“No lo olvides:
caminamos por el infierno,
contemplando flores.”
Bashō Matsuo
Hace veinte años leí por primera vez Manuscrito hallado en una botella de Edgar Allan Poe. Su impacto fue tal que hasta ahora comprendo la definitiva influencia que tuvo en mi vida. Desde hace tiempo parecería obvio que así es. Algo que parece manifiesto en la franca decisión que surgió entonces de escribir y en el claro homenaje a dicho cuento en el título de mi único libro de narrativa publicado: Manuscritos hallados en un bote de basura. Sin embargo, con una particular espontaneidad que también apenas advierto y que no deja de sorprenderme, regresé a la habitación del aliento sabio del maestro como quien regresa a casa. Como alguien que vuelve a encontrarse consigo mismo.
El relato del poeta posee un detonador principal caracterizado por la intensidad de lo álgido. Este corresponde con las sofisticadísimas inquietudes científicas del también gran narrador, manifiestas en el papel de la Naturaleza y sus materialidades en varios de sus relatos:
[…] cada momento nos amenazaba con ser el último de nuestra vida, las inmensas olas se acercaban para destruirnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo creía posible y es un milagro que no nos hubiéramos hundido en un instante. Mi compañero se refirió a lo ligero de nuestra carga y me recordó las excelentes características de nuestro barco, pero yo no podía evitar sentir la absoluta desesperanza de la esperanza misma y me preparaba tristemente para una muerte que, creía, nada podía postergar más de una hora, ya que con cada nudo de camino que atravesaba el barco, el oleaje de aquel terrible y oscuro mar se volvía más amenazante. Por momentos, jadeábamos en busca de aire, alzados a una altura mayor a la del albatros; en otros, nos mareábamos por la velocidad del descenso a algún infierno de agua, donde el aire parecía estancado y ningún sonido interrumpía el adormecimiento del monstruo marino.
La dolorosa magnitud de lo sublime impresiona a un cuerpo confrontado con su propia finitud. Un sentimiento que implica la habitación de nuestra sensación que, podemos inferir, puede ser semejante a la que inspira el estar atrapado en las finitas fronteras de nuestra piel ante el mundo. Una experiencia cercana a la muerte por estar relacionada con su deducida semejanza con el último transcurrir de un cuerpo durante el momento inmediato de la extinción de su vida. No podemos escapar o ir más allá de nuestra finitud cuando ésta resulta sometida a un constreñimiento radical de la misma, semejante al cual nos presenta el escritor estadounidense. Sin tal constreñimiento, queda la libertad implicada en la posibilidad de nuestras huellas en el mundo como habitación o estadio del mismo. Una manifestación de nuestras potencias capaces de ir más allá de nosotros mismos, la cual implica una respectiva independencia de nuestros actos y sus fenómenos en relación con nosotros mismos, a pesar de la respectiva dependencia de dichos fenómenos a la indeterminabilidad de la contingencia del mundo y sus emergencias.
La imagen que nos ofrece el autor bostoniano es la de la indefensión de un cuerpo ante las potencias de la Naturaleza, quizá, en una de sus más radicales posibilidades. Es absurdo cuestionar dicha ley, valga el antropomorfismo, al igual que podría ser cuestionable nuestra pertinencia en varios de los ambientes de la misma. Si fuéramos muy puristas (e ingenuos) o tan sólo seres racionales que ponen a prueba los límites de sus argumentos y de su pensamiento mismo, quizá llegaríamos a preguntarnos: ¿qué hace un ser humano en alta mar? ¿Qué hace un barco surcando aguas que, en tanto que especie terrestre, quizá el ser humano jamás debió haber conocido? Sin embargo, nuestra capacidad de artificio, nuestra creatividad e inventiva, también comprometidas con esta clase de conocimiento,evidencian nuestra tendencia a la concreción y constitución de nuestra libertad y sus fenómenos, lo cual implica tanto la estructuración de nuestro poder y su facticidad como misiones más profundas y sofisticadas como las relacionadas con la posibilidad de llevar a cabo la investigación de nosotros mismos. Parece que la sensación de nuestra libertad,como habitación de las potencias de nuestro cuerpo, siempre serán el aliciente suficiente para tratar de concretar la problemática voluntad de ir más allá. En relación con lo anterior, la pregunta sería: si ello también implica la afirmación de nuestras vidas, más allá de la suficiencia de dicho deseo, ¿no estará manifiesta en él una necesidad?
Si no nos propusiéramos el acto de afirmación implicado en dicha voluntad, ¿qué nos quedaría? Probablemente tendríamos que dejar de actuar y, por lo tanto, de vivir para ser congruentes con la precaución inferible ante el supuesto y aparente peligro que puede ser la Vida atravesada por nuestra voluntad de vivirla. ¿Puede ser ello una opción? Pareciera que, en todo caso, resulta importante aprender a llevar a cabo dicha voluntad. ¿Cómo? ¿De qué forma? ¿Quién sería el maestro? Probablemente se trata de un arte, un fenómeno poético de la prudencia, que sólo podemos llevar a cabo todos y cada uno de nosotros.
El cuento de Poe nos habla de un cuerpo sometido por estadios de un ambiente adverso que implican la posibilidad de la supresión de las potencias y capacidades propias de nuestro organismo: la supresión del sonido como anulación de la audición; el desconcierto de un movimiento oprimido que implica la sujeción de su dueño a través de una movilidad ajena que el cuerpo no puede vencer ni mucho menos resistir, en este caso, la potente corriente del mar y los golpes embravecidos de unas olas conducidas por un clima extremo. Ello implica la radical novedad de texturas y temperaturas extraordinarias, maneras muy particulares de la sensación del aire y el agua, además de un contacto impreciso con la gravedad que implica, por lo tanto, el extravío de nuestro centro debido a la falta de suelo, una ausencia de teluricidad. Extraordinarias sensaciones, casi únicas,posibilidades lejanas de nuestra sensibilidad y, por lo tanto, desafiantes fenómenos para la posibilidad de nuestra conciencia y su principio: nuestra percepción. En ellas está implicada una experiencia única de la sublime magnitud del mundo:una sensorialidad extraordinaria y muy particularde lo aéreo y lo acuático, además de lo radical de una experiencia como la ausencia de suelo. Fenómenos y manifestaciones de la Naturaleza de inmensas proporciones para las que nuestro cuerpo jamás ha estado del todo preparado, ni para el cual fue constituido por la Naturaleza misma.
En ello radica la escisión de los cuerpos descritos por el narrador estadounidense. El compañero del protagonista del cuento de Poe, en un intento de confianza con base en probabilidades asechadas ‒las precauciones para el viaje, siempre cuestionables ante lo inconmensurable de la Naturaleza‒, manifiesta un difícil optimismo que se antoja tanto un triunfo de la voluntad como un absurdo. Tal manifestación sólo logra un efecto contrario al de alentar al autor diegético de la narración: acaba inspirando una esperanza que se convierte en motivo de desesperación. Parece que no hay lugar para la esperanza en un cuerpo que vive la sublime magnitud de su dolorosa finitud. El autor nos habla de la esperanza como horizonte en el que se diluye lo probable en las aguas de lo imposible. Se trata de una experiencia de proximidad con lo definitivo: nuestra muerte, la muerte de un cuerpo vivo y su respectiva angustia.
En la narración la incertidumbre es inspirada por la oscuridad, la falta de aire, el ahogamiento y el frío como materialidades concretas de lo indómito de la fisis. La inmersión de un cuerpo estatizado por la supresión que implica un movimiento extraordinariamente mayor que lo subsume, propicia estadios de anulación del sensorio, en los que se limita este último, casi de maneracompleta. Como ya lo advertíamos, hay un énfasis en la anulación de la audición, la visión e incluso el olfato. Son experiencias diluidas, casi homogeneizadas. De hecho, el tacto también se homogeneiza en una experiencia extraordinariamente acuosa como si el cuerpo fuera, no sólo diluido, sino también absorbido por las aguas del mar. Es interesante pensar que el desafío a nuestra vida siempre estuvo presente como posibilidad de lo ingente de tal magnitud. Más que una posibilidad y probabilidad, es un hecho lo terrible que puede ser el mar, a pesar de lo aparente de su calma. Lo aparente de creer que su peligro tan sólo es posible e incluso latente. Estar en el mar es estar más allá de nuestras potencias.
De ello podemos inferir el surgimiento del pensamiento ‒basta con su inferencia‒ de un más allá capaz de sujetarnosy lo terrible tanto de su incógnita como de dicha coerción. Por ello, el tiempo en la narración de Poe no es un tiempo relativo al cual un cuerpo en condiciones habituales puede estar como parte de un estadio del mundo, relacionado inextricablemente con su acción y su fisiología. El autor nos ofrece la imagen de los fenómenos de un tiempo de clausura. Un tiempo de lo contundente, de lo inevitable y definitivo de nuestro destino. El tiempo del sentimiento de lo sublime implicado en la angustia que provoca la posibilidad de que la vida acabe. Lo anterior ante la incertidumbre de no saber qué implica la muerte, entendida como el fin de nosotros mismos del cual jamás podremos ser cabalmente testigos.
Sin embargo, ahí está, muy a pesar del propio protagonista del cuento, la esperanza como dolorosa manifestación de una vida que siempre quiere afirmarse, incluso a pesar del dolor flagrante de su finitud. Por dicha circunstancia resulta tan terrible lo aparente de su impertinencia.
A pesar de lo ingente e inconmensurable que resulta la Naturaleza, sería injusto considerarla monstruosa y terrible si dejamos de tomar en cuenta tales categorías como adjetivos propios de la condición humana. Somos los únicos seres capaces de lo monstruoso y lo terrible debido a nuestra libertad. Ello se manifiesta en nuestra capacidad de llevar a cabo fenómenos dotados de lo sublime geométrico que resultan nuestros artificios cuando intentamos dominar a la Naturaleza a través de ellos: dominar lo indominable como manifestación de nuestra falta de dominio de nosotros mismos. Ello, en más de una ocasión, ha generado invenciones resultado de nuestra imaginación extravagante con las que pretendemos regir al cosmos, imitando sus fenómenos sin una cabal comprensión de los mismos. Entre estos últimos, nosotros mismos, los seres humanos, como fenómenos del cosmos. Tendemos a posponer y evadir, como principio de habitación del mundo, la comprensión de nosotros mismos que implica nuestra habitación, la habitación de nuestros cuerpos y, por lo tanto, de nuestra sensación como animales y fenómenos cósmicos.
Parece que para Poe la posibilidad de compartir dicha claridad es algo que nos une. La siguiente imagen desafía la habitación de nosotros mismos y, por lo tanto, la posibilidad de nuestra conciencia como fenómeno de nuestra imaginación:
Estábamos en el fondo de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero rompió aterradoramente la noche. «¡Mire, mire! ‒me gritaba al oído‒. [¡]Dios Todopoderoso! [sic] ¡Mire! ¡Mire!» Mientras él hablaba, comencé a notar un suave resplandor rojizo que aparecía a los lados del enorme abismo en que nos habíamos hundido, alumbrando con incertidumbre nuestra cubierta. Al alzar los ojos, tuve ante la vista un espectáculo que me heló la sangre. A una terrorífica altura por encima de nosotros y al borde de aquel precipicio de agua, se elevaba una gigantesca nave, tal vez de unas cuatro mil toneladas. Aunque surgía por sobre la cresta de una ola que lo superaba cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier otro barco existente de línea o de la Compañía de la India Oriental. El enorme casco era negro y opaco y no mostraba ninguno de los habituales adornos de un barco. Sólo asomaba una línea de cañones de bronce por las cañoneras abiertas y su superficie reflejaba el brillo de innumerables faroles de batalla que se balanceaban en los aparejos. Pero lo que más horror y sorpresa nos inspiró fue que el barco mantuviera las velas desplegadas en medio de aquel mar sobrenatural y aquel indomable huracán. Al verlo por primera vez, sólo se veía su proa, mientras se elevaba lentamente del golfo oscuro y horrible de donde provenía. Durante un momento de intenso terror, se detuvo en el vertiginoso pináculo, como para contemplar su propia sublimidad, después tembló, vaciló y… cayó sobre nosotros.
Me resulta difícil no concebir a dicha nave como una especie de Leviatán artificial. Una clase de monstruo marino ‒en este caso, creado por los hombres, no por el Dios del Antiguo testamento‒ que con lo simbólico de su caída acabó de consumir al ya subsumido habitante de aquel cuerpo y, por lo tanto, a la conciencia de dicho ser vivo, el protagonista del relato de Poe. Un ser escindido por lo espectral de dicha imagen (una imaginación igual de contundente para quienes somos sus lectores) tan sublime como terrorífica, en medio de la incógnita de aquella penumbra. Hablamos de un ser vivo, un cuerpo, inmerso en un abismo. No sólo me refiero al abismo creado por la Naturaleza, sino al que ha constituido la habitación del miedo y de la angustia de los hombres ante la incertidumbre que significa el estadio de su destino como posibilidad del más allá inferible que representa el enigma de la muerte y, por lo tanto, el misterio del hombre como elemento cósmico,en tanto que parte de la Naturaleza por su irrenunciable carácter animal. Un abismo también creado por el protagonista del relato, a partir de la experiencia sublime de su propia finitud.
Hablamos de una animalidad recubierta por capas de artificio que, como las capas de una cebolla, al develarse por la escisión que significa nuestra experiencia de nuestra finitud, deja como centro y corazón la penumbra del vacío de dicho enigma. Nuestro centro que sólo tiene guía cuando el cuerpo permanece con vida, ya que en tal incógnita se principia la posibilidad del más allá al cual ir como ejercicio de nuestra libertad y, por lo tanto, posibilidad de nuestra acción: el movimiento de un cuerpo vivo.
El encuentro con tal vacío puede ser reconocible como la Nada de la cual habla el Zen y que prefiero llamar con el concepto propio de dicha tradición: Satōri, sinónimo de comprensión y, por lo tanto, liberación. Dicho logro es propuesto como un motivo de inacción, no pasividad, que implica la posibilidad del pensamiento sin obstáculos. Paradójicamente ‒como nuestra libertad misma‒ ello, más que mera acción, también es una voluntad, la de la contemplación: la contemplación de la vida como comprensión de la vida y manifestación más elevada de las potencias de la vida de un ser vivo, un cuerpo vivo.
El apego que puede inspirar la experiencia sublime de nuestra finitud como posicionamiento y voluntad opuesta a la propuesta antes expuesta puede también constituir el compromiso egoísta de sujetarnos a la incomprensión de nuestra apariencia.Si problematizamos nuestro yo,y advertimos que seguimos siendo parte de la vida y sus dinámicas al ser posible integrarnos a las mismas de otra manera como otra posibilidad de ser parte del cosmos después de la muerte ‒otra faceta del mismo‒ se vuelve cuestionable nuestra comprensión de la muerte como un fin definitivo y se abre la posibilidad de comprenderla como un tránsito. Ello implica el tránsito doloroso de una superación de la determinación de nuestra individualidad y, por lo tanto, nuestra finitud que, sin embargo, no está exento de la alegría de la afirmación de nuestras potencias. Es entonces que podríamos cuestionar al más allá. ¿Hay a dónde ir? ¿Hay un más allá de la inconmensurabilidad de la Naturaleza y, por lo tanto, del cosmos?
Poe propone una sublime inmersión como viaje al abismo de nosotros mismos. La investigación de nosotros mismos, a través de la experiencia de nuestra sublime finitud como proyecto ontológico del examen de nuestras vidas:
En este momento, no sé que repentino autocontrol sobrevino a mi espíritu. Alejándome todo lo que pude, esperé sin temor la ruina que nos aniquilaría por completo. Nuestro propio barco había dejado de luchar y su proa se hundía en el mar. En consecuencia, el choque de la masa descendente lo golpeó en la parte de su estructura que estaba casi bajo agua y el resultado inevitable fue que me lanzó violentamente sobre los aparejos de la otra nave.
Vemos como el cuerpo como materia posee su propia inteligencia ante su semejanza y familiaridad con la Naturaleza. Tal inteligencia posibilita el dominio implicado en ciertos estados de conciencia o, quizá sea mejor decir, ciertos estadios de nuestra sensibilidad y, por lo tanto, posibilidades de nuestra sensación. Estamos ante lo inevitable de un destino, en este caso, una catástrofe como ineludible adversidad.
Afirman algunos médicos y patólogos que no es necesariamente la mejor opción alimentar a una persona moribunda cuando ha perdido el apetito. Ello puede implicar un sobreesfuerzo, la generación de un agotamiento innecesario en tanto que oposición y confrontación ante lo insuperable de lo inevitable. Además, ello puede suscitar la angustia implicada en la impotencia del enfermo por no lograr llevar a cabo dicha acción como potencia de un cuerpo vivo en mejores condiciones. El dejar de alimentar a dichos cuerpos puede permitirles cierta calma, reposo y descanso, según dichos estudiosos de la salud, por supuesto, desde las perspectivas de sus respectivas tradiciones clínicas.
Aprovechando este ejemplo, parece que Poe propone la imagen de un cuerpo que cede para armonizarse con la contingencia que le ha tocado padecer. Una manera inconsciente de asumir un ritmo correspondiente con tal situación como manifestación de la inteligencia matérica de dicho ser. Por ello, vale la pena pensar también en la sabiduría de nuestros cuerpos. Podemos advertir en ello una fisiología no dispuesta a desgastarse en evitar una derrota ante una fuerza como la de la Naturaleza que geométricamente resulta superior. Se trata de una de las escenas de la inevitabilidad de la muerte. No comprenderlo haría más dolorosa dicha circunstancia, probablemente generaría más sufrimiento del debido.
Es aquí cuando vemos pertinente el principio Zen de la inacción como fundamento de la contemplación,como un pensamiento sin obstáculos. El Zen afirma: “Sólo hay una pregunta: ¿Qué es esto? Sólo hay una respuesta: el maestro Zen golpea el objeto que tiene más cercano y afirma: «Esto es esto»”. Desde otra tradición oriental, Sinzu en El arte de la guerra sostiene que el mejor general es el que evita la batalla.
Quizá en ello radique el hecho de que tal golpe de suerte que empujó al protagonista al barco que por poco lo hunde junto con la embarcación que tripulaba le haya salvado la vida. Podemos leer en la obra de Poe las imágenes de la continuidad de dicha vida:
Una indescriptible sensación de miedo que se había apoderado de mí al ver por primera vez a los navegantes del barco pudo haber sido la razón de que me ocultara. No podía fiarme de unas personas que me había provocado, con sólo verlos, tanto asombro, duda y aprensión. Por eso, creí más apropiado asegurarme un escondite en la bodega. Lo conseguí quitando una parte de la estructura movible, como para procurarme un sitio adecuado entre las enormes cuadernas del barco.
El protagonista del cuento nos habla de la compleja novedad que puede significar lo desconocido. Un cuerpo que intuye su acecho como otra posibilidad del padecimiento de la experiencia sublimen de su propia finitud. Él es un extranjero en el indeterminable territorio nómada y móvil de aquella inmensa estructura llena de desconocidos. El cuerpo se guarece haciendo de sí mismo una frontera más radical de lo que ya es, ante lo desconocido de su ambiente por la novedad del mismo.
Probablemente, más de uno hemos tenido dicha experiencia ante la emergencia que ha implicado estar en alguno de los estadios que constituyen la diversidad de la Naturaleza. Esta última suele resultar una experiencia contrastante con lo normalizante de los estadios tan desterritorializantes y desterritorializados de nuestra cotidianidad, que tienden a inducirnos a la desterritorialización de nuestra subjetividad y a la renuncia a la territorialización que puede llevar a cabo esta última. Espacios como lo pueden ser los de la ciudad en la que vivimos, propuestos y diseñados a partir de un planteamiento de lo urbano implicado en la hegemonía del proyecto de la Modernidad y el desarrollo del mismo que, además, cada vez se evidencia más comprometido con dinámicas de consumo y producción. Una manera de entender al espacio, su división y estadio que condiciona nuestra manera de vivir la ciudad, sin que ello implique necesariamente habitarla, y, por lo tanto, de verbalizar la manera en la que comprometemos nuestra sensibilidad en la relación con ella.
La extraordinaria circunstancia del encuentro del anónimo protagonista del cuento lo ha llevado a una crisis que evidencia la dificultad de su pathos. Una sensación de vulnerabilidad e indefensión que manifiesta un anhelo de sobrevivencia a su dolor:
Un sentimiento que no puedo describir se apoderó de mi alma, una sensación que no admite análisis, para la que el aprendizaje de otros tiempos resulta inadecuado y para la que, creo, ni el futuro podrá ofrecerme la clave. Para una mente constituida como la mía, esta última consideración es un mal verdadero. Nunca, lo sé, nunca estaré satisfecho con la naturaleza de mis concepciones. Sin embargo, no debe sorprenderme que estas concepciones sean indefinidas, ya que tienen su origen en fuentes demasiado nuevas. Un nuevo sentido, una nueva entidad, se suma a mi alma.
Ya advertíamos lo problemática que puede ser la novedad como fenómeno de determinadas circunstancias, especialmente si son de una radicalidad como las relatadas. Recordando lo relevante que puede resultar la posibilidad de pensar sin obstáculos, probablemente el más grande obstáculo para ello en nuestras vidas sean nuestros prejuicios. Entendamos a estos últimos no como categorizaciones a partir de una moral hegemónica, muchas veces impuesta, con la cual, paradójicamente ‒tanto en su aceptación como en su aversión‒, también se nos ha condicionado y, supuestamente, también se nos ha educado. Habría que cuestionar al respecto muchas nociones y modelos de educación. Entendamos a los prejuicios de manera más literal: juicios previos que hemos constituido para habitar al mundo, vivir y sobrevivir en él y que han constituido también inercias manifiestas en hábitos que nos han sido útiles.
Más que juzgar tal problematicidad, valdría la pena intentar comprender dicha dinámica. Kant advierte en la Crítica de la Razón Pura que, cuando la razón se confronta con la experiencia de sus límites y la incertidumbre que implica, tiende a generar prejuicios como un intento de explicación de aquello de lo cual cabalmente no puede dar cuenta. En esa medida, habría que comprender lo radical de la vulnerabilidad del personaje de Poe. Éste se encuentra en un estadio prácticamente único e inimaginable en su vida, lo cual nos confronta con lo inconmensurable de las posibilidades de nuestra experiencia y las habitaciones y estadios del mundo. Quizá la densidad ontológica de la experiencia, como pathos y sensación de nuestro cuerpo, sea lo más contundente y radical de muchos de nuestros fenómenos vitales, además de implicar la compleja problematicidad de su carácter intransferible.
Sin embargo, podemos advertir que, a pesar de su dolor, el protagonista del cuento es capaz de intentar situarse ante él, contemplarlo para comprenderlo. Probablemente se trata de él mismo, a través de la sensación que habita en su cuerpo, tratando de afirmar su vida, su permanencia y, por lo tanto, su existencia:
[…] no hace mucho que me aventuré en el camarote privado del capitán y allí encontré los materiales con los que he escrito y estoy escribiendo. De cuando en cuando seguiré escribiendo este diario. Es verdad que puede ser que no halle la oportunidad de transmitirlo al mundo, pero no dejaré de hacer el intento. En el último momento, colocaré el manuscrito en una botella y lo lanzaré al mar.
Vemos en este gesto un intento de estructuración y constitución de sí mismo como acto de sobrevivencia. Un esfuerzo de habitación de sí mismo a través de la escritura, cuya potencia yace en lo incierto de un sentido más allá del acto de escribir por el escribir mismo. Ello constituye a tal acto como la estructuración de una habitación de sí mismo del protagonista del cuento como manera de afirmar su existencia. Lanzar a la sublime magnitud del mar inmenso tal esfuerzo para llevar a cabo el viaje de su último aliento; la escritura habitada por la vida de un cuerpo que se lanza a la incertidumbre; el sinsentido del acto de esperar sin esperar, por la ausencia del compromiso con la lejana posibilidad de que alguien encuentre la botella con dicho manuscrito y tenga interlocutor. En más de un sentido, ¿tal resistencia ‒diría Freud en relación con el acto de escribir‒ no ha sido siempre en lo que consiste la escritura?
Estamos ante un ejemplo de tremenda sensibilidad y profunda agudeza por parte de Poe. Tan profundo como la oscuridad del inmenso mar que en más de un momento escribió el poeta como metáfora de uno mismo y de su búsqueda. El personaje de Poe no verbaliza la posibilidad del encuentro de la botella, no parece darle importancia alguna al hallazgo fortuito del manuscrito por parte de alguien, un posible interlocutor. El encuentro más importante es con uno mismo porque el Encuentro siempre es con uno mismo:
La singular originalidad del signo narrativo que nos propone Poe es sumamente sugerente en relación con el tópico del encuentro de nosotros mismos que acabamos de revisar. Se trata del descubrimiento de lo que podemos ser y no sabemos que somos, la inconmensurabilidad de nuestras potencias que sólo podemos advertir si llevamos a cabo la aventura de navegar a través de las oscuras e ingentes aguas de nosotros mismos: animales inconmensurables por seguir teniendo, a través de nuestro cuerpo, una relación enigmática e indescifrable con la Naturaleza. De hecho, más allá de la abstracción que implica el concepto legítimo de subjetividad, el descubrimiento más importante es el del territorio de nuestro cuerpo, la territorialización que podemos llevar a cabo de él y a través de él. Ello implica la habitación de nosotros mismos, al comprender a los fenómenos de nuestra conciencia y sensibilidad como fenómenos de nuestro cuerpo. Fenómenos fisiológicos inextricables entre sí que nos permiten ejercicios prudenciales de sobrevivencia para generar habitaciones y estadios del mundo, nuestro mundo, como experiencia cósmica. Poe, me atrevo a inferir, nos habla del DESCUBRIMIENTO de nosotros mismos.
Me parece relevante detenerme en un importante recurso de Poe para hablar de la continuidad de la vida y de lo particular del tiempo que la misma puede implicar. Poe nos ofrece la imagen de una superficie móvil que navega la oscuridad. La nave parece atravesar un tiempo indefinible. Dicha imagen de la sublime magnitud de la embarcación resulta metonimia de la eternidad:
Últimamente estuve observando la estructura del barco. Aunque está armado, creo que no es un buque de guerra. Los aparejos, la construcción y el equipamiento general no corresponden a un barco de este tipo. Puedo decir qué no es, pero me temo que es imposible decir qué es. No sé cómo es, pero al observar el extraño diseño y su particular estructura de mástiles, el gran tamaño de sus velas, su sencilla proa y su anticuada popa, aparece repentinamente en mi mente una sensación de cosas familiares, y siempre se entremezcla con esas sombras indistintas de recuerdos una inexplicable memoria de antiguas crónicas extranjeras de tiempos remotos.
Parece tratarse de una embarcación sin tiempo por lo indefinible de su epocalidad al contener todos los tiempos en la memoria del protagonista del cuento. Convive cierta innovación, por lo extraño de la nave, con lo antiguo y lo anticuado que remite a los relatos que constituyen al personaje como parte de su mítica personal, una mítica del viaje y la aventura que, quizá podemos inferir, tuvo que ver con su decisión de embarcarse para superar el apego a su Nación y su Familia, manifiesto como problema de su trayectoria vital al principio del cuento, además de estos últimos ser referentes de lo problemáticos que pueden ser los compromisos con la identidad,los cuales no siempre comprendemos y solemos decidir a partir del condicionamiento social de la inercia de la heteronomía, si es que no se nos han impuesto.
El inmenso Leviatán artificial de Poe parece ser el estadio de cuerpos dispuestos a su tránsito para habitar la eternidad en ellos mismos: una habitación del no-tiempo, lo que está fuera del tiempo, a partir del cual se puede inferir lo ingente e inconmensurable de la Naturaleza y, por lo tanto, del cosmos: “recuerdo un extraño dicho de un viejo navegante holandés: «[…] es tan seguro como que existe un mar donde el barco mismo crece como el cuerpo viviente de un hombre de mar»”. El barco, como un hombre, es un cuerpo cósmico que, como todo, navega lo común de la eternidad que nos encuentra.
Justamente tal estadio sin tiempo se manifiesta en los cuerpos de los tripulantes de la embarcación. El movimiento de la materia que, como bien advierten grandes materialistas clásicos como el propio Epicuro y Lucrecio, se evidencian en la vejez. No necesariamente como fenómeno de decrepitud sino de vida. La vida de cuerpos finitos que, podemos inferir por su actitud contemplativa y por lo aparente de su inactividad, tienen estadio como parte de la tripulación. No necesariamente tienen transcurso, trayectoria o trayecto. No es inferible que haya a dónde ir, un más allá, tan sólo se está. No hay fin ni destino. Simplemente se está porque no hay más que estar:
[…] parecían no tener la menor conciencia de mi presencia […] todos mostraban signos de ancianidad. Sus rodillas temblaban inseguras; sus hombros se doblaban con decrepitud; su piel arrugada temblaba contra el viento; sus voces eran bajas, temblorosas y entrecortadas; sus ojos brillaban con la humedad de los años, y sus grises cabellos se movían terriblemente en la tempestad […]
Vemos como estos cuerpos, incluso a pesar de la intranquilidad y la ansiedad que el protagonista advertirá en ellos en líneas posteriores, han aprendido a habitar la adversidad y navegar a través de ella, recurriendo al artificio como gran posibilidad de sus potencias como seres vivos habitantes de su humanidad. Poe nos ofrece la imagen de cuerpos que en su acción ejemplifican cómo sobrevivimos al abismo de nosotros mismos. Parece que de tal aprendizaje el protagonista del cuento está dando testimonio, a través de un texto que probablemente acabe sumergido en la inmensidad del mar que somos para quizá ser leído por quien se atreva a dicho viaje, por quien se atreva a la pasión de navegar en las profundas aguas de sí mismo, al grado de incluso tener que sumergirse en ellas, aunque en el intento acabe ahogado. Tal es la aventura de nuestro encuentro:
He visto al capitán cara a cara y en su propio camarote, pero, como esperaba, no me prestó atención. Aunque el observador casual no halle en su apariencia nada que pueda parecer fuera de lo humano, se mezclaba un sentimiento de inevitable reverencia y temor con la sensación de maravilla con la que yo lo observaba. Es casi tan alto como yo, es decir, cinco pies y ocho pulgadas. Tiene una estructura corporal compacta, ni muy robusta ni todo lo contrario. Pero la singularidad de la expresión que gobierna su cara, la intensa, maravillosa, sorprendente evidencia de avanzada edad, tan clara, tan extrema, produce una sensación en mi espíritu, un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece llevar el seño de una mirada de años. Sus cabellos grises son signos del pasado y sus ojos aún más grises son sibilas del futuro […] Apoyaba la cabeza en las manos y miraba, con ojos inquietos y llameantes, un papel que creí era una orden y que, en todo caso, tenía la firma de un monarca. Murmuró para sí, igual que el primer marino que vi en la bodega, algunas palabras confusas y malhumoradas en lengua extranjera, y, aunque quien hablaba estaba cerca de mi codo, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.
Advertimos nuevamente la complejidad del tiempo del cuento en el aparente entrecruce entre las maneras en las cuales lo dividimos y problematizamos para habitar al mundo. Tales posicionamientos se manifiestan en el cuerpo del capitán, en la distancia y lejanía de lo particular de su presencia, también manifiesto en la elocución de su voz y la extranjería que se manifiesta en esta última, al igual que en el resto de los personajes, siguiendo al protagonista del cuento. Poe juega con las imágenes como materialidades de la imaginación y, por lo tanto, como signos. Constituye un imaginario que inspira a preguntarnos por los tópicos de la presencia y la ausencia, por aquello en lo que supuestamente consisten como densidades ontológicas de un mundo más complejo de lo que solemos advertir. Nos confronta con el hecho de advertir cómo determinadas posibilidades de estadios y habitaciones del cuerpo tienen su legitimidad como fenómenos que responden a lo emergente y contingente de su racionalidad, lo cual es inferible simplemente por su inteligibilidad. Poe cuestiona al mundo, sus estadios y sus habitaciones para habitar sus profundidades a través de su propia sensación, caracterizada por su privilegiada sensibilidad. La potente sensibilidad de un cuerpo que, por lo mismo, es también capaz de profundas intuiciones y elevados procesos intelectuales:
El barco y todo su contenido están impregnados por el espíritu de la Vejez. La tripulación se desplaza como los fantasmas de siglos sepultados; sus ojos muestran ansiedad e intranquilidad, y cuando sus dedos se iluminan por el reflejo de las linternas de batalla me siento como no me había sentido antes, aunque toda mi vida fui anticuario y asimilé las sombras de las columnas caídas de Baalbek, de Tadmor y de Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.
Poe ahonda en la relación entre la habitación del tiempo, implicada en el estadio del navío, y la condición de los cuerpos que lo habitan. Advierte la presencia de lo antiguo y la fantasmalidad de lo eterno. Nuevamente, podemos advertir a la vejez como signo del movimiento que es la vida. El poeta nos habla de las materialidades del transcurso del tiempo, la vida que fluye en el mismo, manifiesto en la ruina como aparente decaimiento. Las ruinas nos hablan, cuentan su historia. Dan testimonio con sus huellas de la vida que poseen por haber sido habitadas. En ese sentido, todo ser humano que vive y ha vivido está dispuesto por el tiempo a la posibilidad de su ruina como testimonio de su participación de la Eternidad.
Nuestro autor parece querer insistir en una imagen en la que todos los tiempos, o todo tiempo, se condensa. Una presencia en la que todo habla el mismo idioma, incluso a pesar de su extranjería, y en la que todo es signo del Hado.
Vale la pena detenerse en la ansiedad e intranquilidad que advierte el protagonista en sus compañeros de viaje. ¿No será ello la manifestación de la armonización de los demás tripulantes de la nave habitando su sensación, llevando a cabo la habitación del abismo? Se trata de una circunstancia adversa de suma intensidad y sublime magnitud en la cual, a pesar del dolor, continúa el viaje de la vida:“Todo al rededor del barco es la oscuridad de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero a una legua a cada lado de nosotros pueden verse, cada tanto y borrosas, gigantescas paredes de hielo que se alzan en el desolado cielo y como si fueran las murallas del universo”. Un universo que es nuestra habitación, la habitación de nuestro dolor, implicado en el descenso de todo autoconocimiento, el del universo que somos:
Creo que es imposible concebir el horror de mis sensaciones. Sin embargo, por encima de mi desesperación predomina la curiosidad por penetrar en los misterios de esas extrañas regiones y me reconcilio con los aspectos más horribles de la muerte. Resulta evidente que corremos hacia un conocimiento apasionante, un secreto que nunca compartiremos y cuya obtención nos lleva a la destrucción […]
Nuestro personaje comprende y, por lo tanto, se comprende a sí mismo al habitar su finitud, al habitarse. En ello yace la posibilidad de nuestra liberación. Poe, con la imagen de aquellos muros de hielo apenas resplandores de aquella noche eterna, parece describir las fronteras interiores que pueden ser el esqueleto de un ser vivo, al igual que la piel del mismo en la imagen del cielo desolado: “Tal como imaginaba, el barco está en una corriente, si se puede llamar así a una marea que, aullando y gritando entre la inmensidad de blanco hielo, va hacia el Sur como un trueno y con la velocidad de una catarata”, He ahí el descenso a través de la corriente del logos, del cual el camino hacia arriba y hacia abajo siempre es el mismo. Su velocidad es el vértigo de nuestra libertad, la angustia ante lo indeterminable de toda incertidumbre: “La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y temblorosos, pero hay en su rostro una expresión que se parece más a la ansiedad de la esperanza que a la apatía de la desesperación”. Podemos advertir en ello la liberación implicada en la comprensión de nuestro destino como habitación del mismo. En la nave se actúa, se viaja, sin esperar nada y, sin embargo ‒paradójicamente‒, no se puede dejar de esperar porque no se puede dejar de vivir si es lo que puede un cuerpo, por lo que los personajes parecen haber decidido esperar sin esperar o esperar nada. Al final, en ello consiste toda acción, especialmente cuando ésta está comprometida con la renuncia a cualquier sentido. Basta con la acción como movimiento de la vida, habitación del presente como habitación de la eternidad:
¡Oh! ¡Horror y más horror! El hielo se abre de repente hacia la derecha y hacia la izquierda y estamos girando vertiginosamente, en inmensos círculos concéntricos, alrededor de los bordes de un gigantesco anfiteatro, cuyas paredes se pierden en la oscuridad y la distancia. ¡Poco tiempo me queda para pensar en mi destino! Los círculos se van haciendo más pequeños rápidamente. Nos precipitamos en el torbellino. Y entre el rugido, el oleaje y el trueno del océano y la tempestad, el barco se estremece y, ¡oh Dios mío!, se hunde.
…No hacía falta arrojar la botella al mar. Desde el principio ya estaba en él, habitada por su dueño.