La prisión de la Normalidad

Hay veces en que los mejores momentos del arte quedan invisibilizados por la apariencia de lo mínimo o supuestamente menor de su brevedad. Solemos admirar la monumentalidad de imponentes magnitudes, negándonos la grandeza de joyas que brillan intensamente por la luz de su humildad y, sobre todo, la grandeza que suele esconder esta última. Como bien advertía Petrarca: hay ocasiones en que vemos lo que no está y no vemos lo que está. Obras cuyas aguas suelen poseer la prístina claridad de la comprensión, al grado de evidenciar la profundidad de dichos mares.

            Sin duda es el caso de uno de los momentos más gloriosos del cine español. Producido por Radio y Televisión Española y protagonizado por el magnífico y legendario actor: José Luís López Vázquez, La cabina, cortometraje filmado en mil novecientos setenta y dos, resulta uno de los más poderosos e intempestivos discursos críticos más solventes de la historia del cine español ‒lo cual no es poca cosa‒, al grado de constituir un gran referente de la reflexión acerca de nuestras formas de vida como especie.

Tal es la relevancia del magnífico trabajo del excelente director, Antonio Mercero y del gran guionista, José Luís Garci. Se trata de dos cineastas dotados de una poderosa comprensión de los signos cinematográficos, además de la claridad de las potencias discursivas de la imagen, al grado de aprovechar de manera ejemplar el potente habla de un cuerpo histriónico como el de tan notable intérprete y protagonista de dicha obra. Estamos ante el descenso a lo abisal de nuestra civilización, oculto por los fulgores y juegos artificiales de la normalización, de los cuales a penas podemos advertir las penumbras de la problematicidad de la condición humana.

En la primera secuencia vemos a un grupo de trabajadores instalando una sólida cabina telefónica, constituida por una gruesa herrería de acero pintada de rojo brillante. Un color capaz de recordar a la sangre, el corazón y las venas como elementos de la vulnerabilidad de un cuerpo, además de lo atractivo que dicho color se vuelve ante la luz solar. El objeto cuenta con amplias ventanas y techo de cristal; aparente fragilidad que sugiere la supuesta amabilidad y apertura de lo traslúcido.

Los trabajadores desmontan de la parte trasera de un camión el módulo en cuestión, lo bajan al suelo y proceden a fijarlo, atornillándolo al concreto de lo que parece una plaza pública; un área común semejante a un parque, en medio de un grupo de edificios departamentales. Después de acabar su labor, uno de los hombres, con especial atención a lo que hace, abre la puerta de la cabina de manera sutil, como si se tratara de la cortesía de un invitación. La pregunta es: ¿A qué nos está invitando dicho gesto?

El ambiente es amable y urbano. Está delineado con una luz que se antoja meridiana y, por lo tanto, de agradable potencia y calidez. Sin embargo, por lo claro de su intensidad, también podría llegar a suponerse que el cortometraje fue filmado un caluroso día de verano en Madrid.

La siguiente secuencia nos muestra el inicio de la cotidianidad de una mañana de la vida de los vecinos de dicha residencia. Vemos a personas yendo hacia algún lugar ‒probablemente al trabajo‒, un par de monjas que aparecen a cuadro y, principalmente, un grupo de niños en edad escolar, apresurándose para no perder el autobús que los llevará al recinto correspondiente.

No me parece superficial reparar en el detalle de las monjas como un elemento de particular epocalidad cotidiana y, sin embargo, también de particular contraste subversivo, especialmente, como veremos, en relación con el discurso del film. El cortometraje fue realizado durante el franquismo y publicado tres años antes de la muerte del mismo Francisco Franco. Es interesante pensar en una presencia más constante de la Iglesia como institución en tan particular periodo de la vida cotidiana de los españoles de la capital. Por otra parte, resulta un signo ideológico muy particular ante lo subversivo de la propuesta de Mercero, justo en plena dictadura.

Los años del franquismo fueron particularmente duros en cuanto a la censura cinematográfica. El legendario productor, Elías Querejeta, cuenta como la mala consciencia de las autoridades encargadas de tal filtro cultural consideraron inapropiado el título de una de las películas más célebres de Carlos Saura: La caza del conejo. “¿Qué significa La caza del conejo?”, le preguntaron los censores a Querejeta, a lo que contestó: “La caza del conejo”. Los censores creían que el título tenía un doble sentido. A pesar de lo explícito del tema al que refiere el título de dicha obra en la trama de la misma, creían que con ‘conejo’ los cineastas se referían a una manera muy común en España de hablar, en términos demasiado coloquiales, de la vagina. Al respecto, Elías Querejeta afirmó: “Francamente nos hicieron un favor; al final la película se llamó La caza, que es un mejor título para tan buena película”.

Ante la anécdota anterior y más allá de la legítima historia tan sabida de las condiciones para la realización de tan buen cortometraje, asalta la duda: ¿Qué clase de estrategia habría seguido Mercero para llevar a cabo una obra tan crítica que colinda con la distopía de la Ciencia Ficción, al igual que con el Teatro del absurdo y, por supuesto, el existencialismo?

 Vemos a uno de los niños de la secuencia antes descrita corriendo mientras patea un balón de fútbol, seguido por su padre. La pelota entra en la cabina con una de las patadas de su dueño, como si se tratara de un arco del mismo deporte. Una imagen de la inocencia, de la ingenuidad ante lo invisible que siempre resulta el peligro de vivir. El niño queda cautivado por la novedad del objeto rojo brillante. Al darse cuenta de ello su padre, lo insta a que se apresure para tomar el autobús escolar que lo lleve a su destino. “Es nueva”, afirma con alegría el infante, como lo hacemos a esa edad en la que todo en la vida es especial. El chico está cautivado por tal espacio que destaca también por cierta modernidad.

El niño toma el autobús escolar y se despide desde lejos de su padre. El autobús se va y sale de cuadro. Es cuando el hombre retoma su camino, sin embargo, no puede dejar de disimular que la novedad de la cabina también le llama la atención. Quizá lo asalta una curiosidad semejante a la de su hijo, la del niño que alguna vez fue. Cuando parecía que el padre de familia continuaría su camino y proseguiría con su día, acaba por no resistirse; tal es el encanto del artificio. Finalmente, entra a la cabina. Ésta última se cierra sola, como si el peso y presencia del cuerpo del protagonista fueran suficientes para que tal magnitud genere dicha inercia semejante a una automaticidad. El hombre intenta hacer una llamada, sin embargo, la cabina no tiene línea. Decepcionado, el hombre decide retomar su rutina… Sin embargo, cuando intenta abrir la puerta, se da cuenta de que no puede hacerlo; se ha quedado encerrado. Al parecer, la puerta se ha descompuesto y no puede salir de la cabina.

Es sugerente pensar en el lugar de la cabina como un punto de atracción bastante estratégico por lo público que resulta; la composición de la imagen y la contrastante paleta de colores de la excelente fotografía del film ‒a cargo de Federico G. Larraya‒ la hace destacar, especialmente en relación con la arquitectura de la locación. Resulta atractiva la habitación que puede producir tan particular objeto, invita a ocuparla.

Sin embargo, vemos que es particularmente atractiva para los dueños de una voluntad especial, capaz de ir más allá de pensar en la eficiencia de una cabina telefónica; una voluntad dotada de una curiosidad semejante a la de un niño; una voluntad que, en menor o mayor medida, todavía es capaz de comprometerse con su ensueño y la creativa ludicidad del mismo.

Es entonces que el personaje principal intenta pedir ayuda. La gente lo mira con desconcierto. Otros niños que juegan en el parque se empiezan a burlar de él. Es entonces que pasan dos hombres cerca de la cabina, el prisionero logra llamar la atención de ambos. Los hombres le dicen que abra él mismo la cabina, no pueden creer que esté encerrado. La cabina está insonorizada, no podemos escuchar al hombre atrapado. Él mismo les muestra su apuro a los hombres intentando abrir su trampa, por lo cual los mismos intentan ayudarlo. Sin embargo, acaban por rendirse al ver que no pueden abrir la puerta y se disculpan con el hombre porque tienen que dejarlo: deben ir a trabajar. La gente se reúne alrededor de tan sugerente situación como si fuera un espectáculo. Una mujer, vecina de los departamentos, mientras ve todo desde un balcón, le pregunta a otra que la acompaña también curiosa: “¿Qué hará ese hombre ahí?”. La respuesta de su interlocutora es más particular de lo que podríamos creer: “No lo sé, la gente es tan rara”. Una afirmación que ‒salvando las probables diferencias‒ se siente familiar a un parlamento escrito por Ionesco.

Parece ser que la relación de los vecinos de dicha residencia no es tan cercana como se supondría; tratan al hombre como un desconocido. Este último empieza a sentir la mirada de los demás, prácticamente está rodeado. Algunos lo miran con gesto burlón, otros con una jovialidad que, ante la vergüenza del hombre atrapado, se antoja impertinente. El hombre ve como un lustrador de zapatos ofrece sus servicios, aprovechando la multitud; un vendedor de biscochos se ha detenido con su charola en la cabeza para ver el curiosos evento, lo cual aprovecha un alto anciano para, a las espaldas del repostero, robarle su mercancía, tomándola de la charola. Nuestro protagonista también ve cómo un hombre que lleva una silla, parte de una mudanza, le ofrece a una anciana el asiento para que descanse y contemple el espectáculo del cautiverio del hombre. De alguna u otra forma, todos aprovechan la oportunidad; algunos de manera aparentemente más civilizada, otros sacando partido y ventaja a la situación, quizá, en relación con su propia precariedad.

 La vestimenta del protagonista ‒traje y corbata negras‒ sugiere el aspecto de un padre de familia, alrededor de los cuarenta años, probablemente empleado en una oficina. Parece tratarse de un burócrata, un profesionista o de ambos casos. Es la imagen casi típica y cotidiana de un habitante frecuente de la urbe; un ser tendiente a la serialización y homogeneidad implicadas en la presupuesta normalidad de una ciudad,más o menos actual.

Al protagonista del cortometraje le llama la atención la presencia de otro espectador: un trabajador que lleva una caja de herramientas quien, además, sostiene un espejo de importante tamaño que se encuentra ante el personaje preso. La vergüenza del cautivo aumenta al verse en el espejo, en tan particular situación de indefensión.

La mirada vigilante de los demás puede ser tan contundente que se vuelve un peso sobre nosotros; el peso del juicio que, paradójicamente, puede producir la facilidad y ligereza de la habladuría, al igual que su indolencia. Al llegar a cerra el sentido con tal actitud, la mera opinión puede anular la posibilidad de la comprensión. ¿Qué pasa cuando llevamos a cabo un juicio de tal dureza y rigidez contra nosotros mismos, como si nuestro reflejo fuera otro capaz de vernos y juzgarnos severamente por nuestro error e ingenuidad? Queda claro que, si tal es el juicio hacia nosotros: con tan poca comprensión (con tan poco amor por nosotros mismos), el juicio de los demás puede resultar letal.

Un hombre, también de mediana edad, de complexión robusta y fornido que trae una bolsa deportiva intenta hacer el esfuerzo de abrir la cabina. No puede con el movimiento mecánico natural que le exigiría el dinamismo de la puerta de dicho objeto. Es tal la fuerza que tiene que invertir en dicho intento, que acaba separando la manija del módulo ante la risa de los demás. Después intenta derribar la puerta, con el riesgo de quebrar el cristal de la cabina, impulsando el peso de su cuerpo contra el vidrio. Tampoco puede, su fortaleza física es vencida por la solvencia del material, al grado de caer al suelo, convirtiéndose nuevamente en el motivo de la risa de los espectadores de dicha escena. El hombre se va molesto con los demás por tal ofensa, como parte de una imagen de lo banal del escarnio.

El trabajador que lleva el espejo con un desarmador se anima a intentar abrir la puerta: “no es cuestión de fuerza sino de ingenio”, afirma. Primero vuelve a atornillar la manija que había zafado el hombre forzudo al intentar abrir la cabina por primera vez, para ver si con ello puede abrir la puerta, no lo logra; se le ocurre desarmar la cabina, sin embargo, se da cuenta de que el artefacto no tiene tornillos que pueda quitar; trata de abrir la ranura clausurada que forma la apertura del objeto con el marco del mismo, haciendo palanca con su desarmador, tampoco tiene éxito.

Vemos a una colectividad que se ha reunido para hacer de la adversidad de un hombre un espectáculo. Hasta ahora, la buena voluntad ha sido escasa y ha fracasado; han sido pocos los que han intentado la liberación del hombre y no han podido conseguirlo. Bien decía uno de los siete sabios de Grecia, Bías de Priene: “La mayoría son malos”.

Aumenta la vergüenza del hombre cautivo. Probablemente se siente como un tonto porque piensa que los demás creen que lo es por haber caído en situación tan absurda. Se trata de una situación que, para más de uno de nosotros y nuestros prejuicios, pone en duda la inteligencia de quien está en una circunstancia semejante; quienes no hacen el intento por ayudar no desaprovechan la gracia que les da la situación. Ante ello, ¿no valdría la pena pensar en la estrategia de tomarse la vida con menos seriedad y más humor?; ¿qué pasaría si dejáramos de tomarnos tan en serio a nosotros mismos?; ¿no podría ello desactivar la gracia que los demás creen advertir ante nuestra adversidad? La risa no sólo es un arma del que está en ventaja, también lo es de quien se ve acechado por el poder que nutrimos al ser parte del colectivo.

Mientras el trabajador sigue intentando abrir la cabina y ver qué puede hacer al respecto, llega la policía. Los oficiales le piden al trabajador que deje de intervenir el objeto, alejándolo de él. La policía le pide al cautivo que salga de su cárcel; hacen evidente su incredulidad ante los hechos; no creen que el hombre esté realmente atrapado, este último tiene que demostrar nuevamente que no puede salir. Le piden que llame por la cabina. El preso, con mímica, les hace saber que el teléfono no tiene línea.

Los policías, uniendo fuerza, intenta abrir la puerta de la cabina. Es tal su fracaso, que ambos hombres caen al suelo ante el intento, generando la risa de los espectadores. Los policías demuestran su disgusto, ordenan a los asistentes desalojar el lugar.

Es entonces que llega el cuerpo de bomberos a tratar de darle solución al incidente. El jefe de los mismos también da cuenta de su suspicacia ante el encierro del protagonista, también le pide que salga al encerrado. El jefe de bomberos intenta abrir la cabina con tal fuerza, que acaba despegando la manija de la misma nuevamente. Es entonces que el jefe de bomberos pide la herramienta necesaria para la liberación. Uno de sus subordinados trae una manguera, por lo cual dicho jefe lo reprende: “¡La escalera es lo que hay que traer!”. Otro bombero se sube al techo de la cabina con un martillo; aprovechando que el techo es de cristal, pretende romperlo para liberar al hombre, “Lo van a herir”, advierte uno de los espectadores. Poco importa, el bombero está decidido a llevar a cabo su acción; lo vemos en plano cenital a punto de lanzar el primer martillazo, mientras nuestro protagonista se agazapa y cubre su cabeza con sus manos para evitar el mayor daño posible. Una aguda imagen de la vulnerabilidad de un hombre ante las Fuerzas del Estado, cuando, al pretender restablecer el orden, pueden llegar a obviar el peligro que ello implica para quienes gobiernan.

Es sugerente advertir que se trata de un hombre que por un accidente, por una contingencia inesperada por su voluntad ‒la voluntad cotidiana y su atención correspondiente, en la cual solemos vivir‒ se ve en manos de quienes toman las decisiones unilaterales implicadas en la detención del poder y, por lo tanto, comprometido gravemente con las consecuencias de dichas decisiones. Es entonces que surge la siguiente pregunta: ¿cómo normalizar la posibilidad de la Justicia si sus circunstancias nos exigen una casuística que intente contemplar la particularidad de los casos y sus respectivas situaciones?

Sin embargo, justo cuando el bombero iba a soltar el primer martillazo, llega la compañía telefónica responsable de la instalación del dispositivo. En el camión con el que transportaron a este último vuelven a montarlo y se lo llevan. No hacen el más mínimo intento por solucionar el problema principal, quizá porque para ellos la prisión del hombre no es el problema principal, quizá ni siquiera sea un problema para ellos; no intentan en lo más mínimo abrir la cabina.

El cautivo no oculta su desconcierto. Sus espectadores: hombres, ancianos, mujeres y niños, se despiden de él como si hubiese sido una celebridad que les ofreció un espectáculo, mientras es alejado de los edificios departamentales dentro de su cárcel. Observa con incertidumbre su trayecto por varias arterias principales de la ciudad. La gente en la calle lo saluda; unos jóvenes en un auto le hacen señas para llamar su atención, una atención que no desea el cautivo. Las chicas del grupo le mandan besos, los hombres, al igual que ellas, parecen cuestionar el porqué de dicha situación.

El prisionero ve a un hombre en la calle, dentro de una cabina idéntica a la que lo atrapó. Parece que el hombre tampoco puede salir, hasta que, después de un breve esfuerzo, sale de la cabina, aumentando la angustia de nuestro protagonista. Quizá se preguntó: ¿por qué él no quedó atrapado y yo sí?, ¿por qué yo? Preguntas que remiten a lo único de nuestra respectiva soledad; la soledad única de cada una de nuestras respectivas vidas.

El protagonista sigue intentando comunicarse con la gente que está afuera, continúa intentando pedir ayuda, sin embargo, es inútil. Entonces, al lado del camión que lo lleva dentro de su cárcel, se estaciona un camión de la misma compañía telefónica responsable de la instalación de la cabina, con otro hombre también capturado. Este hombre ‒interpretado por Agustín González‒ está vestido prácticamente igual al protagonista del corto, incluyendo los mismos colores de su atuendo; la misma apariencia que sugiere un estrato social semejante, con todo lo que implica. Por si fuera poco, este otro preso, al igual que el protagonista del film, también es calvo. Se ven como si estuvieran ante un espejo, el de los cristales respectivos de sus cabinas como signo de su circunstancia. De esa manera, se reconocen en su indigencia. Hacen el intento mutuo de darse alguna explicación y tratar de comprender lo que les ha pasado. Ante la insonorización de sus respectivas cabinas, sólo tienen la aparente precariedad de sus mímicas, probablemente por lo condicionados que estamos a comunicarnos principalmente con la faceta verbal de nuestro lenguaje.

Quizá valga la pena explorar lenguajes posibles; intentar comunicarnos con más formas y maneras que las habituales; las maneras que habitualmente creemos únicas o limitadas, sin advertir que otras posibilidades del lenguaje son más frecuentes de lo que creemos. Quizá de esa manera no quedaríamos tan encerrados o, quizá, no volveríamos a encerrarnos; compartirnos con la integridad de nuestros cuerpos y la plenitud de su lenguaje; volver a reconocer lo importante y poderosos que son los gestos, el habla de las acciones y la contundencia que pueden tener las mismas; lo poderoso que puede ser un saludo, un beso o un abrazo.

El camión en el que va el otro cautivo en su cárcel empieza a adelantarse. Ambos ven como se alejan y, nuevamente, se quedan solos. Por un momento se hicieron compañía, a pesar de no haberse entendido del todo y quedar sin explicación alguna.

Más avanzado el trayecto, prácticamente en la siguiente secuencia, el camión pasa frente a una Iglesia. A las afueras de la misma está una familia que rodea una especie de féretro con paredes de cristal ‒una cabina mortuoria‒ que contiene los restos de un niño. El cautivo es testigo de dicho duelo. Ello aumenta su angustia, manifiesta en su intento por llamar la atención de los presentes con más ímpetu, golpeando de manera más frecuente las paredes de su cárcel. Pareciera sentir lo premonitorio de la imagen; parece que se ha identificado con el infante muerto dentro de aquel módulo mortuorio, semejante a su cárcel. Con aquel niño dicho hombre comparte, además de su obvia circunstancia, el mismo destino: la muerte.

El camión pasa cerca de unos niños que juegan mientras saludan al cautivo. Como si se tratara del fruto de una melancolía infantil y fúnebre, los pequeños cantan mientras juegan: Mambrú se fue a la guerra; un signo del destino del protagonista, un aviso desde el porvenir que entrañan los niños y su inocencia ‒inocencia semejante a la que activo la curiosidad que acabó por colocarlo en dicha circunstancia‒ de lo terrible de su fin.

Uno de los niños persigue al camión para saludar al cautivo con gesto festivo. El chico lleva una pelota en la mano, como el hijo del prisionero la mañana en la que quedó atrapado. La imagen de su hijo aparece ante el hombre cautivo, a través de su recuerdo. El hombre se conmueve tanto que no puede evitar corresponder con el mismo gesto al chico que, pelota en mano, persigue al camión como si se tratara del porvenir de un pasado que se despide de él.

Finalmente, el muchacho desaparece de cuadro. El cautivo saca su cartera para ver la foto de su familia, en ésta aparecen su esposa e hijo. Se trasluce en el rostro del protagonista una inmensa nostalgia a la cual le han bastado unas cuantas horas para alimentarse. Parece que sólo con lo radical y extraordinario de los malos y buenos momentos de la vida alcanzamos a recordar lo más importante: lo que amamos.

El camión que lleva a nuestro protagonista se detiene ante la barda que separa a la calle de un descampado. Se ve a través de la barda a un grupo de payasos, mimos, y acróbatas. Probablemente, artistas del circo practicando sus rutinas. En la barda del descampado está un enano que advierte a sus compañeros de la presencia del hombre en la cabina. Los poetas ven al hombre con una mezcla de tristeza y desconcierto. La cámara hace un close-up a las manos del enano; llevan un barco armado dentro de un botella, símbolo del viaje, la aventura y la búsqueda de nosotros mismos. Las caras tristes de aquellos que pueden reinventar al mundo subvirtiéndolo miran al hombre con compasión, quizá imaginando que lo que lo une con ellos es una semejante indigencia. La precariedad aparente de los poetas contrasta con el aspecto acicalado del cautivo. Sin embargo, ellos son libres; pueden saltar, moverse, desplazarse de un lugar a otro, con y sin sus acrobacias. Parecen lamentar la condición de este hombre tan determinado por su destino, al grado de que, parece ser, está en el tránsito de su última aventura, mientras los poetas tienen al mundo entero para darse todas las aventuras posibles que a su voluntad le alcance.

El auto vuelve a arrancar, aumenta la desesperación del hombre de manera considerable; trata con más fuerza de llamara la atención y de golpear las paredes que lo tienen cautivo. De repente, a lo alto, ve un helicóptero. Intenta también llamar la atención del mismo. Un plano nadir parece hacernos creer que los pilotos observan al prisionero o sólo nos ofrece el esfuerzo de este último por obtener una atención que se antoja nula. Los pasajeros de la nave en el cielo ignoran deliberadamente al hombre, les es indiferente o es objeto de su indolencia. Quizá sea así porque lo pueden ver desde las alturas que él no puede alcanzar.

Después de un tramo más de carretera, el camión entra en lo que parece un túnel vial, ante cuya entrada aterriza el helicóptero. Sin embargo, no es un túnel vial; dicho acceso se antoja infinito y subterráneo; nuestro protagonista está en una particular penumbra industrial que ensombrece su rostro cada vez más pálido, dueño de una mirada propia del desconcierto del miedo. Su cuerpo parece febril; el hombre desalineado suda profusamente ante tal escenario que no acaba de entender y del cual nada ni nadie le da explicación.

Es notable la imaginación y creatividad de Antonio Mercero, capaz de aprovechar la arquitectura e ingeniería industrial de un túnel vial, para hacerlo pasar por la entrada a una especie de fábrica secreta y subterránea. La edición resulta convincente y magnífica, a cargo de Javier Morán. Mercero, contando con el trabajo de tan talentoso editor, logra generar una perturbadora sensación; una experiencia semejante a la de haber cruzado el portal principal de los infiernos, ante el cual muere toda esperanza.

El camión se estaciona. La cabina es elevada de la parte trasera del vehículo por una grúa con el hombre que contiene. Éste último no deja de resistirse, evidenciando su angustia. La cabina es llevada por la maquinaria industrial de lo que parece una fábrica, a través de un proceso aparentemente impersonal. La grúa deposita la cabina en lo que parece una cadena de trabajo; una banda que la transporta hasta que otra grúa nuevamente la eleva, para volver a ser depositada en una nueva banda industrial. En penumbras, vemos al único ser humano dentro de aquel recinto, hasta entonces; un trabajador que opera con pasividad e indolencia la banda industrial de la cadena de trabajo, como si fuera un apéndice de la misma.

Es aquí cuando comienza el horror; la última banda industrial lleva al cautivo a una habitación con más cabinas semejantes a la que lo ha atrapado. En ellas están los restos de otras personas que sufrieron la misma suerte que el protagonista; desde cadáveres recientes hasta huesos, pasando por cuerpos en estado avanzado de putrefacción. La banda se detiene ante una cabina. El lívido hombre contempla en ella a aquél otro prisionero con el que, minutos antes, había coincidido en su trayecto; aquél hombre con el que llegó a compartir su soledad se ha ahorcado con el inútil cable del teléfono de su prisión. Tal escenario consuma la desesperación del protagonista del corto, la cual se fue intensificando a lo largo de tal paisaje final. El hombre, derrotado, desfallece ante nosotros; su cuerpo resbala débilmente sobre una de las paredes de cristal de su prisión, al apoyar sus manos contra ella. Quizá aquél fue el último esfuerzo de un aliento de resistencia.

La última secuencia del corto resulta terrible por lo cotidiano de su sobriedad; el fenómeno mecánico de la normalización de nuestra indolencia normalizante. En el mismo lugar donde se instaló la prisión final del protagonista del cortometraje, unos hombres instalan una nueva cabina ‒o ¿acaso será la misma?‒; un nuevo dispositivo capaz de la peligrosa captura de nuestros cuerpos. La frialdad del gesto final de tal secuencia es descorazonadora por su repetición. Quizá con otra toma de la primera secuencia, se compone una aterradora reminiscencia; como la primera vez, un trabajador de la misma compañía telefónica deja abierta la puerta de la cabina de manera sutil, como si se tratara de la cortesía de una invitación. Ahora sabemos a qué nos está invitando.

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