El Alma del Cosmos

Vendrá por tu alma en Love, Death & Robots

En esta ocasión la suite Love Death and Robots nos ofrece un contenido afín a los temas de su propuesta que, sin embargo, tiene propósitos más cercanos a la legítima misión de entretener, en este caso a través de un cortometraje de acción. Se trata de una pieza que posee una composición sumamente interesante, de la cual destaca el inicio de la misma a través de un flashforward. Un recurso poético que se yuxtapone al final tan inesperado de dicho trabajo como lo puede ser un final abierto, en la medida en que el corto parece apostar aparentemente por su continuidad. De tal forma, el discurso cinematográfico explota las posibilidades del juego de lo probable de toda ficción, en contra del uso habitual del flashback y flashforward que tienden a la consumación del sentido de una trama, al igual que a la composición del sentido final de la misma.

Este corto ‒como en varios momentos de la suite a la que pertenece, al igual que en otras propuestas y contenidos multipantalla recientes‒ manifiesta la influencia del horror cósmico ‒especialmente el de cepa Lovecraftiana‒ en su estructuración. Lo anterior resulta afortunado y enriquecedor, en la medida en que dicha trama tiene el acierto de también coincidir de manera virtuosa con otro referente sumamente arraigado a lo largo de la historia de la Industria Cultural, incluyendo a más de una tradición cinematográfica y literaria. Me refiero a la figura de Dracula, sin depender únicamente de la propuesta más popular de dicho personaje: la de Bram Stoker.

En el fondo de la estética del corto ‒pensando en las raíces del mismo que hemos advertido‒ se trasluce la influencia única y definitiva de Edgar Allan Poe ‒no podía ser de otra manera en tanto que influencia directa e indirecta de Lovecraft y Stoker. Ello lo emparenta con los géneros literarios y cinematográficos provenientes de tal simiente: desde la Novela Negra y el Relato de Aventuras, hasta géneros como: el Terror, el Horror y el Relato Fantástico, pasando por la Ciencia Ficción y el Relato de Viaje. Lo anterior fue trabajado primordialmente de manera visual, a través de la estilización de la animación llevada a cabo.

Después de haber señalado lo estrictamente formal, me parece importante advertir que el cortometraje nos habla de la inconmensurabilidad de la Naturaleza como fenómeno cósmico y la insignificancia implicada en la finitud del ser humano. Estamos ante un vampiro que chupa el alma humana de la manera más aparentemente rústica de la que es capaz un animal, según más de un tradición, especialmente aquellas que podrían considerarse más arcaicas. Sin embargo, también se trata de una de las maneras más simbólicas y materiales que podría haber para dicho propósito: destrozando el cuerpo de su presa como si se tratara de la cáscara de una nuez.

La carne de dicho ser absorbe la sangre de su víctima con el mero tacto, además de beberla directamente del cuerpo capturado. En ese sentido, en tanto que especie tendiente a la depredación, el corto nos confronta con la legitimidad de dicho fenómeno natural como un acto de cacería y sobrevivencia, a pesar de la crueldad manifiesta en la inteligencia de dicha especie, semejante a la del ser humano, el cual poco puede hacer ante dicho adversario, como le acaba sucediendo al científico y mercenarios que han invadió el territorio de dicho animal. Estamos ante un fenómeno posible de la Naturaleza que responde a la Ley de la misma, así como ante el hecho de que lo natural de nuestro caráctertambién nos permite llevar a cabo el artificio necesario para sobrevivir a través de nuestra razón y, por lo tanto, nuestra sensibilidad, incluso a pesar del fracaso que ello pueda acabar siendo.

En una de las primeras secuencia del film se evidencia tal contraste entre nuestra animalidad y nuestra capacidad de artificio. El doctor Wehunt ‒juego de palabras que podría traducirse como: “Nosotros cazamos”‒, le pide un poco de compromiso al jefe de los mercenarios que lo están ayudando en su expedición, ante la importancia de su hallazgo: la tumba de El empalador, el vampiro cuyos restos residen en dicho sitio descubierto. La respuesta de Flynn, el líder de los mercenarios en cuestión, es contundente: “Los mercenarios son como putas, Doctor. Fingir emoción exige un costo extra”. Tal indolencia se evidencia aparente ‒una máscara capaz de proteger a quien la posee de compromisos que puedan implicar un alto sacrificio ante determinadas circunstancias‒ cuando ambos personajes acaban por ser perseguidos por el vampiro descubierto. El dr. Wehunt cae durante la persecución. A pesar de ello y a costa de su propia vida, Flynn regresa por el doctor para recogerlo y escapar juntos. Me atrevo a inferir que ello sucedió porque el mercenario padeció la sublime experiencia de su propia finitud, de por sí exacerbada por tal adversidad, al grado de ser capaz de advertirla en la circunstancia y vulnerabilidad de su compañero de expedición. Se trata del padecimiento de las experiencia de los límites de nuestras potencias vitales ante la posibilidad de su agotamiento; nuestra propia finitud constitutiva como principio material de la habitación de nuestros cuerpos como fundamento posible de una Ética y sus acciones tendientes a la misma, una Ética de crisis.

Hay un momento en el que dicho contraste se evidencia como fenómeno más allá del bien y el mal. Si bien es cierto que nuestros artificios pueden responder a la legítima necesidad correspondiente con nuestra intención de querer sobrevivir, el hecho es que no podemos ni delimitar ni definir las potencias y objetivos de la Naturaleza porque esta última es inconmensurable. En ello se evidencia la inconsistencia de nuestro conocimiento; aunque pretendamos descifrar la profundidad del logos de la Naturaleza, jamás lo haremos y ésta nos acabará devorando, quizá, literalmente, como lo puede hacer un árbol que ha crecido encima de una tumba antigua o como lo han hecho las selvas y los bosques alrededor de las ruinas de varios de nuestros antiguos y abandonados templos.

Lo anterior lo podemos apreciar cuando la trama del corto nos da cuenta de que tan terrible especie le teme a otra en especial: los gatos. El doctor Wehunt le habla a sus guías y protectores acerca de la creencia popular en la región que dicta que si los vampiros se comen a un gato su piel y ellos mismos acabarán por arder en llamas. Tan poderosos seres ante el ser humano le temen a un animal que nuestra especie ha domesticado. Se antoja inferible que tal creencia, en tanto que artificio de nuestro pensamiento, haya acabado por influir a dichos organismos vivos por lo irrisorio que se antoja el miedo de tal especie a los felinos. Sin embargo, no necesariamente es así. Parece que dicho miedo se manifiesta como una advertencia de la biología de los vampiros, un peligro correspondiente con su organismo, de manera semejante en la cual seres tan pequeños como ciertos roedores, reptiles, insectos y virus pueden llegar a matar a un ser humano.

Otra evidencia de la profunda inconmensurabilidad de la Naturaleza que parece infinita ante nuestra finitud. Ello queda claro al final del cortometraje, cuando los exploradores se enteran de que aquel vampiro que aparentemente derrotaron no era el único en el sitio. Si bien el final del cortometraje se antoja abierto, es clara la contundencia en el mismo de lo probable. A pesar de lo anterior, resulta inevitable preguntarse: “¿Habrán sobrevivido?” Es entonces que surge el pensamiento de la improbable posibilidad del milagro, ante lo problemático que nunca deja de ser la pretensión de cerrar el sentido de cualquier fenómeno. Sin embargo, insisto, ¿qué es nuestra finitud ante la inconmensurabilidad del cosmos? Quizá tan sólo quede el consuelo material e hipotético de creer que no se acaba nuestra vida, tan “sólo” se transforma en parte de la continuidad del proceso cósmico de la Naturaleza que se manifiesta en lo concreto de cada una de las instancias de la diversidad de sus fenómenos.

Nuestras lágrimas

«Una película sobre la vida» de Dovile Sarutyte

A mi padre

Hace tiempo que no veía en sala de cine una película que me impresionara tanto por su sofisticación y belleza. En este caso me refiero a Una película sobre la vida de Dovile Sarutyte, cineasta lituana que nos entrega una propuesta austera, cargada de emotividad y, a la vez, dotada de una muy cuidada edición, una paleta de colores sabiamente aprovechada y comprendida como elemento crucial de la emotividad de la imagen, al igual que dotada de una poderosa y lóbrega fotografía, sofisticadamente opaca, capaz de privilegiar al elemento del paisaje, al grado de hacer de él el territorio del sueño al que suele tender el complejo fenómeno de la vida; el reflejo de la sensación de la protagonista del film, interpretada por Agne Misiunaite. Con base en ello, la composición de la imagen del film evidencia la saturación y reducción a la que tienden nuestras vidas a través de la normalización que suelen implicar nuestros compromisos con la producción y el consumo de nuestras formas de vida y su espectro cotidiano. Se trata de un cine que evidencia que el conflicto aparentemente actual entre la posibilidad de un cine que privilegia al drama en contra de la posibilidad de un cine que se vertebre a través del cultivo en su montaje de las potencias contemplativas de la imagen ‒el ejercicio reflexivo al que también puede tender un discurso cinematográfico‒resulta cuestionable. Dichas posibilidades no están confrontadas, todo lo contrario, pueden convivir y, por lo tanto, la supuesta necesidad de tener que optar por alguna de las dosvías de realización se antoja un prejuicio.

            Lo anterior se manifiesta en lo intempestiva de la propuesta fílmica desde la composición de su imagen. La película posee una familiaridad con el tratamiento del tiempo de importantísimos cineastas que han constituido en cada una de sus obras una tradición, como es el caso de realizadores como: Michael Haneke, Krzysztof Kieślowski, Theo Angelopoulos, Aki Kaurismaki y, por supuesto, Andréi Tarkovski. De este último más de un cinéfilo podría decir: “¿acaso hay cine alguno que no tenga que ver con Tarkovski?”. Sin embargo, a pesar de hasta cierto punto estar de acuerdo con dicha afirmación, tampoco es tan fácil hallar tal maestría y herencia en otro cineasta. Aparentemente puede resultar difícil dicho hallazgo en el tratamiento de temas más cotidianos, especialmente en relación con los tratados por el gran realizador ruso.

            Con una economía discursiva de la imagen, la propuesta es breve y contundente. Ello permite que el silencio en las secuencias hable, al constituirse como fenómeno introspectivo y emotivo. En ello se evidencia un tremendo logro por parte de la actriz principal: Agne Misiunaite, al igual que el tremendo vínculo que lograron establecer dicha actriz y la directora de la película. Vemos una propuesta cercana ‒sólo cercana‒ al llamado: cine de ficción documental. El largometraje cuenta con la pátina de una fotografía tendiente a la intempestividad del cine de los realizadores antes referidos, además de que su discurso también recurre a material documental correspondiente al registro de la propia vida familiar de la directora, en formatos como: Beta y VHS. La propuesta consigue una neutralidad que desafía, en la medida de lo posible, la actualidad de modas y estilos, especialmente los más cercanos a nuestra época inmediata.

Es interesante advertir que la película resulta familiar al tratamiento de tal clase de ejercicios de la imagen comprometidos con el presente como forma del tiempo que caracterizó a mucho del mejor cine entre finales de los ochenta y finales de los noventa ‒mucho de él realizado por casi todos los referentes ya mencionados‒, lo cual le da a la película un aura nostálgica. Me parece clara la búsqueda de veritatividad más que de realismo ‒signifique esto último lo que signifique‒; un verismo lejano a la estilización a la que legitimante tiende la ficción. De tal manera se realiza una propuesta compatible con el carácter personal e íntimo de la película.

Se trata de una historia familiar en los dos sentidos más tradicionales de la palabra. El largometraje es la historia de una familia y, a la vez, la historia de todos; una trama cercana a cualquiera de nosotros, tan “sólo” por el tema del film.

            Dovile, después de un viaje a Paris al lado de sus amigas y de no contestar una llamada nocturna de su padre, se entera de que este último ha muerto. La joven debe llevar a cabo las gestiones y diligencias necesarias para el entierro de tan importante personaje en la vida de más de uno. Como ya se habrá advertido, la protagonista del film tiene el mismo nombre que la directora. También esta película es la versión de dicho tránsito por parte de la realizadora lituana.

El discurso cinematográfico está comprometido con el cuestionamiento implicado en su voluntad de evidenciar la aparente diferencia entre ficción y realidad ‒mundos posibles que finalmente se encuentran, evidenciando la relación intrínseca entra ambas densidades ontológicas capaces de estructurarse mutuamente en tanto que procesos imaginarios. Ello es logrado por la realizadora del film a través del afortunado montaje en el mismo de los materiales familiares de su propia infancia; registros en cintas casera ‒probablemente en formato VHS y Beta‒ de momentos familiares capturados por el propio padre de la directora, dando cuenta del claro referente de la vocación de la realizadora lituana que es su propio padre: un amante de la vida, al grado de ir al encuentro del instante que entraña las potencias de la alegría de la misma a través del hallazgo de la imagen.

En un primer momento puede resultar desconcertante el contraste entre la falta de parecido físico entre la actriz protagónica y la niña que aparece en dichos videos caseros, la misma directora, lo cual acaba matizado al comprender el carácter biodramático del film. Se trata de la imagen diferida de Dovile, aparentemente dividida en dos mujeres distintas, que terminan por ser la misma en el encuentro emotivo del mismo duelo que nos une a todos. La contundencia de tal efecto se acentúa por parte de la realizadora lituana al recurrir al empleo de un álbum familiar y demás fotografías originales también provenientes del entorno familiar de la realizadora, como elementos del trazo escénico del montaje de la película.

Lo anterior le da una potencia especial al largometraje. Este último resulta la historia de todos aquellos que en algún momento de nuestra vida perdimos a nuestros padres. A modo de flashback, de manera muy afortunada, el material visual de la propia historia personal de la realizadora, rescatado por ella misma, testimonia momentos entrañables del afecto de una hija por su padre, especialmente del vínculo tan importante que puede llegar a constituirse durante la infancia. Estamos ante un rescate: tanto el de la realizadora lituana de ella misma como el que implica la comprensión de uno de los afectos más importantes de nuestra vida.

            Vemos las faenas que implica la logística detrás de un funeral: el tratamiento de los cuerpos, la compleja manera de entender la presencia del ser amado fenecido, al igual que la contundencia de su ausencia, y la reducción a cadáver y desecho de un cuerpo en dicha circunstancia; el tránsito de ser sujeto a convertirnos en objeto. En la película se evidencia el carácter ritual del funeral con todo lo complejo de las relaciones que entraña, al igual que lo difícil y costoso que puede ser para los familiares cercanos cerrar a través de tal hecho tan importante proceso que no necesariamente implica el cierre del duelo, sin negar que de dicha conclusión puede ser parte el ritual.

            Hay un momento de profunda intensidad en el film: la abuela de la familia, madre del difunto, es olvidada; nadie lleva a la propia madre del difunto al funeral en el cual se están despidiendo de este último; nadie la lleva ante los restos incinerados de su propio hijo. Sin embargo, la mujer ‒de edad bastante avanzada‒ parece no tener problema en enterarse del evento a través de fotografías. El conflicto con la abuela de Dovile acontece cuando dicha mujer se entera de que su hijo fue cremado; ella no quería eso, necesitaba por lo menos una foto de su hijo en el ataúd siendo sepultado: “¡¿Quemaron a mi hijo?!, ¡¿por qué quemaron a mi hijo?!”, reclama la angustiada mujer, en un claro momento en el que se evidencia el desdén por ella, el olvido por la importancia de tomarla en cuenta ‒en más de un sentido‒, un olvido semejante a la muerte que nos confronta con la manera en que obviamos tanto nuestra presencia como nuestra ausencia en el mundo, incluyendo la ausencia y presencia de los que, se supone, más queremos. De tal manera se evidencia de manera crítica en la película: nuestra falta de comprensión de lo irremediable de nuestra finitud como olvido de nosotros mismos.

            En tal clase de detalles también nos confrontamos con los actos fallidos de nuestra vida en dichas circunstancias tan complejas y terribles, muchas veces atravesadas por la culpa. Hemos burocratizado y comercializado ‒probablemente de manera irreversible‒ el manejo de los restos de nuestros cuerpos, al igual que nuestra presencia y ausencia.

Parece ser que hemos hecho de los cementerios lugares de olvido más que de recuerdo. ¿Dónde está entonces nuestro afecto?, ¿dónde está nuestro querer?; ¿qué tanto realmente queremos recordar?, ¿qué tanto parece que nos es más fácil y aparentemente conveniente olvidar?

En la medida en que se puede comprender la dificultad de tales tránsitos, ¿qué tanto algo tan complejo como el consuelo puede ser posible en nuestras sociedades?; la posibilidad de hacer cuerpo común con los que queremos a través de la poética del duelo aparentemente implicada en un fenómeno ritual como el funeral. Parece que hemos reducido a este último a su convención social para transformarlo en parte del deshecho de los restos de nuestros cuerpos, una administración más de la producción y consumo de los mismos. Una circunstancia radicalmente privada, sin dejar de advertir que ‒finalmente y en más de un sentido‒ todas las habitaciones posibles de nuestro mundo no pueden no tener una raíz íntima; ¿qué tanto el dolor puede ser únicamente un fenómeno íntimo si una película como ésta es capaz de decirnos tanto y, a la vez, puede ser el montaje de una directora del registro rescatado de importantes momentos de su vida, cuando era una niña capaz de apreciar la presencia de su padre?

            La protagonista parece somatizar su culpa. Lo anterior se manifiesta en un importante derrame en su ojo. Sin embargo, casi al final de la película, la madre de Dovile le advierte que dicha lesión se está desvaneciendo. Parece ser que, en la medida en que Dovile es capaz de permitirse sentir su duelo para habitar el presente de su sensación en lugar de dejarse arrastrar por la prisa que siempre será de los demás, la protagonista se rescata; Dovile se habita y se libera.

En la secuencia final vemos cómo la protagonista ‒y en cierta forma también la cineasta‒ se permite amarse, pasando tiempo consigo misma. Ello le ayuda a acudir a su recuerdo para habitar la profundidad de aquello que, por fin, ‒después de lo complejo de los preparativos del ritual de la despedida‒ se permite sentir: su duelo, llevando a cabo con ello la habitación del mismo y, por lo tanto, de sí misma. Parece que el malestar en el ojo de Dovile tiene que ver con que, hasta entonces, no se había permitido llorar. Nuestras lágrimas pueden contener en cada una al cosmos porque son hijas del presente de la sensación que también es el recuerdo. No sólo hay lágrimas de tristeza sino también de alegría, evidenciándose su intempestividad.

Fuego de Familia y Penumbra del Cuerpo

“Cambiaría toda la alegría de Occidente

 por la manera rusa de estar triste”

Friedrich Nietzsche

Esta vez estamos ante un cortometraje cuya propuesta ‒cercana al relato de temática sobrenatural y con claras colindancias con el horror cósmico‒nos ofrece un afortunado contraste en relación con buena parte de los materiales de la suite de la cual es integrante. Se trata de una narración acerca del honor y el coraje capaces de hacer entraña en un fenómeno tan desafiante para nuestra finitud como lo puede ser la guerra. Se trata del relato de la pasión que puede implicar El sacrificio, al igual que de la posibilidaddel ejercicio de la libertad soberana en la que puede consistir su realización. Tal propuesta desafía los convencionalismos de lo que solemos llamar: valores,para confrontarnos con las potencias de lo que puede un cuerpo que ama, sufre y puede morir.

Los griegos le llamaban al coraje del guerrero: andreia. Tal concepto se puede traducir como: hombría. Se trata de la valentía y determinación necesarias para defender hasta la muerte lo que amamos, especialmente, a aquellos que amamos; el coraje de morir por amor como ejercicio, más que del deber, de uno de los afectos más importantes de la habitación de la sensación de un cuerpo vivo, aquel en el que consiste tan importante habitación de lo común.

Un grupo de soldados están en una misión que les demanda combatir contra un enemigo singular y prácticamente desconocido. En su trayecto se encuentran con la carnicera brutalidad de tal enemigo, capaz de hacer de poblaciones enteras meros despojos. Los soldados deben atravesar el helado territorio forestal ruso para lapidar a su enemigo, refugiado en la cueva de un valle, a través de una detonación. El Teniente y líder de la misión no está dispuesto a desistir, consciente de la responsabilidad de cumplir con la orden que se le ha dado. Lo anterior, a pesar de la posibilidad de resolver de manera más eficiente la derrota del enemigo y evitar la necesaria confrontación que implica, como se lo hace ver uno de sus subordinados. Tal claridad por parte del Teniente se evidencia, a pesar de la derrota de dicho colectivo durante una de las primeras confrontaciones con un grupo de los seres que combaten.

Se trata de una especie desconocida de insectos humanoides, de apariencia repulsiva, grotesca y descarnada; una animalidad inconmovible que tan sólo aniquila a aquellos seres de menor fortaleza que se atreva a confrontarlos. Vemos como varios soldados perecen inevitablemente y uno de ello, Maxim, acaba gravemente herido. En el momento en que dicho soldado cayó herido en combate, el más joven del grupo, Melechenko, casi queda abatido por su propio miedo cuando se le encasquilla el rifle con el que se estaba defendiendo. El Teniente se acerca a él y lo levanta de su lugar para que recupere la compostura. Lejos de recibir una importante reprimenda ‒quizá necesaria para que un soldado no ponga en peligro ni su vida ni la de los demás al sucumbir al miedo‒ el joven soldado es mirado con una desconcertante comprensión. Parece que el teniente entiende que, más allá de la juventud de aquel soldado, no es cualquier clase de adversario con el cual se están confrontando.

Esta confrontación y su combate tienen un importante antecedente: una misión de la cual fue responsable un muy singular personaje:el Comandante Boris Grishin, integrante de la Chera: la Policía Secreta Rusa. El Comandante Grishin fue asignado a la operación Hades ‒llamada igual que el dios griego de la muerte y el reino del mismo. Una clara referencia al Destino, el cual también era llamado por los Antiguos Griegos: Hado. El Teniente protagonista del cortometraje le comparte a uno de sus subordinados lo que sabe en relación con dicha misión, y la relación de esta última con la que dichos hombres emprenden.

Se trataba de “[una] operación con el objetivo de explorar mitos rurales arcanos. En noviembre de 1919, luego de la retirada del Ejército Blanco, Grishin fue enviado a [dicha] misión secreta. Este último era un ocultista. Su tarea fue realizar cierto ritual de magia negra conocido entre los koviakos”. Dicha práctica tenía como fin: “invocar criaturas infernales que pelearan junto con el Ejército Rojo”. Podemos ver en el cortometraje cómo dicha operación “no terminó bien para el Comandante Grishin”, quien acaba sacrificado por las mismas criaturas que él y los demás partícipes del ritual invocaron.

El terrible ritual estaba delimitado espacialmente por el nodo energético que formaba una circunferencia iluminada por antorchas. Además de Grishin, el ritual contaba con otros participantes anónimos, ataviados con túnicas negras. Dentro de la circunferencia estaba el cuerpo colgado y sacrificado de una mujer desnuda, la cual estaba atada en dos postes, de tal forma que su cadáver parecía formar una especie de letra “X”; los brazos cruzados y extendidos ocultando su rostro y las piernas extendidas y abiertas. A la altura de su ombligo se había gravado un pentagrama sin invertir y, debajo de dicho signo, a la chica se le había hecho una gran, grave y profunda incisión en forma de triángulo, a la altura del bajo-vientre. De dicha cavidad artificial e infligida uno de los dirigentes del ritual extrajo un poco de sangre con sus dedos, para ungir con ella la frente del Comandante Grishin. Con dicha sustancia dicho anónimo personaje formó en la frente del militar y ocultista la runa: ‘Yr’, la cual es una inversión de la runa: ‘Algiz’. Esta última significa: refugio, resguardo, protección. En cambio, la runa que fue dibujada en la frente de Grishin significa: soledad, muerte, desamparo. En ese momento del ritual, de la profundidad de dicho territorio, surgieron aquellas criatura infernales que ahora los protagonistas del cortometraje combaten.

El cadáver congelado desde hacía tiempo del malogrado Comandante ‒hallado por las tropas del Teniente de la misión que habla del destino de dicho hombre‒ es la prueba de lo inútil que fue su intento por contener la potencia de tales seres de la Naturaleza con un amuleto que representaba la figura de un sol negro.

Durante una secuencia en la que la tropa puede descansar del extenuante combate que tuvieron antes de proseguir la derrota de su misión, uno de los soldados le pide al joven Melechenko que toque una balalaica encontrada en el último pueblo que exploraron, devastado y carneado por dichas criaturas. El joven le dice al soldado que, a pesar de saber ejecutar el instrumento, no puede hacerlo debido a la gravedad de su circunstancia. El soldado insiste en su petición, haciéndole ver a Melechenko lo especial de la misma: “Anda, por favor, toca para Maxim”. El soldado convaleciente, gravemente herido. El más joven de la tropa toca el instrumento, generando una atmósfera de particular alegría que parece incrementar la calidez de la fogata ante la que están. Sin embargo, cuando el Teniente se da cuenta de la música ejecutada por el chico, le arrebata de manera correctiva el instrumento al muchacho. En un gesto de camaradería, el soldado que le había pedido dicho favor especial al joven le dice al Teniente: “Fue mi culpa, señor”. No pasa a mayores el incidente.

Alguna vez leí un testimonio del soldado razo: Brendan O’ Byrne, en relación con las graves condiciones de lucha durante la guerra, capaces de confrontar a un ser humano con su finitud y presente de manera singular y contundente. Parafraseándolo, el joven ‒uno de tantos protagonistas de “Guerra”, libro del periodista: Sebastian Junger‒ afirmaba que en la guerra lo más importante es el tipo que tienes al lado. De tal manera, un hombre prácticamente desconocido, de repente, se convierte en un hermano.

El Teniente comprende que la alegría del momento que tuvo que interrumpir podría fragilizar a sus hombres, al inducirlos a una sensación tan problemática como la esperanza. Aquel no era un momento de descanso después de una jornada de trabajo, como aquellos en los que los campesinos de varias latitudes se dan un tiempo para estar consigo mismos y así renovar sus energías para la jornada del día siguiente; la práctica constitutiva de una poética del cuidado de nosotros mismos,a través de la habitación de nuestros cuerpos. La guerra no contempla el descanso, no de la misma forma en la que lo podemos llegar a hacer de manera cotidiana. La guerra demanda la intensidad de una atención plena y especial de la cual depende la sobrevivencia de uno mismo y los demás, siempre en relación con el más mínimo detalle. Esa atención es triste, pasa por una particular desolación; una habitación de nosotros mismos que mantiene viva la sensación de nuestra propia finitud; nuestra mortalidad nos encuentra en lo común de su sensación.

Los soldados han llegado al lugar donde tienen que llevar a cabo la parte más importante de su misión: detonar la cueva en el valle en el cual se refugian las criaturas que combaten. Con la ayuda del asistente mongol del Teniente, se le asigna la labor técnica correspondiente al soldado que montará la infraestructura para la explosión. El encargado de dicha labor es el soldado Pogodin, artillero experto en explosivos. Dicho soldado coloca el dispositivo necesario para la parte final de la misión, a pesar de demorarse ante el rápido asedio de las criaturas a vencer en contra de ambos hombres. Justo cuando salen de la cueva, el explosivo detona y ambos soldados deben huir en caballo, mientras, al mismo tiempo, son perseguidos por su enemigo. Sin embargo, los hombres perecen sepultados por el derrumbe que han provocado.

Sin embargo, eso no es lo peor. A pesar de lograr el objetivo, la misión no tiene éxito. De los escombros de la detonación salen las criaturas para confrontar a sus atacantes. Es entonces que vemos que el Destino se ha sellado con dicho ataque y que, con ello, a pesar de la derrota, aquellos han cumplido con la única misión clara implicada en la finitud y existencia de nuestros cuerpos: “Los caballos no escaparán de esa horda. Nos atraparán en los árboles y nos destrozarán. Debemos defendernos aquí”, advierte el Teniente. Con tal afirmación, el líder de la facción es el primero en enunciar la fatalidad inevitable de su misión. Empieza a dar órdenes para la batalla final, la batalla que todo soldado con sentido del honor espera: aquella en la que morirá en combate.

Sin embargo, necesitan que alguien sobreviva para que dé la noticia de la ubicación de las criaturas a vencer, acabe con ellas y, finalmente, se cumpla la misión implicada en el sacrificio por los demás que llevarán a cabo dichos hombres. El elegido es el representante del porvenir que se abrirá con dicho acto: el joven Melechenko. Este último se resiste, quiere morir al lado de sus hermanos, especialmente al lado de su Teniente. Sin embargo, este último le hace ver al más joven del grupo la importancia de su orden: se trata del necesario acto de obediencia marcial a un superior, el cual vertebra la necesidad imponderable que defiende a la vida: “Di las coordenadas al comandante. Que bombardee las tierras hasta quemarlas”. Es entonces que nos enteramos de que Melechenko no sólo deja a la familia que hermano en la circunstancia de la guerra, también deja a una importante presencia de su familia de origen en aquel lugar: a su padre, el Teniente Melechenko. El joven soldado escapa velozmente montando un caballo blanco, el más veloz de la compañía: “Cabalga con el viento y no mires atrás”, le dice Sergei, su hermano de guerra; las últimas palabras que el joven escucha de su familia; el cuerpo común que fueron aquellos hombres en la guerra, incluyendo a su propio padre.

El teniente da su última orden: “Camaradas, los detendremos aquí. ¡Moriremos aquí! ¡Ha sido un honor!”. Se oyen los gritos eufóricos de aquellos hermanos de guerra dispuestos a morir por lo que más aman.

Vemos el combate de aquellos hombres sin descanso hasta el último aliento, hasta ser derrotados por la evidente superioridad de la masa homogénea del colectivo en el que consiste su adversario. La sublime experiencia es demasiada para uno de los hombres. Este último ‒quizá usando su última bala‒ decide pegarse un tiro en la cien. Podríamos juzgar superficialmente dicho acto; considerarlo la derrota de dicho soldado, por parte de la adolescencia apasionada de su angustia. No me atrevo a dicho juicio. Para hacer algo así se requiere valor y, quizá, ‒dadas las circunstancias‒ para más de uno tal decisión podría ser la más racional que se podría tomar.

El matiz en relación con tal problema lo da el ejemplo del propio Teniente: abatido y gravemente herido, se da cuenta de que todavía puede detonar una mina cerca de él para intentar acabar con la mayor cantidad de adversarios posibles, a pesar de que ello también le costará su propia vida. Sin dudarlo, acciona el explosivo; una imagen del sacrificio del héroe, dispuesto a ofrendar su vida.

En la secuencia final vemos que nada fue en vano. El más joven de todos: el soldado Melechenko, hombre de honor a pesar de su juventud, cumplió con la orden de su líder; vemos a los aviones rusos bombardeando al enemigo, acabando con él.

Me resulta imposible afirmar que tal desenlace ha sido el de una derrota. Se trató de la consumación de un momento de gloria.