Hace tiempo que nos es natural comprender la relación entre la dinámica de todo proceso biológico y la temperatura. Las temperaturas bajas suelen ralentizar el proceso de una dinámica de tal tipo, así como las altas temperaturas pueden acelerarlas, al grado de ser catalizadoras de las mismas. También hemos naturalizado el hecho de que los procesos biológicos de los organismos de menor tamaño son mucho más ágiles que los de mayor tamaño. Hay un principio de la Teoría de la Evolución muy importante al respecto: el organismo más simple tiende a una mayor sobrevivencia, en tanto que menos dependiente de la vastedad de la complejidad implicada tanto en su magnitud cuantitativa como cualitativa.
Con tales principios juega el cortometraje: La era del hielo de la celebrada suite: Love, Death and Robots. En dicha pieza cinematográfica una pareja ha adquirido un departamento recientemente. En él se encuentran con un antiguo refrigerador, el cual contiene una civilización perdida muy semejante a la humana.
La alta velocidad implicada en el desarrollo de dicha microhumanidad, correlativa con las dimensiones de los especímenes de dicha especie y en relación con su capacidad de artificio, hacen posible la convivencia recientemente relativa entre un Mamut congelado y dichos pequeños seres humanos ‒lo suficientemente perceptibles para la visión natural y cotidiana del ojo humano‒ capaces de una civilización sumamente semejante a la medieval.
Vemos la notable celeridad de la vida de tales seres capaces de cultura, en relación con el desarrollo de sus estadios del mundo. En unos cuantos minutos, aquellos minúsculos hombres y mujeres han pasado del Medievo a la Revolución Industrial ‒inferencia que hacen los protagonista del corto en relación con nuestra historia‒, al grado de que los nuevos dueños del refrigerador abandonado se han perdido del Renacimiento o, mejor dicho, la época análoga y correspondiente con dicho periodo, en relación con la temporalidad sugerida por el cortometraje.
Hay un momento en el que los protagonistas, debido a su magnitud, creen ser algo semejante a dioses ante dichos seres. Ello queda desmentido cuando dos habitantes de dicha microhumanidad considera a dicha pareja un par de tontos que pasan el tiempo viéndolos. Ello podría asumirse como la manifestación de la inferencia análoga de una consciencia semejante a la de un animal pequeño ‒incluso tan pequeño como un insecto‒ ante un ser humano, si pudiera tener una capacidad intelectual semejante a la nuestra o simplemente más compleja, valga la antropomorfización. En ello advertimos una evolución palpable de dicha microhumanidad ‒en relación con nosotros, por supuesto‒, tomando en cuenta nuestra tendencia a idolatrizar las grandes y sublimes magnitudes, manifiesta en varios momentos de nuestra cultura e historia del arte.
Sin embargo, a pesar de la evidente evolución implicada en dicha actitud, no se trata de una especie tan diferente a la nuestra. Tal pequeña humanidad pronto entra en un conflicto que la lleva a una guerra nuclear que acaba por destruirlos, haciendo gala de nuestra tendencia a la autodestrucción, uno de los elementos que signa principalmente aquello que Kant llama: Dialéctica natural.
A pesar de lo anterior, dicha civilización logra renacer; a pesar del primer fracaso de dicha humanidad, esta última logra un desarrollo tecnológico evidentemente superior al que emprendió anteriormente. Sin embargo, tales seres no están exentos, nuevamente, de su capacidad de autodestrucción, cayendo en las inercias propias del problema de su conciencia, una inteligencia sumamente semejante a la nuestra. Es tal el avance tecnológico que dicha humanidad acaba por autoconsumirse, al depender de manera excesiva del ritmo trepidante de sus artificios y los soportes de los mismos, al grado de llegar a la alienación y enajenación suficientes como para acabar por implosionar. Ante tal final, uno de los protagonistas desconecta su nevera.
Sin embargo y, a pesar de este último detalle ‒el cual me parece una inconsistencia en la trama, por lo menos hasta cierto punto, en relación con las condiciones de habitabilidad que dicho artefacto se supone provee a los especímenes hallados‒, la vida se ha renovado, demostrando su carácter invencible. Sus fenómenos biológicos ‒específicamente los animales‒ se manifiestan de manera importante en la convivencia entre homínidos tendientes a una evolución semejante a la del homo sapiens con dinosauros. Lo anterior sucede probablemente por la compresión epocal que permite la aceleración de las dinámicas de organismos biológicos de tal tamaño en dicha temperatura.
Ante tal escena de lo problemática de la especie en cuestión, también podemos inferir ‒valga el antropomorfismo‒ la manifestación de la inteligencia de la Naturaleza como posibilidad de la evolución,si suponemos a la continuidad de la vida como sentido de esta última; los probables y futuros “homínidos superiores” ‒así llamados‒ sucumben ante las potencias vitales de los dinosaurios, suprimiéndose el peligro de la aparición contingente y emergente de una especie tan problemática como el ser humano; un animal tendiente a estar “dotado” de una conciencia problemática y potencialmente letal, manifiesta en el ejercicio racional e inteligente de su capacidad de artificio.
Permitámonos ir más allá del corto. Supongamos la complejidad de la Vida en relación con sus dimensiones cotidianamente invisibles ‒por lo menos a simple vista‒, sin asumir que las formas de vida o biologías implicadas en tal condición sean tan inteligentes o complejas como nosotros. Si asumimos la fractalidad de la propuesta del cortometraje, ¿cuántos mundos y universos destruimos al bañarnos, vestirnos o simplemente al hacer cualquier movimiento, por tan sólo poner unos ejemplos? Sin embargo, como nos enseña el corto a través de sus protagonistas, no somos dioses. La indigencia propia de nuestra finitud puede evidenciarse en el error de subestimar a cualquier fenómeno biológico tan sólo por su tamaño; un integrante de dicho microcosmos (un virus, por ejemplo) es capaz de vulnerarnos lo suficiente como para ser capaz de aniquilarnos.