“Si vas a los límites del alma
no los encontrarías,
aunque recorras todos los caminos:
tan profundo es su logos.”
Heráclito de Éfeso
Zerocalcare es el seudónimo del magnífico novelista gráfico italiano Michele Rech. Después de años incursionando en dicho lenguaje y de lograr atraer a lectores asiduos de su obra ‒un logro justo y más que merecido‒, dicho autor incursiona de manera sumamente afortunada en la animación. Tal realizador nos brinda un trabajo a cera del sentido de la vida y su relación con habitarnos a nosotros mismos. Se trata de una obra que, en más de un sentido, hace el esfuerzo por dar cuenta de que todos somos sobrevivientes y amantes, en medio de la topología que ha constituido la premisa de Cortar por la línea de puntos. A partir de esta última se ha dado nuestro encuentro.
Estamos ante una propuesta llena de ironía, autocrítica, empatía, compasión y amor por la vida. Dichos fenómenos se manifiestan en momentos poéticos llenos de parodia, sátira y humor negro. Se trata de una profunda y conmovedora historia acerca de nuestro destino y el mundo como manifestación del mismo. Una lectura del mundo que llegó en un momento de crisis y compleja incertidumbre: la reciente pandemia, para dejar una impronta indeleble en aquellos que hemos tenido el privilegio de ver esta joya imprescindible de la animación y la historieta que, además, en su país se ha convertido en eco del aliento de toda una generación.
1
Expectativa y Destino
“No tiene sentido estar vivo por fuera si estás muerto por dentro”
Esta frase vertebra el grafiti de una pared de Roma. Con ella inicia esta espléndida serie animada de la que el mismo Zerocalcare es protagonista. Nos enteramos de un momento crucial de su vida en el que se empieza a manifestar en el autor una sensibilidad singular hacia el mundo; una preocupación por sí mismo proyectada en su contexto inmediato; la inquietud por el devenir posible de su época.
Parece que el joven, en ese particular y convulso dos mil uno, apenas podía darse cuenta de que el impacto de tal presente sería contundente años después, cuando se haya dado cuenta de que ha madurado y de que muchos de sus anhelos y supuestas promesas de la vida ‒lo que suelen decirnos que la vida promete‒ se desdibujan en la incertidumbre, hasta acabar por romperse; un montón de expectativas propias y ajenas ‒quizá más ajenas que propias‒; un velo en nuestros ojos para atravesar el mundo y con ello ser conducidos por la ciudad que integramos, sin ser capaces de advertir del todo la inercia de dicha gravedad, al igual que la de nuestras vidas, nuestra complejidad y lo difícil de sobrevivir al complejo mundo que los adultos hemos construido; un lugar sin garantías en el que ninguno de nosotros realmente sabe qué es crecer y emanciparse. Nuestras expectativas se confrontan con nuestra incertidumbre. Ante el horizonte sólo queda la certeza de la muerte.
En ese sentido, la pregunta sería: ¿Qué es estar vivo si lo que lo define es la incertidumbre de un afuera por el cual no podemos responder ante nuestra condición indigente?; ¿realmente hay un afuera en la medida en que en éste se manifiesta la angustia de la incomprensión de lo que sentimos, a pesar de ser nuestra sensibilidad intransferible?; ¿qué es el mundo sino la confusión de lo que sentimos a partir de su impresión en nuestros cuerpos?
Sin embargo, la frase apela a algo sumamente importante: si no comprendemos la angustia que nos provoca el mundo que adolecemos, ¿con que legitimidad decir que lo vivimos? y, en esa medida, ¿por qué permitimos que nos determine tanto al grado de dejarnos conducir por él de manera irreflexiva, sin antes comprender nuestra sensación de nosotros mismos y, de tal forma, llevar a cabo nuestro autoconocimiento?; ¿por qué es más importante ese supuesto afuera que lo que nos pasa, lo que le pasa a nuestro cuerpo como fenómeno del mundo que, a través de nosotros mismos, también nos constituye? A esa vida aparentemente interior parece querer reivindicar el grafiti de la primera secuencia del discurso de esta obra.
“Amar a las chicas es de maricón”
Es por ello que el amor es tan importante en esta obra. Este sentimiento es el fenómeno subversivo y disruptivo de nuestras vidas en el que se puede manifestar con mayor intensidad la vida profunda de la interioridad que busca reivindicar esta propuesta.
Zero da cuenta de que su vida amorosa fue determinada por el prejuicio que aprendió al encontrarse con otro grafiti cuando era niño, en el cual advierte el resumen de su miedo e inhibición ante tan complejo sentimiento: “Amar a las chicas es de maricón”. Una frase que el protagonista reconoce como principio de una máscara social para su represión. Tal efecto se agudiza cuando al protagonista le sucede un amor instantáneo y a primera vista capaz de abismarlo. Tal sentimiento es motivado por una chica que conoce en aquella convulsa etapa de su juventud. Su nombre: Alice.
El protagonista trata de protegerse, lo impacta un intensidad que le cuesta trabajo sentir porque lo rebasa, cree que puede ser capaz de consumirlo. Parece que ella siente algo semejante, ambos dan señales de cariño y gusto mutuos. Sin embargo, como el propio Zero afirma: “sembramos mucho y no cosechamos”.
Las intensidades de dicha amistad se entreveraban detrás de la protectora máscara social de cada uno, incluyendo las sofisticaciones de una virtualidad tan incipiente como la del Messenger de aquella época, en la que muchos ya podíamos hacer uso de las supuestas ventajas de tal distancia; la falta de frontalidad que abría paso a la desinhibición y supresión de los más básicos filtros morales al que puede tender un trato cotidiano, presencial y más cercano, ante la ausencia de la materialidad comprometida en una relación cuerpo a cuerpo.
Sin negar la enorme calidad de esta propuesta, ¿podríamos decir que esta obra llegó en el momento y lugar oportunos? Cuando la pandemia empezaba a evidenciarse como ejemplo de la incertidumbre que siempre ha atravesado nuestras vidas, aunque con la evidente particularidad de la contundencia de la masividad de sus consecuencias, al grado de cambiar al mundo de manera definitiva. Nuestras vidas parecen tener otro horizonte.
Alice le pide a Zero que le escriba un cómic para una clase que ella imparte a niños en edad preescolar. Él acaba estructurando una problemática trama con un final terrible, trágico y desafortunado. La obra se llama: El príncipe de las zancadillas y tiene por tema el acoso escolar. Este último es abordado de manera poco esperanzadora. Alice ‒gracias a la aparente seguridad que le permite a Zero el Messenger‒ se entera del profundo anhelo del protagonista por convertirse en un historietista. Una vocación resguardada celosamente por Zero, al grado de ser un secreto desencriptado por el amor. Tal sentido de la vida motiva al joven. Al advertirlo, Alice se anima a pedirle dicho favor a su amigo.
Sin embargo, ante el final poco afortunado del trabajo, Alice se niega a usarlo: “todos necesitamos esperanza”, afirma la joven.
¿Por qué necesitamos esperanza? ¿Qué es la esperanza en un mundo sin garantías que, en su lugar, sólo nos ofrece un montón de promesas bastante cuestionables, capaces de sujetarnos a las expectativas de los demás y alejarnos de la comprensión de lo que sentimos y, por lo tanto, de lo que queremos? Si lo único que nos queda es la incertidumbre, ¿qué sentido tiene la esperanza?, ¿de quién es la esperanza?, ¿esperanza en qué y de qué? ¿Hasta qué punto la esperanza como expectativa de los demás nos aleja de nosotros mismos y nos sujeta a todo lo que nos es ajeno?, nos enajena; ¿qué tanto contribuye a desconocernos, perdernos y no encontrarnos? Si fuera el caso contrario y la esperanza fuera en nosotros mismos, ¿qué tan legítima sería como fenómeno de nuestra comprensión ante la incertidumbre del futuro?, ¿no sería ello una manera de sujetarnos desde nosotros mismos a un futuro que no depende de nosotros, al tan sólo tener al presente con toda la incertidumbre que éste implica? Si se tratara de una esperanza en nosotros mismos, en nuestro presente ‒¿podemos hablar de esperanza en el presente?‒, ¿qué tanto puede depender de nosotros mismos lo que queremos como fenómeno llanamente inmediato?; ¿qué tanto puede ser un acto de comprensión de nosotros mismos en lugar de un acto de apego capaz de destruirnos al inducirnos a la culpa?
Tal angustia se manifiesta en la expectativa de Zero por lograr concretar su interés amoroso por Alice. Se confronta con lo terrible del fracaso de dicha intención como fenómeno culpígeno de apego, como si el resultado pleno de tal intensión pudiera depender de él. Es aquí cuando vemos lo perverso de la esperanza, especialmente como expectativa ajena. Una expectativa que nos impone el mundo como modo de vida, como fenómeno del cumplimiento de la producción y satisfacción de un consumo. Al respecto, Zero nos ofrece una clave: “[El capitalismo] luego nos dio cocaína para que siguiéramos el paso”; la determinación a través de un tráfico del ritmo de nuestros cuerpos sujetos a la expectativa de una producción y consumo que también determinó nuestras relaciones, incluyendo nuestros más importantes vínculos afectivos.
Zero tiene claro que siempre se nos ha impuesto una determinación, un Destino,correspondiente con la satisfacción de las expectativas que tiene el mundo sobre nosotros: “Seguimos yendo despacio, pensando que la vida debía ser así, que sólo debíamos rasgar por la línea punteada, que esa línea nos llevaría a nuestro destino y que finalmente todo tendría sentido”, afirma el protagonista.
Un sentido en el que se materializaría y consumaría dicho Destino, ese mismo que se nos impuso a través de las expectativas de los demás y que además, paradójicamente, también elegimos para acabar siendo lo que se supone debemos ser ‒muchas veces en contra de nuestro placer‒, a pesar de la incertidumbre de la contingencia de la vida que manifiesta su complejidad en la forma sin sentido del mundo,en el que lo más difícil puede ser sobrevivir a la vida. Zero recuerda a Nietzsche: “Si miras el abismo, el abismo te devolverá la mirada”; la incertidumbre que solemos adolecer; la pasión triste de nuestra angustia como profundidad de nuestro dolor.
2
El centro del mundo
“Papá Noel miente”
Ésta es la frase gravada en un árbol con la cual empieza la secuencia del segundo capítulo de la serie. Dicho árbol se encuentra en una escuela primaria. Desde el recuerdo de aquella etapa escolar, el protagonista nos remite a un hecho fundamental: es en la infancia cuando se nos empieza a condicionar para convertirnos en objetos del reconocimiento de los demás como validación de la legitimidad de nuestro estadio en el mundo. Es a través de las expectativas de los demás y nuestra satisfacción de ellas que nos sujetamos al ojo vigilante y culpígeno de un mundo que nos piensa como seres capaces de metas y, por lo tanto, como proyectos; el proyecto de los demás, no el nuestro, o no necesariamente el nuestro.
Zero recuerda cuando era el alumno preferido de una maestra a la que veía como una madre. El protagonista rememora lo culpable que llegó a sentirse por haberla decepcionado al quedar clara la incapacidad de Zero para resolver fracciones. De ser un alumno destacado, considerado brillante, ahora era uno más, invisibilizado por la pérdida de la atención que le daba dicho centro especial: ser capaz de llevar a cabo dicho papel en la vida, un lugar en el mundo.
Es entonces que Sarah, amiga de toda la vida del protagonista, le hace ver a Zero que, durante aquella etapa escolar, el protagonista estaba sujeto a la normalización de la Institución y a la adversidad que constituye esta última, bien diría Kant. Para una maestra del perfil que Zero intenta satisfacer ‒la cual además lo confunde con otro alumno llamado Zeno‒, el protagonista tan sólo es un número más, uno de tantos niños que pasaron, pasan y pasarán por su aula, durante su periodo y jornada laboral. La vida de aquella mujer empieza o se retoma cuando sale de la escuela ‒su trabajo‒ y vuelve a casa, le dice a Zero su amiga. Es entonces que Sarah comparte una de las más bellas frases de la serie: “No cargas con el peso del mundo sólo eres una brizna de hierba en un campo”.
Una frase que nos recuerda que sólo podemos ser el centro de nosotros mismos y que dicha humildad implica que no somos el centro del mundo, no todo depende de nosotros. Medir todo en relación con nosotros mismos es egoísta, ególatra y narcisista. Implica la creencia de que todo depende de nuestra voluntad, lo cual resulta culpígeno porque ello supone asumir que todo es nuestra culpa. Sin duda ello implica una falta de justicia tanto a nosotros mismos como a los demás. Con tal voluntad nos esclavizamos a la desproporción de nuestras expectativas. Con dicho prejuicio esclavizamos a los demás, a través de la desproporción de nuestras expectativas hacía ellos.
Zero nos da cuenta de un primer momento de tal comprensión de sí mismo: “ese día me sentí aliviado al pensar que yo sólo era una brizna de hierba que no afectaba a nadie y no podía culparme por todo lo malo del mundo”. No somos el centro del mundo, no somos omnipotentes,no somos dioses.
Puede ser difícil comprenderlo ante lo fácil y volátil que resulta quedar atrapados por las apariencias. Un mensaje de Alice pone a prueba tal consciencia por parte de Zero, el protagonista no quiere atender los insistentes mensajes de la chica por la cual siente más que una profunda amistad. Zero se confronta con lo pública e interconectada que está nuestra comunicación a través de las redes sociales. Alice tiene todos los medios para enterarse del nivel de interacción de Zero en ellas y, en esa medida, saber si es deliberadamente ignorada por su amigo o no.
Por ello Zero se resiste a adquirir la atención pública que suele prometer Twitter, al igual que a interactuar con su amigo Secco quien le ha mandado por WhattsApp una de tantas trivialidades que este último suele compartir en línea. Esta obra también nos confronta con la dependencia que puede propiciar en nosotros el nivel de atención posible que prometen las redes sociales; una sujeción a la gran expectativa que generan en relación con dicho fenómeno que, se supone, implica: la posible respuesta a ciertas posibilidades de nuestro deseo por parte de los demás, lo cual no necesariamente implica su satisfacción. La promesa de convertirnos ‒a través de un click‒ en el centro del mundo; la posibilidad de que lo que queremos, manifiesto en nuestra acción,sea importante para los demás.
Acaba resultando más fuerte lo mucho que le importa Alice al protagonista, aunque no de la manera más generosa y afortunada. Zero se siente subsumido por la influencia de su amiga en él. El chico decide hacer todo lo posible por evadirla en redes sociales, incluyendo desaparecer temporalmente de las mismas, renunciando a los quince minutos de fama que estas últimas prometen.
Se evidencia la manera en la que se configura la dominación de las expectativas del mundo sobre nosotros; la manera en la cual se yergue el eje del Destino que se nos puede llegar a imponer a través del ojo culpígeno y vigilante de la moral; un deber correspondiente con lo que supuestamente somos y, por lo tanto, debemos ser.
Zero viaja con Sarah, se le poncha un neumático y fracasa al intentar cambiarlo. Ve de manera desafiante como los demás vigilan su aparente inutilidad e incapacidad para cambiar la llanta de su automóvil. Zero acaba por empeorar su dificultad al no usar con cuidado la herramienta necesaria para dicha compostura. El protagonista siente que, con tal falta de pericia, incluso acaba quedando en duda su virilidad.
El protagonista también manifiesta cierto autoritarismo, resentimiento y xenofobia contra un migrante bengalí que no lo ayuda. Zero advierte su enojo motivado por la expectativa de que dicho migrante corresponda con la adversidad del protagonista por la aparente razón de la extranjería de dicho hombre, circunstancia que ‒según el razonamiento de Zero‒ lo obligaría a su servidumbre como deber correspondiente con la hospitalidad de la cual el migrante es objeto del altruismo del país en el que se encuentra; un ejemplo de lo perversos que podemos ser al sujetar a los demás a nuestro deseo y a la incomprensión del mismo. En este caso, lo perversa que puede llegar a ser nuestra hospitalidad.
Para quedar más en ridículo ante los demás ‒según la moral culpigena implicada en el problemático prejuicio y desproporcionado anhelo de ser El omnipotente centro del mundo‒ Zero sólo puede resolver su dificultad como un niño: llamando a su mamá para que se encargue del imprevisto y, así, pueda continuar su viaje al lado de Sarah.
3
Nuestra satisfacción como búsqueda y encuentro
“Elegir es cruel: cuanto más envejeces, menos opciones hay”
Tal es la dura afirmación de Zero en el capítulo tres de tan magnífico trabajo. El novelista gráfico nos habla de su relación con los maestros como primer vínculo con el mundo, trazado por la impronta de la estructuración de nuestras máscaras sociales. Sin embargo, Zero ‒independientemente de la aproximación de tales relaciones a través de nuestra vida escolar‒ tiene una perspectiva singularmente cercana a dicho proceso. Por un lado, tiene como referente a Sarah: una chica profundamente comprometida con su vocación docente. Por otra parte ‒de manera semejante a Sarah‒, Alice también disfruta de la posibilidad de dicha misión de vida. En el caso de esta última, ser docente está sumamente relacionado con su gran pasión: las matemáticas, además de encontrar parte de sí en el mundo de los infantes.
En cambio, Zero sólo necesita el dinero de un trabajo temporal como el de tutor de jóvenes en edad escolar que ‒en la actualidad de la cultura italiana‒ es muy común para los chicos de la edad y el perfil del protagonista. Es clara la falta de aptitudes de este último para tal labor, para un oficio como la docencia que es más que un trabajo.
Zero recuerda cómo veía a los maestros con los que interactuó durante su etapa escolar: como parte de la adversidad a la que tiende toda Institución; figuras de autoridad ‒o cuestionable autoridad‒ que sólo estaban cumpliendo una jornada laboral, compartiendo conocimientos preparatorios y básicos que, quizá, difícilmente iban a repercutir en sus posibles y probables receptores, por lo menos hasta que estos últimos hubiesen encontrado una motivación importante y personal para estudiar algo que, además, ‒en el mejor de los casos‒ tuviera que ver con sus gustos. Desde tal posicionamiento Zero hace su mejor esfuerzo, a pesar de la frustración y el tedio que puede implicar el cumplimiento de tal clase de trabajo por necesidad y la volatilidad implicada en su condición temporal.
Sin embargo, Zero hace una brillante reflexión. Uno, desde lo mucho o poco que puede ser y, sobre todo, comprender, quizá pueda ofrecerle a los demás algo más que un montón de erudiciones que responden a la demanda y satisfacción del trámite que puede ser la educación como fenómeno institucionalizado. Quizá uno puede ofrecer lo mejor de sí, lo más resonante de nuestras sensibilidades, y abrir la posibilidad de la comprensión de los demás de algo importante para nosotros a través de dicha empatía.
Zero pone como ejemplo el regalo que le hizo a uno de sus alumnos: la película El odio de Mathieu Kassovitz. Un trabajo que posee un importante discurso, además de una estimable poética, para el protagonista. Sin embargo, nuevamente la contingencia y accidentes de la vida se evidencian no dependientes de nosotros y, por lo tanto, sumamente independientes de nuestra voluntad, más allá de las pretensiones de omnipotencia de nuestro narcisismo: el antiguo alumno de Zero acabó siendo militante en una organización fascista.
El protagonista pone sobre la mesa cómo el mundo está conformado ‒paradójicamente‒ a través de la contingente accidentalidad de sus circunstancias, las cuales no dependen de nosotros. Comprenderlo es liberador, implica desujetarnos de la culpa de aquello que decidimos o no decidimos y renunciar a la posibilidad moralista de siempre arriesgarnos porque se supone que arriesgarnos es vivir, confundiendo el hecho de que vivir es estar en peligro con la idea cuestionable de que siempre tenemos que apostar por la novedad en contra de aquello conocido, aunque lo conocido sea referente de nuestro gozo y nuestro placer.
No niego la legitimidad del riesgo y la posibilidad de la novedad como horizonte de conocimiento y autoconocimiento. Sin embargo, ¿puede ser ello una premisa o postulado que venga de alguien más en lugar de nosotros?; ¿qué tanto dicha postura acaba capturando nuestro deseo a favor de la satisfacción de las expectativas de los demás, también integrantes del mundo tan complejo y problemático que hemos construido?
Zero plantea tal cuestionamiento desde su deseo de optar por cenar la misma y probada Pizza Margarita de siempre o arriesgarse a comer otro sabor de dicho alimento de la cual no sabe qué esperar. Una decisión aparentemente superficial que, en realidad, bien podría ser ejemplode nuestro desapego al comprenderla, en lugar de juzgarla como el error que cualquiera de nosotros puede cometer.
Si nos tomáramos esta disyuntiva aparentemente trivial tan en serio como Zero, quizá podríamos decir como Miguel de Unamuno: “Yo sé quién soy” y optar por satisfacer el gusto reconocido por la Pizza Margarita como si se tratara de nuestra decisión. ¿Por qué no sería legítimo tal posicionamiento en lugar de caer en cierto moralismo normalizante que suele invitarnos al riesgo, sobre todo si la motivación para el mismo no corresponde con nuestra querencia? Zero intuye muy bien: la ética y sus posibilidades libertarias tienen una relación inextricable con nuestro gusto como fenómeno de nuestra sensibilidad.
En esa medida, estamos ante una defensa de nuestra autonomía y, sobre todo, del querer vertebrado por nuestro placer y gozo como principio legítimo para nuestras decisiones ‒sin importar la equivocación de las mismas‒ las cuales son indeterminables, al igual que su comprensión, en más de un sentido. Más que el juicio de los demás, nuestros acuerdos con nosotros mismos merecen el amor por nosotros mismos de nuestra comprensión.
4
El centro de nosotros mismos
Zero no deja de compartir pasajes importantísimos de su cotidianidad y los eventos biográficos que la determinaron de manera contundente, mientras prosigue con el viaje que realiza al lado de sus mejores amigos: Secco y Sarah. La vida es el viaje, motivo antiquísimo de importantísima comprensión de la condición humana en más de una tradición de la diversidad de culturas que han sido nuestra habitación del mundo.
Zero nos habla de la vida laboral, de la incertidumbre de comprender lo que uno quiere hacer con su vida y, en esa medida, corresponder con nuestra vocación como lugar en el mundo. Nuevamente estamos ante dicho tópico, sólo que ahora se presenta de manera más concreta, más allá del camino aparentemente obvio de lo escolar, materializado en el camino cada vez más incierto de lo laboral.
Se nos suele sugerir ‒por no decir inducir‒ seguir la línea de puntos trazada por los demás para cortarla y satisfacer el supuesto deber de nuestras expectativas, muy a pesar de nuestro placer, gozo y deseo. Hay quien puede sentirse engañado por creer que la promesa de tal satisfacción es parte de dicha imposición. Sarah, por ejemplo, se formó para ser maestra y, sin embargo, vende cepillos para lavar inodoros. Desde esa perspectiva, la amiga del protagonista cuestiona el porqué de la constante queja de Zero durante aquella época en la que tuvo un puñado de necesarios y casi obligatorios trabajos para subsistir y satisfacer sus necesidades. Parece ser parte de la vida liberarnos de nuestras expectativas y asumir la incertidumbre que implica la contingencia del mundo, más allá de las promesas vacías del Destino que se supone debemos cumplir… ¿Ante quién?, ¿para quién? Abusando de la abstracción: para los demás que se supone son el mundo.
¿Qué pasaría si decidiéramos hacer las cosas que hacemos, incluso aquellas que no nos gustan ‒como Sarah‒ para nosotros en lugar de hacerlas para los demás? Quizá ello podría tener más sentido o ser más libertario, especialmente si hallamos la manera en que correspondan con la satisfacción de nuestro deseo, nuestro gozo, nuestro placer, al comprender que implica la satisfacción de nuestras necesidades como principio para satisfacer nuestro deseo, gozo y placer; un ejercicio de autonomía. Quizá, incluso a pesar de la incertidumbre que nos queda, podamos llegar a lograr que lo que queremos constituya lo que hacemos y nos dediquemos a cultivar nuestro placer y nuestro gozo como un sentido abierto y provisional en lugar de cerrar el horizonte de nuestras vidas cumpliendo las expectativas de los demás.
Esta serie se estrenó durante una época en la que, como el propio Zero afirma, se confirmó para muchos de nosotros que “nunca sabemos lo que puede pasar”. En medio de una pandemia, Zerocalcare propone en este momento de la serie una crisis civilizatoria contundente y definitiva que reduce la posibilidad de lo laboral a la oportunidad del saqueo como extinción del dispositivo y sus instituciones que posibilitan nuestras formas de producción y consumo de nuestra vida. Afortunadamente tal debacle no ocurrió, a pesar de que la crisis ya no es la de la Pandemia sino la atravesada por la incertidumbre de lo que nos traerá la Pospandemia. Sin embargo, el breve y agudo escenario cómico que propone el protagonista es significativo porque tiene que ver con el sentido que le damos a la vida; un sentido abierto que pudiera ser más correspondiente con la contingencia del mundo y su incertidumbre en lugar de un compromiso con la desproporción de muchas de nuestra metas, las cuales nos han llevado a constituir al mundo como el territorio de los dioses que no somos ni jamás seremos, como si pudiéramos determinar la vida y su futuro, esa omnipotencia narcisista de aspirar, querer y creer que todo en la vida puede depender de nosotros y nuestra voluntad, anclándonos al malestar de nuestra impotencia en lugar de advertir nuestras potencias vitales, las de nuestro cuerpo. Este último, desafiado por la contingencia de la posibilidad de la muerte, nuestra finitud.
Un ejemplo de ello lo encontramos en la perorata de Zero alrededor de lo intenso del aire acondicionado del tren en el que viaja junto con sus amigos, por no haber prevenido llevar un suéter para abrigarse. Una manifestación de la angustia del protagonista que cree que el mundo debe corresponder con sus expectativas y que, sin embargo ‒como su conciencia con forma de armadillo lo advierte‒ enmascara un dolor más profundo que, por lo pronto tiene claro, Zero necesita evadir. El protagonista y sus amigos por fin han llegado a Biella, la ciudad de origen de Alice.
En varias de las secuencias troncales de este episodio vemos a Zero tratando de explicar cómo su casa es una desorganización funcional ‒quizá cercana a la accidentalidad de la contingencia y emergencia del mundo‒ en la que se manifiesta su vida; la manifestación de una dinámica, el movimiento de la habitación de una vida en el mundo. El protagonista recuerda las palabras de su madre en relación con el hecho de que la casa en la cual vivimos es una presentación de nosotros mismos que da cuenta de la armonía o falta de ella en nuestras vidas. Independientemente de la exageración constante de Zero en relación con su circunstancia ‒manifestación de su angustia‒ el protagonista nos invita con tal exposición a pensar en nuestra casa como habitación de nuestras vidas. Con ello también resulta importante pensar en el sentido de las mismas y sus habitaciones como sentido del mundo ante la urgencia de constituir su armonía como armonía de nosotros mismos; la casa que somos y, por lo tanto, la habitación de nosotros mismos que también es el mundo.
5
La amistad como liberación
“No importa que no estés aquí siempre. Importa que, cuando estés aquí, realmente estés aquí”
Hay un detalle que se trasluce más relevante de lo que había advertido en este momento de la trama: Zero no recuerda la voz de Alice. Parece que se trata de parte de la represión del recuerdo de su amiga. Esta última vivía una relación sumamente angustiosa con una pareja que no la trataba bien. En medio de dicha situación, siempre estuvo la amistad de Alice con sus tres amigos: Secco, Sarah y, especialmente, Zero. Se trataba de una relación de constantes desencuentros, rupturas y reconciliaciones, un tránsito sumamente fatigante y doloroso para la amiga del protagonista. Este último recuerda aquella ocasión en la que fue a acompañarla después de la ruptura definitiva. Zero fue a las dos de la mañana con helado a consolar a Alice y ver capítulos repetidos de Gilmore Girls. En dado momento, se generó una cercanía importantísima entre ambos que pudo haber sido el primer paso hacia una relación de pareja entre ambos jóvenes. Zero interpreta tal indecisión ‒la que lo llevó a no dar dicho supuesto paso lógico‒ como una manifestación de su miedo a arriesgarse y tomar decisiones mucho más trascendentales en su vida; un acto de cobardía de su parte.
Sin embargo, en mi humilde opinión, creo que tal aparente evasión fue un gesto de cuidado; acompañar a una amiga en un momento vulnerable en el que necesita ser escuchada, en lugar de ir más allá de esa confianza, propiciando la confusión de otra situación capaz de generar codependencia; confundir al amor con la amistad y a la necesidad con el placer, en una situación en la que Alice necesitaba un amigo no un amante y, por lo tanto, el cuidado y atención de otra clase de importante afecto.
Resulta muy triste que el motivo de nuestras relaciones ‒especialmente las supuestamente amorosas‒ sea la satisfacción de nuestras carencias y necesidades en lugar del placer y la alegría de coincidir; el encuentro por sí mismo; el placer de estar juntos. Parece ser un constante error que, sin embargo, merece ser comprendido más que juzgado. Me atrevo a decir que lo mejor de Zero se manifiesto en ese momento de fragilidad de Alice, actuando como amigo y no complicando la situación en perjuicio de ella y a favor del interés egoísta de generar un apego de Alice hacia él para tener una relación con ella. Ello, a mi parecer, confirma el profundo amor de Zero por Alice.
Parece que tal situación coincidió con un momento en el que Zero estaba siendo muy duro consigo mismo. El protagonista se reencuentra con una de sus asesoradas durante la época en la que fue tutor. Dicha chica le hace saber que tiene pareja, acabó una carrera y está trabajando. Él no comprende cómo ocurrió todo ello en tan poco tiempo, hasta que su antigua alumna le hace saber que han pasado diez años desde la última vez que se habían visto. Zero se da cuenta de que lleva diez años estancado por su miedo a ir más allá de cierta zona de confort para no correr riesgos y llevar una vida aparentemente estable. El tiempo ha pasado para Zero y eso lo conflictúa.
Sin embargo, nuevamente, ¿qué tanto en el protagonista se manifiesta el mandato moral de “ser alguien”? ‒signifique eso lo que signifique‒ además de la supuesta idea de que uno debe arriesgarse para progresar o tener éxito que ‒en mi humilde opinión‒ no necesariamente es sinónimo de crecer; ¿no estaremos negando con ello la comprensión de que cada etapa de la vida tiene su propia riqueza, que la misma es más diversa de lo que creemos, y que ésta no es un continuo progreso hasta nuestra muerte, entendiéndola como superación de lo anterior como si los estadios futuros debieran ser mejores o más plenos que los anteriores?, signifique eso lo que signifique. En ese sentido, ¿apostar por cierta estabilidad no puede ser suficiente para alguien, aunque sea una opción aparentemente más humilde y ‒en esa medida‒ ser el logro del cuidado de nosotros mismos? Parece que, nuevamente, es advertible en Zero la coerción heterónoma de profunda influencia en nuestras vidas; la demanda de los demás de satisfacer lo que esperan de nosotros; satisfacer las expectativas del mundo tan problemático que hemos construido.
Sin embargo, siendo más justos con Zero ‒como él acaba siendo consigo mismo‒, el protagonista se da cuenta de que el aprecio de su antigua estudiante al saludarlo es un gesto importante. Zero fue parte del logro de aquella chica, algo hizo bien como parte de la vida de su exalumna y, en esa medida, ello resulta satisfactorio. No es tan humilde el esfuerzo de muchos de nuestros maestros, por más fugaz que nos parezca su presencia en nuestra vida. Siempre el reconocimiento más importante es el de nosotros mismos.
Sarah, Secco y Zero se han instalado en la casa de dos ancianos que los reciben con suma hospitalidad. Los tres personajes se confrontan con lo compleja que puede ser la experiencia de ser huéspedes en una casa ajena. Sin embargo, logran hacerlo y se preparan para su primera noche en la misma. Vemos una secuencia de profundo agradecimiento de la dueña de la casa hacia ellos, especialmente hacia Zero. En el último capítulo de la serie se entiende por qué.
Un momento de suma conmoción se devela cuando se acaba de cortar por la línea de puntos que propone la poética de esta serie, una obra maestra del fragmento como metáfora y metonimia de nuestras vidas. Nos enteramos de que Zero, Sarah y Secco están en la antigua casa familiar de Alice, ahora casa de los padres de tan entrañable amiga.
6
Un lugar en el mundo
“Da miedo, ¿no? Ver tu propia vida y no reconocerte”
El amanecer para los tres amigos es particularmente duro. Van a uno de esos eventos que nadie desea y que, sin embargo, ‒por más inevitable que sea la muerte‒ es difícil aceptar: el funeral de una amiga. Alice ha muerto.
Como suele suceder, asalta la pregunta como principio de toda comprensión: ‘¿Por qué?’ En tal cuestionamiento se evidencia la angustia de Zero. Sara intenta apoyar a su amigo, lo acompaña e intenta ayudarlo a abrir su horizonte:“[…] no hay una respuesta sencilla […] Nunca hay una razón clara que lleve a alguien al suicidio, eso es una mentira o una mentira conveniente […] nunca he sabido de alguien que se haya suicidado por una sola razón. No hay correlación de ‘A’ resulta en ‘B’. Es una gran confusión de razones que la persona no puede entender, mucho menos otras personas”.
Y, aun así, sin dejar de advertir la posible veracidad de estas palabras, estas últimas parecen a penas un pequeño atisbo a un asunto tan complejo.
Los padres de Alice advirtieron la derrota que significó para su hija no poder independizarse y quedarse en Roma; le dolía su dependencia, según ellos. Había regresado a su pueblo y, sin embargo, trató de hallar un nuevo camino siendo parte de la educación de niños y practicando box, ya que quería aprender a recibir los golpes de la vida y llegar al final de la misma con cicatrices que dieran cuenta de su trayectoria en el mundo, en lugar de una cara bonita. Alice hizo su mejor esfuerzo, “no era una víctima”, dicen sus padres. Era un guerrera que también (como todo ser humano) era complejo y vulnerable; con más de un lugar, intersticio y resquicio en su sensibilidad. Así de inconmensurable es el logos del alma, nos dice el sabio efesio, másde lo que solemos o podemos advertir.
Sarah lo comprende bien. Le comparte a Zero detalles que no sabía de Alice como su bisexualidad. Sin embargo, Zero queda especialmente consternado al enterarse de que ella estaba tan enamorada de él como él de ella; ambos amigos se amaban profundamente a través de un interés mutuo del uno por el otro. Zero cree que quizá, si no hubiese sucumbido a su miedo a vivir, Alice habría tenido alguno razón para no tomar esa decisión. Sabiamente, Sarah le hace ver a Zero lo narcisista de su postura. Nuevamente, el protagonista cree que todo depende de él y que basta con su voluntad para suprimir la contingencia y accidentalidad del mundo. Hay cosas que dependen de uno y cosas que no, como lo complejo y diverso que puede ser un ser humano, bien advierte Sarah. Nuevamente, vemos en Zero la trampa del malestar que pueden propiciar nuestras expectativas.
Hablando de ello, el padre de Alice en un emotivo discurso declara: “Tal vez por eso no pudo encontrar el lugar en el mundo que le habían prometido, que nosotros le habíamos prometido porque creímos que sucedería”. Y es que tal es la expectativa que a muchos de nosotros nos han impuesto: cortar por la línea de puntos; cumplir con nuestro deber; asumir nuestro destino como si el mundo no fuera la contingencia de un montón de accidentes que, muchas veces, no dependen de nosotros. Así solemos ser condicionados y educados.
Resulta muy duro escuchar tal culpabilidad en los padres de Alice. Siendo justos, la complejidad de todo ser humano, incluyendo a Alice, era la del mundo accidentado, complejo y contingente, que en más de un sentido y en muchos aspectos todos somos. No depende de nosotros lo que pueda pasar con quienes amamos. A veces para los mismos habitantes e incluso dueños de sí mismos vivir puede ser muy difícil, somos sobrevivientes.
Me permito una breve digresión. Alice, como podemos recordar, le pide a Zero que escriba un cuento para la clase que imparte a los niños que son sus alumnos: El príncipe de las zancadillas. Cuando ve el primer desastroso final del primer tratamiento de dicho cuento, Alice le dice a Zero: “todos necesitamos esperanza”. ¿Qué tanto esperar ‒como apuesta al futuro y gran expectativa‒ puede ser el error de no advertir el problemático compromiso de asumir que las cosas que no dependen de nosotros dependan de nosotros para cumplir el futuro que deseamos?; ¿no es tal el peligro de la esperanza ‒el problema del optimismo‒,capaz de desubicarnos del presente?
No me atrevo a juzgar esta posibilidad porque, quizá, no se puede vivir sin esperar. Sin embargo, también se puede esperar nada o esperar sin esperar a través de la acción como fenómeno consciente que nos sitúa en el presente. Sin embargo, cualquiera de estas posibilidades ‒incluyendo la de la esperanza‒ no son fáciles, vivir no es fácil. Por ello, ¿cómo juzgar a quien se ha atrevido a intentar ser la mejor versión de sí mismo y, a pesar de ello, la vida ha sido demasiado para dicho ser? Humildemente me atrevo a decir que, en este caso como en muchos otros de la vida ‒quizá más de los que creemos‒, nadie es culpable; todos estamos heridos.
La serie cierra evidenciando la claridad de Alice al respecto, dando cuenta de que la comprensión jamás será suficiente ante lo inconmensurable que puede ser el aparente sentido del mundo y, por lo tanto, de nuestras vidas. Los padres de Alice reproducen en el funeral de su hija un fragmento de la grabación en audio de una de las clases que impartía esta última; un momento de una de las facetas más vitales de la chica. La joven afirma a sus jóvenes alumnos mientras les da clase:“La cicatriz nunca sana. Es como una medalla que nadie puede quitarte. Cuando Zeta sea grande y ya no le tenga miedo al príncipe, recordará que vivió muchas aventuras, que se cayó y volvió a levantarse […] Da miedo, pero también es bueno… Es la vida”.
En este posicionamiento nos encontramos con el coraje de quien afirma su vida hasta el último aliento, a pesar del dolor de nuestros tránsitos. Es la victoria de subir al ring de la vida para llevar a cabo la adversidad de vivir. No hay derrota. Al final, tarde o temprano, todos caemos.