El arte de tener alas

“¡Cuán distintamente se comporta el hombre estoico ante las mismas desgracias,

instruido por la experiencia y autocontrolado a través de los conceptos!

Él, que sólo busca habitualmente sinceridad, verdad, emanciparse de los engaños

y protegerse de las incursiones seductoras, representa ahora, en la desgracia, como aquél, en la felicidad,

la obra maestra del fingimiento; no presenta un rostro humano, palpitante y expresivo, sino una especie de máscara de facciones dignas y proporcionadas; no grita y ni siquiera altera su voz; cuando todo un nublado descarga sobre él, se envuelve en su manto y se marcha caminando lentamente bajo la tormenta.”

Friedrich Nietzsche

La palabra angustia recibe su nombre de la palabra ‘angosto’y, por lo tanto, también tiene relación con la palabra ‘angostura’. Dicho sentimiento tiende a angostar nuestra mirada, limitar nuestra visión y, con ello, pareciera más estrecho el horizonte de nuestras vidas. La oscuridad, la tormenta y la oscuridad de la tormenta,además de adversidades, son experiencias sublimes que, en más de una ocasión, han servido como metáforas de la adversidad misma y del sentimiento de impotencia ante lo que sólo podemos advertir o creemos imposible,resultado y efecto de la ceguera aparente de la angustia.

Quizá no haya peor ceguera que la que nace en nuestra entraña, al no comprender su sensación. Una ceguera parcial capaz de esconderse en nuestra visión, a cuya aparente objetividad entronamos como referente de lo probable y lo posible. Estos últimos aspectos suelen ser los últimos que solemos cuestionar, quedando entrampados en la supuesta certeza del mundo como garantía de seguridad, realismo que vale la pena cuestionar si puede ser capaz de destruirnos.

De tal forma nos derrota la angustia. Sin embargo, si su influencia no se consuma con lo terrible de lo irremediable, puede implicar nuestro despertar como consecuencia del quiebre de nuestras cadenas: un aprendizaje a través del dolor y su derrota. Se trata de una experiencia sublime de lo común de la finitud de nuestros cuerpos. Por ello, caer, si bien es doloroso, es común e importante. En cambio, levantarse puede ser extraordinario. Por ello, vale la pena recordar que la palabra ‘derrota’ es sinónimo de ‘camino’.

Alberto Blanco es un reconocido poeta mexicano quien, además, tiene el importante mérito de haber traducido el Dhammapada, texto atribuido a Sidharta Gautama, Buda Shakyamuni o Buda histórico. Una obra fundamental para la comprensión y práctica del budismo. El autor capitalino nos ofrece un cuento que inicia con la presencia de unos seres especiales, depositarios de potencias creativas de carácter cósmico, en medio de la penumbra que ha ocasionado la tormenta. Ante dicho cielo insondable, se dificulta la visión del horizonte por parte de dichos personajes. Estos últimos son: los hacedores de pájaros. Ante tal dificultad toman una primera medida:“Los hacedores de pájaros se refugiaron en sus pensamientos y esperaron a que pasara la tormenta”.

La imagen que nos ofrece Blanco cuestiona la supuesta diferencia entre lo interior y lo exterior, entre el adentro y el afuera. Ambos fenómenos resultan dos materialidades complejas, distintas en cuanto a su densidad ontológica y, sin embargo, susceptibles de ser estructuras, fenómenos estructurales, estructurados y estructurantes. Si bien la tormenta como fenómeno material posee un nivel de influencia y determinación, el pensamiento permite un posicionamiento estructurante ante ella. En este caso, el pensamiento constituye un refugio e implica la acción que construye al mismo. No sólo la influencia de los fenómenos del mundo que vivimos puede condicionarnos y determinarnos, también nuestro pensamiento puede ser determinante al grado de generar condiciones capaces de constituir habitaciones del mundo y, por lo tanto, a estas últimas como fenómenos vitales. En este caso, un refugio de la tormenta como habitación de nosotros mismos ante la adversidad.

Los personajes de Blanco viven momentos difíciles. Un periodo de crisis que desafía su apatía ‒en el peor sentido de la palabra‒ al grado de que su hartazgo los llevó a la reflexión. Esta última, en tanto que fenómeno del pensamiento,como una acción profunda capaz de desmontar la imponente y violenta complejidad de la adversidad para, desde la serenidad, comprenderla y saber qué hacer sin que se imponga tan sublime magnitud. La escisión delcuerpo atravesado por la Noche de la angustia; la pasión triste con la cual el poder puede ser capaz de someternos.

Después de tres días de intensa lluvia, el cielo empezó a condensarse en un velo de luz cálida y agradable. Esta última se proyectaba en la tenue y amable lluvia que quedaba. De repente, dicha calma fue interrumpida por truenos distantes. El estruendo dio paso a la apertura de la frugal cortina de humedad del cielo. Se acababa de disipar la intensa oscuridad celeste que los personajes del cuento habitaron desde su serenidad. Fue entonces que ante ellos: “un enorme y bellísimo arco cubrió lentamente los ciento ochenta grados del horizonte, haciendo lucir en su comba siete colores nunca vistos: el violeta, el azul añil, el azul cielo, el verde, el amarillo, el anaranjado y el rojo”. Después de aquella borrasca, por primera vez los hacedores de pájaros veían la apertura del horizonte, el cielo y lo posible. Por primera vez, la circunferencia del mundo se vestía de arcoíris.

Maravillados por tal privilegio, los hacedores de pájaros decidieron hacer una nueva creación, una nueva criatura. Decidieron usar los colores del arcoíris para hacer una nueva ave. El hacedor de pájaros más anciano advirtió: “En realidad son mucho más que siete colores […] Si observan con mucho cuidado podrán distinguir una variedad inmensa de sutiles graduaciones entre un color y otro”. Vemos en tal agudeza la sabiduría que nos ofrece el mundo cuando aprovechamos su habitación y atendemos con profundidad a la misma. Ante nosotros se abre el sentido y en esa apertura de las posibilidades de la vida se evidencian infinitas las cosas y sus potencias.

Esa agudeza, tal sensibilidad, es la de un cuerpo llevando a cabo el esfuerzo de armonización y sintonía con la vida que hace del cuerpo un sensorio. Una sensibilidad más allá de lo limitante de la parcialización de nuestra sensibilidad sólo entendida a partir del funcionamiento de sus órganos. Se olvida que la armonización de nuestro cuerpo es un proceso de vinculación y articulación de la relación entre nuestros elementos, implicando la diversidad de sus materialidades y, por lo tanto, lo diverso de sus densidades ontológicas. Estas últimas tan diversa como los colores de un arcoíris. Recordemos que no sabemos lo que puede un cuerpo.

Nuestro cuerpo ante sus dificultades, por ejemplo, se convierte en uno sólo multifacético y colaborativo. Podemos llegar a ser multifacéticos y colaborativos con nosotros mismos y, quizá, también con los demás. El cuerpo atento se complementa a sí mismo. Por ello, podemos ir más allá de posicionamientos como los de Platón en el Fedón cuando, a través del personaje de un Sócrates que me resulta cada vez más cuestionable en la obra del tan privilegiado filósofo ático, afirma que con la vejez los ojos del cuerpo se debilitan mientras los del alma se fortalecen. No es así, todo el cuerpo se armoniza en el esfuerzo de nuestra atención a la vida. Activamos nuestras potencias para constituir nuestra integridad.No se trata de un fenómeno deficitario sino de un fenómeno de nuestra integridad, llevar a cabo nuestro despertar que significa nuestra plenitud.

¿Cuántos de nosotros capaces de la habitación de nuestras potencias, capaces de la habitación de nosotros mismos, nos hemos llegado a abandonar en algún momento de nuestra vida por no hacer dicho esfuerzo de comprensión? El anciano hacedor de pájaros no se lo permite y por eso, a pesar de su edad y de la fragilidad de su cuerpo, puede ver más que sus compañeros.

El proceso de generación de la nueva criatura se desarrolla óptimamente, hasta que surge un inconveniente: los hacedores de pájaros ya han usado todos los colores del arcoíris. Han proporcionado a los mismos selectivamente para cada parte del cuerpo de la nueva ave: “¿Qué color nos falta? […], ya hemos utilizado todos y no hallamos la solución a tan preciado enigma”. Nuevamente, el hacedor de pájaros más anciano da muestra de su pertinencia como cualidad de la sabiduría. Evidenciando su serenidad,“había guardado hasta ese momento un profundo silencio […] entrecerró los ojos y con voz profunda dijo:

            ‒Creo que tengo la solución […] Sólo podemos utilizar para la corona de nuestra creación un color que esté más allá del arcoíris […] habrá que verlo. Tenemos que ser capaces de dotar a nuestra obra maestra de un color supremo para que pueda armonizar. Cualquier otro color echaría a perder nuestro precioso invento”.

            El maestro expone la necesidad de una apertura que parece demandar el fenómeno de lo suprasensible. En este caso, parece tratarse de algo más humilde: el esfuerzo de atención del que hasta ahora hemos hablado. La apertura de nuestra sensibilidad a través del esfuerzo de sintonía y armonización de nosotros mismospara lograr la armonía de nuestras habitaciones del mundo, en este caso, la armonía del cuerpo nuevo que los hacedores de pájaros están creando.

Es necesaria la armonía de los cuerpos de los hacedores de pájaros para constituir cuerpo común y lograr a la nueva ave como fenómeno poético. Podemos inferir la necesidad de la experiencia estética de nosotros mismos: poetizarnos para poetizar al mundo; crear al mundo, para habitarlo.

Lo anterior implica ir más allá del cierre de sentido con el que puede comprometernos las apariencias del mundo que solemos llamar: normalidad o realidad. Datos de nuestra cotidianidad que por su positividad suelen imponérsenos como supuesta evidencia de lo posible y lo probable. Como ya he señalado, tal es el cierre de sentido de la vida capaz de producirnos la angustia suficiente como para encardinar nuestras vidas de manera sumamente problemática. La angustia, por lo tanto, es impertinencia y desatención. La pérdida del centro que constituye la poiesis de nuestra armonía y, por lo tanto, de nosotros mismos.

Tal cierre de sentido se manifiesta en nuestro compromiso con la positividad implicada en la parcelación de nuestro cuerpo, al reducirlo a sus órganos y las aparentes funciones de los mismos. Lo anterior, en contra de la noción de sensorio, esta última más tendiente a una concepción integral y armónica del cuerpo.

Prejuicio tan importantese evidencia de manera clara en el más joven de los hacedores de pájaros, probablemente por su inexperiencia. La atención que implica la habitación de la vida es un cultivo constante que requiere vivir. Se trata de vivir atentamente con toda la intensidad del caso. Sin embargo, siendo justo, la intensidad y experiencia de la vida es tan indeterminable como el nivel de comprensión de sus fenómenos del cual seamos capaces, en buena medida por su carácter intransferible. ¿Quién ha vivido y comprendido más, el hombre suizo de cien años que llevó a cabo la misma rutina todos los días de su vida adulta o el niño colombiano de nueve años que ya ha matado a diez adultos por dedicarse al sicariato? No me atrevo a contestar la pregunta.

 Sin embargo, ‒podemos inferir por su función diegética en el cuento‒ el joven hacedor de pájaros confía más en la positividad de los datos del mundo que en su sensación. En este caso, el joven hacedor confía más en lo que ve que en lo que siente: “¿Y cómo hemos de hallar ese color supremo? ‒preguntó el más pequeño‒ ni siquiera podemos imaginarlo…”

Y es que, justamente, el esfuerzo atento que puede implicar imaginar algo como parte de un proceso creativo demanda nuestra armonía:el compromiso integro con nosotros mismos y, por lo tanto, con nuestra sensación. Imaginar, de manera deliberada, creativa y atenta, puede demandar una habitación de nosotros mismos en la que los datos del mundo puedan ser distractores o impertinentes si no llevamos a cabo el autodominio de nuestra armonización para no acabar sujetos a la influencia de ciertos estímulos del mundo, lo cual puede implicar la constitución de una relación específica con los mismos sin necesariamente anularlos. Estamos ante las sofisticaciones de una poiesis que sólo puede lograrse viviendo, un arte de vivir.

No depende meramente de los ojos ver algo, ni mucho menos verlo con la plenitud de la atención. Es más importante la imaginación para ver con profundidad, ver más allá de la positividad del mundo que tiende al cierre del sentido de su habitación y vida del mismo. Imaginar con la atención de nuestra habitación puede prescindir tanto de los ojos como de otros órganos de nuestro cuerpo.

Son los prejuicios los que nos impiden ver. Los que incluso con su impertinencia pueden distraer y desarmonizar nuestros procesos imaginarios. Su influencia puede motivar perversas habitaciones de nuestro dolor como pasión de la incomprensión de nosotros mismos. Los prejuicios implican el peligro de cerrar el sentido de nuestras potencias como seres vivos, al obstaculizar la posibilidad de advertir su indeterminabilidad. Pueden ser resultado de circunstancias de indefensión como la infancia, epifenómenosdel prejuicio como violencias ilegítimas capaces de alejarnos de la posibilidad del autoconocimiento o incluso pereza ‒dicho esto sin prejuicio moral‒ como manifestación de nuestro miedo ‒no olvidemos la inducción a este último en más de un estadio de nuestra cultura‒ o de nuestra angustia, también manifiesta en fenómenos tan problemáticos como la culpa.

En contraste con el más pequeño hacedor de pájaros, el más viejo manifiesta plena confianza en su sensación:

    ‒Cuando aparezca [el color] habremos de reconocerlo de inmediato […] Mientras tanto sugiero que nos pongamos a cantar.

     Los hacedores se pusieron a cantar a los cuatro vientos en torno a su obra maestra hasta que las últimas nubes comenzaron a abrirse en el horizonte. Un rumor silencioso empezó a surgir del fondo del mar.

Es aquí cuando vemos cómo, con su sugerencia, el hacedor de pájaros más viejo invita a sus compañeros a hacer cuerpo común a través de la habitación de sí mismos que es el canto. Este último, un proceso de armonización que implica acudir a nosotros mismos, a nuestra sensación. Ir a nuestro encuentro al habitar la armonía de la música primigenia de nuestro aliento para armonizarnos. Vemos cómo el más viejo hacedor de pájaros vence la dificultad de la racionalización tendiente al prejuicio que podía implicar la postura del joven, dando como opción ante dicha incertidumbre la armonización a través del lenguaje corporal para pensar sin obstáculos. El pensamiento sin obstáculos que puede ser sentir desde la plenitud de la habitación de nuestra armonía, en lugar de privilegiar una argumentación sin referente experiencial como en el caso del joven. Este último, comprometido con una comunicación no tan integrada que nos remite al problema de los límites del lenguaje, su insuficiencia ante ciertos fenómenos y, por lo tanto, su condición de problema en relación con su pertinencia epistemológica ante la complejidad de ciertos fenómenos como, por ejemplo, los de la vida de un cuerpo.

Es innegable la importancia del lenguaje verbal y sus fenómenos escriturales ‒si no fuera el caso no estaría elaborando este trabajo. Considero importante pensar en su pertinencia y en su relación armónica con otras posibilidades del lenguaje como el corporal, por poner un ejemplo significativo.

El maestro, a través de su acción ‒su praxis‒ como habla de su cuerpo, enseña al pequeño hacedor de pájaros una vía para acercarse a los referentes experienciales que le faltan a través de su armonización, en lugar de fomentar su angustia con una discusión que puede llegar a rigidizarlo. Le da la posibilidad de armonizarse a través de la habitación de su cuerpo, la habitación de su sensación, la habitación de sí mismo, que es el canto.

A través de este proceso ritual se da un vínculo con la Naturaleza, una armonización con el todo, una relación cósmica entre el todo y sus partes. No deja de ser sugerente como siempre ha habido una relación entre determinados fenómenos rituales, sus performatividades en más de una cultura, y el establecimiento de dicha clase de vínculos con el cosmos: rituales para conjurar la sequía, para invocar la lluvia, para atraer la abundancia, a través de la danza y el canto.

La Naturaleza se manifiesta en lo que para los hacedores pájaros son los signos de un habla que constituye una respuesta del cosmos para concluir su labor, como lo advierte el hacedor de pájaros más viejo: “Es la señal que estamos esperando […] En efecto, detrás de la lluvia, apareció por vez primera el oro del sol con toda su majestad, con un poder nunca antes visto”.

Durante siglos, el sol ha sido parte fundamental de la comprensión de los ciclos de la vida de los seres humanos, al igual que uno de los centros fundamentales de su relación con el cosmos. Antes de que las energías eléctrica y nuclear nos determinaran de manera tan contundente, durante periodos históricos completos no dejamos de ser mamíferos que con la ausencia de luz tendían al sueño y con la presencia de la misma tendían al inicio de sus actividades. La luz solar organizaba los días, las rutinas, las actividades y los momentos precisos de las mismas. Por ello, en más de una cultura, el sol era referente de inteligencia, orden y ley. En la cultura griega, por lo mismo, era un símbolo geométrico que significaba: escala y proporción. Su esfericidad remitía a la constante de un movimiento con el menor desplazamiento posible, implicado en la trayectoria de una circunferencia. De todo esto es referente una figura como el dios solar de dicha cultura: Apolo, también dios de la música. El sol proporciona el calor necesario para un cuerpo vivo, dispuesto a la adaptación de su respectiva intemperie, independientemente de su condición mineral, animal o vegetal. En esa relación proporcionada, dicho cuerpo establece tanto sus actividades y dinámicas como el ritmo de las mismas. El fuego es símbolo de inteligencia, especialmente el solar por las razones ya planteadas, el fuego también encardina la cotidianidad.

 La semejanza del brillo del oro con la luz solar lo hace valioso para muchas culturas. En la alquimia el oro es la piedra filosofal, símbolo de la óptima transformación de la materia por ser portador de la luz divina de la inteligencia, la inteligencia como fenómeno divino y, por lo tanto, proyección de Dios en la belleza del mundo. Esta es la razón por la cual los satanistas tienen prohibido usar oro en sus indumentarias. Decían los latinos: “Omnia Sol Temperat”, “El sol todo lo ordena”.

En el sol se manifiesta una relación con el cosmos a través nuestra biología. Un vínculo entre nuestro cuerpo y su calor vital con el cosmos, a través de dicho astro tan importante; la posibilidad matérica y material de la habitación del cosmos como habitación de nosotros mismos en tanto que sensación; la aesthesis del calor de nuestro planeta como calor de nuestro cuerpo, el calor como habitación.

Lo tienen claro los hacedores de pájaros quienes, al unísono y con júbilo exclaman: “¡Es la sangre del sol el color que nos faltaba para la corona!” La luz del sol es fenómeno del cuerpo vivo: nuestra sangre cuya circulación produce calor. Aunque se refieran al cuerpo vivo del sol, a su sangre y a su vida, ¿podrían hablar desde tal metáfora de un cuerpo que no fuera el nuestro? Se trata de la vida del sol que nos habita cuando la habitamos porque está en nuestra sangre, es parte de nuestra vida en tanto que ordena y constituye su ritmo, escala y proporción, tal es el vínculo. Nuestra familiaridad con el cosmos se manifiesta en nuestra voluntad de hacer comunidad porque ésta es una habitación de lo común: el cosmos.

El cosmos ha respondido al llamado con el cual se le convocó a través de la armonía del canto. Éste ha respondido con el don del color de la sangre del sol. La armonía del hombre constituye su habitación del cosmos: es éste último a través de sí mismo como fenómeno de la ingente e inconmensurable Naturaleza: “El color supremo es la fuente de todos los demás colores. Sin su luz no hay arco iris [sic]. Podemos terminar ahora nuestra creación”.

En esta afirmación del más viejo hacedor de pájaros se manifiesta la importancia de la visión como comprensión y, por lo tanto, armonización de nosotros mismos: la compleja plenitud de la habitación de nuestro cuerpo. La luz del sol posibilita la visión en el mundo y, por lo tanto, la habitación de este último. Ello implica que nuestra comprensión consiste en la iluminación constituida por la armonía de habitarnos. Ser capaces de ver más allá de las apariencias, habitarlas a través de nuestra habitación del cosmos como habitación de nosotros mismos.

Los hacedores de pájaros, a través de su armonización, han alcanzado el color fundamental como habitación de su cuerpo, de sí mismos y de su sensación, el principio de la visión misma más allá del arcoíris, la comprensión más allá de la apariencia,para poder coronar la cabeza de su más reciente criatura: “Y fue así como el Xochiquetzal, animado por el oro del sol, despertó de su sueño ancestral”.

La luz del sol es calor de nuestro cuerpo y circulación de nuestra sangre. Nuestra armonía, con la cual le damos vida al artificio de nuestra poiesis. Animamos, damos alma con la cual moverse,a nuestra poesía. Ésta última es resultado de nuestra armonización. Por ello el Xochiquetzal vuela. En su alma yace la luz que posibilita la visión del cosmos: la Armonía desu vuelo habitado. El Xochiquetzal despierta a la vidacomo lo hace un cuerpo vivo. Su sueño era ancestral porque la Armonía es el todo inconmensurable: lo posible, lo probable, el cosmos y, por lo tanto, la Vida.El Xochiquetzal es eterno como Todo: Uno y lo Mismo. Lo común de la comunidad: la Armonía. Nuestra sabiduría es la Armonía invencible del cosmos.

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