El camino del corazón

La película de Buñuel es un magnífico cortometraje protagonizado por el legendario actor Claudio Brook y la muy importante actriz Silvia Pinal. Trabajo polémico en la historia del cine, por la constante intervención durante la realización del mismo de su productor: Gustavo Alatriste, también esposo en ese entonces de Silvia Pinal. Sin embargo, se impone la magnífica factura del guion de Luís Alcoriza, totalmente comprometido con el discurso de Buñuel, de clara simiente onírica y surrealista, lo cual nos permite apreciar las hondas inquietudes espirituales del gran director, en relación con las potencias del cuerpo manifiestas en la posibilidad de su concupiscencia ante la promesa de liberación de la experiencia religiosa.

Simón ha pasado seis años, seis meses y seis días arriba de una columna, haciendo ayuno y penitencia para servir y estar cerca de Dios. Se trata de un santo estilita, un místico dedicado a la contemplación, que ha abandonado el suelo como estadio del pecado en el mundo y ha decidido elevarse de su territorio para estar más cerca de Dios a través de las alturas. Su misión también entraña un afán de redención a través de la renuncia al cuerpo como habitación del alma. La pretensión, difícil pretensión, de negarlo para trascenderlo al habitar hasta el límite su finitud; una relación inextricable con la posibilidad de la muerte. Simón quiere morir en gracia de Dios.

Alrededor del Santo se ha congregado un grupo de practicantes de la fe. Se trata de los integrantes de un cenobio que, a través del ejemplo de Simón, también rinden culto a Dios por medio de dicha vida en común. Vale la pena aclarar: el cenobio es el antecedente del monasterio. Se trata de una congregación donde un grupo de practicantes de la fe llevan a cabo una vida de retiro espiritual, de clausura y de renuncia. A sus integrantes se les llama cenobitas.

En cambio, Simón es un eremita o anacoreta que se ha retirado en soledad para habitarse a sí mismo; habitar el vacío de su cuerpo para, a su vez, vaciarlo y liberar su alma, a través de la habitación contemplativa del vacío que es el desierto.

El santo se considera indigno de privilegio alguno por su condición de pecador. Así como sólo come lechuga ‒la cual, a pesar de ser escasa, comparte en una secuencia con un conejo‒ también rechaza la ordenación sacerdotal, un reconocimiento a su sacrificio por parte del Cenobio y sus integrantes.

Simón busca olvidarse de su cuerpo, diluirse en Dios a través de la oración. El santo parece empezar a lograrlo: olvida las plegarias y, en dado momento, siente que no es consciente de lo que habla y lo que dice. La inconsciencia en este caso parece manifestarse como la asignificación deshabitante del cuerpo, de su sensación como acto de renuncia y de entrega a Dios. En una secuencia Simón es visitado por Matías, interpretado por Enrique Álvarez Félix, un joven cenobita devoto del santo. Le lleva lechuga, pan y aceite departe de la congregación. Simón sólo acepta la lechuga. Para sus adentros, Simón reprende tal interrupción ya que la misma le ha recordado que posee un cuerpo a través de la sensación del mismo; el eremita tiene hambre y sed. Sin embargo, continuando con su misión, decide posponer la ingesta de su alimento hasta el amanecer.

Regresando al personaje de Matías, antes de llegar con Simón, se encuentra con un cabrero enano del desierto que también ama al santo. Le comenta al joven cenobita que Simón rechazó su ofrenda de pan tierno de tres días y un cuenco de requesón. Matías reprende la actitud quejosa del enano, mientras este último observa con fascinación las ubres de su cabra más joven, Domitila. Matías no oculta su desconcierto ante la actitud del enano con su cabra: “No quieras tanto a esos animales, mira que el diablo anda suelto por el desierto”. El enano le responde: “De noche lo oigo”. La materialidad animal de la carne de la cabra ‒legendario animal mítico tan pagano como bíblico‒ es presentada como alimento y, por lo tanto, como posibilidad de concupiscencia por su carácter matérico. Matías apela a una noción de trascendencia que niega al cuerpo ‒con la cual el Cristianismo se evidencia deudor del Platonismo y Neoplatonismo‒ cuyo referente es Simón, a quien el joven cenobita tanto admira.

Otro ejemplo de la humildad del eremita lo hallamos en la secuencia de la película en la que un cenobita llamado Trifón intenta demeritarlo. Calumnia a Simón afirmando que este último tiene en el morral donde guarda su humilde despensa, finas viandas que incluyen: vino, aceite y queso de cabra. Simón, probablemente a semejanza de Cristo, no se defiende. Considera más importante la calumnia que el elogio porque este último distrae y ciega mientras que la primera, en términos del propio Simón, es el azote de la vida capaz de fortalecer y hacer crecer.

Los cenobitas se debaten para no dejar de creer en Simón. Le piden que se defienda y ellos prometen creerle. Sin embargo, Simón no lo hace, manteniéndose firme y vertebrado como la columna sobre la que lleva a cabo su penitencia. La columna, se puede inferir, funciona como metonimia del cuerpo habitado por la santidad del anacoreta, quien se dispone en relación vertical con Dios a través de la altura y la estatura. Una imagen sumamente aguda y contundente de una moral basada en el sacrificio, que remite a la monumentalidad de fenómenos arquitectónicos como los obeliscos. Estos últimos, tanto de manera más actual como parte de tradiciones con más antigüedad, implementados por órdenes culturales de tipo religioso, militar y político.

Tal falta de defensa por parte de Simón (quizá una manera de disponerse a la propia indefensión) es aprovechada por el atacante del Santo para asegurar que Simón es culpable porque rehúye a dar una razón porque no la tiene; la explicación que permitiría justificar la presencia de dichos alimentos en su morral. Es entonces que Trifón empieza a convulsionarse, acabando en un rapto epiléptico que le saca espuma por la boca. Confiesa entoncesque él puso las viandas en el morral y que intentó desacreditar al santo. El cenobita evidencia estar poseído por el diablo. Simón comienza un exorcismo para conjurar al demonio en dicho cuerpo, el cual es apoyado por los cenobitas. El líder de estos últimos pide llevar al cenobita convaleciente para atenderlo con más cuidado en la mandra del cenobio.

Después de este momento, Simón advierte una vulnerabilidad importante en Matías debido a su juventud. Le pide a Zenón, líder de los cenobitas, que lo hagan regresar a casa y que vuelva al cenobio hasta que la barba le recubra las mejillas. Ello nos recuerda a la madurez como principio de formación de la cual nos habla Platón en El Simposio en relación con la figura del púber imberbe que se forma para ser hombre hasta que tiene el suficiente vello en el cuerpo, con el cual se constate su edad adulta. Matías corre peligro por la fragilidad inminente de un cuerpo inexperto ante la sensualidad del diablo suelto en el desierto, de cuya presencia ya ha tenido tanto noticia como experiencia Simón. El enano cabrero, testigo de dicha situación, le dice a Matías refiriéndose a los demás integrantes de su congregación mientras se alejan juntos de la torre del eremita: “No quieras tanto a estos barbones, mira que el diablo anda suelto por el desierto”. Matías le contesta: “De noche lo oigo”.

Parece que un camino espiritual, en tanto que habitación de la finitud del cuerpo, implica la sensualidad que produce la ilusión de la superioridad moral por, aparentemente, ser más familiar a lo divino. ¿No es ello también un tipo de concupiscencia?

El camino del cuerpo, de la tierra que recibe a la materia, es el camino de la mano izquierda. El camino del espíritu, de lo que se eleva, es el camino de la mano derecha. Si unimos ambas manos para llevara a cabo su encuentro, formamos un centro que implica una vía. Ese centro es el corazón, sólo se comprende con el corazón inflamado según la imagen del Sagrado Corazón. La ruta que implica el encuentro del camino de la mano derecha con el de la mano izquierda es el camino de la comprensión; el camino del corazón, habitación de nuestros cuerpos.

El diablo, interpretado por Silvia Pinal, se ha acercado a Simón tres veces, dos de ellas para tentarlo. La primera, a través del disfraz de la inocencia de una niña; una niña que jugando trata de corromper la castidad de Simón al enseñarle sus piernas portadoras de un liguero, al igual que sus pechos. También el diablo le ha ofrecido al eremita el beso de su larga lengua y ha intentado martirizar su cuerpo con un puñal, clavándolo en la espalda del santo varias veces.

Simón resiste, a pesar del reciente recuerdo de su madre, de quien se ha despedido al principio de la película y a la que recuerda como cómplice de la sensación de lo lúdico como habitación del mundo, antes de comprometerse con su misión; sentir el suelo en la planta de sus pies al momento de correr sobre la tierra es la imagen de un profundo anhelo que Simón comprende como motivo de la tentación del mundo.

La segunda vez, Simón ha sido tentado a través de su profundo amor por Jesús. El diablo se ha disfrazado del pastor del rebaño, llevando un cordero en los brazos. Satán se ha puesto una barba para emular al hijo de Dios para tratar de convencer a Simón de que Cristo sufre con el malestar de su sacrificio y que debería permitirse el placer y el gozo de las materialidades del mundo. El diablo derrama algunas lágrimas para tratar de convencer al anacoreta de que es el mismísimo hijo de Dios quien le habla. Declara que el exceso de su sacrificio no es grato a su corazón. Satán le pide cambiar: bajar a la tierra y hastiarse de goces. De tal forma, como parte de su engaño, Satán disfrazado de Cristo le promete a Simón que, con tal descenso, tan sólo el nombre del placer le dará nauseas. El falso Cristo le promete que así el eremita estará cerca de él. Nuevamente, Simón se da cuenta de que se trata de Satanás y lo rechaza, no sin dejar de recordarle al diablo cuando fue el ángel más bello y estuvo ante la gracia de Dios que Simón añora, y por el cual lleva a cabo su sacrificio. El diablo le pregunta al santo, quizá con cierta esperanza de comprensión por parte del anacoreta, si cree que Dios lo perdonaría si se arrepintiera. Simón lo tiene claro: Satán se ha condenado por el resto de eternidad. No se deja esperar la ira del demonio quien le da una pedrada con una honda al santo, derribándolo sobre el suelo de su columna.

Antes de hablar del tercer encuentro entre Simón y Satán a lo largo de la película, me parece relevante atender otra secuencia que tiene una estrecha relación con la conclusión del cortometraje. Simón había advertido, durante una visita de los cenobitas a su columna, que uno de ellos se había distraído viendo pasar a una mujer que llevaba una vasija en la cabeza. Se trataba también del mismo satán disfrazado de aquella mujer. Simón le cuestiona al cenobita el olvido de su voto de castidad. Simón le pregunta por ella refiriéndose a la misma como una mujer tuerta, a lo cual el cenobita corrige diciendo que los ojos de esa mujer estaban sanos. Es entonces que Simón cuestiona al cenobita, a través del motivo de la visión, su renuncia al seguimiento de su voto de castidad, opuesto a la posibilidad de la mirada y contemplación de cualquier mujer, y mucho más a la posibilidad de tener alguna de cualquier manera como parte de la conducción de su espíritu.

Es sugerente pensar en ello como un ejemplo, según el eremita, de cómo la mirada también puede cegarnos a través de la incomprensión que puede implicar la ilusión y, de manera semejante, como la ceguera o no ver nos puede permitir visiones más importantes. No hay que dejar de advertir esta última propuesta de lectura a través del contexto de la diégesis de la película.

Más adelante, este mismo cenobita irá a visitar a Simón para agradecerle dicho gesto y también para tener un importante intercambio, que evidencia la dificultad que puede implicar la diferencia que signa la manera en la cual nos referimos al mundo en relación con la comprensión del mismo por parte de los demás. El cenobita argumenta a Simón que el mundo es terrible porque podemos llegar incluso a matar por defender y resguardar lo que creemos que es nuestro. El mal yace en el ‘mío’ y el ‘tuyo’; defender lo mío y lo tuyo es lo que nos lleva a lo terrible, argumenta el cenobita. Este último trata de ejemplificárselo a Simón, quitándole su morral y afirmando: “esto es mío”. El eremita no se opone y dice: “Entonces, llévatelo”. El cenobita queda admirado por la santidad de Simón. Este último afirma no comprender lo que el cenobita quiere decir porque hablan lenguajes diferentes. Vemos aquí como la mediación del lenguaje como parte de la significación del mundo es parte de la posibilidad de la comprensión o confusión de este último. ¿Cuál es lenguaje del mundo en que vivimos?

Satán cumple su promesa, regresa aparentemente derrotado dentro de un féretro. Simón endurece su sacrificio al mantenerse parado sobre su torre con un solo pie. Esta vez Satán no lo tienta, sólo le advierte que van por ellos y que él será su guía por el mundo que los llevará en avión hacía sí mismo. Satán llevará a Simón al Sabbat, el día de descanso de la creación, el día de dispersión y relajación. Llegan a la discoteca de una ciudad semejante a Nueva York, San Francisco, la Ciudad de México o a la mezcla de todas las anteriores. En dicho lugar bailan y conviven cuerpos jóvenes, al frenesí del rock de aquellos años.

Simón bebe una copa mientras fuma su pipa y observa aquel paisaje en el cual el Diablo le prometió que vería: “relampaguear las lenguas y las heridas rojas de la carne”. Los jóvenes se estremecen al ritmo de la música de moda: “Carne radioactiva, es el último baile, es el baile final, es el baile final”, insiste el diablo. Una clara alusión a la promesa del Progreso comprometido con el Futuro, signado por la imagen de la explosión de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. “¡Va de retro!”, ordena Simón para alejar a Satán del mundo, a lo que el diablo contesta: “Va de ultra”.

Después de ver tal panorama, Simón decide irse para volver a casa. Satán le advierte que no lo haga, su lugar tiene nuevo inquilino. Le advierte a Simón que tendrá que aguantar hasta el fin. Probablemente se refiera hasta el fin de los tiempos. Satán se va a bailar carne radioactiva, después de advertirle a Simón que su misión tiene compromisos con la eternidad. La película acaba con un grito frenético del diablo extasiado en medio del baile, como si proviniera de lo abisal de la carne.

En una de las primeras secuencias del corto podemos apreciar un milagro de Simón. Una familia pobre que argumenta no tener para comer se acerca a la torre del santo. Al padre de familia le han cortado ambas manos por haber robado. La madre argumenta que ello ha implicado penurias, especialmente para las dos hijas del matrimonio. El hombre, después de admitir su delito, afirma estar arrepentido y le pide ayuda al Eremita. Este último hace el milagro, el hombre vuelve a tener sus dos manos.

            Una vez que han conseguido lo que se proponían, la madre de familia le dice al padre que hay que ir más al rato a cambiar la sala familiar por una nueva y menos maltratada; el padre de familia afirma que queda pendiente la cosecha de la huerta de la casa; la hija más pequeña le pregunta a su padre si las manos que ha obtenido son las mismas que tenía. El padre le da un golpe en la cabeza y le dice que no lo moleste. Con las nuevas manos con las que fue bendecido, el padre golpea injustamente a su hija más pequeña.

¿En verdad podemos hablar de un milagro si sólo se trató de una recuperación meramente material y sin el esfuerzo de habitar al nuevo cuerpo con virtud, como manifestación de nuestra renovación, a través de la comprensión implicada en una nueva consciencia como habitación de nosotros mismos? ¿Sirve de algo tener santos que hacen milagros capaces de ayudarnos si nosotros seguimos siendo los mismos? Parece que Buñuel trata de hacernos ver que la posibilidad del milagro de nuestra virtud sólo podría surgir como posibilidad de la habitación de nosotros mismos; la posibilidad de algo semejante a cierta santidad.

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