“El infierno soy yo; no hay nadie más aquí…”
Robert Lowell
Si nos permitiéramos comprender al Destino como una programación, ¿hasta qué punto nuestro deseo nos pertenece, en la medida en que dependen de la finitud de nuestros cuerpos, sus emergencias y su relación con la contingencia del mundo? Justamente, ante la inconmensurabilidad incalculable de la necesidad y suficiencia del devenir como fenómeno, ¿qué tanto podríamos advertir la determinación de un sentido último que pusiera en debate nuestros realismos y cuestionamientos de la realidad al ser manifestaciones de la inconsistencia característica de nuestro conocimiento, en tanto que fenómeno de nuestra finitud?
Nos encontramos con un tópico frecuente en muchas de las poéticas más importantes de todos los tiempos. Se trata de una propuesta que conjunta el clásico tópico del llamado: problema del mundo externo, esta vez en relación con la posibilidad del viaje cuántico y las teorías correspondientes que proponen al mismo. Aprovechando también la posibilidad de especular mundos posibles como dinámica inextricable de lo probable, se advierte un matiz teológico en relación con el tópico del infierno; la configuración del mismo a través del ejercicio de nuestra voluntad y, por lo tanto, la posible configuraciónde la trampa de nuestro deseo como sujeción al sueño en el que se manifiesta. Es advertible la sutileza de la propuesta en subrayar la condición deseante de nuestra finitud y, por lo tanto, la relación entre nuestro querer y la muerte. La anterior postura se materializa de manera relevante en la secuencia del encuentro sexual entre Greta y Thom.
El posicionamiento anterior implica asumir una postura cada vez menos novedosa pero cada vez más importante frente a las dificultades de nuestros realismos: comprender a la vigilia como el problema en el que se manifiesta el cuestionamiento de la conciencia y el carácter artificial de nuestra subjetividad. Dicha sutileza, por lo tanto, implicaría el castigo de lo real como sujeción a su infierno. La propuesta nos ofrece la imagen abstracta y distante de un mundo perdido; el mundo perdido de un alma extraviada. Sin duda este último resabio tiene una presencia vertebral y vinculante con una tradición tan importante para Occidente como lo ha sido el psicoanálisis. Paradójicamente el cortometraje problematiza la tendencia al realismo de las manifestaciones y propuestas fundamentales de dicha tradición, especialmente la freudiana.
Un ejemplo de lo anterior lo vemos en el personaje de Suzy. Esta última manifiesta la angustia y desconcierto de que sus cálculos correspondientes con la necesidad y suficiencia de lo probable,como concreción de lo real, hayan sido radicalmente inoperantes. En ello advertimos su crisis como fenómeno desafiante del realismo con el cual está comprometida; una mente formada en los paradigmas correspondientes con el mismo; una mente privilegiada capaz de descifrar y habitar semejante complejidad de manera armoniosa.
Por tal aptitud, Suzy ‒a diferencia de Thom‒ es capaz de advertir algo que él no puede y que le tendrá que ser develado al protagonista: la supuesta presencia de Greta es tan sólo un simulacro. Thom terminará por sucumbir a la pesadilla de la vigilia. Al protagonista le quedará el consuelo que constituye y significa el sueño del engaño de nuestros sentidos. Thom acaba por exigir el dolor contundente de nuestra angustia; la experiencia de nuestra finitud como prueba de realidad. Sin saberlo, no le basta el consuelo del sueño de nuestro deseo, el cual solemos identificar con la Verdad.
Nuestra aparente realidad que no necesariamente corresponde con la legitimidad de la sensación de nuestro cuerpo y suele tener que ver más con la salvífica construcción de nuestras máscaras sociales; imagen de lo demás en nosotros mismos para los demás, aquellos con quienes coincidimos en diversos estadios del mundo y de La vida; la poderosa ilusión de la cual tantas tradiciones nos han hablado y a la cual se han referido como un velo y una cárcel.
Para cerrar esta breve reflexión sólo me gustaría poner sobre la mesa el análisis de un elemento del cortometraje que, en su momento, me pareció desafortunado y que ahora me parece un gran recurso del discurso integral de dicha propuesta. Las primeras ocasiones que vi este film llegó a parecerme demasiado invasiva la presencia de la canción Living in the Shadows de Matthew Perryman Jones, al grado de sentir que el discurso visual se ponía al servicio de la misma en lugar de que dicha pieza contribuyera al espectro sensorial y emotivo del discurso cinematográfico. Sin embargo ‒en buena medida porque se trata del ejemplo de un pop muy bien hecho cuyo tema de su letra y atmósfera resultan pertinentes‒, la pieza logra contribuir al periodo de atención del corto, al igual que a la significatividad que constituye, lo cual es parte del encanto de tan profunda propuesta. De forma muy afortunada los recursos del lenguaje cultivado por el videoclip acaban contribuyendo a tan buena propuesta; un ejemplo de los mundos posibles del dulce sueño de nuestra sublime pesadilla.