Hace poco hice un trabajo en relación con una joya del cine español que de repente se antoja ignorada por su brevedad, a pesar de la profunda contundencia de su discurso. Me refiero a: La cabina de Antonio Mercero. En esta ocasión me encuentro con un caso semejante, un magnífico cortometraje que evidencia lo enorme que es y todavía puede ser el cine que se hace en este país. En este caso, se trata de una obra que explota de manera impecable las posibilidades poéticas de la imagen, aprovechando la plenitud de dos cuerpos histriónicos sumamente sensibles y comprometidos con la diégesis de dicha obra. Me refiero a: Un día de lluvia, dirigido por Alicia Zárate y Julio Godefroy. En dicho cortometraje nos encontramos con los instantes únicos del encuentro de dos vidas durante un día especial; una invitación a la comprensión de lo común, de lo que todavía nos une, aunque solamos olvidarnos de nosotros mismos.
El cortometraje nos habla de dos seres unidos por una misma adversidad cotidiana: una lluvia de la cual ambos personajes deciden guarecerse. Primero llega él, interpretado por Luís Domingo González. El hombre decide aprovechar el frío de la lluvia para disfrutar del calor y la llama de un cigarro, una invitación que pocos que hemos sido fumadores desconocemos. Él reconocerá durante su encuentro posterior que tal hábito lo complica, ya que sólo responde a la inercia de su angustia.
Poco después llega ella, interpretada por Carmen Mastache, aprovechando la hospitalidad posible del portal cerrado que refugia a ambos cuerpos de la implacabilidad del mundo. Cuando ella advierte que él fuma, se anima a intentar prender su cigarro, sin embargo, duda, intenta dejar dicho hábito, una ilusión que también conocemos quienes hemos sido fumadores.
A partir de ese momento, ambos comparten sus impresiones acerca de la vida y de la existencia, de la manera en la cual lo que sentimos nos convierte en nuestro hogar y de cómo la inefabilidad de las cosas, por su enigma, puede constituir una clandestinidad protectora ante un mundo que hace demasiadas preguntas y nos cuestiona constantemente lo que somos para cerrar el sentido de nuestras posibilidades; somos mundos posibles acechados por la aparente monoliticidad de una manera de habitar el mundo que se nos ha impuesto.
Lo sugerente es pensar que tal interrogatorio no nos invita a hacer tal ejercicio con nosotros mismos sino a clasificarnos confesionalmente, a nombrarnos, catalogarnos y etiquetarnos como la abstracción de lo que representamos para las condiciones de nuestra civilización; seres eficientes que rara vez se preguntan por su finitud e indigencia. De ahí la legítima sospecha de él cuando afirma: “Hay que sospechar de lo que se ve sabroso”, como una posible captura de nuestro deseo.
Ella, sin embargo, ante el ofrecimiento de una llama que encienda su cigarro por parte de su interlocutor, decide no reprimir su deseo; fuma con placer, disfrutando la sensación del tabaco que alimenta de calor químico al cuerpo de manera muy particular, haciendo del frío de aquella lluvia un bello paisaje desde cualquier refugio. Probablemente en esta última actitud podemos notar la posibilidad libertaria de la realización de nuestro deseo, sea cual sea; la consciencia implicada en honestamente decidir lo que queremos como una acuerdo con nosotros mismos,en contra de aquello que se nos ha impuesto, al inducirnos a su querencia o hacernos creer que lo queremos.
Ella cree que él viene del mismo lugar que ella: las oficinas de la Institución encargada de llevar a cabo trámites migratorios. Kant sigue teniendo razón después de siglos; hay que pensar a la Institución como una probable primer adversidad. Ella es un cuerpo trashumante y, con la sabiduría de no dar detalles, nos cuenta su historia; la de un cuerpo vivo que se ha visto forzado a desplazarse por el complejo mundo del cual los llamados adultos hemos sido sus artífices.
Su vulnerabilidad es la del cuerpo común que somos todos en tanto que cuerpos vulnerables; aquellos que no estamos exentos de nuestra indigencia y contingencia; aquellos que podemos llegar a vivir violencias semejantes y el entrampamiento de aparentes formas de vida que, lejos de ser constitutivas, son insatisfactorias y tendientes al cierre del sentido de la mecanicidad del hábito.
Esta última es la particular circunstancia de él, aparente propietario de una vida que se ha dedicado a satisfacer las expectativas de los demás, a cambio de promesas efímeras de amor, placer y goce que se han consumido, y que, con el cumplimiento de las mismas, han finiquitado los objetivos de su vida, al grado de cerrar y clausurar el sentido y posibilidades dela misma. Es tal la manera en la que vive dicho estrago, que se siente desaparecer. Todo aquello que creía permanente le parece injustamente efímero, como si se tratara de productos con fecha de caducidad. Tal estadio de dicho personaje se manifiesta en lo concreto de su inhibición. Él le hace saber a ella que es el dueño de la casa del portal en el que se refugian. No se ha atrevido a entrar a su casa; la cárcel que, después de haberla acabado de pagar ‒no sólo con dinero sino también con un sacrificio más allá del material‒ lo ha convertido en un fantasma de sí mismo y de su propia casa.
La soledad que los une es la del desarraigo, la desterritorialización de sus afectos; sentir que no están porque no son de ninguna parte. Sin embargo, a través de dicho encuentro entre dos soledades tan contrastantes, se dan cuenta de que están en un lugar: en la sensación de sí mismos. Su sensibilidad construye un puente, a través del juego que permite la oportunidad de tan cotidiana y extraordinaria situación.
¿Qué tanto nos hemos alejado, al grado de ser cada vez más ajena la posibilidad de entrar en contacto con los demás a través de dichas ocasiones? Es sugerente pensarlo porque estos dos personajes, en una muy especial voluntad de suerte motivada por la adversidad, se permiten un vínculo entre ellos, a través de algo tan difícil hoy en día como la confianza; fundamento de un afecto tan importante como la amistad, que cada vez se ve mermada por las dificultades actuales de nuestras relaciones y el sistemático desmantelamiento de nuestro tejido social, a través de fenómenos como el mido, el terror y, finalmente, la indolencia como resultado de nuestras evasión de lo que sentimos.
Mientras que en el día a día nuestra vulnerabilidad parece volcarnos a la rigidez moral de una coraza aparentemente protectora que constituye un cúpula aislante que se manifiesta en nuestras corazas somáticas, en este corto vemos cómo dos soledades deciden hacer de su invisible desnudez un punto de encuentro, sin dejar de protegerse a través del enigma de la clandestinidad del anonimato. Julio le llama “tramposa” a ella cuando esta última le dice que se llama: “Abril”, en un preciosos juego semejante al del cosmopolitismo de los niños. Ella sabe jugar con el lenguaje estratégico de la trampa, implicado en el clandestinaje, porque sabe muy bien lo que es la derrota. Sin embargo, el corto nos enseña que todos sabemos qué es la derrota porque la palabra derrota en nuestra lengua es sinónimo de camino.
Sin dar detalles, ella da cuenta de lo que vivió. No hace falta dar detalles, podemos ver en el rostro de ella la intensidad de lo padecido, según su relato; el dolor inmenso que la atraviesa y que la ha hecho buscar un nuevo hogar que cree haber encontrado. En cierta forma, habla de ella y de su cuerpo vulnerable, a través de un objeto de ensoñación: una bonita tacita que se hizo añicos en el momento de la violencia que la empujo al vacío de sí misma. Una vez unidos los pedazos, la tacita se veía horrible, afirma. Sin negar la legítima justicia de su angustia, ella no parece advertir que esa taza tiene una camino, una historia; una ruta de cicatrices que puede ser unida con el oro de nuestras lágrimas, como nos lo enseña el arte Zen del Kintsugi. Esa taza, como ella, tiene Wabi-sabi; la belleza de su historia, como afirman los maestros de dicho arte japonés. Para darnos tan profundo mensaje, los directores recurren a un muy afortunado empleo del close-up del rostro de sus actores. No cabe duda de que este espléndido trabajo le hace justicia a las palabras de Costa-Gavras cuando afirma que: “El paisaje más bello que ha filmado el cine es el rostro humano”.
Ambos personajes se encuentran con la trayectoria de un caracol; el signo de un ser capaz de ser su propia casa y su propio hogar, capaz de estar en él y, por lo tanto, de habitarse. Un ejemplo de cómo hacer del mundo nuestra casa, a través de nuestro recorrido: habitándonos para jamás abandonarnos.
Finalmente, como consumación de la confianza lograda, ella le dice su verdadero nombre; ya no hace falta ninguna trampa ni el clandestinaje de la misma, ella se comparte.
Yo, en cambio, me permito una trampa. Haciéndole honor a tan mancillada palabra, te invito, querido espectador, a que, si quieres saber cómo se llama ella, busques este espléndido cortometraje, digno de atención y de la confianza que me ha impulsado a compartirlo de esta forma contigo.
Se trata de un trabajo en el que dos soledades encuentran la compañía de sí mismos, a través del tesoro de la amistad; dos habitante de sí mismos que se encuentran mutuamente, haciendo de cada uno de ellos un tesoro. Se han compartido, se han atrevido a la aventura de la confianza. Deciden ir a la Montaña; seguir el camino del corazón del cual nos habla San Juan de la Cruz, porque sólo se puede ver con el corazón inflamado, nos dice el santo; el mismo corazón que tiene ojos capaces de ver los esencial, nos dice Saint-Exúpery; el corazón que se abre cuando cerramos los ojos a la futilidad de las apariencia,nos enseña Carlos Solórzano. Tales pueden ser las potencias del encuentro de nuestras soledades; el encuentro de la aparente carencia del cuerpo vivo que nos une.