periodista, aparentemente en relación con La Verdad. Me posiciono de esta última manera ya que, podemos deducir, Wallraff en la cita anterior no está hablando propiamente de La Verdad sino de las densidades ontológicas del disfraz, la máscara, el engaño y el desfiguro como elementos de una lógica de la apariencia capaz de estructurar nuestras vidas y que, por lo tanto, podríamos inferir, participan de los aparentes hechos y sus interpretaciones, que solemos identificar con La Realidad, La Verdad y El Absoluto. Ello pone sobre la mesa que resulta tan problemático afirmar: “Todo es mentira” como “Todo es verdad”.
El escritor comienza su relato dando cuenta de su proceso de entrenamiento para llevar a cabo su labor como obrero de la fábrica a la cual ha ingresado. En el condicionamiento que implica, Wallraff advierte una huella tanto fisiológica como psicológica en quienes se sujetan a tal dinámica, en este caso: la compañera de trabajo que lo instruirá. Se trata de una serie de epifenómenos de la normalización de un cuerpo:
Una mujer me inicia en el trabajo. Lleva ya cuatro años a la cadena, y ejecuta su labor «durmiendo», como ella misma dice. Sus facciones se han endurecido como las de un hombre. Después de dos días de iniciación, la mujer se traslada al lavado de coches. No está satisfecha con el traslado. Teme por sus manos, que se empapan de gasolina. Pero nadie le pregunta con respecto al particular.
Es sugerente que Wallraff utilice ‒quisa de manera llana‒ la palabra: ‘inciación’, la cual tiene, por lo menos en español, una acepción o carga simbólica que remite al espíritu y sus transformaciones, capaz de constituir la renovación o cambio de nuestras formas de vida y, por lo tanto, del ejercicio de hábitos y dinámicas que estructuran nuestras habitaciones del cuerpo. La compañera de Wallraff evidencia en su aspecto un maltrato y un abandono de sí misma; una deshabitación de su cuerpo que la ha mecanizado, al grado de ser capaz de una automaticidad semejante al sopor en su zona de trabajo según ella misma, nos cuenta el narrador. Hay una preocupación, sin embargo, por el maltrato de sus manos al empaparse de gasolina. Sería inferible pensar que dicha preocupación tiene que ver con el aspecto tan inmediato y visible de tales extremidades como en el hecho de que las manos constituyen un recurso importantísimo para nuestra relación dinámica con el mundo, su contención, aprehensión y sujeción ‒en términos latos‒ de todo aquello que podamos alcanzar con los puentes al mundo que son nuestros brazos.
Tal alienación es advertida por el narrador en sí mismo, personaje protagónico de su relato:“A las 15.10 en punto se pone en marcha la cadena. Después de tres horas, yo mismo soy cadena. Siento el movimiento de la cadena como un movimiento dentro de mí”. Según el testimonio de Wallraff, la motricidad de la vibración atómica de la herramienta de trabajo que también es el área de su labor (tiempo y espacio del mismo) condicionan su ritmo vital, teniendo hondas repercusiones anímicas. La repetición de tal mecanicidad influye en el cuerpo del protagonista como una disonancia incompatible con el ritmo vital del cuerpo de un hombre. Una falta de sintonía que absorbe la sensibilidad y emotividad que constituyen nuestra sensación. Pensando de manera muy básica el fenómeno de lo mecánico, quizá podemos afirmar ‒o por lo menos inferir‒ que la herramienta, su eficiencia y funcionalidad han alienado y consumido a su ejecutante, lo han instrumentalizado. La alienación también consiste en una identificación entre el ser humano y sus instrumentos.
Una evidencia de lo anterior es detectable en otro de los testimonios de uno de los compañeros de Wallraff: “Entonces se trabajaba en cadena más cómodamente. Donde antes, en una cadena, había tres trabajadores, hoy trabajan cuatro en dos cadenas”. El anónimo trabajador da cuenta de una época en la que había más sintonía y comprensión de la misma como parte de la dinámica laboral. Se recurría a una fuerza humana más correspondiente con la herramienta a emplear, lo cual implica cierta consciencia de la diferencia entre herramienta y humano, que permitía una mejor habitación de dicha dinámica laboral. Habría que pensar o inferir que, quizá, incluso había mayor eficiencia en la dinámica en cuestión. Sin embargo, más que los resultados como evidencia de la satisfacción del ejercicio, parece más importante la satisfacción de las expectativas iniciales de los propietarios, sin pasar por el examen de la racionalidad de las mismas y sus condiciones de posibilidad. Parece que cualquier argumento al respecto estorba a la productividad deseada como interés privado y, por lo tanto, a los propietarios del mismo.
Quizá valga la pena advertir una posible relación entre tal sujeción y la alienación antes mencionada: imponer a la misma como sujeción de los cuerpos vivos a través de su identificación con la herramienta, lo cual también implica concebir al cuerpo humano como herramienta, instrumento, máquina y mecanismo, a través de facetas análogas de los ejercicios de producción y explotación que han sido impuestos a través de la necesidad de dichos cuerpos como condiciones de los propietarios empleadores de la empresa. Es aquí donde podemos inferir la irracionalidad o la barbarie que Wallraff parece querer constatar:
El hombre Refa va de acá para allá con el cronómetro y nos observa cautelosamente. Pero lo conozco. Ya sé que luego será despedido alguien o le caerá más trabajo encima. Pero J. no se queja. «Se acostumbra uno a ello. Lo principal es que aún estoy sano. Y cada semana, unas botellas de cerveza.» Cada día, al terminar el turno, a las 23.40, hace un par de horas extraordinarias y barre, con otros dos, nuestro departamento.
El término ‘Refa’ empleado en la traducción del relato de Wallraff remite a la palabra: ‘Refacción’. Se trata de un diminutivo que refiere a un dependiente del área de fabricación de refacciones de una fábrica automotriz, aunque también es un término utilizado para el obrero común de la misma. Sin embargo, el autor alemán parece también querer indicar su carácter deleznable, prescindible y sustituible, en tanto que llegue a dejar de ser capaz de la eficiencia propia de un instrumento o herramienta. La función del empleado del cual habla el escritor es la de vigilar el sostenimiento del ritmo de producción, por parte de los cuerpos que están sujetos al mismo al llevar a cabo dicha dinámica laboral. Wallraff sabe que el hombre Refa es un ser susceptible de explotación y que sólo aparentemente posee mayor privilegio por su puesto de trabajo; dicho capataz es tan sustituible como cualquier otro empleado.
El escritor hace un énfasis en la aceptación de dicho capataz de su propia circunstancia. Dicho consentimiento se manifiesta en su voluntad de hallar y aprovechar desahogos, cambios de ritmo de su corporalidad, a través de dinámicas lúdicas de esparcimiento que incluyen el recurso de la ingesta de sustancias como el alcohol, el cual también puede armonizar a la fisiología humana sujeta al ritmo de la explotación, la producción y el consumo del propio cuerpo implicado en el cumplimiento de una jornada laboral, por parte de quienes llevan a cabo su propia explotación, sujetos por su necesidad.
Sin embargo, si puede ser advertible algún privilegio en tener un trabajo menos comprometido para el cuerpo (por lo menos aparentemente ya que puede ser igual de desgastante la angustia relacionada con tener más responsabilidades y dar cuentas de las mismas a uno o más patrones), Wallraff parece intentar evidenciar tal contraste en relación con una corporalidad más comprometida con su explotación:“Uno de los de la cadena de mi sección cuenta cómo el cambio constante de turno en la cadena «porco a poco, pero firmemente» va echando a pique su matrimonio. Es un joven casado ‒tiene un niño‒, y desde hace dos meses es nuevo en la cadena”.
Advertimos la sujeciónde un cuerpo a estadios y ritmos abruptos, capaces de desarmonizar una fisiología, disonantes en relación con la sintonía con uno mismo que implica nuestra armonía. Se trata de la imposición del ritmo mecánico de procesos de consumo y producción a un cuerpo cuyo ritmo vital puede ser incompatible, de manera importante, con los mismos. Se trata de un cuerpo vivo que necesita reposos y descanso, además de la relación de estos últimos procesos con las condiciones biológicas implicadas en el cambio de ritmo fehaciente en fenómenos como la temperatura ambiente y el acceso a la luz solar. De éstas dependen procesos naturales de nuestro cuerpo como el sueño y la vigilia. Se trata del consumo de nuestro cuerpo vivo, absorbido por la maquina con la cual se obliga a dicho trabajador ‒siguiendo a Wallraff‒ a identificarse: “Cuando llego a casa ‒dice‒, estoy tan cansado y hecho polvo, que me pone nervioso cualquier movimiento del niño. Para mi mujer soy, sencillamente, inabordable. Veo venir el divorcio. Lo peor es el turno de tarde. Mi mujer, desde hace algún tiempo, está en casa de su madre con el niño. Casi lo prefiero”.
El autor alemán, dando continuidad al testimonio de dicho joven obrero, da cuenta de la falta de contemplación de la importancia de estadios vitales propios de nuestra humanidad y relacionados con nuestra animalidad como los implicados en la posibilidad de compartir, ser y hacer familia. La familia entendida como cuerpo común y, por lo tanto, manifestación de nuestros afectos comunitarios. Ello también incluye la posibilidad de fenómenos de lo lúdico, habitaciones de nosotros mismos a través de las cuales compartimos porque nos compartimos. Esta posibilidad, sin duda, resulta un fenómeno nuclear en la vida familiar, tanto en la relación de pareja como en la relación entre padres e hijos.
Sería interesante preguntarse: ¿qué tanto nuestro compromiso con las dinámicas de consumo y producción de todo ámbito laboral, a su vez comprometido con la satisfacción de toda clase de deseos y expectativas incluyendo las relacionadas con nuestras dinámicas de consumo, tiene una estrecha relación con el debilitamiento y rompimiento de nuestros vínculos, relaciones y afectos comunitarios por habernos abandonado al hacer a un lado la posibilidad de habitarnos para ser cuerpo común? ¿Qué relación tiene dicha problematicidad con los más terribles fenómenos de nuestra cultura?: “Cada uno está tan absorbido en sus manipulaciones, que fácilmente pasa por alto a los otros. Lo que agota de la cadena es la constante monotonía, el no poder hacer una pausa, el estar completamente entregado. El tiempo pasa, atormentando lentamente, porque resulta vacío. Parece vacío, porque nada verdaderamente humano sucede”.
Lo interesante de la imagen anterior es la posibilidad de pensar la desterritorialización de nuestra subjetividad a través de dicho proceso de alienación. Wallraff parece describirnos tanto a la cadena de producción como a una sociedad de individuos deshumanizados y sujetos por la inercia mecánica de su abandono. El abandono de sus cuerpos, resultado de su compromiso ‒a través de su necesidad‒ con una sociedad de consumo y producción. Una sociedad resultante de su propia explotación; la sociedad como resultado de la propia cadena de producción, alacabar convertidos en engranes de la misma: cuerpos sujetos y condicionados a la inercia del abandono implicado en su deshabitación:
Tenemos la sensación de estar flotando en el aire y de hallarnos fuera de sitio. Nuestro futuro termina, y el «defecto de producción» sigue aún corriendo. Al día siguiente, todavía no ha sido reparada la falta. Puesto que el tercer día estamos en las mismas, no creemos ya en lo del «defecto», y al cabo de una semana sabemos que, una vez más, todo fue pura racionalización.
El anterior testimonio de uno de los compañeros de Wallraff remite a un momento en el cual a los trabajadores se les obliga a integrar una acción más a la dinámica que tienen que llevar a cabo en la cadena de producción: la reparación de un defecto de producción. Ello implica un agotamiento extra que rebasa sus potencias, lo cual se evidencia en no poder solucionar dicho defecto a través de la supresión de su emergencia. El defecto de producción se manifiesta como una constante de la propia cadena de producción. La solución de dicho defecto… se evidencia como expectativa del cumplimiento de lo imposible por parte de los patrones y propietarios de la empresa.
Es sugerente cómo el trabajador advierte su sobreexplotación y la identifica con un ejercicio perverso de instrumentalización de la razón, lo cual, paradójicamente, se manifiesta en la tendencia de dicha sujeción a la irracionalidad a la que refiere lo absurdo. También parece advertible el abandono del cuerpo en tal desafío condicionante a nuestras potencias vitales, siguiendo el testimonio que recoge el escritor: la pérdida del centro del cuerpo manifiesto en la sensación de flotar como entrega del cuerpo; el fenómeno de una vida que, para sobrevivir, decide ceder a una fuerza mayor a la suya. La sensación de hallarse fuera de sitio que implicaría no estar en el cuerpo sino en la dinámica de la herramienta que se manipula, se trata de un condicionamiento alienante tendiente a la normalización. Wallraff nos ofrece la imagen del cuerpo explotado, siendo usado como una herramienta mecánica; la imagen de un cuerpo manipulado; la manipulación a la que podemos llegar a estar sujetos en tanto que cuerpos vivos.
Nuestro autor sigue haciendo énfasis en las huellas somáticas de dicha explotación: “Algunos están marcados por la cadena. Las manos de un montador de puertas comienzan a temblar regularmente cuando no ha podido terminar y tiene que correr detrás del coche”. En este fenómeno vemos la incompatibilidad condicionante entre el vibrar de un fenómeno maquinal y mecánico y el de un cuerpo vivo correspondiente con estadios de actividad y reposo. El correr del trabajador al que remite Wallraff se antoja efecto del condicionamiento de nuestra anatomía a la automaticidad de la máquina, a través de los ritmos imposibles de la misma. Ello cuestiona el supuesto sentido de las herramientas que hemos creado como facilitadoras de la vida. Parece que hemos hecho de ellas entidades a las que nos sujetamos al identificarnos alienantemente con las mismas, al grado de deshumanizarnos: “Otro no sabe conversar si no es vociferando, aunque se esté junto a él. Estuvo muchos años en otra sección de la cadena en que había tal estrépito, que era necesario dar voces para entenderse. Ha conservado esta costumbre”.
En el ejemplo anterior podemos apreciar cómo el cuerpo se condiciona a través del hábito. Siguiendo a Wallraff, podríamos inferir que dicho trabajador ha adquirido una hipoacusia debida al constante estruendo al cual estuvo sujeto. Dicha condición, se puede sospechar, no le permite reconocer el propio volumen de su voz o por lo menos el necesario para ser escuchado ni siquiera por quien está cerca de él. Sin embargo, también sería sugerente pensar que el simple estadio de dicho trabajador en su lugar de trabajo lo lleva a la inercia de tal condicionamiento: hablar en su trabajo de tal forma para darse a entender, sobre todo si las dinámicas del trabajo pesado de una fábrica pueden llegar a representar ‒tanto por descuido y falta de atención como en las condiciones propias de su cotidianidad‒ un riesgo. Podría inferirse una asociación de dicho trabajador entre: estar en el trabajo, estar seguro y hablar de manera estruendosa para darse a entender. Vemos en ello una posible alienación de dicho trabajador con el estruendo del ruido de la máquina, el cual, por lo tanto, se ha convertido en su voz.
Me permito una breve digresión. Si dicho trabajador padeciera una hipoacusia, ¿por qué su servicio de salud ‒que se supondría adscrito a la seguridad social‒ no lo ha atendido adecuadamente después de tanto tiempo, por lo menos para saber si su problema es de carácter físico, psicológico o de ambos tipos? Como el propio periodista nos hará advertir, tanto las condiciones laborales de la fábrica como las prestaciones de la misma resultan sumamente problemáticas. Los problemas están dentro y fuera de la fábrica y, por eso, también llegan a casa.
En tal clase de fenómenos podemos advertir los peligros de nuestro compromiso con una lógica de la identidad, la cual también se activa, siguiendo al escritor alemán, a través de nuestra identificación entre el funcionamiento de las herramientas, su mecanicidad y las potencias de nuestro cuerpo. En tal intercambiabilidad y sustituibilidad entre las mismas se manifiesta nuestra capacidad de habitar y abandonar nuestra sensación de los fenómenos del mundo, así como la posibilidad de habitarnos o abandonarnos, dando pie está ultima posibilidad a que una alteridad, también implicada en los fenómenos del mundo ‒también capaz de inducirnos a la heteronomía‒,nos invada y ocupe: “Otro me cuenta que a él «la cadena no le deja descansar ni aun de noche». A menudo se levanta soñando y ejecuta mecánicamente los movimientos de manos que estereotipadamente ha ejecutado durante el día”.
Es advertible en este último ejemplo la invasión de una alteridad capaz de heteronomía, al grado de mecanizar a un cuerpo, constituyendo y consumando así la alienación del mismo. Es sugerente que Wallraff dé cuenta, a partir del testimonio de su compañero, de una especie de sonambulismo que remite a la animalidad de nuestro cuerpo que, por su condición matérica, mantiene una relación con La Naturaleza y, por lo tanto, con la inconmensurabilidad de esta última, y, por lo tanto, con la indeterminabilidad de las potencias de nuestro cuerpo como fenómeno material, en el cual, por lo tanto, es inferible la posibilidad de la habitación del inconciente.
Hay un momento muy sugerente en el relato de Wallraff, en el cual se explicita una relación entre la rigidez del cuerpo y el abandono de este último. Es sugerente pensar en la rigidez como manifestación de una inhibición del movimiento natural del cuerpo, según las dinámicas motrices correspondientes con las formas y estructuras de sus partes y órganos constitutivos. Quizá sería interesante pensar dicho fenómeno como una parálisis proveniente del propio cuerpo, como recurso del mismo ante una determinada circunstancia y, quizá, resultado de su automatismo. Una situación semejante al sometimiento de la inercia del peso de un cuerpo sobre otro, recurriendo a una analogía: “Muchos tienen, durante el trabajo, una expresión nerviosa y excitada en el rostro. O una mirada rígida. Son, sobre todo, aquellos que llevan ya muchos años; se han hecho insensibles, y no perciben lo que sucede a su alrededor. También en el descanso de media hora es tema número uno el descontento por el trabajo. Los obreros se sienten estafados”.
Es sugerente, apelando a la imagen anterior, como Wallraff parece advertir un fenómeno semejante a la ansiedad por parte de algunos trabajadores ‒podemos inferir que es el caso de los recién iniciados‒ mientras que los demás han generado ‒probablemente como manifestación de un recurso de sobrevivencia de nuestro organismo‒ una coraza somática en la que consiste su rigidez como habitación de su angustia. Ello implica que esta última no pueda salir de tal coraza porque la misma parece una posibilidad de lo impenetrable del cuerpo vivo, para que nada entre y lo lastime como fenómeno del mundo. Es entonces que podemos inferir la insensibilidad de la que nos habla el escritor alemán.
En mi humilde opinión, más que insensibles, dichos trabajadores se han vuelto indolentes en un intento de reprimir su sensibilidad, la cual probablemente identifiquen como causa de su sufrimiento. Para defenderse de su entorno, siguiendo a Wallraff, han anulado la sensación del mismo. En ello radica el abandono de nuestra sensación y, por lo tanto, de nuestra sensibilidad, nuestra aesthesis le llamarían varios estudiosos de la Estética. Tal deshabitación, podemos inferir, resulta un acto de inhibición y represión como huella somática del dolor padecido, manifiesto en dicha rigidez.
La amargura de tal miseria, parece sugerir el también periodista, se manifiesta en la maledicencia angustiada que implica la habladuría, cuyo contenido, en este caso, es la queja del trabajo como lamento por su circunstancia, probablemente el padecimiento mismo de su propio abandono de sí mismos; saberse sujetos voluntarios de dicha forma de vida los angustia. Adolecen la limitación aparente de un horizonte que no les ofrece salida y por ello se sienten estafados. La miseria compartida de la habladuría quizá sea su única violencia posible ante el poder de la empresa, como acto compensatorio ante el sometimiento de la sujeción que viven:
‒Somos peones de ayuda de la máquina. Lo principal, que se llene el cupo de producción ‒dicen.
«¿Quién significa más que un número de siete cifras?» (Cuanto más bajo es el número de control, mayor es el rango del portador.) […]
Wallraff parece querer mostrarnos a través del testimonio del trabajador al cual le ha dado voz, cómo estos obreros son conscientes de que su pertinencia y relevancia está supeditada a la maquinaria de la fábrica. La valía de los trabajadores es menor que las máquinas con las que trabajan, evidenciándose como herramientas ancilares y sustituibles, remplazables como si, más bien, se tratara de las refacciones de las herramientas con las que trabajan. Herramientas que, a partir de la imposición de una actividad de producción impuesta por el propietario, domina a los trabajadores en lugar de que los trabajadores dominen dichas herramientas como fenómeno de la armonización que significa nuestro autodominio como cuerpos vivos. En esto consiste la dominación del propietario, siguiendo al autor.
Me parece relevante recordar cómo, según Kant, el valor es variable e intercambiable, lo que tiene valor es susceptible de intercambio y variación. Por ello, según el filósofo prusiano, los seres humanos no tenemos valor sino dignidad. Sin embargo, como parece querernos advertir Günter Wallraff, los trabajadores de la fábrica tienen valor para la empresa, no dignidad, y, por ello, para los empresarios los obreros son remplazables, sustituibles y deleznables. Los obreros valen de acuerdo y en proporción geométrica al beneficio económico implicado en su productividad y, por lo tanto, fuerza de trabajo. Son objetos de intercambio, seres intercambiables y sustituibles en relación con el valor económico que representen, siguiendo al narrador:
‒Yo llevaba más de cinco años en G., sin haber estado enfermo una sola vez, cuando tuve un accidente. Entonces, cada tres días se me emplazaba para visitar al médico. Hasta que se pasó de la raya y dijo: «Cuándo esté usted útil para trabajar, lo determino yo.» Parecía como si estos emplazamientos fueran esquemáticamente ordenados por una máquina. Pues mi maestro me conocía y sabía que yo, no sin razón, estaba de baja.
Antes de proseguir este análisis, me detengo brevemente en advertir que la palabra ‘maestro’ de la cita anterior tiene otra acepción en alemán. Meister que sería la palabra ‘maestro’ en dicha lengua, no sólo remite a quien se dedica a la enseñanza sino también a quien ejerce y domina un oficio. En el caso de la cita anterior, en el testimonio del trabajador recogido por Wallraff, dicho empleado se refiere a su jefe inmediato.
Lo que nos comparte el relato de Wallraff da cuenta de la indolencia de la empresa como dispositivo, al ser capaz de negar y anular la dignidad de sus trabajadores. Un trabajador con buena salud que ha sufrido un accidente y que no tendría motivos para suponérsele alguna irresponsabilidad o maña de su parte, se ve subestimado a través de la negligencia que implica obstaculizarle el acceso a un justo y adecuado servicio médico, a pesar de corresponder con el cumplimiento de su trabajo, lo cual garantizaría sus derechos laborales. Manifiesta en su testimonio cómo el médico encargado de su caso tiene que oponerse a la arbitrariedad de la empresa cuando esta última emplaza de manera injustificada sus consultas, careciendo dicha coerción de apego alguno a la racionalidad del ejercicio clínico implicado en tal vocación. Podemos inferir que ello buscaba la satisfacción de las expectativas de producción de la empresa. En ese sentido, efectivamente, dicho anónimo trabajador tiene razón: una máquina esquemáticamente ordenaba los emplazamientos de sus visitas al médico: la maquinaria de la empresa como dispositivo.
Con ello se evidencia cómo para la empresa el trabajador tiene un valor en relación con las ganancias implicadas en la productividad de la que depende la explotación de su fuerza de trabajo. Estamos ante la perversa instrumentalización de la razón capaz de aparentes argumentos que intentan legitimar a la indolencia a través de su racionalización:“El médico de la empresa determinó que fuera unos meses al departamento de heridos. Me encargó: «Diga esto a mi maestro.» El maestro no me dejó marchar. Los tres primeros días me ayudó alguien en el trabajo. Después tuve que hacerlo solo, como antes. Los efectos del accidente no se curaron del todo en mucho tiempo”.
Con base en la productividad de los cuerpos ‒y, por lo tanto, con base en la posibilidad de su explotación‒ es que los cuerpos valen en relación con sus ganancias, son pertinentes o, en el caso de que dejen de ser productivos, son desechables. En ello radica, por parte de la empresa, el fomento de una alienación como sujeción deshumanizante,al negársele a los trabajadores su dignidad, más que invisibilizada, anulada arbitraria y, por lo tanto, irracionalmente, a través de la normalización de la indolencia implicada en el régimen axiológico de dicha institución, erguido por el criterio de la mayor ganancia implicada en la mayor productividad posible, con la que está comprometido el consumo de los cuerpos vivos sujetos por ella: “El que se hace viejo y no puede ya seguir el ritmo de tiempo, recibe un puntapié. Ha llenado su época de servicio y cumplido con su obligación. Debe marcharse, o recibe un trabajo peor pagado”.
Wallraff recoge la declaración de un recién llegado que manifiesta el aturdimiento de su alienación:“Estamos aquí como tontos ‒dice, indignado, un trabajador de veinte años que aún no está acostumbrado a marcar”. Se refiere al aturdimiento del sometimiento a la maquinicidad del ritmo de la cadena de producción como disciplinamiento de los cuerpos vivos. Es sugerente cómo dicho aturdimiento puede implicar una reducción de consciencia y autoconsciencia, manifiesta en la posibilidad de nuestra irreflexividad: el abandono de nuestra reflexión como otra posibilidad del abandono de nuestro cuerpo y olvido de nosotros mismos. ¿Será posible que la reducción de la alienación de esta clase de ritmo de trabajo pueda culminar con el estadio de la mera apercepción, la percepción de sí mismo? Ello sería inferible como un estadio de cosificación que implicaría hacer de complejos sujetos y sus cuerpos vivos meros objetos simples y, por lo tanto, manipulables. Antes de juzgar llanamente a tal posibilidad, recordemos que dicha condición puede partir y ser resultado del estadio por el cual el cuerpo ha optado para sobrevivir ante semejante circunstancia.
Tal reducción, parece querer mostrarnos nuestro autor, tiene que ver con una parcialización de la perspectiva como parcelación de la vida y reducción del espacio y tiempo como condición vital y, por lo tanto, condición de la movilidad de todo cuerpo vivo. Al trabajador se le sujeta a los límites inmediatos que lo constriñen al quehacer expedito de su actividad laboral y productiva asignada, para la cual únicamente es pertinente en tanto que engrane de la herramienta que utiliza, parte de la maquinaria que es la fábrica:
No conozco el proceso completo de producción. Sé que en la nave 4 hay miles de trabajadores. Dónde y cómo están metidos, lo ignoro. No sé más que lo que pasa en la cadena en mi inmediato rededor. Todos confían en la lotería. «Si acierto “los seis” ese mismo día me largo de aquí.» En la columna, sobre el extintor de fuego, alguien ha dibujado una caricatura: Un trabajador meándose en la cadena. Debajo pone: «¡¡Seis aciertos!! ¡¡Adiós y muy buenas!!»
Estamos ante el testimonio de cierta clase de aislamiento que anula la diversidad y ampliación de relaciones y comunicaciones mayoritarias entre los trabajadores de la fábrica. Se anula el encuentro de su totalidad al suprimirse dicha experiencia como peligro de una unidad que contravenga los intereses de la fábrica y que sea capaz de generar posibilidades de convivencia que dispersen a los trabajadores y sean motivo de distracción y abandono de su quehacer productivo, además de mermar la eficiencia de este último como condición de las ganancias de la empresa. Se obstaculiza de manera más clara, o por lo menos se limita, la posibilidad del encuentro con los demás como potencialidad del fenómeno de un cuerpo común y, por lo tanto, la posibilidad de sus afectos comunitarios.
Sin embargo, hablando de este último tópico, es sugerente que el último reducto del juego o de lo lúdico esté depositado en la esperanza de dejar el trabajo a través de ganar la lotería. Una posibilidad remota y salvífica que evidencia al humor como parte de la estrategia de sobrevivencia de un cuerpo vivo para no perderse del todo en su posible alienación,en tanto que el humor también es un fenómeno crítico de autoconciencia, una habitación de nosotros mismos,aunque ésta sólo parezca posible a través de la imagen de una improbable liberación, estado semejante al Paraíso:“La cadena sigue su camino sin piedad. He de volver a mis botes de barniz. Dos o tres coches han rebasado mi lugar mientras estaba arriba, y he de ir tras ellos. Mi trabajo se vuelve así más rápido y sucio. Como en tono de burla, en la tarjeta corriente están grabadas estas palabras: «¡Calidad se llama nuestro futuro!»”.
Lo que podríamos llamar: biodinámica del cuerpo humano tiene que someterse a la velocidad de una máquina irreflexiva e indolente. Un cuerpo no-vivo incapaz de tales posibilidades de la sensación de un cuerpo vivo; la habitación vacía de un movimiento programado que condiciona al cuerpo vivo de un ser humano a la irreflexividad e indolencia como resultado de su deshabitación. La promesa de calidad que señala Wallraff, impresa en las tarjetas corrientes, son una máxima de conversión ‒recordemos el uso del concepto de iniciación por parte del escritor alemán‒ a la deshabitación que implica quedarnos sin espíritu (mejor dicho, sin alma), al olvidarnos de nosotros mismos, al abandonarnos para reducirnos, menos que a máquinas, a la mera eficiencia de estas últimas; convertirnos en objetos desalmados.
La iniciación laboral que sugiere nuestro autor resulta comprometida con todo lo opuesto al crecimiento espiritual de una iniciación en términos tradicionales. Estamos ante la alienación del compromiso del Progreso como horizonte y objetivo de la técnica,como pautador del futuro y, por lo tanto, ante la pretensión del cierre de sentido de este último; la imposición del planteamiento del futuro como el cierre definitivo del sentido de nuestras vidas ‒la pretensión, por ejemplo, del Fin de la historia‒: nuestra conversión en máquinas desalmadas: irreflexivas, indolentes y, por lo tanto, eficientes:
El jueves, después de comer, se pone en práctica un ejercicio de supuesto incendio para todos los que trabajan con el barniz. El maestro de tal ejercicio enseña a todos, por separado, la técnica del extintor de fuegos. Dice que todos y cada uno están obligados a combatir el incendio, hasta que venga el cuerpo de bomberos, «valiente y esforzadamente y aun con riesgo de su vida, para salvar las máquinas más valiosas». Lo que no aclara es cómo salvar la vida en estas circunstancias. Dice también que hay que tener cuidado con un «extintor de fuegos automático muy eficaz». Cuando se declara el fuego en el sector de la nave en que están las máquinas más valiosas, automáticamente se pone en funcionamiento el extintor. «Después del toque agudo deben abandonar esta sección en el intervalo de 10 a 15 segundos. De lo contrario, quedarían sin conocimiento por efecto del torrente de productos químicos y morirían víctimas de las llamas.» Por último, comprueba la asistencia de los convocados. A los alemanes les da el tratamiento de «Herr…»; en caso de trabajadores italianos, turcos o griegos, omite el tratamiento.
Según Wallraff, la empresa expone a sus trabajadores a condiciones de peligro para salvar a las máquinas por encima del ser humano, reducido a la valía de su eficiencia. Ello evidencia el ser considerados meras herramientas para llevar a cabo un trabajo ‒incluyendo el del resguardo y salvación de las máquinas con las que los manipulan cuando las manipulan‒, herramientas de las cuales se puede disponer ante peligros mortales concretos, incluyendo circunstancias químicas que no contemplan alcuerpo vivo de un ser humano como cuerpo susceptible del peligro de estar en contacto con dichas sustancias; las mismas condiciones de eficiencia para sofocar tal clase de siniestros contemplan el resguardo y salvación de las máquinas, no consideran el bienestar de los trabajadores, ya que la eficiencia de dichas condiciones, como señala el maestro de tal procedimiento, implica la probabilidad del alto peligro de una intoxicación química de los empleados involucrados en dicha labor.
Lo importante para los propietarios de la empresa es el daño material que implicaría la pérdida de las máquinas de las que depende la producción de dicha institución y, por lo tanto, la pérdida de la propiedad de las mismas. Esta última constituye el poder fáctico de los propietarios. Se le exige a los trabajadores coraje para llevar a cabo dicho resguardo ante la adversidad de un incendio. Sin embargo, ¿cómo pedirle coraje a un cuerpo sujeto a través de su necesidad y, por ello, tendiente a la mezquindad de su egoísmo cuando se le ha condicionado a creerse objeto de valía y no de dignidad?
Por si fuera poco lo anterior, la reducción a tal eficiencia es susceptible de agudización: los empleados inmigrantes padecen el racismo de sus jefes por su extranjería. Se les quita el trato de Herr (‘Señor’ en alemán), el cual implica un mínimo reconocimiento social entre los varones adultos alemanes ‒probablemente con el fin de llevar a cabo un ejercicio paternalista sobre dichas personas para ser tratados como niños, con la indefensión y subestimación del caso‒, como parte de una subordinación de por sí problemática e injusta, nos comparte el periodista alemán. Resulta sugerente pensar que la extranjería de dichos empleados sea considerada como la razón suficiente para ser subordinados con tal injusticia. Ello implica pensar a la nacionalidad como una propiedad de quien la posee por estar en el territorio en el cual nació,y a los ciudadanos reconocidos de un Estado-Nación como propiedad de este último. No me parece superficial poder llegar a inferir al Estado-Nación como el gran modelo de nuestras instituciones como normalizadoras de dinámicas de consumo y producción.
Sin embargo, no siempre fue así según las voces que encuentra Wallraff: “Antes eran otros tiempos. Íbamos juntos, los domingos, con las familias. Incluso entre cinco llegamos a montar un coche. Teníamos todos el mismo «oficio» y éramos algo. Hoy son más solicitados los peones. Con ellos se puede hacer todo”. El trabajador apela a un reconocimiento perdido: “antes éramos algo”, dice el empleado refiriéndose al oficio que tenían. A dicha pérdida se refiere tal obrero cuando habla de la solicitud de los peones. Así enuncia la alienante reducción a meras herramientas de la cual hemos hablado; herramientas con las cuales, como ya hemos visto, efectivamente, se puede hacer todo, dicho con lo abierto e inconmensurable de tal posibilidad.
Es importante advertir cómo el testimonio establece una relación entre tal consecuencia y la escisión de los afectos comunitarios implicados en una convivencia entre trabajadores como posibilitadora de, incluso, una mutualidad o mutualismo. Se puede apreciar en ello una inducción a la indolencia a través de la sujeción a la necesidad por medio de la precarización de las condiciones laborales como estímulo del egoísmo, a través de la indolencia misma de los propietarios: “Yo me veo obligado a hacer normalmente horas extraordinarias. Habito una vivienda en la empresa: dos habitaciones, 138 marcos. Ahora el alquiler subirá a 165. La empresa la llama «vivienda social». Yo lo llamo «explotación de la necesidad de vivienda». No puedo permitirme el lujo de salir fuera en vacaciones”.
Es advertible la indolencia de los propietarios en la precarización de las condiciones laborales. Se trata de una inducción a la indolencia capaz de generar su cultura a través de nuestros estadios del mundo. Es a través de tal normalización que también nuestra cultura nos induce a nuestro malestar al hacer cultura. Ello se agudiza si renunciamos a la reflexión que implica el ejercicio de nuestra autonomía como vía para la comprensión de la que un cuerpo es capaz, incluyendo la sensación, sensibilidad y emotividad del mismo. Tal posibilidad como un posicionamiento opuesto a la indolencia.
El actuar indolente de los propietarios de la empresa genera la cultura con la que se conducen sus subordinados, propiciando la indolencia de los mismos y, por lo tanto, el malestar que los sujeta y motiva su egoísmo. No nos olvidemos de nosotros mismos al olvidar que nuestras acciones en el mundo y los estadios del mismo que llevamos a cabo a través de ellas también generan cultura por sí mismos. En la conciencia de esto último radica la comprensión de la importante diferencia entre estar en el mundo y habitarlo. No hay habitación del mundo sin habitación de uno mismo; no hay habitación del mundo sin autonomía.
El escritor alemán nos ofrece un magnífico ejemplo de la importancia de dicha comprensión:“Cuando el «dios de la nave» habla sobre la dignidad humana, menciona, entre otras cosas, «el alivio del calor» que hay en G”. Con ‘el dios de la nave’ Wallraff se refiere al supervisor del área de trabajo al cual el autor está subordinado. Dicho jefe inmediato enaltece las condiciones laborales correspondientes, al considerarlas amables con la temperatura de los cuerpos sujetos a dinámicas de explotación tan demandantes como las que ya he expuesto. Al respecto, el testimonio de los compañeros del escritor resulta contrastante:
Informo de esto a los trabajadores. Se ríen de mí.
‒Sí, la última vez que lo disfrutamos fue hace dos años. La cadena estuvo parada durante diez minutos. Después corrió mucho más aprisa. Lo principal es que el número de coches producidos esté de acuerdo con el plan previsto. Pausas de calor, practicadas de esta forma, son paparruchadas y pura teoría.
El trabajador al cual Wallraff le da espacio en su relato hace referencia a lo que la empresa llama: “pausas de calor”, descansos para los obreros con el fin de que no sufran algún percance debido a las altas temperaturas del área de trabajo. Se evidencia el posicionamiento crítico de dicho empleado, al advertir que dichos recesos no son ningún privilegio ni generosa renuncia por parte de los propietarios; la empresa recupera los minutos perdidos al acelerar la cadena de producción ‒adviértase que el bienestar del trabajador, incluyendo el tiempo del mismo, es una pérdida de dinero, no una inversión, según la empresa. Además, se puede inferir que la institución hace de tal supuesto cuidado una excusa para acrecentar la explotación ‒adviértase lo perverso de la estrategia. Todo ello planeado con la alevosía y ventaja que puede implicar ser el propietario privado de los Medios de producción:
Están previstos diez minutos de pausa cada tres horas, cuando el termómetro, a las nueve de la mañana, marca, a la sombra, 25 grados. El termómetro está colocado en la puerta principal, cerca de las salas de la dirección, donde constantemente sopla un fresco aire del Rin. Aunque haga un calor espantoso, el termómetro no señala nunca los 25 grados por la mañana. En los días de calor he medido la temperatura de nuestro sector de la nave. Trabajamos entre dos hornos de barniz, y casi nos morimos de calor. No es de extrañar; la temperatura es de 38 grados en las horas de mediodía. Aquí no llega el aire fresco del Rin.
En las líneas anteriores, Wallraff expone como las condiciones materiales de las que dependen las llamadas: “pausa de calor”, están arbitrariamente montadas para beneficio del interés privado de los propietarios: la satisfacción de la producción deseada como principal objetivo. Los trabajadores dejan de ser fines en sí mismos para convertirse en medios para tal empresa. Siguiendo al escritor, se les ha negado el patrimonio del mundo que es su viento fresco, en este caso: el viento fresco del río Rin.
De tal manera podemos advertir cómo nuestros compromisos con un Futuro planteado por el Progreso y sus dinámicas de consumo y producción nos puede llegar a negar nuestra habitación del mundo, si renunciamos a la habitación de nosotros mismos.