Continuamos la exploración del relato que hace Sebastian Junger de uno de tantos rostros de lo humano como lo es el de la desnudez de la carencia cuando ésta habita la naturaleza demandante de un cuerpo. La metáfora constituida por un conjunto de narraciones históricas nos ofrece dicha imagen, nos remite a la aspereza de la guerra y a la relevancia de la cotidianeidad de un combate naturalizado en todos los aspectos de la circunstancia inmediata de un soldado en cada una de sus prácticas y actividades diarias, como ahondaremos más adelante, cada detalle de la misma se convierte en un asunto de vida o muerte.
Una vida que no tiene principio ni fin por la omnipresencia de la incertidumbre tan sólo es continuidad. Está partiturizada por el compás de aparentes discontinuidades, en este caso preámbulos, contemplaciones y repliegues estratégicos que invitan al dominio, instantes de suma emergencia y contingencia que invitan a una inesperada alegría, terriblemente espontánea, en la que la oportunidad de tal presencia es apreciada con tal compromiso que se vuelve sumamente aprovechada, intensamente vívida y vivida: “El valle de Korengal viene a ser el “Afganistán” de Afganistán: demasiado apartado para conquistarlo, demasiado pobre para intimidarlo, demasiado independiente para sobornarlo. Los soviéticos nunca llegaron más allá de la entrada del valle y los talibanes ni siquiera se atrevían a entrar.” El testimonio anterior nos ofrece una postal del lugar donde se encuentran los protagonistas de nuestro relato. “Una postal del infierno” sería lo fácilmente afirmado por las inteligencias más burdas tendientes a estigmatizar a lo monstruoso por rebasar su experiencia, la comprensión de la que sus cuerpos son capaces. Seres rebasados por la complejidad de la profunda penumbra que columbran, el problema (próblema) del misterio que es el hombre.
A pesar de lo anterior, también es la postal de un hogar para quienes han hecho de tal paisaje algo semejante. El hogar está donde se encuentra el corazón y el latido del mismo son los afectos, la familia, con quienes compartimos la tristeza del duelo y la alegría emergente de los momentos tan únicos que llamamos “eternos”, un tiempo que brota, nos dice Bachelard, indeterminable, único y de afortunada y ambigua volátil variabilidad, como la emergencia del afortunado verso por parte del poeta durante la subversiva torcedura que implica la plenitud de su momento de creación, momento de armoniosa relación consigo mismo en tanto que parte del cosmos.
Desde tal comprensión puede surgir el darse cuenta del carácter aparente de la soledad. No hay soledad en el paisaje porque es habitable o no es paisaje, al grado que incluso nuestro dolor es una compañía, una habitación de nosotros mismos, digna de contemplación, recurso de templada actividad tendiente a la quietud, capaz de ser una puerta hacia la comprensión, madre de la serenidad como bien afirman los cínicos, estoicos y epicúreos.
Estos hombres están rodeados de La materia cuya sensibilidad habitante de sus cuerpos confirma la vida que los atraviesa y constituye, la vida de un cuerpo dispuesto al vínculo con lo inmediato desde la más básica conciencia sensorial que implica su existencia como presencia en dicho paisaje a través de su proxemia. Estamos ante el paisaje de la adversidad que demanda en situaciones extremas rebeldía, y en situaciones no tan distantes un arte, el de constituirnos para ser la habitación de nosotros mismos a través de la relación con la aparente desolación de tal paisaje. Es ahí cuando se da el encuentro consigo mismo por parte de quien se ve como el animal que bebe de la fuente de su vida, la sublime experiencia de su destino: “Un pelotón, por lo general, está integrado por ocho hombres más un jefe, y esos ocho soldados se dividen en dos unidades de fuego, denominadas “alfa” y “bravo”. En un pelotón de armas de apoyo, cada unidad era responsable de una ametralladora pesada M240.” Un hombre describe las herramientas para su sobrevivencia, instrumentos de cacería, la presa es la vida. Un hombre en busca de otra clase de alimento, lo que nutre y sostiene la vida y su existencia. Tal posicionamiento exige la logística necesaria para garantizar el éxito de la misión que, para ellos, no es sólo el objetivo buscado u ordenado sino el regreso a casa que le da sentido a todo, lo más importante.
Dicho territorio es “demasiado apartado para conquistarlo”. Nos habla de su inaccesibilidad, de su aislamiento. Podemos imaginar un ámbito cerrado por una muralla de dificultades que posibilitan la magnitud de su vida, su desempeño y dinámica. Un sitio ajeno a la novedad, a lo poco familiar que esta resulta. Podemos inferir que el peligro es no estar lo suficientemente preparado cuando ésta llegue. La problemática invasión de un cuerpo vivo. En este caso la apariencia es la supuesta certeza del resguardo descrito, siempre es posible la novedad, incluso su más radical acontecimiento. Resulta indeterminable su probabilidad en tanto que siempre es posible. Las condiciones para ella y sus consecuencias jamás están del todo negados. Dado lo anterior, ¿la aparente quietud de toda paz no resulta problemática? ¿No es ello una apariencia? Puede ser muy duro el cambio, la aceptación de la misma implica el duelo de lo que creíamos. Quizá siempre sea bueno estar preparado para la novedad en la medida de lo posible, así, quizá, podríamos desapegarnos de la apariencia de nuestra paz y todo lo que supuestamente implica.
Probablemente se trató de probar e invertir infraestructura para habitar lo aparentemente inhabitable, crear las condiciones para hacer de la adversidad un hogar. ¿Puede no dejar de ser así en el caso de un ser humano? Lo que los soviéticos no lograron y lo que desafió la voluntad de los talibanes en su momento ha sido consumado en una compleja y difícil habitación. Ha sido ocupado a través de un uso estratégico de la inteligencia, capaz de dinamizar, por medio de la tecnología, un cálculo óptimo de la fuerza de un grupo de hombres hasta alcanzar el mejor de sus resultados según lo planeado.
Se abre un porvenir de manera semejante a la cual el hombre lo hace cuando domina a la naturaleza, a pesar de lo indeterminable e incalculable de sus efectos. Es ante tal posibilidad lo que la demanda por parte de nosotros mismos, en el mejor de los casos, un posicionamiento a favor de nuestra prudencia, un acto de virtud. Se evidencia claramente tal necesidad a pesar de que la magnitud de la circunstancia nos rebase. Vemos como el dominio implica un dominio de nosotros mismos, una relación adecuada que comprenda la ley, el logos, de nuestra vida. Quien desea ir en contra de la ley, del logos, va en contra de la naturaleza y, por lo tanto, va en contra de sí mismo. No es capaz de habitar la ley, de habitarse así mismo y, en esa medida y proporción, habitar la naturaleza, ser parte de ella y su comprensión, he ahí el dominio que se opone a la barbarie de la dominación.
Con cierta pertinencia habrá quien dirá, “Sin embargo, ¿no dice el sabio efesio que los dormidos participan del logos?” Así es, y, de hecho, en tanto que tal posibilidad de bárbara dominación (algoi) es parte también de la dinámica cósmica de la materia es necesario comprenderla en el sentido más profundo, amplio y pleno de la palabra. Por ello, porque nuestro carácter racional, ese Ethos que es nuestro destino, evidencia la ineludible responsabilidad implicada en la conciencia de toda racionalidad, lograr nuestra virtud consiste en lograr el dominio de la armonía -sintonía y afinación- en la que consiste el logos, en tanto que parte correspondiente del mismo.
Lograr la habitación virtuosa, la armonía, con aquello y aquellos con los cuales compartimos la vida. La guerra desafía la manera tan trivial en la que generalmente entendemos la vida. Sin comprender lo paradójico de nuestra condición humana y, por lo tanto, de nuestra libertad -como bien advierten los estoicos, grandes herederos del sabio efesio-, habitamos el mundo haciendo de él un difícil cosmos privado como si fuera ajena nuestra ineludible animalidad. Cedemos a la somnolencia y no vemos los matices posibles en relación con lo que realmente sabemos de la vida, probablemente por ello nos cueste tanto trabajo entender la guerra.
Sin juzgar, sólo intentando comprender, me permito las siguientes preguntas. ¿Es lo mismo una guerra que una invasión? Pienso, por ejemplo, en el caso de un pueblo que requiera satisfacer sus necesidades a costa de vulnerar la vida de otro pueblo saqueándolo y tomando la propiedad del mismo -propiedad, en un sentido muy antiguo y tradicional de la palabra. Ello, como llegó a ocurrir de parte de los pueblos celtas del norte de Europa, implicaba la sumisión de la voluntad del adversario, una narrativa del enemigo, la generación de su imagen -una imagen que puede ser susceptible de odio al grado de abrir la posibilidad de un exterminio ante la necesidad de este último, por ejemplo-, que permitiera fenómenos como la territorialización de la intimidad del invadido a través de la violación de sus mujeres, siendo también objeto simbólico de la sumisión y derrota de la virilidad de un pueblo conquistado, un acto simbólico de castración.
La legitimidad de tal acto puede inferirse por parte del invasor en relación con la debilidad del pueblo conquistado ante su incapacidad de defenderse, lo cual legitimaría también su servidumbre. En un contexto actual, sin dejar a un lado lo problemático de las inferencias antes hechas y sin hacer juicio alguno, insisto, con la intención de comprender la complejidad del fenómeno de la guerra para no caer en una burda denuncia de la misma, ¿podríamos hablar de una legitimidad semejante en el caso de una invasión dispar por parte de un Estado-Nación o una Dictadura? Ello, por supuesto, tomando también en cuenta la relación convencional que puedan tener desde su especificidad con el Derecho Internacional y su manipulación constante a favor de los intereses privados de los propietarios que lo atraviesan. Ante ello, ¿cuál es la legitimidad de una guerra defensiva? Todo lo dicho hasta ahora lo digo sin negar su terribilidad, aquello que llamaba Esquilo, deinotés.
¿Es lo mismo una guerra defensiva que una guerra de exterminio? Creo que muchos coincidiríamos en la legitimidad de la misma en tanto que acto de afirmación de la vida, legítimo derecho a cumplir el deseo de seguir viviendo, coincidente con la defensa de lo amado, ser amante, protector de lo amado, aquello que, en el sentido más anticonvencional de la palabra podemos llamar familia, los seres a los que brindamos la mutualidad de nuestros afectos. Alguna vez en una clase Josu Landa nos dijo, “Hay ocasiones en que la lucha es un deber”. Sin embargo, ¿qué pasa si, en términos estratégico y a favor del bien común -la vida de todos, por ejemplo-, es mejor ceder para proteger, para no exponer inútilmente lo amado a su pérdida? Ello también implica una acción de armonización, puede consistir una atención al logos. Sobre todo, si comprendemos, maquiavélicamente, a la política como la oposición geométrica de fuerzas entre cuerpos. También, por ello, está otro caso extremo, posible deriva de la inactividad, de una aparente pasividad ante el acecho de lo amado. ¿Qué pasa si lo mejor -aquello que puede constituir un bien común en situaciones tan adversas- es permitir el terrible y difícil sacrificio de lo amado? Ello puede implicar la superación de la enfermedad del ego -el yo cuando ya no es una apariencia preservadora de la vida- capaz de dar cuenta de la virtud de quien no está instalado en la somnolencia de un logos privado. Bien dicen que tanto la guerra como la política -la guerra como política al igual que la política como guerra-, en tanto que parte de la vida, también son un arte al igual que vivir.
¿Qué pasa con todo lo que implica la hiperprofesionalización tecnológica de la guerra, la cual también ofrece el asesinato a distancia de otros cuerpos sin una relación directa entre atacantes y atacados? No puedo negarlo, me resulta dolorosa la imagen de poblaciones enteras siendo exterminadas por armas enemigas desde la tremenda ventaja de la distancia incapacitante para cualquier contraataque, hay algo de perverso en la angustia de lograr dicha impotencia. Me viene a la mente el sufrimiento de un querido amigo yugoslavo, sobreviviente de la ocupación nazi, que tuvo que confrontarse con el hecho de que, después de la extinción de su país (referente de sus afectos más importantes), tuvo que reencardinar su comprensión de las cosas ante lo inminente de los bombardeos a Kosovo por parte de la OTAN… Sin embargo, ¿podemos descartar la posibilidad de que haya circunstancia alguna en la cual ello no sea una necesidad, resultado incluso de la preservación del bien común correspondiente con un legítimo sentido de justicia? Asumo el riesgo del posicionamiento que implica esta hipótesis, sé que, quizá, pongo en peligro a los demás, además de a mí mismo. Sin embargo, quizá por ello, por la posibilidad del peligro de la irracionalidad de una circunstancia de ese tipo, sea necesario pensarlo y hacernos responsables de nuestra violencia, hacernos responsables de nosotros mismos. Hay quien, con cierta legitimidad, podría decir, “¿no sería mejor no pensar o, por lo menos, no hablar de ciertas cosas?”. Honestamente, en algunos casos, creo que no. En mi humilde opinión, cierta clase de silencio ante ciertas circunstancias, siempre ha sido parte del problema de las mismas.
Todas estas complejidades se hacen más patentes desde que la guerra dejó de llevarse a cabo únicamente entre ejércitos profesionales para también involucrar a sectores de la población en el combate, sin negar que hay ejércitos no ortodoxamente profesionalizados pero sí lo suficientemente competentes como para combatir con efectividad, von Clausewitz lo reconoce al reivindicar el papel de la voluntad de un pueblo en la victoria del mismo ante dicha circunstancia. Tampoco, podemos negar que el involucramiento de la población en el combate sea algo nuevo de diversas formas, tanto en el ataque como en la defensa, al igual que en el hecho de haber sido abatidos por el mismo, como en el ejemplo que dábamos en relación con las invasiones de los antiguos pueblos celtas del norte de Europa. La comprensión de la guerra nos demanda la atención de estos matices. Por ello, lejos de juzgar llanamente cualquiera de estas posibilidades, me parece pertinente ponerlas sobre la mesa para pensarlas y, sobre todo, problematizarlas. Parece que hay que hacerle mucho caso a von Clausewitz cuando afirma, “Si quieres paz, prepárate para la guerra.”
Combatir no necesariamente es confrontarse. Luchar implica el dominio de la armonía de sí mismo para habitar la adversidad y aprender a vivir en ella. No hay adversario sino adversidad y, por lo tanto, tampoco hay lucha con un mismo. Lograr la armonía, nuestro dominio, ser señores de nosotros mismos, implica lograr una relación virtuosa con los demás, en relación con la circunstancia de nuestro encuentro, incluyendo a la adversidad en menor o mayor medida. Por ello, dicha relación virtuosa con los demás incluye la posibilidad de matar o morir.
Pensemos en el ajedrez, metáfora y metonimia del cosmos. Las fichas blancas son la vida, incluyendo nuestras potencias. Las fichas negras son la adversidad. El tablero es la eternidad y, todo en su conjunto, el cosmos. Bien dice el sabio efesio que “El tiempo es un niño que mueve las fichas, de un niño es el reino.” No hay adversarios, somos “uno y lo mismo”. El dominio está en la unidad que implica la habitación de ti mismo, manifiesto en la completud que logra el pensamiento al ser uno con la sensación manifiesta en la materia. Sensación de un cuerpo habitado, capaz de reconocer la dinámica cósmica de la música del todo, su ritmo, su tonalidad con la cual nos afinamos, nuestra correspondencia con su armonía. Ello se manifiesta en la atención de nosotros mismos a la pertinencia de nuestra actividad y su descanso, al igual que del reposo que este último implica y la atención que tanto actividad como reposo nos exigen como ejercicios sintónicos de nuestra armonización. “El inteligente es el que descansa”, me dijo un día mi amiga Emma Cecilia Delgado Hernández. De tal forma nos vinculamos en la libertad que implica la flexibilidad de nuestra acción, la atención a favor de nuestra adaptación, capaz de llevar a cabo nuestra poiesis, habitación de nosotros mismos, habitación de la naturaleza, el cosmos que habita nuestro cuerpo y nuestro cuerpo navegante, habitante del cosmos.
Ser capaz de nuestra habitación dinámica de la vida correspondiente con el lenguaje secreto de la misma, nuestro ritmo, nuestra danza, nuestra música, manifestaciones de un arte de vivir. Seguir jugando la poiesis de su habitación, escuchar al logos, atender su voz que habla a través de nuestro cuerpo. Quizá, a partir de este punto, podamos comprender la música de la guerra por parte del sabio efesio, la poiesis de los contrarios y su opuesta complementariedad.