“El cazador es el que conoce los límites de la ritualización de los demás […]
El fundamento de la caza es el ritual del cazado.”
Antonio Escohotado
El mundo es un animal, un ser vivo que manifiesta en su complejidad lo ingente e inconmensurable de sus potencias vitales. Los estoicos creían en ello. Tal es la razón por la cual concebían la posibilidad de hablar de un alma del mundo como generadora del movimiento en el que se manifiesta dicha vida. Parece que, en la medida en que renunciamos a la investigación de nosotros mismos, perdemos nuestro centro. Paradójicamente, motivados por un impulso prospectivo manifiesto en metas y objetivos egoístas, hemos propiciado, a través del ejercicio de nuestra libertad, las terribles dificultades y adversidades de nuestras vidas en el mundo. Ello implica una relación inextricable entre dichos fenómenos y nuestras elecciones. Acontecimientos que evidencian nuestra deshabitación de la vida. La decisión de llevar a cabo una deshabitación del animal que es el mundo, cuya raíz es la deshabitación de nuestra animalidad.Esta última, a pesar de la irreversibilidad de nuestra condición humana, nos es inextricable y constitutiva. Ésta se manifiesta en los problemáticos fenómenos de nuestra voluntad, nuestra querencia, nuestro deseo.
Alguien sumamente consciente de dicha miseria, al grado de llevar a cabo un profundo posicionamiento crítico ante la misma a través de atender los detalles de su época más normalizados y menos privilegiados por la observación de sus habitantes, fue Joseph Conrad. Dando seguimiento a lo material y concreto de su actualidad, manifiestos en fenómenos vitales obviados a pesar de la importante repercusión de los mismos en la vida del paisaje del mundoque habitó, el narrador logra llevar a cabo una de las mejores aportaciones de todo gran escritor: ampliar su biografía haciendo de la misma una biografía de su mundo. Llevar a cabo el intento de compartir la vida colectiva del cuerpo común que puede constituirse en la cotidianidad de la vida de nuestra especie.
Conrad cuenta con la guía más importante para llevar a cabo dicho objetivo: la claridad de que parte del desastre en el que probablemente acabe cifrándose el futuro radicará en la terrible negligencia de no comprender nuestros anhelos y, por lo tanto, la problematicidad de nuestra esperanza. Renunciaral cuidado de lo que deseamos como cuidado de nosotros mismos, evidenciando nuestra poca consciencia del altísimo riesgo de que nuestros deseos puedan hacerse realidad.
Con dicha contundencia, este espléndido escritor inaugura las portentosas imágenes de Una avanzada del progreso:
Pocos hombres son conscientes de que sus vidas, la propia esencia de su carácter, sus capacidades y sus audacias, son tan sólo expresión de su confianza en la seguridad de su ambiente. El valor, la compostura, la confianza; las emociones y los principios; todos los pensamientos grandes y pequeños no son del individuo, sino de la multitud: de la multitud que cree ciegamente en la fuerza irresistible de sus instituciones y de su moral, en el poder de su policía y de su opinión. Pero el contacto con el salvajismo puro y sin mitigar, con la naturaleza y el hombre primitivos provoca súbitas y profundas inquietudes en su corazón. A la sensación de estar aislado de la especie, a la clara percepción de la soledad de los propios pensamientos y sensaciones, a la negación de lo habitual, que es lo seguro, se añade la afirmación de lo inusual, que es lo peligroso: una intuición de cosas vagas, incontrolables y repulsivas, cuya perturbadora intrusión excita la imaginación y pone a prueba los civilizados nervios, tanto de los tontos como de los sabios.
Si seguimos este último planteamiento de Conrad, ¿será que la civilización como proyecto normalizado a través de la noción de Progreso ha implicado el distanciamiento de nosotros mismos a través de la abstracción de nuestra sensibilidad, al anular la posibilidad de una relación de cuerpo a cuerpo o entre cuerpos de manera semejante a la que se da en la Naturaleza? Parece que dicha vulnerabilidad implica un extrañamiento de nosotros mismos y entre nosotros mismos como especie capaz de generar dicha distancia. La falta de esta última parece generar por sí misma una confrontación inspirada por el desconcierto ante la desnudez de una vida sin cultura. Una conciencia especial ante nuestra desprotección, en tanto que especie que, desde su nacimiento, requiere de una atención particular para su subsistencia.
¿Por qué vivimos juntos? ¿Qué es lo que realmente nos une? En sentido estricto, muchas veces podemos llegar a tener muy poco o nada en común con los demás, independientemente de lo obvio: la fragilidad de nuestros cuerpos. La brecha no sólo es entre los desconocidos sino también, en más ocasiones de las que creemos, dicha diferencia puede ser más grande con aquellos que nos han querido, nos vieron crecer y fueron parte constitutiva de nuestra trayectoria vital. Parece que vivimos juntos para creer que estamos unidos y que, por ello, siempre habrá alguien que sea capaz de considerarnos ante nuestra adversidad.
Pareciera que creemos que la garantía de tener a alguien a nuestro lado implica la posibilidad de ser sujetos de atención y de fenómenos tan importantes de la misma como lo son: la empatía y la compasión. Sin embargo, ¿por qué tendría que ser así?, ¿qué obligación tendrían los demás conmigo? Lo anterior lo planteo pensando en lo difícil que ya es para uno mismo sobrevivir a la compleja vida que hemos constituido como para asumir la responsabilidad de los demás: la responsabilidad de hacerse cargo de uno mismo. Sin embargo, tampoco se puede negar que los demás nos importan. Nos importa lo que los demás piensen de nosotros y, en ese sentido, parece que no deja de haber en medio de dicha posibilidad la atención a la conveniencia que puede implicar la satisfacción de uno o más intereses privados de nuestra parte. La máscara social nos protege al ocultarnos, nos permite no quedar a la intemperie como es el caso de una vulnerabilidad observada y, por lo tanto, una soledad siempre constreñida a su indigencia. Quizá por ello, tendemos a creer que la soledad es desamparo, el olvido de la protección de ser parte, de ser como los demás, dignos de su atención y reconocimiento.
Con lo anterior no anulo el hecho de que muchos de nosotros también seamos capaces de preocuparnos por la circunstancia de los demás, al grado de conmovernos y que dicha sensibilidad sea principio de importantes vínculos, incluso a pesar de nuestro desconocimiento. También es innegable el hecho de que, por diversas razones, tenemos una profunda estima por nuestros afectos. Aparentemente, nos queremos entre nosotros y, en ocasiones, llegamos a tener afectos más importantes entre personas lejanas o no familiares que entre integrantes de nuestra propia familia. Sin embargo, no deja de quedar fuera del horizonte la pregunta del porqué nuestro cariño por los demás no deja de responder a la expectativa de la satisfacción de intereses privados y la de nuestros anhelos egoístas, ¿qué tanto los demás nos importan en tanto que satisfacen nuestro deseo y son capaces de la aparente solución de nuestra demanda de reconocimiento ante la soledad de sentirnos vulnerables debido a la incertidumbre que nos pueden llegar a causar las emergencias del mundo?
Nos importa el juicio de gente que no conocemos, nos importa qué piensen de nosotros y nos vulnera su señalamiento. Lo anterior nos confronta con el aparente acuerdo al que llegamos con los demás. Pareciera que el mismo es el resultado de tener a los demás seres humanos como contrarios o adversarios, asumiendo además que un contrario o adversario puede ser también un juez. En más de un sentido, un adversario tiende a posicionarse desde una aparente superioridad moral, un horizonte provisional de sentido que aparentemente legitima su crítica. Parece que nuestra máscara social se constituye por miedo a la amenaza que significan los demás por no estar de acuerdo con ellos o llegar a discrepar. ¿Será que tenemos miedo a que nos abandonen al dejar de ser considerados por ellos dignos de su afecto por acabar enemistados mutuamente por no coincidir con ellos y, por ello, ser diferentes? Ello tampoco excluiría el aparente problema de convertirnos en una amenaza por no corresponder con la moral y los valores de los demás. Por lo tanto, dichos valores constituyen privilegios que se desprenden de la moral.
Conrad genera una atmósfera para constituir la escena de los tópicos anteriores a través de la desafiante fuerza de la Naturaleza y lo sublime de su experiencia que, por la inconmensurabilidad de su magnitud, escinde nuestra conciencia, colocándonos ante nuestra frágil y vulnerable finitud. Nos posiciona inmediatamente ante nuestras potencias y la finitud de las mismas: las potencias de nuestro cuerpo finito. Estamos ante la experiencia fundamental que ha encardinado nuestra presencia en el mundo y, por lo tanto, lo que podríamos llamar como parte de nuestra trayectoria vital ‒no sin problemas‒ el germen de nuestra historia. Una historia digna de ser puesta entre comillas y problematizada, susceptible de ser cuestionada ante el hecho de que su mero planteamiento siempre implicará la problemática voluntad del cierre del sentido de la vida de los hombres y la problemática definición de la pertinencia de nuestra especie.
El autor nos confronta con la promesa civilizatoria de la garantía de seguridad que nos ha llevado a constituir nuestras formas de vida. Nos confronta con el hecho de que la sujeción que llevamos a cabo entre nosotros responde al miedo que sentimos: la experiencia sublime y constitutiva de nuestra finitud. Somos seres que confiamos nuestra vida a la aparente regularidad del mundo, un apenas inferible orden indescifrable e indelimitable por su inconmensurabilidad, engendrando la imagen del control como supuesta aspiración a la correspondencia con dicha lógica aparente. Lo anterior, como si estos fenómenos no pudieran ser planteados y problematizados como derivados de la máscara social que hemos generado para sobrevivir y subsistir, el resultado de lo que podemos llamar: cultura. Se trata del ejercicio de nuestro artificio como construcción de nosotros mismos. Esta última problematización desafía a la noción de forma y el cierre de sentido que puede implicar su constitución. Sin embargo, en tanto que la forma es posible tiene su legitimidad como manifestación de nuestras potencias. Parece ser que su problematicidad tiene que ver con su pertinencia y, por lo tanto, el peligro de su imposición.
Sin embargo, ante lo indeterminable, lo incontrolable, lo incalculable, es poco lo que podemos hacer. La Naturaleza y su inconmensurabilidad desafían nuestras potencias y nos confronta con nuestra vulnerabilidad. Parece ser que la evasión de lo particular de su experiencia ha constituido un abandono y olvido de nosotros. Podemos inferir en ello la renuncia a una experiencia primigenia de la Naturaleza como experiencia de nosotros mismos en tanto que fenómeno constitutivo, su experiencia estética.
Con el abandono de la Naturaleza hemos dejado de habitarla y, con ello, hemos abandonado la habitación de nosotros mismos. Probablemente, sin esa comprensión hemos hecho distante buena parte de la habitación de nuestra animalidad. ¿En qué medida se podría renunciar a lo inextricable de nuestra animalidad en tanto que cuerpos vinculados desde nuestro origen con la Naturaleza en tanto que fenómenos de la misma? Se antoja irreversible dicha posibilidad. Es entonces que se abre una paradoja: al tratar de sobrevivir a través de nuestras máscaras sociales ‒ y quizá, por ello, habría que entender, en los términos de nuestra actualidad, a la civilización como: la gran máscara social del Progreso‒, hemos constituido habitaciones del mundo que tienden a nuestro abandono y olvido de nosotros mismos. Aparentes habitaciones de nuestro abandono, desterritorializaciones generadas a través de la represión de nuestros vínculos primigenios. La civilización como la estructuración de nuestra deshabitación.
Una deshabitación que nos aleja de la Naturaleza y, a través de dicha distancia, hemos generado el artificio y el arte para llevar a cabo una problemática dominación de la misma. A dicho fenómeno es al que hemos solido llamar: Progreso. El fenómeno que Conrad ha elegido para orientar su crítica al convertirlo en blanco de la misma.
¿Qué tan posible sería nuestra vida sin tal posibilidad de artificio? ¿No será que lo hemos constituido para sobrevivir a nosotros mismos y no sucumbir al peligro que somos por la incomprensión de nuestra animalidad y el distanciamiento de la misma que implica la consciencia como posibilidad de nuestra inteligencia? Esta última también puede implicar el retorcimiento de nuestro pensamiento a través de un posicionamiento perverso de nuestra voluntad, al grado de generar imaginaciones extravagantes alimentadas por la adolescencia de nuestro deseo de dominación que, en más de una ocasión, hemos sido incapaces de comprender y, en más de una ocasión, hemos tendido a juzgar al grado de una represión que acaba siendo punitiva, mutilante y, por ello, capaz de lo terrible.
Hablamos de la posibilidad de lo perverso de nuestro deseo ysus imaginaciones extravagantes. También su abandono y olvido constituye nuestra incomprensión, la facilidad de un juicio punitivo en su contra y, por lo tanto, la renuncia a la comprensión de nuestra animalidad inextricable: la inconmensurabilidad de las potencias de un cuerpo vivo manifiestas en su deseo, a pesar de su finitud.
Paradójicamente, nos hemos alejado tanto de nuestra animalidad que la inconmensurabilidad de sus potencias nos puede destruir. Necesitamos construir sus habitaciones para evitar ese peligro. Llevar a cabo un cuidado de nosotros mismos que siempre correrá el peligro de convertirse en parte constitutiva de la ilusión del poder.
Conrad tiene una importante consciencia de tal paradójica problematicidad. Adviertecríticamente lo que somos ante la problemática confianza de su tiempo en el proyecto civilizatorio del Progreso.En dicha actitud Conrad advierte la manifestación de una minoría de edad, lejos de la importante animalidad y potencia de lo infantil, cercana a la infantiloide embriaguez del poderoso:“Kayerts y Carlier caminaban del brazo, pegado el uno al otro, como hacen los niños en la oscuridad, los dos compartían la misma sensación de peligro, no del todo desagradable, que casi se sospecha es imaginario. Charlaban persistentemente en tono familiar”. Los dos protagonistas del relato de Conrad volvían a ser niños a través de la experiencia primaria de la oscuridad ante lo inconmensurable e indómito de la experiencia de la Naturaleza en la cual están inmersos. Una imagen metonímica de lo que ha sido el ser humano comprometido con el Progreso y lo que sigue siendo al estar abstraído por el abandono de sí mismo y el olvido que constituye la ilusión del poder,asumido como verdad. Un fenómeno de la incomprensión de nuestro deseo.
Paradójicamente, en la indigencia de estos hombres se evidencia lo peligrosos que son, tanto para los demás como para ellos mismos. Se evidencia el peligro que implica su dificultad para habitar la selva a la cual han llegado. Se trata de dos cuerpos sujetos a los hábitos que los han constituido durante su trayecto vital, las costumbres de las ciudades que el llamado Progreso ha erigido. Estos hombres han aprendido, cultivado y estructurado dependencias que los han constituido a través de su territorialización del llamado mundo civilizado que, a su vez, también ha territorializado su subjetividad. Han llegado a la selva de un horizonte colonizado, habitados por las imaginaciones generadas desde el privilegio y con las que se han comprometido desde tal posicionamiento vital. Parece inevitable que la primera impresión de dicho entorno, su primigenia experiencia estética, no les resulte confrontativa a los dueños de dicha clase de voluntad. Conrad evidencia el sentimiento de peligro, vulnerabilidad y amenaza en la regresión infantil de aquellos cuerpos escindidos por la sublime experiencia de la inconmensurable Naturaleza, en medio del enigma de la oscuridad de su noche.
Se trata de hombres que probablemente, ante la penumbra, no adviertan su propia soberbia sino la defensa de la supuesta legitimidad de su derecho de ordenar: “¡Hágase la luz!”. Estamos ante dos voluntades quese verán confrontadas con el peligro de ser conminados y derrotados por la Naturaleza. Ello, para tal clase de ambición, no es una opción. Ello sería lo imposible: el fracaso del Progreso. La sublime experiencia de la Naturaleza puede ser motivo suficiente para tal clase de voluntades para ejercer el poder en un territorio que se ha asumido como irracional y, por lo tanto, ajeno al derecho y a la ley. Ello es un ejemplo de la racionalización perversa de la que puede ser capaz el dueño de una imaginación extravagante. Con ella buscará justificar su barbarie: la detentación de un poder asumido como legítimo ejercicio por parte de un perverso gobierno de facto.Una aparente autoridad que implique ejercicios de dominación desde la incomprensión de nuestro deseo.
Desde una comprensión causal del mundo que asume al mismo como un mecanismo a partir del compromiso con cierta manera de entender a la razón y, por lo tanto, de entender lo racional y la racionalidad, los protagonistas del cuento de Conrad se asumen como regidores de una Naturaleza a su servicio que, a partir de dicha comprensión jerárquica, asumen indolentemente como proveedora, entre muchas cosas, de la fuerza de trabajo de los habitantes de la región que, desde la subordinación implicada en tal supuesta legitimidad, deben ser sus sirvientes. En ello consiste una supuesta legitimidad de la servidumbre: “¡Dejaremos que la vida pase plácidamente! Nos sentaremos y recogeremos el marfil que nos traigan los salvajes. ¡Este país, después de todo, tiene su lado bueno!” Estos dos empleados de una compañía encargada de la comercialización de marfil son el ejemplo de cómo sólo la servidumbre aspira a la llamada nobleza. Se trata de dos seres incapaces del dominio de sí mismos, al grado de llevar a cabo en nombre de su ambición la dominación de los más vulnerables. En ello consiste la evidencia de su debilidad y lo agudo de su dependencia a sus formas de vida como manifestación y ejercicio de poder. Por ello, todo rey es un hijo bastardo. Al fuerte le basta el dominio de sí mismo:
La sociedad, no por razones de ternura, sino debido a sus extrañas necesidades, había cuidado de los dos hombres, prohibiéndoles todo pensamiento independiente, toda iniciativa, toda desviación de la rutina; y se lo había prohibido bajo pena de muerte. Sólo podían seguir viviendo a condición de ser como máquinas. Y ahora, libres del cuidado alentador de los hombres con la pluma detrás de la oreja, de los hombres con galones dorados en los puños, eran como dos condenados a perpetuidad que, liberados después de muchos años, no saben qué hacer con su libertad. No sabían hacer funcionar sus facultades porque los dos, al no tener práctica, eran incapaces de pensar por sí mismos.
Vemos la vulnerabilidad que puede generar el hábito de la subordinación. Conrad evidencia el peligro de la supresión de la autonomía como ejercicio de mecanización de un cuerpo humano, sujeto a las prácticas de una forma de vida y sus dependencias. En este caso, la de aquella forma constituida por el sentido del Progreso y sus valores como moral civilizatoria, supeditada al cierre del sentido que sería la conquista y la dominación del futuro. Probablemente la más grande perversión del Progreso sea la dominación que significa el cierre del sentido del futuro, entendido como una manera de asegurarlo al suprimir toda contingencia. Ello implica convertirnos en máquinas: autómatas constreñidos a la rigidez metálica de un cuerpo esclerotizado por una vida eficiente, funcional, productiva y encardinada por el consumo.Una vida que haya logrado suprimir la emergencia, la contingencia, la posibilidad y que, por lo tanto, haga de lo probable un problema que corresponda con el cumplimiento ineludible de lo causalmente necesario y eficiente. Sin embargo, ¿puede ser la rigidez de tal constante y su falta de espontaneidad correspondiente y comparable con las potencias inconmensurables de la vida manifiesta en La Naturaleza y sus fenómenos? Me cuesta trabajo no pensar en dicha inercia como algo incapaz de ser llamado vida, en términos de la problemática plenitud que para muchos ésta significa.
La posibilidad como fenómeno de la espontaneidad tiene una estrecha relación con la creatividad y sus fenómenos, como ejercicios de un pensamiento autónomo capaz de la apertura del sentido que los dota de su carácter estructurante. Este último, cualidad de la imaginación. Ante la novedad de un paisaje y la adversidad que puede implicar, bien advierte Conrad, parece poco lo que puede hacer un cuerpo poco comprometido con las habilidades que le pueda proveer el ejercicio de su creatividad negada como ejercicio de nuestra libertad y, por lo tanto, su inventiva. Por más poder que se tenga, resulta una franca debilidad ante cualquier circunstancia dicha carencia.Se trata de una indigencia semejante a la indefensión de un niño. En este caso, dos seres infantiloides que pueden ser susceptibles de ser víctimas del ejercicio de su propio poder. La sublime magnitud de dicha confrontación inevitable se antoja abismal por su tendencia a la desproporción. El territorio incapaz de subordinar a estos hombres,como sucedía en sus ciudades de origen, constituye la trampa de la ilusión de su poder. La boca de lobo disfrazada de paraíso, en la cual ellos mismos son sus propios demonios. Seres sujetos a las flamas de su voluntad.
Hay un momento sumamente significativo del relato de Conrad en el que, como parte de la crítica de la mecanización que pueden implicar los fenómenos civilizatorios del Progreso en su época, evidencia la dificultad de los seres humanos, en tanto que seres vivos, de convertirnos en máquinas. Conrad advierte la dificultad de suprimir las potencias de nuestra sensibilidad, el sentir de un cuerpo vivo pensante al estar comprometida su integridad en su experiencia estética. Vemos en tal ejemplo de Conrad como el pensamiento también es un fenómeno sensible y como nuestra sensibilidad también es pensamiento en tanto que parte estructural del fenómeno de nuestra consciencia.
Me permito una breve digresión y el recuerdo de alguien que se fue hace relativamente poco. El gran filósofo Antonio Escohotado alguna vez declaró que para él la palabra: ‘pensar’ era una manera espuria de hablar de la experiencia de ‘sentir’. En más de un sentido, ello me resulta una declaración sumamente importante. Sólo analíticamente podríamos establecer dicha diferencia. Es difícil no inferir que, en todo caso, sólo se trata de dos maneras de hablar del mismo fenómeno. Dos maneras de verbalizar nuestra sensación del cuerpo que constituyen dos posicionamientos ante nuestra sensación, si lo atendemos con la serenidad del caso, sumamente semejantes.
Conrad nos habla del hallazgo de varios libros y revistas en el lugar donde sus protagonistas se han instalado. En aquella accidentada biblioteca se encuentran relatos que los conmueven y emocionan, al punto de la alegría y el llanto. En dicho acervo destaca la presencia de Alexandre Dumas y Honoré de Balzac. Quizá, si hay alguna experiencia que evidencia la posibilidad del ejercicio autónomo de nuestra libertad sea la experiencia estética: el instante en el cual vivimos el arte y creamos el mundo. Nos volvemos poetas de las potencias de nuestro cuerpo. Somos capaces de una poética de nosotros mismos:
«Es un libro espléndido. No tenía idea de que hubiera tipos tan listos en el mundo.» También encontraron unos viejos números de un periódico de la metrópoli. Trataban de lo que se había dado en llamar “Nuestra expansión colonial” en un lenguaje altisonante. Hablaba abundantemente de los derechos y deberes de la civilización, de lo sagrado de la obra civilizadora, y ensalzaba los méritos de los hombres que iban por el mundo llevando la luz, la fe y el comercio hasta los más oscuros rincones de la tierra, Carlier y Kayerts lo leyeron, reflexionaron y comenzaron a pensar mejor de sí mismos.
Los protagonistas del cuento también encuentran ejemplos del discurso hegemónico de las instancias del Progreso. Se trata de textualidades apologéticas del proyecto supuestamente civilizatorio del Progreso, proyectado para la defensa de la supuesta legitimidad de tal empresa de dominación. Se encuentran con discursos que celebran emprendimientos semejantes al de ellos, lo cual los complace, aunque dicho reconocimiento implique el anonimato de ambos protagonistas. Se trata de la legitimación de una idea de civilización constituida por una serie de formas de vida con las que están comprometidas Naciones enteras que saben que en la posibilidad de dicha explotación consiste su problemática hegemonía.
Vemos cómo en tal discurso del dominador el anonimato de su ejercicio está comprometido con la reivindicación de la mayoría que tiende a ser masa, como mecanismo eficiente e impersonal de despersonalización. En tal comprensión, comprometida con la noción de Estado-Nación, podemos advertir la homogeneidad de una normalización alienante que, por un lado, hace un reconocimiento impersonal de los integrantes del proyecto y, por otro, acaba invisibilizándolos al reducirlos a elementos mensurables y cuantificables deuna serie de accidentes de la Historia. Un grupo de vidas ricas y complejas subsumidas para satisfacer la demanda de utilidad y eficiencia como sentido del consumo de sus cuerpos ofrendados y sacrificados al fantasma con las manos vacías del Futuro. Este último, promesa del Progreso.
Sin embargo, a pesar de lo anterior, tal reconocimiento parece indicar que más de uno está del lado de los protagonistas del cuento. La Mayoría está de su lado. Por ello dichos hombres tienen valor, esos hombres valen por ser útiles y, por lo tanto, eficientes. El problema es, como bien advierte Kant, que sólolo útil, en tanto que provisional, perecedero, intercambiable y desechable tiene valor y, por lo tanto, vale. En cambio, según el filósofo prusiano, los seres humanos no tenemos valor, no valemos, sino que tenemos dignidad y esta última es inalienable:“Carlier dijo una tarde moviendo una mano: ‒Dentro de cien años tal vez haya aquí una ciudad. Muelles, almacenes y barracas, y…y quizá salones de billar. La civilización, muchacho, la virtud y todo eso. ¡Y luego la gente se enterará de que los dos buenos tipos, Kayerts y Carlier, fueron los primeros hombres civilizados que vivieron en este lugar!” Estamos ante la lógica servil del alienado que se cree amo sin advertir su esclavitud, en dicho gesto se consuma esta última. Un ejemplo de la conciencia alienada que puede significar la servidumbre como identificación con el dispositivo.
Sin embargo, ello resulta en dicha diégesis un somero consuelo ante la densidad ontológica que constituye un cuerpo potencialmente acechado, atravesado por su indigencia y siempre dispuesto a la contingencia del mundo por su vulnerabilidad: “Los dos se dieron cuenta por primera vez de que vivían en unas condiciones en las que lo inusual podía ser peligroso, y no había poder alguno en la tierra, excepto ellos mismo, que se interpusiera entre los dos y lo inusitado. Se sintieron incómodos, entraron en casa y cargaron sus revólveres.” Es muy fácil olvidar nuestra indigencia, al instalarnos en las aparentes comodidades y ventajas que constituyen nuestras formas de vida y comprometernos con el cierre del sentido de la misma que tal decisión puede implicar. Fenómeno del cual habla la afirmación, casi una advertencia, que hace el joven Nietzsche en De verdad y mentira, en sentido extramoral: “Vivir es estar en peligro”.
Aquellos hombres que, como afirma Conrad, “Llevaban sirviendo a la causa del progreso más de dos años”, no eran capaces de habituarse. La adversidad los confrontaba con circunstancias que entrañaban otra comprensión de la vida, como era el caso de una impresión y aparente claridad que concebían en relación con aquellos lugareños con los que habían llegado a tener contacto: “nada hay más fácil para ciertos salvajes que el suicidio”. Podemos inferir en tal impresión por parte de nuestros protagonistas, además de ser un posicionamiento del propio Conrad, la creencia en que las personas de dicho entorno, más vinculadas con la Naturaleza, tienden más a la inmediatez y fugacidad de la vida como fenómeno de la animalidad de un cuerpo que no necesita de una compleja significación del peligro al estar naturalizado como experiencia de la finitud de nuestro cuerpo y, por lo tanto, como fenómeno de la vulnerabilidad del mismo. En tal posibilidad, quizá, podemos advertir una fortaleza ante la fragilización de nuestro carácter que puede significar la domesticación de nuestra animalidad. Vemos el complejo abismo de la dificultad de un muy improbable, por no decir imposible, regreso al estado salvaje, una reversión de la condición humana a nuestra animalidad, ante unas formas de vida comprometidas con su Progreso el cual nos cubre de capas sobre capas de fenómenos que constituyen y complican nuestras habitaciones del mundo, las cuales tienden al abandono de nosotros mismos.
La pregunta, entonces, sería: ¿Qué es una vida fácil?, ¿Podemos llamar de esa forma a una vida integrada por una serie de fenómenos que nos vuelven dependientes de la posibilidad de una vida productiva, eficiente y tendiente al consumo o a confrontar todas las dificultades y aparentes carencias de una vida somera y frugal?
Ambos son dos extremos que se antojan absolutos y no quisiera optar por ninguno de los dos para no caer en un moralista cierre de sentido. Sin embargo, habría que pensar qué es lo que está en juego entre dichas posibilidades en relación con la probabilidad entre ambas. La primera, más comprometida con el Progreso entendido como el avance en la complicación de nuestra vida constituida por las dependencias que la hacen eficiente y productiva, al grado de llegar a deshumanizarnos o, quizá, tendientes a superar nuestra humanidad como fenómeno físico y corporal. La segunda, más tendiente a la autonomía e independencia como posibilidades de la habitación y comprensión de los supuestos peligros que significan para muchos hombres supuestamente civilizados los fenómenos de la Naturaleza, pero con el problema nada menor de tender a la dificultad de un imposible y problemático regreso a nuestra animalidad, lo cual también implicaría el profundo conflicto de desmontar nuestra domesticación y rehabitar nuestra animalidad a partir de asumir y comprender al peligro como parte de nuestra vida.
Los dos escenarios anteriores resultan radicales: el primero por lo contundente y profundo de la subversión artificial que implica, el segundo por el asiento en nuestra raíz animal que puede llegar a implicar nuestro reencuentro en la Naturaleza a través de la revinculación con nuestra animalidad. Sin embargo, sería interesante pensar en lo siguiente: ¿Qué tanto son posibles estadios intermedios entre tales posibilidades? ¿Qué tanto los hemos ensayado? y ¿qué tanto hemos tenido éxito o fracaso en dichos intentos?
En términos de una supuesta civilización comprometida con el Progreso, como ya hemos visto en el pasaje del encuentro de los documentos periodísticos a los que nuestros personajes tienen acceso según la narración de Conrad, los poderes fácticos de los Imperios y Estados-Nación, a través de sus siervos, consideran que llegan a los lugares que colonizan para proveerlos de una mejor y más avanzada forma de vida. Subestiman las potencias de los colonizados, supuestamente bárbaros, capaces de llevar a cabo habitaciones de la Naturaleza. La supuesta inferioridad de dichos seres colonizados que, además, es el prejuicio que integra al problemático porqué de haber sido conquistados, se basa en la supuesta pasividad implicada en la falta de avance de dichas colectividades quienes, por tal supuesta incapacidad, siguen sujetos a la necesidad dehabitar a la Naturaleza quedando subsumidos por la misma, según la lógica del Progreso. Según dicho proyecto supuestamente civilizatorio, se trata de sociedades incapaces de superar el peligro que significa depender de la Naturaleza. Esto implica una supuesta sujeción a la contingencia de esta última, en contra de la seguridad y estaticidad que supuestamente garantizan las formas de vida que constituyen a la llamada civilización.
Lo anterior nos confronta con una cara de la discriminación,en el sentido más problemático de la palabra. Aquella que se basa en el planteamiento de una aparente inferioridad que supuestamente legitima al colonizador como autoridad capaz de tutelaje. Hablamos de la presunción del colonizador como supuesto mayor de edad que, por lo mismo, acaba siendo autorizado para formar al supuesto menor de edad: el colonizado, reduciéndolo a pupilo de su dominador.
Ello motiva una importante reflexión acerca de las pedagogías entendidas como procesos formativos y civilizatorios. ¿Qué tanto formar a alguien o tomar dicha misión en nuestras manos implica el peligro de propiciar el cierre del sentido de su vida? ¿Dicho peligro no implica la posibilidad de inducir al colonizado a su alienación como naturalización de su esclavitud? ¿No implicaría dicho proceso la consumación de la dominación por parte del colonizador como consumación de la heteronomía como territorialización de una subjetividad?
Se trata de un paternalismo que, desde los términos de la posibilidad de un ejercicio autónomo de la razón, se evidencia sumamente cuestionable. Especialmente si advertimos que la renuncia al ejercicio autónomo de la razón ha derivado en la dependencia al proyecto civilizatorio del Progreso, lo cual como hemos visto ha sido afirmado por el propio Conrad. Por lo mismo, se evidencia cuestionable la autoridad de quienes han sido formados desde el principio de sus trayectorias vitales a través del proyecto civilizatorio del Progreso. Podemos inferir la miseria que se evidencia en lo cuestionable del carácter libertario de dicha comprensión de la civilización, en tanto que se antoja cuestionable y problemática la independencia de sus integrantes y, por lo tanto, su manera de comprender la Libertad. Especialmente si confrontamos dichos elementos con los resultados de la praxis implicada en el ejercicio del aprovechamiento de las propias potencias vitales por parte de los supuestamente bárbaros e incivilizados que, a pesar de dicho prejuicio, han sido capaces de constituir sus habitaciones vitales con base en una relación lo suficientemente armónica con la Naturaleza.
Para no caer en el error de idealizar la anterior posibilidad y con ello provocar el compromiso con un posicionamiento que se presuma o tienda a entenderse como absoluto capaz de cierre del sentido,no hagamos a un lado el que todo proyecto humano tiende a su problematicidad debido a la falibilidad inextricable a nuestra finitud, especialmente en relación con la Naturaleza. Sin embargo, podemos distinguir posibilidades del ejercicio de nuestra libertad en todo emprendimiento de nuestra cultura, lo cual implica el discernimiento de nuestras formas de vida, incluyendo la advertencia y comprensión de lo óptimo o pauperizante de las mismas.
Un claro ejemplo de dicho contraste lo encontramos enun momento en el que los protagonistas del cuento se sienten vulnerables y azorados por el abandono de sus trabajadores. Kayerts, con la poca consciencia implicada en el fenómeno de la alienación, manifiesta la ilegítima violencia de su paternalismo como manifestación de su creencia en la inferioridad de aquellos que ha colonizado: “‒Casi no lo puedo creer ‒dijo Kayerts, lloroso‒. Les cuidábamos como si hubieran sido nuestros hijos”. Independientemente de lo problemática que ya por sí misma resulta esta afirmación, habría que preguntarse: ¿qué tan bien trata un hombre comprometido con el proyecto supuestamente civilizatorio del Progreso a sus hijos? ¿Realmente a los Colonizados de la historia se les ha tratado alguna vez con un afecto semejante al de un hijo? ¿Qué significa en dichos términos y desde tales posicionamientos ‒especialmente si los situamos en su correspondiente contexto histórico‒, tratar a alguien ‒especialmente a un colonizado‒ como a un hijo? Este cuestionamiento resulta particularmente significativo en el caso de Kayerts porque una de sus motivaciones para el emprendimiento comercial que lleva a cabo es el profundo amor que siente por su hija: Melie.
Estamos ante la interesante posibilidad de advertir cómo nuestros más profundos afectos acaban comprometidos con nuestras dinámicas de consumo y producción, además de acabar comprometidos con valores como la eficiencia y la seguridad como garantías de una vida supresora de la contingencia y tendiente a la supuesta estabilidad de la inercia. Parece que la posibilidad del acuerdo y la concordia como fenómenos de armonía, en tanto que principios, resultan distantes. Las posibilidades semejantes a estos últimos principios sólo serían posibles desde la consolidación de la imposición de las condiciones y formas de vida del colonizador.
Un ejemplo de tal condicionamiento lo encontramos cuando nuestros personajes descubren el porqué del aparente abandono de sus trabajadores. Al servicio de ambos hombres está un colonizado natural de la región: Makola. Éste aprendió a sobrevivir a través de dicha servidumbre, al grado de poder mantener a su familia, integrada por su mujer y sus hijos. Makola aprendió a llevar a cabo la contabilidad del lugar y a trabajar con los libros y cuadernos para ello. Aprendió a llevar a cabo los tratos del hombre blanco y la administración de los mismos, de la manera en la cual lo han constreñido sus amos.
Sin embargo, a pesar de lo anterior, Makola parece haberse equivocado, incluso a pesar de los resultados del trato. Los dos protagonistas del cuento no contaban con la aparente adversidad de la contingencia de su circunstancia ni mucho menos con que la rigidez de sus formas de negociación iba a constituir un obstáculo según sus expectativas, a pesar de haber enseñado bien a un conquistado a conducirse con su misma lógica: “‒No fue un trato corriente ‒dijo Makola‒. Trajeron el marfil y me lo dieron. Les dije que se llevaran lo que más les apeteciera de la factoría. Es un marfil estupendo. Ninguna estación tendrá colmillos como éstos. Los comerciantes necesitaban portadores y nuestros hombres no servían para nada. Ningún trato, ninguna entrada en los libros; todo correcto”.
Makola había obtenido excelentes ejemplares de colmillos de elefante sumamente valiosos, a cambio de la poco eficiente mano de obra de la empresa. Lo anterior, ante la situación relativamente precaria de la empresa desde la llegada a la misma de los dos protagonistas del cuento. Estos últimos, como parte de su misión, debían resolver dicho decaimiento. Makola, con base en lo que le habían enseñado y sujeto a las condiciones establecidas por el hombre blanco, hizo lo que consideró mejor para la empresa y consiguió buenos resultados que, podemos inferir, pueden constituir una excelente inversión para la empresa con muy buenos resultados en ventas y, por lo tanto, también en ganancias. Lo anterior se antoja un logro si tomamos en cuenta las circunstancias. Por lo menos lo sería si apreciáramos la contingencia y emergencia como dinámicas de la vida.
Sin embargo, a pesar del éxito de la explotación de la Naturaleza y del aniquilamiento de la magnitud sublime de la misma, los hombres blancos demuestran su ambición al indignarse con Makola. No querían ni perder ni apostar nada, querían todo, incluyendo su fuerza de trabajo que jamás se imaginaron perder, a pesar de lo precaria de su circunstancia. Para ellos, en tanto que dueños y amos, hacer negocio no debe contemplar riesgo, únicamente grosera explotación y, por lo tanto, sólo debe haber ganancia. No hay lugar para la contingencia y su desventaja, lo cual implica hacer la menor inversión sin importar su dificultad ante dicho escenario.
Los dos hombres habían llegado para dominar a la Naturaleza, para civilizar matando a la Vida que la constituye y, por ello, ésta última debe rendirse servilmente y no representar desventaja alguna. Ante la sublime magnitud de tan ingente adversidad, ¿no se antoja dicha voluntad, además de un despropósito, un inevitable motivo de profunda angustia? La absurda renuncia a la posibilidad de la comprensión de la lógica intrínseca de la materialidad concreta de su circunstancia por parte de estos dos hombres blancos resulta desconcertante para el propio Makola quien tan sólo hizo su trabajo: “‒Hice lo que más convenía a ustedes y a la Compañía ‒dijo Makola, imperturbable‒. ¿Por qué grita tanto? Mire ese colmillo”. El empleado había hecho un trato excelente correspondiendo con lo que le habían enseñado y, sin embargo, sus jefes no están satisfechos. Se evidencia la postura de ambos hombres ante las reglas de su propio juego, en tanto que integrantes del proyecto supuestamente civilizatorio del Progreso: Carlier y Kayerts siempre tienen que ganar y, para ello, todo el mundo tiene que perder. Tal es la economía, recordemos que la palabra economía, cuyas raíces son: oικoσy νoμoσ, significa: la ley de la casa. En este caso, la casa siempre gana y, para ello, todos tenemos que perder.
Después de aquel desencuentro, ambos hombres se sentían engañados y defraudados. Creían que todo aquello había sido un plan de Gobila, el sacerdote de la tribu que, con ayuda de Makola, se había llevado a los hombres, embriagados por el fuerte vino de palma que Makola les había ofrecido. Quizá pensando en la indefensión de sus perdidos trabajadores en el momento de su extravío, los protagonistas declaran: “‒La esclavitud es una cosa horrible ‒balbuceó Kayerts con voz quebrada. ‒Terrible, toda clase de sufrimientos ‒gruñó Carlier con convicción”. Sin embargo, más que pensar en la circunstancia de sus subordinados, parecía que pensaban en la indefensión y extravío que les causaba su propia servidumbre, comprometida con el problemático anhelo que entraña el supuesto proyecto civilizatorio del Progreso: “Nadie sabe lo que significa el sufrimiento o el sacrificio, excepto quizá las víctimas de la misteriosa intención de esas ilusiones”. Pensando en estos términos, parece evidenciarse la trampa del poder: la ilusión del futuro y la aparente seguridad del bienestar como fin de la contingencia y su incertidumbre, el cierre del sentido de nuestras vidas.
¿Con que clase de despropósitos estamos y seguiremos comprometidos?, ¿es tan racional nuestra vida como se nos ha hecho creer o, justamente, hemos renunciado a varias de las más importantes posibilidades de la razón para permitir la sinrazón implicada en la incomprensión de nuestro deseo?
Parece que lo anterior se evidencia en los males que el proyecto supuestamente civilizatorio del Progreso ha llevado a los lugares que ha colonizado, haciendo cuestionable la mejoría que supuestamente significa la forma de vida que propone. Conrad, con una admirable comprensión de lo anterior para su época dada la atmósfera imperante de la misma, nos ofrece un escenario en el que queda claro lo problemático de nuestro deseo: si civilizarnos es humanizarnos, debemos estar alerta de si realmente queremos humanizarnos porque, muy probablemente, jamás dejaremos de ser humanos, demasiado humanos:
[…] los blancos, que habían traído mala gente al país. La mala gente se había ido, pero el miedo continuaba. El miedo siempre permanece. Un hombre puede destruir todo lo que hay en su interior, el amor, el odio, las creencias e incluso la duda; pero mientras se aferra a la vida no puede destruir el miedo; el miedo, sutil, indestructible y terrible, que invade todo su ser; que impregna sus pensamientos; que ronda en su corazón; que observa en sus labios la lucha del último aliento.
En estas palabras de Conrad advertimos el posicionamiento del narrador ante la dolorosa herencia del Progreso en más de un territorio en el cual ha sido padecido o se sigue padeciendo, principalmente en el caso de los territorios de la subjetividad de quienes lo padecieron y lo seguimos padeciendo. El miedo es una experiencia constitutiva que no hay que juzgar, negar o reprender sino comprender porque, como bien lo señala nuestro autor, se trata de un impulso vital, una afirmación de la vida, en tanto que experiencia sublime de nuestra finitud constitutiva. Una habitación de nuestro dolor, su padecimiento y, por lo tanto, una habitación de nuestro cuerpo, nuestra sensación y de nosotros mismos. Una plenitud en la que puede consistir la experiencia de nuestra adversidad como fenómeno constitutivo.
¿No podría ser qué, ante lo terrible de nuestra historia, dicha experiencia sublime-terrorífica pueda ser subvertida al grado de convertirse en una potencia en tanto que manifestación de nuestro cuerpo y posicionamiento vital del mismo ante tal adversidad que implique nuestra sobrevivencia? Pueden dominarnos, sin embargo, en la vida de un cuerpo, en ese último aliento del que habla Conrad, mientras haya vida está presente la potencia invencible de esta última. Quizá sea lo más importante que haya que aprender de aquellos que saben realmente qué es la esclavitud, qué es ser sujeto de dominación y colonización, qué es ser colonizado y, por lo tanto, qué es ser sujeto de estigmatización y exterminio.
La situación en la región era sumamente difícil. La falta de recursos, incluyendo la comida, era notoria. Carlier consigue cazar un hipopótamo. Sin embargo, no puede capturar el cuerpo del animal a tiempo por falta de infraestructura y el cadáver se hunde en el río en el que fue cazado hasta desaparecer, probablemente alejado por la corriente del sitio en el que estaba. Después aparecerá flotando cerca de la aldea lidereada por el brujo Gobila, lo cual representó un hecho de gran fortuna para tal colectividad. Sin embargo, el posicionamiento y la reacción por parte de Carlier ante tal situación es particularmente llamativa y poco sorprendente por parte de uno de los ejecutores del Progreso: “Fue ocasión para una fiesta nacional, pero Carlier tuvo un ataque de rabia y dijo que era necesario exterminar a todos los negros para que el país fuera habitable”. Vemos como la dificultad para la obtención de recursos contempla la posibilidad del exterminio de los subordinados cuando representan un obstáculo para ello, evidenciándose la inferioridad que asume el colonizador sobre el colonizado. La explotación implicada en la dinámica consumo-producción hace pertinente a los cuerpos colonizados sólo en la medida en que son consumibles y explotables (podemos inferir que no sólo laboralmente) y, en esa medida, el consumo y la explotación llevados a cabo por ellos implica el peligro de su emancipación al ser capaces de propiedad y, por lo tanto, convertirse en propietarios. Ello les daría la suficiente paridad para dejar de ser subordinados, transformándose así en adversarios.
Estamos ante un caso semejante en una situación extrema. Sin embargo, lo significativo es lo imperante de dicha lógica y su emergencia en términos raciales y en relación con las condiciones materiales que han sido subsumidas por condiciones morales que aparentemente legitiman al poder. Sin embargo, dicha legitimidad se manifiesta cuestionable ante lo relativo, variable, circunstancial, emergente y contingente de las condiciones de poder, especialmente en condiciones tan volátiles. Conrad evidencia con ello lo arbitrario de la propiedad como principio de legitimidad del ejercicio del Poder. Se puede inferir que este último no es referente de Justicia y, por lo tanto, tampoco se puede asumir a la propiedad como principio de esta última. Por lo tanto, la condición de propietario como principio de legitimidad del poder implica ir en contra de la racionalidad de lo indeterminable e ingente de los fenómenos del mundo ‒además de no tomar en cuenta la inconmensurabilidad de la Naturaleza‒, yendo en contra de la supuesta racionalidad que se ha asumido como guía del Progreso como proyecto civilizatorio de la humanidad. Tan cuestionable oposición a la razón suele posibilitar la perversa detentación del poder, haciendo de este último un fenómeno siempre susceptible de abuso.
Con ello Conrad evidencia al absurdo como fenómeno que desafía a la aparente racionalidad que se nos ha impuesto como principio constitutivo de nuestra habitación del mundo, con la cual tendemos al abandono de la habitación de nuestras vidas. Justo eso es lo que podemos inferir en el pensamiento de Kayerts ante el momento contundente de la obra, signado por una particular adversidad que acaba derivando en lo terrible: “Estaba completamente obsesionado por la súbita percepción de que nada tenía sentido, de que en aquellos momentos tanto la vida como la muerte se habían convertido en algo igualmente difícil y terrible.” Dicho protagonista de la obra, a raíz de tal adversidad, había acabado en un duelo digno de análisis con su compañero. Ambos habían reservado en una caja fuerte los últimos quince terrones de azúcar de sus despensa y media botella de coñacen caso de enfermedad. Su dieta frugal consistía en café sin azúcar y arroz hervido. Tan insípida rutina alimenticia desesperó a los dos civilizados hombres, manifestando con ello su dependencia a una dinámica de consumo implicada en una forma de vida que los hacía dependientes de los productos específicos que también eran elementos de la misma al constituirla. Carlier, harto de dicha insatisfacción, confrontó a Kayerts para que le diera azúcar y coñac, principalmente un terrón de azúcar para su café. Quien diría que ante tal panorama en el que se evidencia la tensión entre nuestra necesidad y nuestro deseo se suscitaría el desenlace fatal de ambos hombres a manos de ellos mismos. Los dos misioneros de la civilización sucumbieron ante su propia fragilidad. Acabaron derrotados por la incomprensión de su deseo, lábil por estarsubsumido por la apetencia vuelta necesidad, a pesar de ser propietarios y, por lo tanto, supuestos hombres libres y legítimos dueños, autorizados para ejercer el poder. Kayerts, quizá sin poder advertir las consecuencias de su rigidez o su incapacidad de llevar a cabo una decisión más flexible, acaba matando a Carlier por un terrón de azúcar. He ahí el absurdo que evidencia Conrad de manera contundente:
Dio la vuelta a la galería mientras Kayerts permanecía sentado mirando el cuerpo. Makola volvió con las manos vacías, quedó sumido en sus pensamientos, luego entró tranquilamente en la habitación del muerto y salió con un revolver que enseñó a Kayerts. Kayerts cerró los ojos. Todo empezó a girar en torno suyo. La vida era ahora más difícil y más terrible que la muerte. Había matado a un hombre desarmado.
¿Cómo no dejar de cuestionar la racionalidad del Progreso que se supone representan estos hombres debido al compromiso con su civilización, manifiesto en los hábitos de consumo y producción que constituyen sus respectivas vidas? ¿Cómo es posible que el Progreso incluya tan terrible desenlace por parte de aquellos que representaban la promesa de una mejor forma de vida y que, además, trabajaban para ella? ¿De qué manera se manifestó aquí, pensando en términos de necesidad y deseo, la represión de estos últimos en lugar de su comprensión como fenómenos constitutivos implicados en nuestra animalidad? Este proceso de comprensión planteado con el fin de afirmar una humanidad en contra de su sesgo, mutilación y deshabitación,ante el peligro ‒en este caso siguiendo dicho desenlace‒ de la barbarie de su autodestrucción. ¿Han dejado de ser alguno de los cuestionamientos anteriores referentes de la problematicidad de muchos de nuestros fenómenos contemporáneos?
Conrad lo dice bien, en lugar de hacerse la luz…:
Llegó la noche y Kayerts se sentó inmóvil en su sillón. Se sentía tranquilo, como si hubiera tomado una dosis de opio. La violencia de las emociones que había experimentado le producía una sensación de agotada serenidad. Había vivido en una corta tarde todas las profundidades del horror y de la desesperación y ahora había encontrado el reposo en la convicción de que la vida ya no tenía secretos para él: ¡ni tampoco la muerte! Se sentó junto al cadáver, pensando; pensaba intensamente, le sobrevenían nuevos pensamientos. Le parecía que se había desprendido de sí mismo por completo. Sus antiguos pensamientos, convicciones, gustos y antipatías, las cosas que respetaba y las que aborrecía se le presentaban ahora bajo su verdadera luz. Parecían despreciables e infantiles, falsas y ridículas. Se sentía a gusto con su nueva sabiduría, sentado junto al hombre que había matado. Discutía consigo mismo sobre todas las cosas que había bajo el cielo, con esa especie de extraviada lucidez propia de algunos lunáticos. De paso reflexionó que, de todos modos, el muerto era una bestia dañina; que diariamente se morían miles de personas, tal vez centenares de miles ‒¿quién podía saberlo?‒, y que en esa cantidad una muerte más no importaba; no tenía importancia, al menos para una criatura capaz de pensar. Él, Kayerts, era una criatura capaz de pensar. Hasta aquel momento de su vida había creído muchos absurdos, como el resto de la humanidad, formada por tontos; ¡pero ahora podía pensar! Se sentía en paz; conocía bien la filosofía más elevada. Luego intentó imaginarse muerto y a Carlier sentado en su sillón, contemplándole; y lo consiguió de tal forma que en pocos instantes ya no supo quien estaba muerto y quién estaba vivo. Esa extraordinaria conquista de su imaginación, sin embargo, le dejó estupefacto y tuvo que hacer un complicado y oportuno esfuerzo mental para salvarse a tiempo de convertirse en Carlier. Su corazón palpitó y sintió calor en todo su cuerpo pensando en el peligro pasado. ¡Carlier! ¡Qué cosa más bruta! Para tranquilizar sus excitados nervios ‒¡no era sorprendente que estuvieran así!‒ intentó silbar un poco. De pronto se quedó dormido o, al menos, creyó dormir; pero había niebla y alguien había silbado en aquella niebla.
En este largo y crucial pasaje de la obra de Conrad, con maestría el autor describe cómo la consciencia de un cuerpo escindido por la sublime experiencia de su finitud comienza a hacer una serie de racionalizaciones para sobrevivir, pasando también por la perversidad de imaginaciones extravagantes que intentan justificar lo terrible cuando se está ante ello como autor del acto o de los actos que lo han hecho posible. Conrad nos confronta con el dolor de haber llevado a cabo lo irreparable, lo cual puede implicar tanto el fenómeno del remordimiento como el de la culpa. Esta última consiste en la incomprensión y juicio narcisistas de creer que adoleciendo un dolor punitivo podemos reparar nuestro irreparable error, como si fuéramos Dioses que con nuestro sufrimiento fuéramos capaces de retroceder el tiempo. Hago esta diferencia porque el remordimiento tiene la legitimidad de manifestar una consciencia de lo terrible e irreparable que hemos hecho. Un fenómeno que el budismo llama: hrī, palabra en pali que suele traducirse como: remordimiento. La legitimidad de la culpa yace en que en ella se manifiesta lo que puede un cuerpo ante tales circunstancias. Sin embargo, como ya hemos explicado, implica el apego a la imposibilidad de nuestro deseo y suele ser un recurso de control por parte de las morales imperantes, ello hace de la culpa un fenómeno problemático.
Conrad narra la angustia de Kayerts, un cuerpo escindido ante un hecho que desafía la racionalidad de la forma de vida con la que se había comprometido, debido a que la misma, junto con sus dependencias implicadas, lo han llevado a tan terrible resultado y nefasta consecuencia. Quizá puede inferirse en tal dolor la advertencia de la sensación de Kayerts de ser esclavo del proyecto del Progreso. Una esclavitud debida a la irreflexividad implicada en la falta de autonomía que lo había reducido a dicha condición infantiloide para ser parte de su civilización de origen como ya nos había advertido Conrad. Kayerts experimenta el dolor de dicha consciencia, el dolor de ser consciente, lo que Hegel definía, en tanto que buen romántico, como: el desgarro de la penetración de la consciencia.Esta última intenta no desestructurarse y mantener su orden ante el padecimiento de su sublime finitud. Intenta su sobrevivencia en medio de su angustia, la noche del cuerpo. De ahí la racionalización y el intento del cuerpo de armonizarse manifiesto en el silbido. Un ejemplo que pone Freud en Inhibición, síntoma y angustia: el caminante que silva para sobrellevar la angustia que le produce caminar en medio de la oscuridad.
Sin embargo, tanta angustia puede ser demasiado desafío para la finitud de cualquier cuerpo vivo. La muerte no es cualquier evento, especialmente para aquél que, de cualquier forma, pudiera ser el autor de su emergencia. Basta con imaginarlo para padecer el sufrimiento de la imaginación misma de tal dolor. Si ya hay una sensación significativa en ello, ¿cómo será en el caso de quién lo vive? Siempre será más fácil inferirlo sin que alcance nuestra imaginación cuando uno ha tenidola fortuna de jamás haber experimentado algo semejante como es mi caso:“Se puso en pie, miró al cadáver y alzó los brazos dando un grito como el de un hombre que, al despertarse de un trance, se encuentra para siempre en una tumba”. Kayerts ha sido derrotado por la sublime experiencia de su finitud porque ha rebasado los legítimos límites de las potencias de su cuerpo. El cuerpo de Kayerts y lo que puede se han confrontado con una de las evidencias y accidentes más contundentes de la Contingencia que probablemente jamás podrá suprimir ni solucionar el Progreso: la muerte.
A la región llegó el Director Gerente de la Gran Compañía Civilizadora, “(ya sabemos que la civilización sigue al comercio) desembarcó el primero y sin detenerse dejó atrás al vapor. La niebla río abajo era cada vez más densa; arriba de la estación la campana sonaba incesante y bronca”, así describe el arribo de dicho personaje Joseph Conrad. Había llegado para dar cuenta de la circunstancia del negocio y sus encargados. Un control de daños con el fin de que continúen las funciones, procesos y objetivos de la Compañía, a partir de su informe y la evaluación de tal situación que derive en un posicionamiento posterior con su respectiva mejor solución. Sin embargo, la imagen que se encontraría sería la del discurso de un cuerpo que evidenciaba el fracaso estructural de una misión regida por una aparente racionalidad (una racionalidad sesgada e instrumentalizada) que había provocado lo terrible de la causalidad que defendía como manifestación del absurdo de los compromisos con nuestro deseo cuando es incomprendido, implicados en nuestras formas de vida. El Director Gerente de la Gran Compañía Civilizadora…:
Se quedó en pie y buscó afanosamente en sus bolsillos una navaja mientras miraba a Kayerts, que estaba colgado por una cuerda de cuero de la cruz. Evidentemente, había subido a la tumba, que era alta y estrecha, y después de atar el extremo de la correa al travesaño, se había dejado caer. Los dedos de sus pies estaban a sólo unas pulgadas de la tierra; sus brazos colgaban, tiesos; parecía estar rígidamente cuadrado en posición de firmes, pero con una mejilla de color púrpura juguetonamente posada sobre su hombro, Y, con indolencia, mostraba su hinchada lengua al Director Gerente.
Conrad describe la postura del cadáver ‒hallado en la tumba de Carlier‒ con la rigidez de un cuerpo obediente, semejante a un soldado o un militante. Pareciera el signo del condicionamiento de una forma de vida, una manera de vivir, en el cuerpo que la habitó. El habla de un cuerpo muerto manifiesto en las grafías que son las huellas de su trayecto vital. Finalmente, la gran burla correspondiente con el absurdo y sinsentido manifiestos en el despropósito de dicha misión y su terrible desenlace: Kayerts, como un niño, le saca la lengua al personaje último e incidental que representa tanto al Progreso como a la Civilización que lo ha generado y legitimado como cierre del sentido de nuestras vidas y manifestación de la incomprensión de nuestro deseo. Lo anterior, fenómenos inextricablemente comprometidos con nuestra responsabilidad y, por lo tanto, fenómenos de lo problemática que resulta nuestra Libertad, al igual que nuestra especie.