En un mundo posible caracterizado por una estética tendiente al carácter futurista y postapocalíptico del cyberpunk, en este episodio de la suite Love, Death and Robots llamado: La ventaja de Sonnie nos encontramos con un relato acerca de las difíciles intensidades implicadas en nuestra sobrevivencia. Una película que nos confronta con la importante relación entre nuestras apariencias ‒el carácter estratégico de las mismas‒ y la vulnerabilidad mutua e implicada en la tensión y armonía posibles entre los fenómenos de nuestra debilidad y fortaleza, también susceptibles de constituir mascaras sociales.
Asumamos ‒como nos propone el cortometraje‒ la posibilidad de un dualismo que plantea al cuerpo como posible artificio o materia susceptible de artificio y, por lo tanto, posible metáfora y metonimia; la estructuración de nosotros mismos como máscara social. En este caso, la obra en cuestión plantea la movilidad y desplazamiento de la memoria como fenómeno independiente del territorio del cuerpo. Dicha probabilidad ‒desde un monismo-materialista‒ tiende a resultas problemática.
Sin embargo, tal problema nos confronta con la posibilidad metafísica de pensar lo virtual como posibilidad de nuestro artificio y, por lo tanto, como densidad ontológica; un fenómeno que cuestiona aquello que llamaba Kant: concepto vacío, así como también cuestiona el engaño de las apariencias por parte del Genio Maligno,planteado en el problema del mundo externo que desarrolló René Descartes en su trabajo más célebre y clásico.
La llamada ventaja de Sonnie radica en que la biología del cuerpo combatiente de la protagonista está habitada por ella misma, por dicha memoria, constituida por el contundente y terrible trauma de su dolor; el recuerdo de la violación, vejación y tortura de la cual fue víctima. La protagonista del corto se permite en cada combate padecer su finitud. Ello se evidencia en el profundo ejercicio de meditación que advertimos durante la secuencia de su combate. Dicho pathos se vuelve constitutivo, al ser el motivo de una acción y su ejercicio; hacer del dolor una potencia vital al revertir su pasión; llevar a cabo una acción en contra de la pasividad impuesta como ejercicio de dominación que deriva en la dolorosa y triste pasión de la angustia.
Para ello, la protagonista se permite la habitación de su miedo como habitación de su sensación y, por lo tanto, posible plenitud de la vida de su cuerpo. Lo anterior desafía al prejuicio platónico y metafísico de una memoria sin recuerdo, al igual que plantea la imposibilidad de un cuerpo vivo sin memoria, en tanto que esta última ‒en diferente y móvil proporción según circunstancia‒ constituye la vida como dinámica de dicha materia y su corporalidad. El verdadero problema sería no entender a la virtualidad y, por lo tanto, a nuestros artificios como densidades ontológicas; vías posibles para el ejercicio libertario de nuestra emancipación de la adolescencia de nuestro dolor. De ahí la importancia estratégica de nuestras máscaras sociales, como nos lo hace ver el final de tan ágil propuesta cinematográfica. Esta última nos permite por lo menos inferir que la memoria, en tanto que fenómeno de un cuerpo vivo y su correspondiente biología, también es materia.
Sentir es una vía hacia nosotros mismos. Permitirnos habitar la sensación de nuestro dolor puede permitirnos la plenitud de dicha habitación como manifestación de las potencias de nuestra vida ‒lo que pueden nuestros cuerpos‒; el contacto vinculante de la habitación de nuestro dolor que nos encuentra en lo común del padecimiento sublime de la indigencia de nuestra finitud.