“Cambiaría toda la alegría de Occidente
por la manera rusa de estar triste”
Friedrich Nietzsche
Esta vez estamos ante un cortometraje cuya propuesta ‒cercana al relato de temática sobrenatural y con claras colindancias con el horror cósmico‒nos ofrece un afortunado contraste en relación con buena parte de los materiales de la suite de la cual es integrante. Se trata de una narración acerca del honor y el coraje capaces de hacer entraña en un fenómeno tan desafiante para nuestra finitud como lo puede ser la guerra. Se trata del relato de la pasión que puede implicar El sacrificio, al igual que de la posibilidaddel ejercicio de la libertad soberana en la que puede consistir su realización. Tal propuesta desafía los convencionalismos de lo que solemos llamar: valores,para confrontarnos con las potencias de lo que puede un cuerpo que ama, sufre y puede morir.
Los griegos le llamaban al coraje del guerrero: andreia. Tal concepto se puede traducir como: hombría. Se trata de la valentía y determinación necesarias para defender hasta la muerte lo que amamos, especialmente, a aquellos que amamos; el coraje de morir por amor como ejercicio, más que del deber, de uno de los afectos más importantes de la habitación de la sensación de un cuerpo vivo, aquel en el que consiste tan importante habitación de lo común.
Un grupo de soldados están en una misión que les demanda combatir contra un enemigo singular y prácticamente desconocido. En su trayecto se encuentran con la carnicera brutalidad de tal enemigo, capaz de hacer de poblaciones enteras meros despojos. Los soldados deben atravesar el helado territorio forestal ruso para lapidar a su enemigo, refugiado en la cueva de un valle, a través de una detonación. El Teniente y líder de la misión no está dispuesto a desistir, consciente de la responsabilidad de cumplir con la orden que se le ha dado. Lo anterior, a pesar de la posibilidad de resolver de manera más eficiente la derrota del enemigo y evitar la necesaria confrontación que implica, como se lo hace ver uno de sus subordinados. Tal claridad por parte del Teniente se evidencia, a pesar de la derrota de dicho colectivo durante una de las primeras confrontaciones con un grupo de los seres que combaten.
Se trata de una especie desconocida de insectos humanoides, de apariencia repulsiva, grotesca y descarnada; una animalidad inconmovible que tan sólo aniquila a aquellos seres de menor fortaleza que se atreva a confrontarlos. Vemos como varios soldados perecen inevitablemente y uno de ello, Maxim, acaba gravemente herido. En el momento en que dicho soldado cayó herido en combate, el más joven del grupo, Melechenko, casi queda abatido por su propio miedo cuando se le encasquilla el rifle con el que se estaba defendiendo. El Teniente se acerca a él y lo levanta de su lugar para que recupere la compostura. Lejos de recibir una importante reprimenda ‒quizá necesaria para que un soldado no ponga en peligro ni su vida ni la de los demás al sucumbir al miedo‒ el joven soldado es mirado con una desconcertante comprensión. Parece que el teniente entiende que, más allá de la juventud de aquel soldado, no es cualquier clase de adversario con el cual se están confrontando.
Esta confrontación y su combate tienen un importante antecedente: una misión de la cual fue responsable un muy singular personaje:el Comandante Boris Grishin, integrante de la Chera: la Policía Secreta Rusa. El Comandante Grishin fue asignado a la operación Hades ‒llamada igual que el dios griego de la muerte y el reino del mismo. Una clara referencia al Destino, el cual también era llamado por los Antiguos Griegos: Hado. El Teniente protagonista del cortometraje le comparte a uno de sus subordinados lo que sabe en relación con dicha misión, y la relación de esta última con la que dichos hombres emprenden.
Se trataba de “[una] operación con el objetivo de explorar mitos rurales arcanos. En noviembre de 1919, luego de la retirada del Ejército Blanco, Grishin fue enviado a [dicha] misión secreta. Este último era un ocultista. Su tarea fue realizar cierto ritual de magia negra conocido entre los koviakos”. Dicha práctica tenía como fin: “invocar criaturas infernales que pelearan junto con el Ejército Rojo”. Podemos ver en el cortometraje cómo dicha operación “no terminó bien para el Comandante Grishin”, quien acaba sacrificado por las mismas criaturas que él y los demás partícipes del ritual invocaron.
El terrible ritual estaba delimitado espacialmente por el nodo energético que formaba una circunferencia iluminada por antorchas. Además de Grishin, el ritual contaba con otros participantes anónimos, ataviados con túnicas negras. Dentro de la circunferencia estaba el cuerpo colgado y sacrificado de una mujer desnuda, la cual estaba atada en dos postes, de tal forma que su cadáver parecía formar una especie de letra “X”; los brazos cruzados y extendidos ocultando su rostro y las piernas extendidas y abiertas. A la altura de su ombligo se había gravado un pentagrama sin invertir y, debajo de dicho signo, a la chica se le había hecho una gran, grave y profunda incisión en forma de triángulo, a la altura del bajo-vientre. De dicha cavidad artificial e infligida uno de los dirigentes del ritual extrajo un poco de sangre con sus dedos, para ungir con ella la frente del Comandante Grishin. Con dicha sustancia dicho anónimo personaje formó en la frente del militar y ocultista la runa: ‘Yr’, la cual es una inversión de la runa: ‘Algiz’. Esta última significa: refugio, resguardo, protección. En cambio, la runa que fue dibujada en la frente de Grishin significa: soledad, muerte, desamparo. En ese momento del ritual, de la profundidad de dicho territorio, surgieron aquellas criatura infernales que ahora los protagonistas del cortometraje combaten.
El cadáver congelado desde hacía tiempo del malogrado Comandante ‒hallado por las tropas del Teniente de la misión que habla del destino de dicho hombre‒ es la prueba de lo inútil que fue su intento por contener la potencia de tales seres de la Naturaleza con un amuleto que representaba la figura de un sol negro.
Durante una secuencia en la que la tropa puede descansar del extenuante combate que tuvieron antes de proseguir la derrota de su misión, uno de los soldados le pide al joven Melechenko que toque una balalaica encontrada en el último pueblo que exploraron, devastado y carneado por dichas criaturas. El joven le dice al soldado que, a pesar de saber ejecutar el instrumento, no puede hacerlo debido a la gravedad de su circunstancia. El soldado insiste en su petición, haciéndole ver a Melechenko lo especial de la misma: “Anda, por favor, toca para Maxim”. El soldado convaleciente, gravemente herido. El más joven de la tropa toca el instrumento, generando una atmósfera de particular alegría que parece incrementar la calidez de la fogata ante la que están. Sin embargo, cuando el Teniente se da cuenta de la música ejecutada por el chico, le arrebata de manera correctiva el instrumento al muchacho. En un gesto de camaradería, el soldado que le había pedido dicho favor especial al joven le dice al Teniente: “Fue mi culpa, señor”. No pasa a mayores el incidente.
Alguna vez leí un testimonio del soldado razo: Brendan O’ Byrne, en relación con las graves condiciones de lucha durante la guerra, capaces de confrontar a un ser humano con su finitud y presente de manera singular y contundente. Parafraseándolo, el joven ‒uno de tantos protagonistas de “Guerra”, libro del periodista: Sebastian Junger‒ afirmaba que en la guerra lo más importante es el tipo que tienes al lado. De tal manera, un hombre prácticamente desconocido, de repente, se convierte en un hermano.
El Teniente comprende que la alegría del momento que tuvo que interrumpir podría fragilizar a sus hombres, al inducirlos a una sensación tan problemática como la esperanza. Aquel no era un momento de descanso después de una jornada de trabajo, como aquellos en los que los campesinos de varias latitudes se dan un tiempo para estar consigo mismos y así renovar sus energías para la jornada del día siguiente; la práctica constitutiva de una poética del cuidado de nosotros mismos,a través de la habitación de nuestros cuerpos. La guerra no contempla el descanso, no de la misma forma en la que lo podemos llegar a hacer de manera cotidiana. La guerra demanda la intensidad de una atención plena y especial de la cual depende la sobrevivencia de uno mismo y los demás, siempre en relación con el más mínimo detalle. Esa atención es triste, pasa por una particular desolación; una habitación de nosotros mismos que mantiene viva la sensación de nuestra propia finitud; nuestra mortalidad nos encuentra en lo común de su sensación.
Los soldados han llegado al lugar donde tienen que llevar a cabo la parte más importante de su misión: detonar la cueva en el valle en el cual se refugian las criaturas que combaten. Con la ayuda del asistente mongol del Teniente, se le asigna la labor técnica correspondiente al soldado que montará la infraestructura para la explosión. El encargado de dicha labor es el soldado Pogodin, artillero experto en explosivos. Dicho soldado coloca el dispositivo necesario para la parte final de la misión, a pesar de demorarse ante el rápido asedio de las criaturas a vencer en contra de ambos hombres. Justo cuando salen de la cueva, el explosivo detona y ambos soldados deben huir en caballo, mientras, al mismo tiempo, son perseguidos por su enemigo. Sin embargo, los hombres perecen sepultados por el derrumbe que han provocado.
Sin embargo, eso no es lo peor. A pesar de lograr el objetivo, la misión no tiene éxito. De los escombros de la detonación salen las criaturas para confrontar a sus atacantes. Es entonces que vemos que el Destino se ha sellado con dicho ataque y que, con ello, a pesar de la derrota, aquellos han cumplido con la única misión clara implicada en la finitud y existencia de nuestros cuerpos: “Los caballos no escaparán de esa horda. Nos atraparán en los árboles y nos destrozarán. Debemos defendernos aquí”, advierte el Teniente. Con tal afirmación, el líder de la facción es el primero en enunciar la fatalidad inevitable de su misión. Empieza a dar órdenes para la batalla final, la batalla que todo soldado con sentido del honor espera: aquella en la que morirá en combate.
Sin embargo, necesitan que alguien sobreviva para que dé la noticia de la ubicación de las criaturas a vencer, acabe con ellas y, finalmente, se cumpla la misión implicada en el sacrificio por los demás que llevarán a cabo dichos hombres. El elegido es el representante del porvenir que se abrirá con dicho acto: el joven Melechenko. Este último se resiste, quiere morir al lado de sus hermanos, especialmente al lado de su Teniente. Sin embargo, este último le hace ver al más joven del grupo la importancia de su orden: se trata del necesario acto de obediencia marcial a un superior, el cual vertebra la necesidad imponderable que defiende a la vida: “Di las coordenadas al comandante. Que bombardee las tierras hasta quemarlas”. Es entonces que nos enteramos de que Melechenko no sólo deja a la familia que hermano en la circunstancia de la guerra, también deja a una importante presencia de su familia de origen en aquel lugar: a su padre, el Teniente Melechenko. El joven soldado escapa velozmente montando un caballo blanco, el más veloz de la compañía: “Cabalga con el viento y no mires atrás”, le dice Sergei, su hermano de guerra; las últimas palabras que el joven escucha de su familia; el cuerpo común que fueron aquellos hombres en la guerra, incluyendo a su propio padre.
El teniente da su última orden: “Camaradas, los detendremos aquí. ¡Moriremos aquí! ¡Ha sido un honor!”. Se oyen los gritos eufóricos de aquellos hermanos de guerra dispuestos a morir por lo que más aman.
Vemos el combate de aquellos hombres sin descanso hasta el último aliento, hasta ser derrotados por la evidente superioridad de la masa homogénea del colectivo en el que consiste su adversario. La sublime experiencia es demasiada para uno de los hombres. Este último ‒quizá usando su última bala‒ decide pegarse un tiro en la cien. Podríamos juzgar superficialmente dicho acto; considerarlo la derrota de dicho soldado, por parte de la adolescencia apasionada de su angustia. No me atrevo a dicho juicio. Para hacer algo así se requiere valor y, quizá, ‒dadas las circunstancias‒ para más de uno tal decisión podría ser la más racional que se podría tomar.
El matiz en relación con tal problema lo da el ejemplo del propio Teniente: abatido y gravemente herido, se da cuenta de que todavía puede detonar una mina cerca de él para intentar acabar con la mayor cantidad de adversarios posibles, a pesar de que ello también le costará su propia vida. Sin dudarlo, acciona el explosivo; una imagen del sacrificio del héroe, dispuesto a ofrendar su vida.
En la secuencia final vemos que nada fue en vano. El más joven de todos: el soldado Melechenko, hombre de honor a pesar de su juventud, cumplió con la orden de su líder; vemos a los aviones rusos bombardeando al enemigo, acabando con él.
Me resulta imposible afirmar que tal desenlace ha sido el de una derrota. Se trató de la consumación de un momento de gloria.