A mi padre
Hace tiempo que no veía en sala de cine una película que me impresionara tanto por su sofisticación y belleza. En este caso me refiero a Una película sobre la vida de Dovile Sarutyte, cineasta lituana que nos entrega una propuesta austera, cargada de emotividad y, a la vez, dotada de una muy cuidada edición, una paleta de colores sabiamente aprovechada y comprendida como elemento crucial de la emotividad de la imagen, al igual que dotada de una poderosa y lóbrega fotografía, sofisticadamente opaca, capaz de privilegiar al elemento del paisaje, al grado de hacer de él el territorio del sueño al que suele tender el complejo fenómeno de la vida; el reflejo de la sensación de la protagonista del film, interpretada por Agne Misiunaite. Con base en ello, la composición de la imagen del film evidencia la saturación y reducción a la que tienden nuestras vidas a través de la normalización que suelen implicar nuestros compromisos con la producción y el consumo de nuestras formas de vida y su espectro cotidiano. Se trata de un cine que evidencia que el conflicto aparentemente actual entre la posibilidad de un cine que privilegia al drama en contra de la posibilidad de un cine que se vertebre a través del cultivo en su montaje de las potencias contemplativas de la imagen ‒el ejercicio reflexivo al que también puede tender un discurso cinematográfico‒resulta cuestionable. Dichas posibilidades no están confrontadas, todo lo contrario, pueden convivir y, por lo tanto, la supuesta necesidad de tener que optar por alguna de las dosvías de realización se antoja un prejuicio.
Lo anterior se manifiesta en lo intempestiva de la propuesta fílmica desde la composición de su imagen. La película posee una familiaridad con el tratamiento del tiempo de importantísimos cineastas que han constituido en cada una de sus obras una tradición, como es el caso de realizadores como: Michael Haneke, Krzysztof Kieślowski, Theo Angelopoulos, Aki Kaurismaki y, por supuesto, Andréi Tarkovski. De este último más de un cinéfilo podría decir: “¿acaso hay cine alguno que no tenga que ver con Tarkovski?”. Sin embargo, a pesar de hasta cierto punto estar de acuerdo con dicha afirmación, tampoco es tan fácil hallar tal maestría y herencia en otro cineasta. Aparentemente puede resultar difícil dicho hallazgo en el tratamiento de temas más cotidianos, especialmente en relación con los tratados por el gran realizador ruso.
Con una economía discursiva de la imagen, la propuesta es breve y contundente. Ello permite que el silencio en las secuencias hable, al constituirse como fenómeno introspectivo y emotivo. En ello se evidencia un tremendo logro por parte de la actriz principal: Agne Misiunaite, al igual que el tremendo vínculo que lograron establecer dicha actriz y la directora de la película. Vemos una propuesta cercana ‒sólo cercana‒ al llamado: cine de ficción documental. El largometraje cuenta con la pátina de una fotografía tendiente a la intempestividad del cine de los realizadores antes referidos, además de que su discurso también recurre a material documental correspondiente al registro de la propia vida familiar de la directora, en formatos como: Beta y VHS. La propuesta consigue una neutralidad que desafía, en la medida de lo posible, la actualidad de modas y estilos, especialmente los más cercanos a nuestra época inmediata.
Es interesante advertir que la película resulta familiar al tratamiento de tal clase de ejercicios de la imagen comprometidos con el presente como forma del tiempo que caracterizó a mucho del mejor cine entre finales de los ochenta y finales de los noventa ‒mucho de él realizado por casi todos los referentes ya mencionados‒, lo cual le da a la película un aura nostálgica. Me parece clara la búsqueda de veritatividad más que de realismo ‒signifique esto último lo que signifique‒; un verismo lejano a la estilización a la que legitimante tiende la ficción. De tal manera se realiza una propuesta compatible con el carácter personal e íntimo de la película.
Se trata de una historia familiar en los dos sentidos más tradicionales de la palabra. El largometraje es la historia de una familia y, a la vez, la historia de todos; una trama cercana a cualquiera de nosotros, tan “sólo” por el tema del film.
Dovile, después de un viaje a Paris al lado de sus amigas y de no contestar una llamada nocturna de su padre, se entera de que este último ha muerto. La joven debe llevar a cabo las gestiones y diligencias necesarias para el entierro de tan importante personaje en la vida de más de uno. Como ya se habrá advertido, la protagonista del film tiene el mismo nombre que la directora. También esta película es la versión de dicho tránsito por parte de la realizadora lituana.
El discurso cinematográfico está comprometido con el cuestionamiento implicado en su voluntad de evidenciar la aparente diferencia entre ficción y realidad ‒mundos posibles que finalmente se encuentran, evidenciando la relación intrínseca entra ambas densidades ontológicas capaces de estructurarse mutuamente en tanto que procesos imaginarios. Ello es logrado por la realizadora del film a través del afortunado montaje en el mismo de los materiales familiares de su propia infancia; registros en cintas casera ‒probablemente en formato VHS y Beta‒ de momentos familiares capturados por el propio padre de la directora, dando cuenta del claro referente de la vocación de la realizadora lituana que es su propio padre: un amante de la vida, al grado de ir al encuentro del instante que entraña las potencias de la alegría de la misma a través del hallazgo de la imagen.
En un primer momento puede resultar desconcertante el contraste entre la falta de parecido físico entre la actriz protagónica y la niña que aparece en dichos videos caseros, la misma directora, lo cual acaba matizado al comprender el carácter biodramático del film. Se trata de la imagen diferida de Dovile, aparentemente dividida en dos mujeres distintas, que terminan por ser la misma en el encuentro emotivo del mismo duelo que nos une a todos. La contundencia de tal efecto se acentúa por parte de la realizadora lituana al recurrir al empleo de un álbum familiar y demás fotografías originales también provenientes del entorno familiar de la realizadora, como elementos del trazo escénico del montaje de la película.
Lo anterior le da una potencia especial al largometraje. Este último resulta la historia de todos aquellos que en algún momento de nuestra vida perdimos a nuestros padres. A modo de flashback, de manera muy afortunada, el material visual de la propia historia personal de la realizadora, rescatado por ella misma, testimonia momentos entrañables del afecto de una hija por su padre, especialmente del vínculo tan importante que puede llegar a constituirse durante la infancia. Estamos ante un rescate: tanto el de la realizadora lituana de ella misma como el que implica la comprensión de uno de los afectos más importantes de nuestra vida.
Vemos las faenas que implica la logística detrás de un funeral: el tratamiento de los cuerpos, la compleja manera de entender la presencia del ser amado fenecido, al igual que la contundencia de su ausencia, y la reducción a cadáver y desecho de un cuerpo en dicha circunstancia; el tránsito de ser sujeto a convertirnos en objeto. En la película se evidencia el carácter ritual del funeral con todo lo complejo de las relaciones que entraña, al igual que lo difícil y costoso que puede ser para los familiares cercanos cerrar a través de tal hecho tan importante proceso que no necesariamente implica el cierre del duelo, sin negar que de dicha conclusión puede ser parte el ritual.
Hay un momento de profunda intensidad en el film: la abuela de la familia, madre del difunto, es olvidada; nadie lleva a la propia madre del difunto al funeral en el cual se están despidiendo de este último; nadie la lleva ante los restos incinerados de su propio hijo. Sin embargo, la mujer ‒de edad bastante avanzada‒ parece no tener problema en enterarse del evento a través de fotografías. El conflicto con la abuela de Dovile acontece cuando dicha mujer se entera de que su hijo fue cremado; ella no quería eso, necesitaba por lo menos una foto de su hijo en el ataúd siendo sepultado: “¡¿Quemaron a mi hijo?!, ¡¿por qué quemaron a mi hijo?!”, reclama la angustiada mujer, en un claro momento en el que se evidencia el desdén por ella, el olvido por la importancia de tomarla en cuenta ‒en más de un sentido‒, un olvido semejante a la muerte que nos confronta con la manera en que obviamos tanto nuestra presencia como nuestra ausencia en el mundo, incluyendo la ausencia y presencia de los que, se supone, más queremos. De tal manera se evidencia de manera crítica en la película: nuestra falta de comprensión de lo irremediable de nuestra finitud como olvido de nosotros mismos.
En tal clase de detalles también nos confrontamos con los actos fallidos de nuestra vida en dichas circunstancias tan complejas y terribles, muchas veces atravesadas por la culpa. Hemos burocratizado y comercializado ‒probablemente de manera irreversible‒ el manejo de los restos de nuestros cuerpos, al igual que nuestra presencia y ausencia.
Parece ser que hemos hecho de los cementerios lugares de olvido más que de recuerdo. ¿Dónde está entonces nuestro afecto?, ¿dónde está nuestro querer?; ¿qué tanto realmente queremos recordar?, ¿qué tanto parece que nos es más fácil y aparentemente conveniente olvidar?
En la medida en que se puede comprender la dificultad de tales tránsitos, ¿qué tanto algo tan complejo como el consuelo puede ser posible en nuestras sociedades?; la posibilidad de hacer cuerpo común con los que queremos a través de la poética del duelo aparentemente implicada en un fenómeno ritual como el funeral. Parece que hemos reducido a este último a su convención social para transformarlo en parte del deshecho de los restos de nuestros cuerpos, una administración más de la producción y consumo de los mismos. Una circunstancia radicalmente privada, sin dejar de advertir que ‒finalmente y en más de un sentido‒ todas las habitaciones posibles de nuestro mundo no pueden no tener una raíz íntima; ¿qué tanto el dolor puede ser únicamente un fenómeno íntimo si una película como ésta es capaz de decirnos tanto y, a la vez, puede ser el montaje de una directora del registro rescatado de importantes momentos de su vida, cuando era una niña capaz de apreciar la presencia de su padre?
La protagonista parece somatizar su culpa. Lo anterior se manifiesta en un importante derrame en su ojo. Sin embargo, casi al final de la película, la madre de Dovile le advierte que dicha lesión se está desvaneciendo. Parece ser que, en la medida en que Dovile es capaz de permitirse sentir su duelo para habitar el presente de su sensación en lugar de dejarse arrastrar por la prisa que siempre será de los demás, la protagonista se rescata; Dovile se habita y se libera.
En la secuencia final vemos cómo la protagonista ‒y en cierta forma también la cineasta‒ se permite amarse, pasando tiempo consigo misma. Ello le ayuda a acudir a su recuerdo para habitar la profundidad de aquello que, por fin, ‒después de lo complejo de los preparativos del ritual de la despedida‒ se permite sentir: su duelo, llevando a cabo con ello la habitación del mismo y, por lo tanto, de sí misma. Parece que el malestar en el ojo de Dovile tiene que ver con que, hasta entonces, no se había permitido llorar. Nuestras lágrimas pueden contener en cada una al cosmos porque son hijas del presente de la sensación que también es el recuerdo. No sólo hay lágrimas de tristeza sino también de alegría, evidenciándose su intempestividad.