Compulsión y olvido de mí mismo

«Testigo» en la primera temporada de «Love, Death & Robots»

“La ética de nuestro siglo se abre con la superación nietzscheana del resentimiento.

Contra la impotencia de la voluntad frente al pasado, contra el espíritu de venganza

 frente a lo que irrevocablemente ha sido y ya no puede ser querido, Zaratustra nos

enseña a querer hacia atrás, a desear que todo se repita. La crítica de la moral judeo-cristiana

se cumple en nuestro siglo en nombre de la capacidad de asumir integralmente el pasado,

de liberarse de una vez por todas de la culpa y de la mala conciencia. El eterno retorno es,

sobre todo, victoria sobre el resentimiento, posibilidad de querer lo que ha sido, de

transformar todo “así fue” en un “así he querido que fuera”: amor fati”.

Giorgio Agamben

Estamos ante la diégesis de un instante; la narración del momento en el cual nuestras decisiones pueden abrir o cerrar el sentido para no dejar de ser un eterno retorno de lo mismo. Y es que ‒parece sugerir el cortometraje en cuestión‒ lo que creemos que es diferente no es sino una mera apariencia, la de la contingencia del devenir de lo mismo que comprendemos como diferente por el carácter inconsistente de nuestro conocimiento.

            Con una estética cyberpunk y recursos de la novela gráfica, la propuesta ante la que estamos se antoja distópica y, hasta cierto punto, postapocalíptica. Un contexto atravesado por las dinámicas del consumo de nuestro deseo, exacerbada en detalles que hacen de su imagen un fenómeno explícito. El paisaje de una ciudad que adolece sus pasiones con la legitimidad posible de su clandestinidad, en medio de suburbios en los que se manifiesta la desolación de lo inhóspito, al grado de confundirse la cotidianidad de lo público con la de lo privado, al igual que la de lo doméstico con la de lo comercial; imágenes del vacío de un cuerpo abandonado a su suerte, formado por edificios aparentemente viejos y ajados, probablemente sucios y sin mantenimiento, que nos remontan al desdén de una ciudad por sí misma como si fuera producto de la miseria de una manera eficiente e inmediatista de vivir; vivir lo llano de la máscara social de una ciudad a través de su convención,  por medido de dinámicas de deshabitación en las cuales consiste suconsumo; entrar al pozo sin fondo de la insatisfacción de nuestras expectativas; la apariencia de la supuesta necesidad de consumir lo que creemos haber elegido y suponemos querer, lo que tan sólo paliativamente nos ofrece un efímero placer crápula ‒diría Epicuro‒, una problemática alegría que actualiza la insatisfacción que propicia nuestro consumo y, por lo tanto, la posible compulsión que implica.

            No deja por ello de ser notorio que la protagonista del cortometraje sea una sexoservidora que también se dedica a ofrecer entretenimiento para adultos como bailarina nudista. La joven se está preparando para ir a este último empleo después de haber atendido a un cliente con el cual, podemos inferir, pasó la noche. Vemos a la protagonista femenina del corto maquillarse con colores oscuros, fríos y metálicos, burdamente trazados con base en la estética de la técnica de pintura animada, excelentemente aprovechada por los realizadores de la obra. Ello resulta correspondiente con la estridencia onomatopéyica con la que comienza el corto: gritos, golpes y sonidos ilustrados gráficamente, de la manera en que la historieta ha sido capaz de hacerlo a lo largo de su tradición. Tal atmósfera resulta congruente con las imagen propuesta de una ciudad tendiente tanto a la pasividad como a la turbulencia; un desierto industrial-químico-biológico que fácilmente puede inferirse iluminado con neón durante su rutina nocturna y climatizado por el óxido flotante del frío acero de sus estructuras, el esqueleto sublimado de una ciudad agonizante.

            La chica sale del edificio después de advertir un disparo en el inmueble de enfrente. Toma el billete con el cual su cliente le ha pagado, recoge sus cosas y, de la manera más discreta posible y agazapada para no ser vista, se retira de la habitación. El autor de dicha detonación la ha visto cuando ella casualmente cerraba la ventana del cuarto en que se hallaba, justo inmediatamente después del disparo. El edificio de donde escapa la protagonista se encuentra frente a la ventana de la recámara de donde salió la detonación.

El exabrupto por la explosión es tal que la joven acaba pintarrajeada por la pérdida de pulso al usar su lápiz labial. El rostro de la protagonista parece el dibujo de un niño; el resultado de la espontaneidad de un impulso, capaz de la burda e inofensiva huella de una laceración remediable. Sin duda, un afortunado signo que permite el aprovechamiento de la estética antes citada y su estridencia. Al quedar corrido el pintalabios cuyo color oscila entre el morado y el azul, se cuestiona al hábito como ejercicio cotidiano tendiente al simulacro y se pondera a la contingencia del accidente como fenómeno de la vida; nuestras cicatrices son signos de nuestra trayectoria vital.

La chica no acaba de advertir que es observada por el hombre del cual quiere escapar mientras ella toma un taxi. La mirada de ambos se ha encontrado lo suficiente como para reconocerse; él la persigue, ella sabe someramente de quien escapa. Desde el vehículo que ha tomado, la joven intenta denunciar el asesinato que cree que ha sucedido, da todos los datos que puede sin revelar su identidad. Esto último ‒dada la insistencia por saber el nombre de su interlocutora por parte de la operadora que la atiende ‒ será un obstáculo para que la denuncia proceda y se tomen medidas al respecto. Mientras tanto, la protagonista no advierte que es seguida por el otro protagonista en otro taxi. Ella también ha intentado localizar por teléfono a su proxeneta para avisarle de su circunstancia y ser protegida por este último, un hombre llamado Vladimir. Curiosamente, se trata de un nombre muy común en Rusia y particularmente famoso en ese país. Una nación vinculada con el tráfico y consumo de drogas duras, la producción de pornografía y demás espectáculos para adultos, al igual que poseedor de la infame reputación de tener un papel protagónico en la trata de personas alrededor del mundo.

Es en este punto que la protagonista llega al local en el cual debe dar su espectáculo como bailarina exótica. Uno de sus compañeros, un ser andrógino semejante a un bufón de apariencia erotizante, le recrimina su llegada tarde. Ella le explica al también trabajador del local que ha visto un asesinato. A pesar de la gravedad de lo contado, el compañero laboral de la protagonista trivializa el hecho refiriéndose a este último como un acto asqueroso. Quizá se trate de un fenómeno más de lo repugnante y repulsivo de dicha urbe, capaz de propiciar la náusea cotidiana de la misma.

La chica se prepara para su jornada laboral después de enterarse de que en el lugar se encuentra Vladimir, su protector. En las sombras de la escalera del edificio al que la protagonista ha llegado a trabajar está el persecutor de esta última. El asesino, al arribar al piso donde se ubica el local nudista, es sorprendido por el compañero antes mencionado de la chica perseguida. El bufón le ofrece al asesino entrar al club a pesar de no ser miembro del mismo; el protagonista es recibido como un integrante de dicho recinto aparentemente exclusivo.

Es entonces que vemos lo que hay en aquel sitio. Este último se antoja un viejo departamento acondicionado para ser un club de espectáculos eróticos, al igual que un bar semejante a una pequeña discoteca. Las fluorescencias estroboscópicas inundan el sitio, generando destellos en los trajes de látex negro de los asistentes, los cuales comparten dicha oscuridad pegada a la piel con la de los uniformes de los cuerpos serializados de las acompañantes: empleadas del club que ofrecen caricias y favores sexuales a quienes han llegado ahí para buscarlos.

El protagonista rápidamente es colocado en un sillón en el cual sucumbe a la seducción de dichas sexoservidoras para llevar a cabo su consumo. Es inferible la vibración atómica correspondiente con el calor del cuerpo, a través del natural y trepidante trémolo de nuestro deseo; carne palpitante en el pulso de nuestro querer.

Es entonces que la bailarina es presentada por el ser andrógino antes referido. Al terminar dicha presentación tal personaje azota el micrófono encendido contra el suelo, haciendo de la estridencia de dicho impacto y la retroalimentación de la frecuencia de su audio un signo de la imagen del mundo: la dislocación constante de una interferencia que remite a la tendencia a la habitación del sobreestímulo; un mundo constituido por tal clase de deseo,cuya imagen es el glitch como alteración del daño o detrimento; el deterioro como experiencia de la decadencia a la cual tendemos, manifestada visual y auditivamente como un fenómeno digítal.

La protagonista sale a bailar en un sillón justo en frente de quien minutos antes estaba en su búsqueda. La chica desnuda juega dancísticamente con una tela dorada; los colores del movimiento de dicho cuerpo traslucen el brillo de resplandores que contrastan con aquel abismo. Se manifiesta una estética de artificial y plástica luminiscencia eléctrica. Pareciera que dicho paisaje es uno más de la alienación al proceso industrial y digital implicado en la civilización propuesta.

Ambos protagonista, desde sus respectivos lugares, parecen disfrutar o adolecer su personal pasión o gozo. Se dejan envolver por tan particular atmósfera que parece inducirlos a las pasiones privadas que pueden suscitarse anónimamente en dicho club. La atmósfera es febril y turbia, tanto como lo permite la oscuridad de dicha penumbra artificial y clandestina.

Sin embargo, durante su propio baile, cae la máscara que protegía la identidad de la protagonista. Como si se tratara de la propia máscara social con la que participamos en los juegos de tal clase, la chica queda vulnerable al exacerbarse su desnudez con la desprotección de su mirada. Es entonces que los ojos de ambos protagonistas se encuentran. Ella sale del trance de tal juego. El miedo impulsa su huida cuando dicho encuentro hace que el protagonista reanude su persecución.

Sigue siendo de día en aquella ciudad. La luz de las primeras horas fractura la inmersión temporal en la que estábamos; la simultaneidad de lo aparentemente nocturno de un ambiente tan íntimo como público que puede ser un espacio tan clandestino como exclusivo, en relación con la cotidianidad de la ciudad con la cual dicho club convive por ser parte de la misma.

Tal es el paisaje de la persecución. Su paleta de colores consistente en pasteles opacos tendientes al gris. Parece la filtración y residuo de neones fluorescente, semejantes a los que inundaban aquel sitio dedicado al entretenimiento para adultos.

Ella intenta encontrarse con Vladimir para ser protegida. Este último estaba demasiado drogado después de haber sostenido relaciones sexuales con una más de las empleadas del local. La protagonista apenas si alcanza a cubrir someramente su desnudez. Encuentra una pistola, probablemente de su proxeneta. Este último se evidencia inútil ante la gravedad del momento, a pesar de que la puerta de su recámara-oficina tiene un afiche que dice: “Cuidado con el perro”.

Vemos correr a la joven por aquellas calles frías y vacías, en medio de la luz industrial y férrea de un cielo esmerilado. Éste se proyecta en el acero consumido por la intemperie y el helado hormigón de las murallas. La traslucida bata que cubre a la chica nos remite al velo que resulta un cuerpo frágil y finito.

El protagonista le pide enérgicamente que se detenga, sólo quiere hablar con ella según él. Sin embargo, la chica no está dispuesta a detenerse, quiere huir del peligro que puede ser quien es capaz de acabar con la vida de otro cuerpo tan frágil como él.

La protagonista encuentra refugio escabulléndose en un edificio, entra a un departamento de dicha arquitectura. Sin embargo, el persecutor de la joven encuentra rápidamente la habitación en la que ella se refugia. Vemos cómo el protagonista abre la puerta del lugar. Nuevamente, se encuentran cara a cara.

Él intenta explicarse, sólo quiere hablar, quiere que lo escuche, pide el favor de su atención. Sin embargo, motivada por su angustia,la protagonista saca la pistola de su proxeneta y amenaza al hombre que la busca, no quiere escuchar.

A pesar de la aparente cordialidad de él, ella no cede. La chica intenta protegerse y él acaba también sucumbiendo a su angustia. Se produce un forcejeo, él intenta arrebatarle el arma. Vemos nuevamente la primera secuencia del cortometraje: la misma pelea entre ambos protagonistas, la misma confrontación que escucha la chica antes de la detonación de la cual, al percatarse de esta última, será testigo; el suceso que la convertirá en una persona capaz de dar testimonio acerca del crimen por el cual él la persigue y ella escapa.

Justo en la primera secuencia, vemos la intercalación de las imágenes de dicha pelea con el momento en el cual la protagonista se preparaba para irse del hotel mientras se maquillaba. Tal simultaneidad hace de las imágenes de la pelea o una imagen-recuerdo o un flashback o un flashforward. La simultaneidad entre tales imágenes de momentos distintos de la protagonista en tal secuencia también remite a la serialización de los cuerpos a la cual tiende nuestra cultura, en tanto que cuerpos de consumo. Sin embargo, estamos ante una condensación del tiempo en el que coinciden en el mismo instante: pasado, presente y futuro.

En la primera secuencia vemos cómo el hombre que acabó por matar a la chica con la que estaba forcejeando se da cuenta de que la testigo de su crimen es la misma chica que acaba de matar durante dicho forcejeo. Como signo de la emergente contingencia del tiempo se evidencia el lápiz labial corrido de la protagonista, además de ser un signo de la casualidad implicada en la accidentalidad del devenir. Por ello, podemos inferir que tanto la mujer que yace muerta ante el protagonista como aquella que se asomó por la ventana al oír la detonación es temporalmente la misma (el mismo ser humano, el mismo cuerpo vivo); ambas tienen exactamente el mismo labial corrido ‒de la misma manera, con la misma forma‒en el mismo lugar del rostro; la mujer que acaba de matar el protagonista es la misma mujer que él decide perseguir justo en ese mismo momento, motivado por su angustia.

Sin embargo, en este caso, la repetición no se renueva como fenómeno constitutivo de la secuencia. En esta ocasión, ella lo ha matado a él durante el forcejeo por la pistola. Después de la detonación, ella oye el mismo cerrar de una ventana que escuchó proveniente del edificio de en frente después de la misma detonación que ella escuchó y que la hizo observar al asesino que acabó por perseguirla y que ahora ella ha matado. Ante la reversibilidad de dicha identidad entre la víctima y el victimario,paradójicamente, la protagonista acaba matando a su propio asesino, convirtiendo a este último en testigo de su crimen, lo cual vemos confirmado en la secuencia inmediata en que la joven ve al mismo hombre que ha matado cerrando la ventana del edificio de en frente, después de la detonación que la chica ha provocado; justo al asomarse, ella ve al hombre que acaba de matar ‒el mismo rostro de quien huía‒ convirtiéndose el protagonista del corto, sin saberlo, en testigo de su propio asesinato, el que la protagonista acaba de cometer.

Es muy importante el anterior plotpoint de la trama. Parece ser que ante los motivos de nuestra angustia que podría implicar el malestar del cumplimiento de un Destino,si lo asumimos como la determinación de nuestro carácter, parece que podemos inferir que tal condicionamiento implica dos posibilidades: precipitarnos a la muerte a través de las manos de alguien más o ser los ejecutores de la muerte de alguien más.

Parece cerrarse el sentido de las vidas de los personajes con base en dos opciones de las cuales una se consuma enun mínimo margen de indeterminación, sabiamente constituido a través de la incógnita implicada en el fuera de cuadro que también estructura al discurso cinematográfico: un instante en la confrontación entre los dos protagonistas, en el que uno logra matar a su adversario y el otro acaba asesinado. Ello nos lleva a otra acepción de la palabra destino que parece no estar implicada en esta propuesta: el destino entendido como el lugar al que queremos llegar, en tanto que culminación del seguimiento de la ruta que elijamos; el destino como resultado de nuestra elección ante los fenómenos que emergen como parte de la contingencia de la Vida.

Parece ser que este cortometraje se trata de la secuencia radical de una dialéctica de la finitud que se define a través de la lucha última por la sobrevivencia ante la amenaza que puede ser alguien más. ¿Será esta propuesta una crítica al fomento de nuestra angustia por parte de nuestras dinámicas de consumo como principio de una inercia que acaba por exterminarnos los unos a los otros al convertirnos en víctimas o victimarios, en tanto que consumidores de nosotros mismos y consumidores de los demás?

Interrumpiendo (valga la paradoja) la infinitud de la condensación del tiempo de la secuencia que constituye el cortometraje, se abre el sentido del mismo como si se tratara del porvenir, precisamente a través de un final abierto: vemos el rostro desconcertado de la protagonista ante su destino: ¿se permitirá seguir el convulsivo frenesí de su angustia para llevar a cabo nuevamente el asesinato que ha cometido o se permitirá seguir el convulsivo frenesí de su angustia para dirigirse hacia su muerte?

Más allá de un experimento formal, este cortometraje inspira una importantísima reflexión. Esta propuesta nos confronta con la adolescencia de la pasión triste de nuestra angustia, capaz deesclavizarnos a través de la inercia de su convulsión por repetición; la manera en la que cerramos el sentido de nuestra vida a través de un destino, al dejar que la angustia capture nuestros cuerpos a través de las maneras en las que consumimos nuestro deseo como fenómenode nuestra biografía y fisiología y, por lo tanto, implicando el consumo de nosotros mismos y nuestras materialidades como fenómeno del olvido y abandono de nosotros mismos.

Ella no podía advertir tan compleja situación ante el evidente peligro inmediato. Él pidió ser escuchado, quizá para tratar de comprender, quizá advirtiendo la cárcel perpetua a la que tiende la mecánica inercia de dicha relación. Quizá, si ella se hubiese detenido a escuchar habría comprendido tal circunstancia y, quizá, de tal manera ambos se habrían liberado de dicho Destino. Quizá, si él no la hubiera perseguido, si se su hubiera desapegado al desapasionarse de su angustia, él habría quedado libre al no elegir seguir su Destino.

El cortometraje deja abierta dicha decisión en el caso de ella, si es que no se apasiona con su angustia y se permite dicha reflexión. ¿Le alcanzara dicha comprensión para liberarse junto a él a través del desapego y dejar de ser un par de Sísifos que empujan la roca de su dolor?

Este cortometraje parece proponer una reflexión acerca de la diferencia entre las posibilidades de nuestra liberación y los mundos posibles en los que se manifiesta el ejercicio de nuestra libertad,implicada en lo que nuestros cuerpos pueden.