“Amar es dejar de ser
para ser más”
G.W.F. Hegel
Esta vez quiero hablar de una de las películas más importantes de mi vida; un episodio cinematográfico trascendental por las claridades que aporta su poética en relación conmigo mismo, además de ser capaz de evidenciar lo difícil que puede ser vivir la habitación de nuestros cuerpos plenamente, como un acto de amor a nosotros mismos; un tópico cuyo tratamiento ‒quizá‒ a más de uno logre tocar. Se trata de un trabajo cinematográfico acerca del territorio de nuestra sensación como inextricable simiente de nuestras vidas en el mundo; la manera en la que habitamos al mundo en nosotros mismos.
Perdí mi cuerpo es la historia de Naoufel, un joven cuya vida cambia radicalmente a raíz de la importante pérdida de sus padres y el subsecuente duelo que implica. Nos encontramos con la orfandad de un niño ‒el protagonista mismo a temprana edad‒; el estadio agudo de una indefensión mayor a la que la infancia por sí misma ya implica. Dicha pérdida convirtió al protagonista en un cuerpo trashumante; Naoufel tuvo que vivir, en más de un sentido, su extranjería; la de la pérdida de una casa, un hogar, una familia y, finalmente, su país.
Los sueños de Naoufel parecen suspendidos por su entrada abrupta a lo compleja que puede ser la vida de los adultos, en medio de uno de los estadios más plenos de la vida de un ser humano como puede ser la infancia. En el caso del protagonista, ésta no está exenta de la ensoñación de una vida alegre y placentera; la vida misma cuando despertamos por su estímulo, descubriéndola a través del Juego como exploración de todo instante único e irrepetible, manifiesto en sus datos más pequeños; ecos de nuestra finitud.
El pequeño Naoufel se entretiene con la presencia de una mosca. Se pone el reto de atraparla; un juego propuesto por su padre, quien aconseja al chico orientar y dirigir su mano hacia el costado del insecto hacía el cual probablemente volará, porque dicho animal suele reaccionar al movimiento natural de la mano que se dirige hacia ella. Engañar a tal bichito implica no permitirle adivinar que uno ya sabe su probable trayectoria; la mosca puede prever más que nosotros, al estar dotada con la visión privilegiada de sus múltiples ojos, infieren padre e hijo.
Un claro signo de lo problemático que puede ser el camino obvio y cómo un desvío puede abrir el sentido de nuestras vidas, yendo en contra del destino que todo lo ve. La mosca tiene más probabilidades porque está en su centro: el horizonte de su territorio y de la movilidad de la que es capaz dicho cuerpo vivo en el mismo. Paradójicamente, la pequeñez de la mosca es una ventaja para no ser capturada. Ésta le permite agilidad, vuelo y, por lo tanto, desplazamiento ante una fuerza mayor y contundente, aunque es claro que tales ventajas no son infalibles, de manera semejante en la que nosotros no lo somos ante las magnitudes del mundo, al igual que no lo es un cuerpo tan vulnerable como el de un niño como Naoufel.
Los seres humanos solemos identificarnos con el espacio. Solemos creer que este último determina nuestro centro, sin advertir que el centro somos nosotros y que, a través de nuestro movimiento, podemos replantearlo, aunque, como le ocurre a Naoufel, la pérdida del centro también es parte de la posible accidentalidad de nuestro cuerpo y circunstancia debido a nuestra finitud;la influencia en esta última de todo aquello que no depende de nosotros, como sucede con la mosca que acaba por ser derrotada por una fuerza mayor a ella, además de contundente.
El pequeño Naoufel está fascinadocon el vuelo del insecto como fenómeno sonoro. El padre le sugiere que se oriente por dicha condición, al igual que por la relación del mismo con la indefensión de la mosca implicada en un estadio especial de la misma: el momento en el que frota sus patas. Cuando el insecto hace eso, éste no tiene el mismo centro, su cuerpo tiene otro apoyo, el que sólo cuenta con la fortaleza de sus dos patas traseras. Habitar al mundo es poner atención a nosotros mismos; atender a la relación entre las potencias vitales que manifiesta la vida con las nuestras.
El niño porta consigo una grabadora con micrófono para registrar los instantes a los que su atención lo convoque, incluyendo el zumbar del vuelo de la mosca. Naoufel graba todo lo que considera importante, incluyendo los momentos que comparte con sus padres, capaces de fomentar y atender con amabilidad la aguda sensibilidad de su hijo. A través de tal registro nos enteramos de dichos momentos. El protagonista acude a ellos con frecuencia como vestigio del mundo que ha perdido.
Vemos a su padre tocar la guitarra como parte de un momento humorístico en la vida de aquella familia; la madre del protagonista es cellista profesional, una concertista que vive de su vocación. La plenitud de la vida de un niño, la ávida sensibilidad del sensorio que es su cuerpo, puede ser tan grande como para hacer de toda su infancia el privilegio de los mejores y más alegres recuerdos. Por eso, los niños son sagrados y, por definición, lo sagrado no se toca.
En la casa de dicha familia hay un piano que Naoufel sabe tocar, gracias a la instrucción de su madre. La película no deja de evidenciar lo importante que siempre ha sido la audición para el ahora joven, es la guía misma del sensorio que es su cuerpo. A pesar de su miopía, Naoufel puede apreciar al mundo plenamente, desde la pequeñez magnificada por el registro de un micrófono; advierte la plenitud de cada fenómeno que lo rodea con la visión especial del vibrar invisible del cuerpo de los mismos; el mundo,cuando es atendido con dicha plenitud ‒con tal armonía‒,se convierte en nuestra sensación, la sensación de nosotros mismos como experiencia de lo poético; el contenido de la forma que puede ser el arte como música de los fenómenos de la vida del mundo. Es el ejemplo de cómo, en el mejor de los casos, la infancia puede ser esa época preciosa en la que todo puede ser bello y todo puede ser motivo de alegría.
La pérdida de sus padres obliga al pequeño Naoufel a replantear sus anhelos; el pequeño quería ser pianista y astronauta, “¡Ese es mi hijo!”, exclamó su padre cuando se enteró de las vocaciones del pequeño; evidencia de una inmensa sensibilidad que entiende la sublime magnitud del mundo que, lamentablemente ‒de manera terrible‒, se le impone a este niño que, como todo ser humano a su edad, tendrá que vivir su indefensión de manera más solitaria e intensa; nuestro dolor puede darnos las más grandes e importantes lecciones, al igual que terribles experiencias de injusticia.
Naoufel está ante el inevitable fenómeno del dolor, la derrota de la finitud de nuestro cuerpo;su tránsito como sensación y habitación de nosotros mismos. ¿Qué tan justo puede ser un mundo que no advierta la probable injusticia de tal padecimiento en el caso de un niño? Platón lo advierte en La República: si entendemos al mundo como una Cosmópolis, una ciudad que no protege su porvenir está perdida.
Las ensoñaciones son los mundos posibles que pueden vertebrar el difuso sentido de nuestras vidas. En el caso de Naoufel, se han diluido en el recuerdo del mundo que los propiciaba y que nuestro protagonista ha perdido. Tan intenso dolor hace que nuestro protagonista se apegue a los vestigios sonoros de sus imágenes; los recuerdos como sensación de la plenitud que fue aquel chico, antes de tan terrible accidente. El pequeño Naoufel está subsumido por la novedad de una nueva vida, ajena y que no ha elegido. Vemos la confusa y paradójica situación para alguien tan joven: la fortuna de haber sobrevivido a tan inesperado accidente, para quedarse solo ante el horizonte de un mundo signado por tal carencia. Naoufel, sin embargo, tiene sus recuerdos; en nuestros recuerdos también podemos encontrarnos. El mundo que perdió, el del amor de sus seres más queridos, sigue vivo de alguna forma. Ello, sin embargo, no niega lo difícil de comprender, de manera tan abrupta y a tan corta edad, que se tiene una nueva vida.
Naoufel, en más de un sentido, es un sobreviviente. A pesar de su profunda pena, ha hecho todo lo posible por sí mismo y, con tales medios, ha crecido, a pesar del agotamiento que puede implicar la prisa de los demás. El protagonista sigue manifestando su voluntad de vida.
¿Cómo juzgar la difícil decisión de no rendirse, al igual que lo complicado de vivir una vida tan condicionada a una constante sujeción?; ¿cómo dejar de ser un niño cuándo se ha solido elegir por ti y el mundo te obligó a crecer a través de sus accidentes y las decisiones de los demás? Naoufel también ha elegido y ello lo hace responsable, es consciente de ello. Sin embargo, también ha elegido en la medida en que ha podido y su circunstancia lo ha permitido.
Como veremos, a pesar de sus errores, el protagonista tiene una respuesta para sí mismo, desde la particular sabiduría que sólo se obtiene viviendo; nuestra sensibilidad como maestra, de la que sólo podemos aprender sobre la marcha, incluyendo al error y su comprensión como amor hacia nosotros mismos; la sabiduría de la sensación de nuestros cuerpos,de los cuales no sabemos realmente lo que pueden.
Esta es también la historia de un encuentro, la historia de un encuentro con nosotros mismos, en un sentido más literal de lo que podemos creer. Se advierte la importante influencia de la narrativa de Guy de Maupassant en la película. Se hace un homenaje a dicho autor en una de las secuencias del film; la biblioteca en la que trabaja Gabrielle, la protagonista femenina del largometraje, lleva el nombre de tan célebre discípulo de Gustave Flaubert, contemporáneo de Émile Zola e influencia de Howard Phillip Lovecraft.
Vemos en las primeras secuencias de la película cómo una mano mutilada escapa de una especie de pequeño almacén que se antoja insuficiente y provisional. La mano de manera autosuficiente, sin el resto del cuerpo al que podemos inferir que perteneció, tiene vida por sí misma. A lo largo del film, vemos su recorrido por una ciudad convulsa ‒como muchas ciudades actuales, correspondiente con la manera en que solemos entender la imagen y noción de una gran urbe.
La mano logra no sucumbir al asecho de una paloma en su nido que ‒por la vulnerabilidad de ambos cuerpos y sus respectivas fuerzas‒ acaba matada en un fatal accidente; logra escapar de la persecución de las ratas del metro, al igual que de la amenaza de ser aplastada en las vías del mismo por uno de sus trenes; consigue su fuga de la casa de un ciego, después de haber sido recogida por el perro guía del mismo, para después ser confundida probablemente con otra rata, siendo perseguida por dicho hombre y su guía.
A lo largo del film, vemos como esa mano ‒a través de momentos específicos‒ empieza a tener recuerdos de su origen: su tacto sobre la arena de la playa y su emerger del agua del mar, después de estar cerca de un bebé siendo bañado, por poner dos ejemplos. También recuerda cuando alguien tocaba el piano en su presencia y también que ella, la mano, llegó a tocar el piano. La audición de la ejecución de dicho instrumento por parte del hombre invidente la llevó a esa memoria. La mano busca algo, sigue la ruta de su sensación. Parece dirigirse a su destino.
Naoufel vive en una pensión en un cuarto que comparte con su primo, con el cual no se lleva bien. Tiene que dar una cuota diaria por dicho alojamiento a su casero. Para mantenerse debe trabajar como repartidor de pizza, labor en la cual es sumamente ineficiente, lo cual también asegurará la protagonista de la película: “Evidentemente esto no es lo tuyo, deberías cambiar de trabajo”, le dice al chico. La prisa de los demás constriñe a dicho cuerpo, en medio de una ciudad convulsa e indolente que, en esa época, acentúa la complejidad de su frenesí, por la adversidad cotidiana de la lluvia. El protagonista es reprendido constantemente por su jefe, debido a la impuntualidad de sus entregas; Naoufel en una misma semana ha tenido que entregar de manera gratuita seis servicios por llegar más de veinte minutos tarde, la garantía de atención de la pizzería en que trabaja.
Un signo de la indolencia de la ciudad se hace evidente cuando Naoufel es impactado por un auto, con la suficiente fuerza como para averiar su motocicleta: “¿Estás bien?”, preguntó el automovilista que chocó a Naoufel. Éste último confirma que no está herido, sin embargo, el automovilista se da a la fuga para no hacerse responsable del vehículo que descompuso con el impacto de su auto. Es aquí cuando vemos también que nuestros modos de vida, nuestra prisa por ejemplo, determina nuestra circunstancia más concreta y material, entrando en juego nuestra economía como principio de acción ante la adversidad. Quizá, aquel hombre no podía hacerse cargo de la reparación de la moto de Naoufel. Sin embargo, entendía la gravedad de que este último estuviera herido. Advertimos cierta consciencia de lo importante del bienestar de un ser humano, un cuerpo vivo. Quizá, aquel hombre, más que no importarle la gravedad de la situación de Naoufel ante dicho estropicio, no podía costear la reparación correspondiente. Es obvia la responsabilidad de dicho conductor. Sin embargo, es sugerente pensarlo en relación con nuestra necesidad; ser más justo y comprensivo, en lugar de sólo verlo como un acto negligente. Sin embargo, lo que realmente me parece grave es que dicho hombre se haya dado a la fuga sin intentar llegar a algún acuerdo con Naoufel para no dejarlo tan afectado. ¿Hemos perdido nuestra capacidad de llegar a acuerdos por la rigidez de nuestras formas de vida? Si es así, ¿cómo no esperara el privilegio de nuestras necesidades al grado de confundirlas con nuestros intereses privados, por encima de los demás? En ello se manifiesta también la indolencia de una falta de empatía, como parte de la vida normalizada de una llamada: “gran ciudad”.
Al igual que en Lluvia de Paula Hernández, que en El mismo amor, la misma lluvia de Juan José Campanellay que en Un día de lluvia de Alicia Zárate y Julio Godefroy, la película nos muestra el importante encuentro entre dos soledades, en medio y a través del gran símbolo de la adversidad que es la lluvia. Igual que en tales referentes, nos encontramos con una historia de amor en medio de la lluvia. Un motivo cinematográfico muy recurrente: el amor como triunfo ante el mundoque hemos construido, opuesto al placer y al goce como satisfacción de nuestros deseos más importantes.
En una de tantas entregas fallidas de nuestro protagonista, este último conoce a Gabrielle a través del interfón del edificio en el que esta última vive. Ella está en el piso treinta y cinco. Le gusta vivir a dicha altura porque sólo se oye el viento cuando cae la lluvia. Para ella, es como vivir en una especie de bruma protectora; la experiencia solitaria y celeste de estar en medio de un blanco y diáfano vacío como el de un paisaje nevado. Cuando el viento es muy fuerte, Gabrielle disfruta del mecer de su edificio; una imagen de la aparente soledad de la autosuficiencia que puede implicar estar con uno mismo.
Tal es lo que sabemos de ella, a través del encuentro fallido entre ambos personajes ‒la entrega de una Pizza Napolitana con cebollas extra‒; él no puede abrir la puerta del edificio, a pesar de que sigue las instrucciones de Gabrielle. Por otra parte, debido al accidente de tráfico sufrido por Naoufel, tanto su moto como la pizza quedaron igual de estropeados. Ambos chicos se ponen a conversar, mientras él come la pizza y bebe la cerveza que también Gabrielle había pedido ‒Naoufel le dice que las cebollas extras fueron una mala idea.
Vemos la conmoción de él, cuando aquella chica con nombre de ángel le pregunta si está bien después de haber sido chocado por un auto. Se evidencia la soledad del protagonista, alguien que no es tomado en cuenta y que, a su vez, generalmente es ignorado y sólo es usado cuando es necesario. Ello se evidencia en el film, a través de la breve interacción entre Naoufel y su jefe, al igual que entre Naoufel y su casero; imágenes fugaces pero contundentes de la indolencia que implica nuestra normalización como distanciamiento y falta de atención al mundo, incluyendo a los demás.
Podemos advertir en el impacto de la atención de Gabrielle en el protagonista un resabio de la profunda carencia de Naoufel; el duelo por la pérdida de sus padres; la falta de lo especial de su atención; un amor y cuidado únicos.
Es sugerente pensar en el porqué del que el protagonista esté llevando a cabo un trabajo que lo puede poner en un peligro semejante al que le arrebató la vida a sus padres; usar una motocicleta, a sabiendas de la posibilidad de tener que dar servicio mientras llueve. Si bien es probable que sus opciones laborales no sean muchas, podemos inferir tal posicionamiento como una disposición al riesgo que tenga que ver con la culpa por haber sobrevivido. Más adelante, veremos que dicho apego es todavía más complejo.
La mano sigue su búsqueda. Ha llegado a la azotea de un edificio, hasta ahí la ha llevado su sensación. Dicho apéndice aparente ha acudido a su sensación como rastro de lo que fue: parte de un cuerpo vivo más complejo. Coincide en dicho espacio con un grafitero con máscara de paloma. Este último parece intervenir edificios altos. Podemos inferirlo por la facilidad con la que habita dichos sitios, además del signo de su máscara. Dicho personaje y la mano no se encuentran. Esta última ‒de alguna manera‒ entiende la importancia de permanecer oculta de los demás. El grafitero, en el frente de dicho edificio, pinta: “Estoy aquí”, como si se tratara de un avatar de la paloma que mató accidentalmente la mano ‒recordemos que las aves son un símbolo de la relación entre el cielo y la tierra‒ señalando el edificio en el cual esta última se encuentra. Dicho signo, por supuesto, me recuerda a una película también comentada en este espacio. Probablemente se traten de los signos de nuestro tiempo; los signos del discurso de la urgencia de nuestro mundo.
La mano, a través de un paraguas, consigue continuar su odisea en el vuelo de los vientos de la ciudad, en medio del tráfico de la urbe. Para llevar a cabo dicha aventura, vemos dos ensoñaciones presentes. Una se apareció ante la mano al oír el piano del hombre ciego en su casa: Naoufel, pianista concertista. En este caso, ante la mano, como si le estuviera dando instrucciones a la misma, está la ensoñación del Astronauta. La mano prosigue la búsqueda del cuerpo que ha perdido.
Tales imágenes, dichas ensoñaciones,poseen un tiempo que Gaston Bachelard llama: “tiempo vertical”; el tiempo de la ensoñación como estadio intermedio entre la vigilia y el sueño. Ambas ensoñaciones, como parte de los anhelos de toda vida humana, se manifiestan de manera explícita en el film durante el funeral de los padres de Naoufel. Ante las tumbas de seres tan queridos por el protagonista, el pequeño Naoufel tiene a su lado la figura respectiva de sus dos sueños; el anhelo de dos vocaciones como sentido de la vida de los mundos posibles de nuestro deseo: Naoufel, el pianista y el astronauta. Ambos acompañan al chico; habitan su cuerpo como habitan la mano capaz de verlos y ser guiada por los mismos; los sueños como densidades ontológicas de la vida posible que un niño sueña porque puede imaginarla; la imagen de la vida de un mundo posible convertida en un deseo. Ambos sueños acompañan al pequeño en su duelo, evidencia de que no está solo; está en compañía de sí mismo.
Naoufel vive la tensión de no abandonarse; no abandonar su deseo manifiesto en sus sueños y, por lo tanto, no abandonar a estos últimos, a pesar de la contundencia de los hechos del mundo y la áspera imposición de los mismos como: lo posible, lo verdadero, lo real, lo que debe ser, ante todo aquello que tal creencia y sus enunciaciones niegan y ostentan como: lo imposible.
Esa misión se vuelve compleja cuando se nos suele instar a renunciar a lo que realmente queremos: nuestros sueños, cuya vida suele oponerse a la prisa del mundo porque ésta última es contraria a la serenidad del tiempo vertical de la contemplación que requiere soñar e imaginar; tendemos a privilegiar el tiempo horizontal de la prisa de lo demás y los demás, la prisa del mundo. No abandonar nuestros sueños es estar en compañía de nosotros mismos; habitar nuestro deseo y, por lo tanto, no abandonarnos; mantener vivo al héroe que vive en nuestra alma, el niño que siempre le dice: “sí” a la vida.
Por su parte, Naoufel busca a Gabrielle en el directorio telefónico. Debido a las carencias del joven, se puede inferir su escaso acceso a la tecnología, a pesar de tratarse de una película de hace casi cuatro años. El protagonista logra dar con ella, sin embargo, ve interrumpido su esfuerzo por su primo, quien desconecta el teléfono ante la urgencia de entrar al baño, donde el protagonista estaba refugiado. El lugar donde vive el protagonista, además de compartirlo, carece de privacidad. Podemos inferir con ello toda clase de dificultades que el joven ha pasado desde su orfandad, contrastante con la vida que llevaba al lado de sus padres.
Naoufel logra dar con la biblioteca en la que trabaja Gabrielle. Pregunta por ella y confirma que dicho lugar es el ámbito laboral de la joven. Sin embargo, prefiere ser discreto ante ella. Inferimos que trata de llevar a cabo una estrategia para conocerla, sin que ello resulte demasiado invasivo. Sigue a Gabrielle y encuentra que parte de su recorrido incluye su paso por un taller de carpintería, al cual el protagonista acude al día siguiente. Dicho negocio es atendido por el tío de Gabrielle: Gigi. En una de las ventanas del lugar, Naoufel ve un anuncio en el que el taller solicita aprendices. “Ese anuncio es de hace diez años, ya no busco aprendices”, Le dice Gigi al joven. Naoufel insiste y, finalmente, es puesto a prueba.
Hay un gesto de Gigi que evidencia su carácter sabio y comprensivo. Naoufel toca una mesa que está recién pintada y arruina el acabado de la misma. Gigi no le da importancia, es un error que se arregla con un brochazo. Un gesto de desapego que corresponde con la oportunidad que le da al joven.
Es contrastante tal actitud de Gigi con la lógica de la crueldad de los modos de vida de la ciudad que retrata la película, muy semejante a la de aquellas en las que la mayoría de nosotros vivimos. Naoufel va a una fiesta en la que alguien le quita su lugar en la barra de la misma. Dicho hombre reacciona de manera hostil y agresiva ante el reclamo, diciéndole a Naoufel que se vaya a otra parte. El protagonista le indica que está ahí su bebida, “Lo hubieras dicho antes”, dice dicho personaje, para después escupir en la bebida del protagonista. Tal conflicto acaba en una pelea a golpes entre ambos. Se trata de una secuencia que expone tres fenómenos: el hostil transplante de Naoufel a dicha ciudad, desde que quedó huérfano; la tendencia de Naoufel a privilegiar ‒en la medida de sus posibilidades‒ su estadio en contextos hostiles ‒quizá una especie de autocastigo por la culpa de haber sobrevivido‒; la indolencia normalizante y tendiente al egoísmo en la que solemos vivir de manera reactiva como manifestación de nuestro malestar.
En una de las secuencias inmediatas a la muerte de los padres de Naoufel, vemos como él, todavía siendo un niño, llega al aeropuerto para irse a dicha ciudad. Dos trabajadores del aeropuerto se hacen responsables de Naoufel porque viaja solo, como lo indica el gafete que el chico trae puesto. El pequeño sonríe y extiende la mano para saludar. Sin embargo, ninguno de los dos adultos corresponde con el gesto, mientras lo ven con indiferencia.
Uno no siempre sabe qué trago amargo los demás han bebido, al grado de ser sedimento para su miseria o su tristeza. Tampoco los demás saben del dolor que solemos llevar a cuestas. ¿No será importante pensar en lo generoso que, al respecto, puede ser la consideración de nuestra amabilidad?
Ante circunstancias como la anteriormente planteada, es difícil no reflexionar acerca de cómo hemos normalizado ‒quizá por las aparentes razones de un llano instrumentalismo a favor de la eficiencia como aptitud y cualidad; condiciones que dirigen nuestra prisa cotidiana‒ una hostilidad reactiva que solemos fomentar a través de una aparente protección, una defensa entre nosotros; violencias irracionales e ilegítimas, condicionados por la creencia de concebir al mundo como una adversidad, renunciando así a la responsabilidad de atender nuestro malestar, en el cual se manifiesta lo que nos pasa y, sobre todo, lo que sentimos.
Naoufel empieza a trabajar con Gigi. Es entonces que ocurre el primer encuentro directo entre el protagonista y Gabrielle. Esta última no está muy de acuerdo en la presencia del chico en la carpintería. Gigi está enfermo y Gabrielle siente que su decaimiento se agravará si deja de trabajar, por lo cual siente inoportuna la presencia de Naoufel en el lugar. El joven evidencia que le va a costar trabajo aprender el oficio; su primer día tira una tablas y se astilla un dedo con las mismas, acaba siendo atendido por Gabrielle. Sin embargo, con el paso del tiempo, Naoufel logra, no sólo desempeñarse con virtud en el oficio que ha aprendido sino también llega a amar al mismo, al encontrar a través de su ejercicio sus posibilidades creativas; las potencias poéticas de un oficio tan noble como la carpintería, el cual todavía tiene un vínculo importante con la naturaleza a través de un material como lo es la madera; el cuerpo de un árbol capaz de conservar y ser estadio del calor. El chico parece recordar que es un poeta; nuestra vocación como habitación de nuestra sensación de cuerpos vivos.
Bajo el lluvioso y gris cielo de la ciudad, en uno de los techos del edificio en el que se encuentra el taller de Gigi, Naoufel construye un refugio para el encuentro; un lugar acogedor para aquellas soledades que se encontraron bajo la lluvia de una noche en la ciudad; dos cuerpos que viven el frío de la indolencia de la urbe.
Naoufel se entera del gusto de Gabrielle por la Antártida y los osos polares; la imagen de un paisaje semejante al que le evocan a la chica las fuertes lluvias en el departamento en el que vive, como le llegó a comentar al joven repartidor que fue el protagonista. Este último ya le había regalado un llavero de madera con forma de oso polar que él mismo hizo. Esta vez, Naoufel ha construido en dicho techo un iglú de madera.
En la visita en la que el chico le regala el llavero, el protagonista invita a Gabrielle a emular el paisaje que a la chica le evoca el edificio en el que ella vive, al ser balanceado por una intensa lluvia: “Si te tapas bien los oídos y los golpeas uno a uno suavemente, probablemente sea semejante a caminar sobre la nieve”, le dice Naoufel a la chica, acudiendo a su sensación, a la habitación de su cuerpo, manifiesta en la relevancia que ha tenido la audición en la vida del joven como habitación de su sensación. De tal forma, coincide con el referente visual de Gabrielle como habitación de la sensación de esta última, logrando provocarle una sonrisa. Tanto la risa como la sonrisa son encuentro. Hay quien dice que la risa ‒incluyendo a la sonrisa que implica‒ es la distancia más corta entre dos seres humanos. También podría serlo ‒me atrevo a sugerir‒ entre dos seres vivos.
El protagonista llegaba al taller de Gigi cuando vio que su primo conversaba con Gabrielle. Naoufel había dejado la pensión, ya que Gigi tenía un espacio para que él viviera en el edificio sobre el que construyó el Iglú de madera para Gabrielle. El primo de Naoufel dio con él e invitó a Gabrielle y al protagonista a la fiesta en la que acabó a golpes con el tipo que escupió en su bebida. Ambos protagonistas decidieron ir juntos, Gabrielle quedó en pasar por Naoufel al taller de Gigi. Esa noche el protagonista decidió mostrarle su regalo a la chica.
Fue entonces que Naoufel pidió a su antiguo empleo una pizza Napolitana con cebollas extra para la señora Matínez, el nombre del interfón que correspondía con el departamento de Gabrielle ‒el encargado de mantenimiento no había cambiado los rótulos de dicho dispositivo. El protagonista también pidió la misma bebida que Gabrielle había solicitado aquella noche de lluvia, para ambos. La comida estaba dentro del Iglú. Gabrielle admiró el esfuerzo del protagonista, al ver el diseño tan logrado que había conseguido. Sin embargo, cuando se enteró de que se trataba del repartidor de aquella noche, lo consideró un engaño, un ardid para acostarse con ella y un abuso de confianza, aunado el hecho de que Gigi se había entusiasmado con la presencia del joven en su taller. Gabrielle le reclamó su falta de consideración al protagonista; Gigi está enfermo, a Gabrielle no le parece justo exponer a su tío a tal clase de disgusto, a pesar de que Naoufel, con su presente, evidencia amar el oficio que ha aprendido y del intento del chico de explicarle que, dadas las circunstancias, no sabía cómo encararla. El joven evidencia su inseguridad; “¿Qué querías que te dihera? ‘Soy el repartidor, el que no puede ni abrir una puerta’”, intenta explicar Naoufel. Ella se va y deja solo al chico.
Es doloroso ver cómo Naoufel intenta destruir lo que con tanto esfuerzo construyó; intenta romper el iglú de madera, golpeando su obra como si fuera parte de sí mismo, una extensión de su cuerpo.
Antes del desencuentro entre ambos protagonistas, sucede una de las secuencias más bellas del film; un diálogo entre ellos acerca de la vida y el destino. Naoufel afirma que no se puede escapar del destino, lo entiende como todas aquellas cosas que no dependen de nosotros y que simplemente nos tocan como parte de nuestra trayectoria vital. Podemos identificar dicha postura como todo el dolor posible e inevitable que nos puede tocar como parte de nuestras vidas, las vidas de cuerpos vivos. Ningún cuerpo vivo está exento de dolor, a todos nos pasa ‒nos toca‒ y todos lo sentimos de diversas maneras y en distintas intensidades.
Ello no legitima derecho alguno a la crueldad ‒supuesto y muy cuestionable derecho a una posibilidad de nuestra libertad sumamente problemática‒, la inevitabilidad del dolor evidencia que, en más de una ocasión, nuestras vidas atraviesan dicha posibilidad, lo cual hace ilegítimo todo ejercicio gratuito de crueldad como manifestación de nuestra miseria o resentimiento; el malestar implicado en no hacernos cargo de lo que sentimos; nuestras emociones y nuestros sentimientos; no hacernos cargo del dolor que a todos nos pasa y a todos nos toca.
Sin embargo, lo que sí depende de nosotros es cómo nos posicionamos ante el dolor; si hacemos que el mismo alimente nuestra miseria o si tratamos de comprender dicha experiencia para hacernos cargo de la misma y ser más responsables de nosotros mismos y, por lo tanto, de nuestras acciones. De esa manera es comprensible cuando el budismo nos dice: “el dolor es inevitable, sin embargo, el sufrimiento se elige”. ¿Qué tanto elegimos vivir con sufrimiento como adolescencia de nuestra miseria?; ¿no sería la advertencia de tal peligro la evidencia de la importante necesidad de ser responsables de nosotros mismos?
En relación con esto último, Naoufel nos da una respuesta muy interesante a raíz de una pregunta de Gabrielle: “¿Y qué haces con el destino?”, a lo cual Naoufel responde: “Te alejas lo más que puedes de él”. Igual que para atrapar a la mosca ‒entrampar al destino‒, te alejas de la trayectoria obvia; te desvías para abrir el sentido que el destino intenta cerrar; te descolocas para convertirte en tu centro; te pierdes para encontrarte, aunque ello implique tener que perder y renunciar a elementos de nuestra vida sumamente relevantes y queridos por nosotros.
El destino parece haber desviado con su determinación a Naoufel. Sin embargo, el destino también es el mundo posible en el que se manifiesta su determinación. En cambio, la libertad es el desvío que hacemos de dicha trayectoria. Naoufel nos demostrará que sabe qué es perder porque lucha por encontrarse.
Sin embargo, el protagonista tiene otra prueba más para su coraje, con la cual comprenderá con más claridad la dolorosa e importante lección del desapego; el dolor, como siempre, será inevitable. Sin embargo, Naoufel seguirá eligiendo; es claro que no opta por el sufrimiento;por amor, Naoufel se aventó al vacío y perdió a Gabrielle. La siguiente prueba del destino constituirá la comprensión que vertebra al amor por uno mismo.
Después de aquella fiesta malograda en la que Naoufel acabó con resaca y un ojo morado, aquella noche en la que Gabrielle se disgustó con él por su ardid, el aprendiz llega al taller para cumplir con un encargo que Gigi le deja indicado, además de un antiácido con un vaso de agua para su malestar.
Aquella mañana, el chico sacó de una caja donde guarda los vestigios de su vida pasada ‒entre ellos, las grabaciones que hacía de niño‒ un reloj que pertenecía a su padre y que le recuerda al juego de atrapar a la mosca, el reto que unía a padre e hijo. Naoufel debe cortar unas piezas que son parte del patrón de un encargo para el taller. Sin embargo, el chico está descentrado por su malestar, juega con una mosca cercana a atraparla. La sierra eléctrica de mesa que utiliza está funcionando. De manera imprudente sigue tratando de atrapar la mosca con su mano, provocando que el reloj de su padre se atore con el mecanismo de la sierra. El protagonista, después de pegar un grito estremecedor, cae al suelo desmayado. Vemos cómo ha perdido la mano izquierda, al haber perdido el centro de sí mismo; la atención de la habitación de su sensación como habitación de sí mismo. Naoufel, deshabitado, acabó por perder parte de su cuerpo, además del que en ese momento ya había abandonado. Tal deshabitación, motivada por su apego; el afecto al pasado de un mundo que ha muerto con sus padres.
Este último posicionamiento de mi parte tan sólo es una descripción lógica de los hechos correspondientes de una secuencia de la película que estamos pensando, no pretendo llevar a cabo juicio moral alguno. Todos hemos tenido momentos semejantes, a pesar de la diversidad de los mismos y de la gravedad de sus consecuencias. Son accidentes que, en lugar de juzgar culpigenamente para castigarnos, habría que comprenderlos con amabilidad para hacernos responsables de nuestros actos y liberarnos del control y el apego que constituyen a la inercia de la culpa, al igual que a su miseria.
Es fácil de imaginar que no es sencillo superar un duelo tan terrible. Sin embargo, tal acto de amor por nosotros mismos nos es constitutivo y es parte de hacernos responsables de nuestra sensación, de lo que sentimos, es parte de habitarnos para no elegir el sufrimiento del dolor que es inevitable; ser comprensivos con nosotros mismos como una acto de amor y generosidad hacia nosotros mismos que pueda implicar nuestro perdón para nosotros, una reconciliación con lo complejos e inconmensurables que podemos ser.
En una de las audiciones de las cintas de Naoufel, nos enteramos de que uno de los momentos que quedaron registrados en las mismas fue el instante del accidente que le costó la vida a sus padres. El protagonista escucha el registro de tal instante ‒quizá como parte del autocastigo al que parece tender el chico‒, evidenciándose que el padre de Naoufel distrae su vista del camino para decirle a su hijo que no saque el cuerpo del auto; el pequeño quería gravar el exterior, la ráfaga de viento del auto en movimiento, y para ello sacó la mitad del cuerpo del vehículo. Ello hizo que el padre del muchacho no advirtiera un siervo con el que acabó chocando ‒probable signo de la inocencia de Naoufel‒ haciendo que el conductor perdiera el control del coche, precipitándolo a una aparatosa volcadura.
Es inferible que Naoufel se sienta culpable por aquel instante, además de sentirse culpable por haber sobrevivido. Lo anterior, sin permitirse comprender ‒sin ser más justo consigo mismo‒ que él era demasiado pequeño para poder hacer cualquier cosa ante dicho evento, tan sólo fue un accidente, una de tantas posibilidades de lo que nos toca; el destino del dolor y de la muerte,del cual todo ser vivo es susceptible desde que nace. Vemos en ello la profunda y dolorosa raíz del apego del ahora joven al mundo que perdió; el dolor profundo de su nueva vida.
La mano ha encontrado a su dueño. Finalmente, a través de un magnífico uso del recurso del flashback, nos enteramos de que se trata de la mano mutilada de Naoufel. Ésta busca su lugar, trata de ubicarse en el muñón del chico, mientras recuerda su sensación como memoria de sí misma; nuevamente, está muy presente el recuerdo de su tacto de la arena y del agua de la playa. También llegan momentos de alegría tocando del piano, al lado de la madre del protagonista. La mano se encuentra con Naoufel; un encuentro con uno mismo a través de la pérdida, la carencia que ésta implica. La mano reconoce su casa en aquel cuerpo: su hogar.
Gigi trata de hablar con Naoufel. El carpintero se encuentra con una puerta cerrada ante la que asegura al protagonista que ha firmado los papeles del seguro para que el joven reciba la atención necesaria ante su discapacidad. Sin embargo, no recibe respuesta y Gigi se resigna. Naoufel deja el taller; acomoda su antigua habitación y pone sobre sus sábanas un libro que le había prestado Gabrielle: El mundo según Garp de John Irving. Vemos cómo Gabrielle recoge el libro y explora el lugar. Parece sentir la ausencia como fuerte impronta de Naoufel en su vida.
En dicha alcoba se encuentra la mano. Dotada de la sensibilidad de su antiguo dueño, ha decidido dejar de seguirlo como si hubiese elegido ser independiente, después de toda su odisea por encontrarlo. En la alacena de la alcoba, dicho antiguo apéndice de Naoufel también ha construido un iglú. El suyo ‒signo de una sensibilidad que todavía comparte con su antiguo dueño‒ lo hizo con cubos de azúcar. Gabrielle descubre dicho émulo de una parte de la presencia de Naoufel. La chica se queda un rato en la alcoba, recostada en la cama que usó el protagonista; un claro signo de nostalgia. En ese momento, empieza a nevar.
Gabrielle sale a la azotea a ver el iglú que construyó Naoufel lleno de nieve. Encuentra una tabla posicionada en una orilla de dicho techo como si fuera un trampolín, para dar un salto hacia la plataforma de una grúa frente al edificio en el que está el iglú. En la plática en la que Naoufel le habló a la chica de cómo alejarse del destino, el chico le puso como ejemplo de tal distanciamiento el salto de dicha azotea hacia la plataforma de aquella grúa frente a su edificio; un reposicionamiento del cuerpo para recuperar su centro, un cambio de dirección y trayectoria que desafía la obviedad del sentido que supuestamente indicaría nuestro destino. Naoufel le pidió a Gabrielle que se imaginara tomando el impulso necesario para después, en el momento justo, saltar al vacío, llegar a aquella plataforma y gritar eufórica por haberlo conseguido.
Ese es el precioso final de esta película. Gabrielle encuentra cubierta de nieve la vieja grabadora con micrófono de Naoufel. Esta última está abandonada detrás del tablón que sirvió como trampolín para dicho salto. En dicha grabadora quedó registrado tal instante, antecedido por otro momento sumamente importante de la vida del protagonista. Gabrielle oye también la charla anterior al accidente en el que perecieron los padres de Naoufel. Sin embargo, la chica no llegó a escuchar el momento del fatal impacto; justo donde se había registrado tan terrible instante, el protagonista grabó su salto, encima de aquel momento del destino que cambió su vida para siempre, para por fin dejarlo ir, renunciar a él y desapegarse de dicho evento, al igual que del dolor del mismo; el acto inaugural de una nueva vida; la elección de un adulto, dejando Naoufel de ser el niño indefenso, sujeto al destino,que lo conminó. Tal decisión de Naoufel evidencia lo difícil que es cerrar un duelo y el tremendo coraje que se necesita para hacerlo.
Gabrielle oye con sus auriculares el renacer de una vida. Ella está ante el escenario de tal evento, tal como fue. Mientras escucha la grabación, Gabrielle puede ver ante sí ‒a través de tal montaje‒ el cuerpo sonoro e invisible de Naoufel corriendo hacia el tablón para impulsarse hacia el vacío; Naoufel, con el registro de su acción, se hace presente ante Gabrielle. Se escucha la caída del chico en la plataforma de la grúa y, finalmente, el grito eufórico que le produce su victoria: la conquista y el dominio del territorio de sí mismo. Naoufel perdió una mano por su apego, sin embargo, a través de la comprensión de su duelo, logró desapegarse de la culpa que lo sujetaba; renunció al pasado, dejando ir al mundo que perdió para elegir su nueva vida, tomando otra ruta; el desvío de alejarse del destino para encontrase consigo mismos. Naoufel perdió una mano y se ganó a sí mismo.
Podemos inferir que el protagonista también renunció a los vestigios de aquel tiempo pretérito; la grabadora, el reloj y demás objetos personales, al igual que sus grabaciones. A pesar de perder una mano, Naoufel recuperó su cuerpo a través del encuentro consigo mismo que también es el amor. Esta historia también es la de un niño que se convirtió en hombre a través del amor. Gabrielle es testigo de dicho triunfo; mira a Naoufel, a través de su audición, con los ojos del corazón, capaces de ver lo esencial, más allá de las apariencias.