Amor fati

Todo lo terrible requiere de nuestro amor

Rainer María Rilke

Quizá no haya forma de hablar de El camino porque es inconmensurable. El camino se lleva dentro y se descubre construyéndolo. Se advierte como sentido inconmensurable a través de sensaciones, semejantes a las de una carretera mal iluminada en medio de la noche. Supuestas pautas, breves claros de un destino tan sólo inferible, la necesidad aparentemente implicada en una manera de hablar tan escurridiza como la de la palabra “naturaleza”.

Esta última parece inagotable de sentido por su inconmensurabilidad. Nos permite una muy lábil forma de enunciar lo insospechado de nosotros mismos. Por ello, qué gran problema resulta hablar de orientación sin dejar de creer que se trata de represión. Una problemática racionalidad que puede ser violenta y mutilante en el peor de los casos, un sesgo de las potencias de la vida, cuyo flujo garantiza el nuestro, la integridad de este último.

La pretensión de orientar en el camino, cuando no hay la humildad de reconocer las propias potencias y erudiciones -los límites de nuestra experiencia-, puede constituir un distanciamiento de nosotros mismos, una ruptura de la continuidad del flujo de nuestra vida, la integridad inconmensurable del devenir vibrante de un cuerpo guiado por su habitación. Pretender orientar puede implicar escisión y olvido de nosotros mismos. Ello se manifiesta cuando nuestro cuerpo o nuestra sensación -comprendiéndola como sentir, el acto y reacción de una vida íntegra en su flujo padeciendo la materialidad de la habitación de nuestra sensibilidad- resulta sujeto por verticalidades opuestas al inconmensurable flujo vibratorio en el que su vida consiste. Ello da pie a una de las manifestaciones de su voz: el dolor (una de las manifestaciones de la diversidad de este último), el cual no orienta, tan sólo advierte la muerte hasta el consumo de lo que fluye y deviene, por lo particular del pathos de dicho sufrimiento. No se trata de un dolor elegido o aceptado, el cual también puede constituir placer, sino de una oposición al flujo de la vida: una restricción al movimiento en el cual consiste esta última y la conmina a su inercia, así como también manifiesta lo imposible que resulta su aniquilamiento. La vida se sigue manifestando en el dolor, incluso en lo aparente de su extinción. La vida se afirma ante la apariencia de la muerte y manifiesta lo inconmensurable de su potencia. Tal es el grito de un cuerpo que no quiere morir y que, por ello, busca la forma de materializar su deseo.

Adam es un joven islandés que se define a sí mismo como un ser condenado por un monstruoso apetito. Su cuerpo le demanda comer a otros cuerpos de su misma especie, seres semejantes en la intensidad vital implicada para la vida de los hombres. Me parece interesante preguntar: ¿será que lo atroz de comer a alguien de nuestra propia especie resulta del hecho de consumir un cuerpo con una manera semejante de vivir y, por lo tanto, de sentir y de posicionarse ante la vida? Lo atroz de acabar con las potencias de un cuerpo vivo capaz de amar, sufrir y pensar de manera semejante a nosotros, incluyendo a aquellos cuerpos que son seres queridos, personas de nuestro más profundo afecto. También parece entrañar dicha voluntad la posibilidad de acabar por consumir a las personas que amamos. En relación con esto último, también me pregunto: ¿de qué otras maneras consumimos a aquellos que más queremos?, ¿son más legítimas dichas maneras de consumo que la de la posibilidad de devorarlos?

El joven islandés no deja de sentir un tremendo conflicto por la manera desmedida en la cual tiene que salir a cazar para satisfacer su tremendo apetito. Su número de víctimas ha crecido de manera contundente y desproporcionada para él. Ha afinado sus herramientas y metodología: engaña a sus víctimas con motivos tan cotidianos como preguntarles por la hora del día y después forcejear brevemente con ellos para dormirlos con una alta dosis de cloroformo. Adam prosigue llevando los cuerpos en su auto a su departamento, después desmiembra y guarda los cadáveres en el refrigerador como si se tratara de cualquier alimento. De tal forma se hace de provisiones para su consumo personal.

No cabe duda de que se requiere una voluntad tremenda para llevar a cabo una acción como la anteriormente descrita, al igual que para hacer de ella una rutina cotidiana. Adam es un depredador que sale tras su presa para comer, sale a cazar a miembros de su misma especie. Ello le causa un enorme conflicto. La pregunta que me hago al respecto es: ¿por qué?

No me hago la pregunta para recibir la respuesta obvia que nos daría el posicionamiento moral más común y cotidiano ante el tema, y que defiende como una obviedad lo terrible de matar a un hombre, al igual que la brutalidad implicada en consumir a un ser vivo de la propia especie, especialmente en el caso de un ser humano. Podemos advertir lo somero de un argumento como el anterior, especialmente al asumir que matar en sí mismo es un acto “malo”, como si no supiéramos de la racionalidad y la necesidad de tal posibilidad en determinadas circunstancias, por ejemplo, la guerra o “simplemente” la defensa propia de la vida y su integridad. En relación con esto último, Adam podría argumentar que él mata para vivir con todo lo problemático de su circunstancia.

Hago la pregunta en relación con el conflicto de Adam porque la propuesta cinematográfica en la que dicho personaje está inscrito no nos ofrece mayor explicación que aquella que podemos inferir de la aparente obviedad del posicionamiento moral antes descrito. Ello no está en detrimento de la obra que estamos pensando, sino todo lo contrario. En esto, podemos inferir, se basa la importante reflexión que entraña el corto en relación con el origen del malestar de un cuerpo.

Adam decide volver a ser el animal de «hábitos normales» que era antes de darle rienda al deseo que lo convirtió en el depredador que es. Podemos inferir que, a raíz de seguir a su deseo y complacerlo, ha dejado de comer cualquier alimento que no sea carne humana. Nuestro protagonista intenta volver a comer alimentos de una dieta cotidiana, incluyendo carne animal (procesada y no procesada), vegetales, frutas, otros productos de origen animal, como lácteos y huevo, pan, dulces, todo ello en una presentación apetecible. Como él mismo advierte, el resultado es el mismo: el joven caníbal acaba vomitando todo lo que come. Asume que su cuerpo se ha vuelto dependiente del consumo de carne humana. Sin embargo, a pesar de no lograr revertir el proceso que lo aflige, decide continuar con su vida cotidiana.

Para mala fortuna, Adam lo hace yendo a la escuela el día de su cumpleaños. Una de sus compañeras tiene en cuenta este dato y le lleva el que fuera alguna vez su pastel de chocolate favorito, como un detalle exclusivo para él. Vemos su rostro angustiado intentando rechazar el presente (trata de dar cuenta de que ha desayunado tarde y que no quiere comer nada más). Sin embargo, las convenciones sociales son poderosas y su compañera no quiere ser objeto de rechazo y desprecio; le insiste al joven caníbal que coma aunque sea un pequeño trozo del pastel. Vemos la angustia de padecer el malestar que tal convención social le produce a él en el gesto de probar bocado. Pero lo consigue e incluso logra sonreír a su compañera, como manera de corresponder con su amabilidad. La chica está complacida por la efectividad de su gesto. A pesar de ello, la máscara se cae en la intimidad, la siguiente toma es la de Adam vomitando en un retrete el pedazo de pastel que se le forzó a comer.

Nuestro protagonista hace un último esfuerzo, un camino intermedio entre el deseo que lo consume y los hábitos que constituyen nuestras convenciones alimenticias y morales como especie. Cuando hablo de un deseo que nos consume, me refiero a un deseo que llega hasta sus últimas consecuencias debido a su necesidad. Ello es lo que aflige a Adam: el que su particular deseo lo consuma al grado de que la represión del mismo genere en él un profundo malestar. Parece que es mayor la influencia del hábito, su convención social y moral en el malestar del joven caníbal, que propiamente su deseo. Es el conocimiento de su deseo, de su realización y efectos, lo que lo constriñe y lo margina, especialmente si atendemos que esto último lo saca de la cotidianidad de un hábito que es parte de la razón que lo aflige. Su malestar tiene que ver más con la mirada de los demás, con ese ojo vigilante que lo mantiene en lo inconfesable de su deseo, en la clandestinidad que implica, sin negar lo problemáticos que resultan el consumo y depredación necesarios para su satisfacción. Vemos en ello la inconmensurabilidad de lo que puede un cuerpo. Hay cuerpos que no podrían vivir así. Adam puede porque así de grande es la necesidad de su cuerpo, como si se tratara de un ente particular, de especial característica dentro de su propia especie, al grado de representar, dentro del marco de sus potencias, una amenaza para la misma o, por lo menos, para varios de sus integrantes.

Habiéndome permitido la anterior digresión, retomo la decisión de Adam que consiste en consumir carne cruda y muerta de animales no humanos. Es interesante pensar en qué tan viva o, mejor dicho, recientemente muerta debía estar la carne de sus presas para satisfacer su apetito. Al parecer no representaba gran problema, tomando en cuenta que él se daba el tiempo de seccionar la carne de sus víctimas, al igual que empaquetarla para su refrigeración y posterior consumo. Recordemos que su conflicto tiene que ver con la desaprobación que siente encima -a pesar de su secreto- por parte de la moral social en relación con su práctica del canibalismo. Pareciera ser una opción viable el consumir una carne diferente en condiciones semejantes a la cual él recurría. Sin embargo, no funcionó. La frustración de Adam es patente y representa un dolor tremendo, un fracaso enorme por la señal de irreversibilidad que significa el fallido intento. Nuevamente acaba por vomitar la carne cruda de animales no humanos que intenta comer.

El cuerpo de Adam empieza a manifestar su malestar. En realidad, su corporalidad es la materialización de ese malestar que lo habita. Vemos en ello una relación muy importante entre libertad y necesidad. Un psicoanalista, en este caso, quizá podría hablar de ello como una somatización. Sin embargo, ello implica no advertir la relación inconmensurable entre las potencias de un cuerpo (también inconmensurables) y nuestra libertad como manifestación de las mismas. ¿De qué manera podemos hacer a un lado el carácter epifenoménico de ambos elementos de dicha relación?

Adam empieza a materializar de manera más fehaciente su transformación. Su apariencia resulta la caída de una máscara social, la que construyó para ser parte del mundo con base en las convenciones sociales y morales que ahora lo afligen. Ello implica un proceso semejante al de la metamorfosis, al cual se ve sujeto por la tremenda angustia que le causa la culpa que siente por lo extremo de sus hábitos.

El joven caníbal concibe a los fenómenos visibles de su transformación como efectos de la desnutrición: la putrefacción de los dientes, el adelgazamiento de su piel, la constante comezón cutánea, la pérdida de las uñas y el cabello, y sus recurrentes desvanecimientos, capaces de provocar en él la pérdida del conocimiento. Él se ve así mismo como un cadáver viviente que ha comenzado a pudrirse. Efectivamente, está muriendo. Para él, se trata del castigo de Dios por la forma de vida que ha elegido al dejarse guiar por la satisfacción de su apetito y, por lo tanto, por su deseo.

Adam es convocado por un profesor debido a lo errático de su desempeño escolar, lo inestable de su actitud en el salón de clase y la creciente inconstancia académica que lo caracteriza. Una fragilización de su vida social que es parte de la caída de su máscara, cada vez más pesada e insostenible. El maestro está ante Adam, ante los restos de la máscara que queda. “Te vez terrible, muchacho”, le dice el docente, intentando hacer ver a su alumno lo que cree, como maestro, se trasluce en dicha desnudez. Un intento por orientar hacia sí mismo al joven caníbal, que inicia con dicho gesto de compasión. El muchacho se da cuenta de que no tiene nada que perder, no puede seguir ocultando lo que su condición evidencia de manera contundente. Conoce tan bien la gravedad de su situación, que hizo un cálculo matemático exacto, en proporción y correspondencia con su práctica del canibalismo. Tal era el ritmo con el cual estaba matando personas para comer que, en cuestión de meses -quizá de semanas-, habría acabado por comerse a toda la población de la llamada “Isla de hielo”. Adam iba a ser el último hombre de la especie extinta en dicho territorio y el primero de una nueva clase capaz de comprometerse con la satisfacción de su deseo.

Adam confiesa, le dice toda la verdad a su profesor, aceptando su ayuda para ser orientado. Declara que cada vez le importa muy poco la clase, la escuela y los efectos curriculares y académicos de su conducta y acciones. En lo único que piensa durante las clases cuando está ante el profesor impartiendo su materia (hombre de abundante y grasosa carne) es en lo delicioso que debe saber.

Es entonces que descubrimos lo aparente de la preocupación del profesor por el estado de su alumno. A pesar de lo angustiado que está Adam, de la evidencia en su cuerpo del terrible duelo que sufre, el profesor se ríe ante los escombros de una máscara derrotada por negarse a su deseo. El profesor subestima el dolor de su alumno, que se siente humillado y arremete contra él dándole pruebas vivas, inmediatas y de primera mano de lo irrefrenable de su apetito, el cual, después de días y semanas de un itinerario de represión, estalla en contra del profesor que acaba siendo devorado por su alumno. Pero lo vemos después padeciendo su culpa, conflictuado por lo que le hizo a su profesor y por el hábito que tanto había intentado abandonar, a costa de lo doloroso de su esfuerzo. Sufre su fracaso, padece la materialidad del arrepentimiento, se permite el dolor de quien decide sufrir dos veces, lo cual manifiesta cierta sabiduría: la de la inconmensurabilidad de las potencias de un cuerpo.

Pienso en algo que algunas tradiciones orientales, en relación con las formas de vida de Occidente, llaman: “El camino de la mano izquierda”. Desde estas tradiciones, más de un practicante concibe a la falta de obstáculo del devenir como la inevitabilidad de las cosas y, ante tal necesidad, se evidencia necesario el cuidado de sí mismo implicado en el simplemente estar, como habitación del presente y suficiente ascetismo. En cambio, nosotros, de este lado del mundo, tan comprometidos con el control -con todo y lo aparente de dicho velo de Maia-, tenemos la opción del camino de la mano izquierda ante dicha problematicidad: en tanto que todo es autoconocimiento, podemos dejarnos conducir por la necesidad de nuestro deseo. Atender la ley del deseo como otra forma de sólo estar y simplemente contemplar, es decir, de ver sin obstáculos.

Parece que, en contra de dicha opción, está la represión culpigena y disciplinaria de Adam, comprometida con las convenciones morales y sociales de su entorno inmediato, que lo acabaron enfermando. Despreciar lo que somos es injusto porque es negarnos el amor que merecemos y nos mantiene vivos. Ello es despreciar la vida que merecemos, al igual que la abundancia de la misma.

Carta a un amigo colombiano o de la presencia como encuentro con uno mismo

Aquellos que amamos y perdimos ya no están donde estaban,

ahora están donde estamos nosotros.

Agustín de Hipona

Querido Metal Hero:

Con gran tristeza me entero de la muerte de tu maestro, a causa de la terrible enfermedad que tiene al mundo en el fuego de la incertidumbre. A través de tu espléndido trabajo, del homenaje que en él hiciste a ser tan querido, puedo imaginar la magnitud de tu duelo. No me atrevo a declarar comprensión alguna del momento por el que pasas, mucho menos creer que lo entiendo, tan sólo contemplo el reflejo de su imagen en el espejo de mi dolor. En él hallo semejanza, la aguda herida de lo irremediable (una profundidad que se abre bajo nuestros pies, que de manera tan difícil nos enseña a sostenernos) ante el deseo imposible de que tales circunstancias no hubiesen sucedido, mucho menos de ese modo.

Lo imposible de ciertos deseos para quienes amamos los hace sumamente dolorosos. Quizá, ello haga del duelo por quienes amamos nuestro más grande dolor. Por ello, tales deseos son importantes. En ellos se manifiesta cierta legitimidad inevitable, una legitimidad de lo inevitable de nuestro sentir. Sin embargo, son deseos que sólo pueden ser para nosotros, para los amantes de nuestros seres más queridos, porque surgen de nuestro querer y se asientan en nuestra voluntad e imagen del futuro, sin poder acabar de repercutir en quienes amamos porque lo inevitable no dependen de nadie, ni de nosotros ni de quien amamos.

Legítimamente queremos lo mejor para quienes amamos, en ello se manifiesta la honestidad de nuestra querencia. Sin embargo, ante lo inevitable, dichos deseos van en contra de nuestra comprensión y justicia con nosotros mismos, y los que queremos: quienes amamos también mueren, no podemos remediarlo, por más cruel que sea decirlo y aceptarlo.

Por ello, querido amigo, el peligro es que nuestro amor se transforme en mezquindad, la miseria del apego y su amargura. Querido Metal Hero, no dejes que ello ocurra, no atentes con tu egoísmo en contra de la generosidad de quien te brindó su amistad, la generosidad de quien fue tu amigo y, por ello, un maestro. Libera a tu ser amado como él lo hizo a través del desapego de su amistad, con la cual te enseñó a ser libre y, de esa forma, te ayudó a crecer. Ríndele homenaje como ya lo hiciste, con la honestidad de quien ofreció para ti un legado desde lo mutuo del afecto, lo mejor de sí y su mejor esfuerzo.

 La normalidad del Velo de Maia es tan contundente que nos hace negar lo efímero de nuestras vidas, el estadio finito de cualquier cuerpo. La eternidad está reservada para el cosmos que también somos. Por ello, seguiremos siendo cuando dejemos de ser el cuerpo vivo que habitamos y nos integremos a la vibración atómica e inconmensurable de la cual siempre participamos. La vida es y la muerte sucede como confirmación de la primera, de una de las tantas fases de tal metamorfosis. Uno de tantos rostros de aquello que hombres más sabios que nosotros llamaron: Naturaleza.

Sin embargo, los que seguimos vivos nos encontramos en duelo. En la semejanza del dolor, el ríspido vibrar atómico de nuestros cuerpos. Basta la imagen en nosotros mismos del dolor ajeno para vulnerarnos. Permítete, querido amigo, sin confrontación, dicho sentir que es parte de ti y también merece ser amado. De tal sensación puede surgir la fortaleza de un cuerpo que se permite la integridad de su sentir, la experiencia de su compasión como principio de sabiduría. Esto último, habrá sido trascenderla, hacer de ella una experiencia constitutiva, en la inacabable obra del arte de vivir que todos somos. Renovar la vida, en eso, más de una vez, podemos advertir lo mucho que nos parecemos. Lo hacemos como podemos y con lo que podemos. No olvidemos que hay quien puede más y hay quien puede menos, todos sufrimos la pérdida de quienes amamos. De muchas maneras, ello nos une como el tener el peso inevitable de un cuerpo, con o sin historia. En el caso de un cuerpo vivo, su dolor es parte de su peso y, sin embargo, puede ser dispuesto a las poleas que construyamos para dinamizar nuestro caminar.

            En tus palabras trajiste a la memoria la ocasión en la que hablaste con tu maestro acerca de la muerte y de la posibilidad de que hubiera un más allá después de la misma. Recuerdas que él afirmaba no creer en que hubiera un más allá después de nuestras vidas. Como gesto de duelo y de cariño, afirmaste que esperabas que él estuviera equivocado para poder encontrarte nuevamente con él. Me atrevo a decirte, con total humildad, que, en cada uno de estos gestos que has tenido para él, ya lo has encontrado. Hallamos el legado de los que amamos en la alegría que los ha hecho entrañables como parte de lo mejor de nosotros mismos. Acudimos a ello y su imagen brota en nosotros a través de la eternidad del instante. Ahí está la verdadera docencia, la formación que es toda amistad y el maestro que es todo amigo, no hay sabiduría sin amor. La gente que muere y que amamos nos acompaña, nos da aliento porque en vida nos dio su aliento, un respirar para seguir caminando. En cada paso que damos están a nuestro lado.

Mencionas, Metal Hero,a aquél otro querido maestro de Física, también víctima fatal del virus, muy amigo de tu maestro. Cuentas como ambos tenían largas partidas de ajedrez que también eran profundas discusiones sobre temas trascendentales. Querido amigo, piensa en El Séptimo sello, la película de Bergman, en cómo siempre le ganamos la partida a la muerte por lograr que nos dé unos cuantos minutos más, porque el triunfo sobre la misma es seguir jugando, vivir, llevar a cabo el gozo y el placer de no dejar de hacer lo que se ama, no dejar de amar. No conocí a Ricardo, tu maestro. Sin embargo, tu testimonio me da cuenta de que él más de una vez le robó preciosos minutos a la muerte. Las fichas negras son la adversidad; las fichas blancas son la vida; el tablero es la eternidad. Es suficiente con tu sensación, tu memoria, tus palabras, tu aliento, para que Ricardo esté presente.

Te abrazo porque también mi aliento es tuyo y suficiente,

                                                          Eduardo.

Cuautitlán de Romero Rubio, 21 de Enero de 2021.

III.-Señores de la sensación

La apariencia de nuestros conflictos es la apariencia de la guerra. El problema de nuestro encuentro en lo común se vuelve terrible por la incomprensión de la inconmensurabilidad de nuestra sensación, la posibilidad de habitarnos plenamente. Un miedo abismal a nuestra sensación provoca el olvido de nosotros mismos, la renuncia a las potencias libertarias de nuestra intimidad, la habitación de nuestro dolor. Éste parece confrontarnos. No atendemos su llamado salvador, contrario y opuesto a la máscara que nos permite relación con lo demás. Esta última es apariencia, incapaz de poder ser suficiente para sobrevivir, sin tampoco poder negar su necesidad y aliento lúdico vivificante.

 Atender la voz de la penumbra, canto de sirena del abismo, exige la prudencia de nuestra habitación. La guía de la escurridiza e “invisible” alegría de sentirse, sentirse vivo. Alegría capaz de derrotar al miedo, vertebradora del coraje con el que el guerrero se yergue ante la insignificancia de morir. Asumir que la plenitud de vivir yace en sentir que hacerlo es estar en peligro, como bien dice el filósofo de Röcken.

El alto costo de comprometerse con un el realismo ingenuo que fomenta al ego como “necesidad” es que alimenta nuestro egoísmo, la cobardía del yo. Lejos de atender la necesidad de la sensación, dicho realismo ve a la manifestación de nuestra necesidad como anomalía y confusión. No hay incompatibilidad entre nuestra necesidad y el uso de una máscara, porque esta última también manifiesta a la primera. La máscara es la apariencia de nuestra necesidad. Su juicio toca la superficie de la misma. La comprensión abre la posibilidad de penetrarla sin pasar por la humillación de romperla, yendo en contra de la legitimidad de su necesidad. El juicio puede herirla hasta agrietarla, al grado de poder pulverizarla, llegando a precipitar a su dueño a la ruina espiritual. En la fortaleza de su portador yace la posibilidad de que perdure.

Por ello nuestro autoconocimiento pasa por llevar a cabo la difícil comprensión de su pertinencia, la lógica de dicha relación de contarios y opuestos. Ambos, estadios de uno mismo, que sólo son dos caras de la misma materia, una y la misma. No hay armonía en un realismo que te invita a pelearte con lo que sientes. Puede generar culpa y subsecuentes fantasmas, tiende a generar una armonía aparente, que consiste en desestimar tu sensación como monstruosa locura, un fantasma de sí mismo, puede llegar a hacer de uno un fantasma de sí mismo.

La armonía inaparente es la mejor porque es un riesgo. Nos enseña la legitimidad de nuestra sensación, la comprensión que significa amarnos a nosotros mismos, y el principio de ello como generosidad, en tanto que armónica responsabilización de nuestras emociones y sentimientos. Puede hacernos conscientes y atentos de que nuestra necesidad no discrepa del conflicto, por el mero hecho de que no hay habitación sin perspectiva, no puede haber una sola “realidad”, ni mucho menos puede resultar legítima la imposición de la misma. Habitar el conflicto es parte de la pertinencia de nuestra máscara, en relación con nuestra sensación.Confirma nuestro crecimiento, sin comprometernos con lo problemáticas que pueden llegar a ser otras apariencias. Arbitrarias realidades que a pocos se le antojan ilusiones. Leyes, convenciones e instituciones, demasiado sacralizadas por la vulgar y profana vida de los hombres.

 La incomprensión de nuestras máscaras y la incomprensión de la lógica de la apariencia nos condena a una vida de placeres demasiado problemáticos, más difíciles, por asumir al dolor como el peor de los males. Aceptamos la dominación de nuestra sensación, la resolución de una vida cómoda, incapaz de permitirnos la comprensión del esfuerzo, el sacrificio y la generosidad de entregarse como afirmación de la vida. Aquello cercano a la ligereza del desapego, la flexibilidad de lo liberado, la plenitud de la vida que yace en las potencias de nuestra sensación, sin necesidad de recurrir al “registro” aparente e intransferible de cuerpos sospechosa y aparentemente perfectos o “ideales”, supuestas sensaciones que jamás referirán a la legitimidad de nuestra necesidad.

Ídolos que parecen niños ante lo divino, de manera semejante a la cual un hombre es el más bello de todos ante los simios. Somos simios amaestrados. Ante nosotros, el mono más libre y silvestre de la jungla es el más bello de los seres. No me ofendería que alguien me dijera lo mismo que Voltaire le contestó a Rousseau después de leer El Contrato social -de hecho, me sorprendería gratamente tener un interlocutor capaz de tal sarcasmo-, “Después de leer su libro, me dieron ganas de caminar en cuatro patas”.

¿Qué somos ante lo divino después de creernos capaces de sustituirlo? Esta no es la expresión de una nostalgia, para nada, sólo es un ejercicio de reflexión. En nuestro extravío se ve la torpeza infantil de nuestro berrinche. Una insalvable e injustificable orfandad, la de los vacíos ídolos inútiles en los que nos hemos convertido. En ello se manifiesta el olvido de nosotros mismos. Somos “niños” perversos en cuerpos crecidos, no necesariamente adultos. Somos incapaces de renunciar a nuestra negligencia, evadimos nuestro dolor, fomentamos nuestro afeminamiento. Cada día es más claro que hemos renunciado al intento de nuestra virtud, al arte de vivir que ello nos exige. Somos incapaces de aprender de los niños (incluyendo al pleno animal de la fisis que fuimos, aquél cuya crueldad era santa afirmadora del “Sí” de la vida). Un mono amaestrado -con perdón de los monos- incapaz de jugar como lo hacía cuando la vida manifestaba con total contundencia su logos.

24

Luego dice Heráclito:

Los dioses y los hombres honran a los muertos por Ares.

También Platón escribe, en el [libro] quinto de la República: “Y de los que han muerto en batalla, aquel que muriera siendo muy estimado, ¿no diremos, en primer lugar, que es de la raza de oro?”

C (Clemente, Stromateis, IV, 16)

            Este fragmento exige un rigor especial. Me lleva a optar por una analiticidad (en el sentido más lato de la palabra) lo más exhaustiva posible, para no renunciar a la comprensión de su sentido. Ello, claro está, desde las herramientas que tengo para ello. Cabe no olvidar que mi interpretación depende del muy estimable rigor filológico de Enrique Hülsz, sin que ello deje de implicar, por supuesto, que la responsabilidad del posicionamiento resultante sea sólo mía. Comencemos por el primer elemento del fragmento, de aquello que con rigor podemos llamar el fragmento heraclítico, como bien han distinguido expertos como Miroslav Marcovich.

En este caso hablamos de su primera imagen, “Los dioses”. Se trata de los representantes más importantes de las potencias de la vida. Han dotado de la misma a aquello que han creado, en ello se manifiesta y explicita su divinidad. Las creaciones de los dioses son formas habitadas por el sentido eterno de la vida, contenida en la existencia concreta en la que se manifiesta. Los dioses son referentes de las manifestaciones concretas de la materia y su dinámica específica, en relación con la singular existencia en la que se manifiesta la apariencia de sus distinciones, su aparente diferencia, en tanto que estados de la materia. En ese sentido, habría que apelar a que Heráclito habla de la naturaleza, en términos de cosmos y fisis. Por ello, resulta importante no desestimar la distinción que hace Aristóteles (fuente más antigua y, por lo tanto, más cercana al pensamiento de los filósofos presocráticos), la cual establece en el Libro I de su Metafísica, al referirse a éstos como filósofos fisicoi, filósofos físicos o que estudian la fisis, la naturaleza.

Los primeros dos elementos del verso, las primeras dos imágenes del mismo, están conectadas a través de una conjunción, “y”. El vínculo de la imagen de “los dioses”, se da con la siguiente imagen, la de “los hombres”. Una comunidad, conexión y encuentro,entre contrarios. Entre los seres eternos, indeterminados e indeterminables -infinitos por su inconmensurabilidad- y su creación mortal, determinada y determinable -finita por su carácter limitado y existencia concreta-, en este caso, los hombres. Esto último, tomando en cuenta el logos de las apariencias.

Los dioses, seres omnipotentes e inmortales, capaces de las potencias de la vida. Los hombres, seres determinados, finitos y falibles, sujetos a las potencias de la vida que se explicitan en tal vínculo, dicha relación, y la comunidad que implica, en tanto que encuentro. Vemos un conflicto en ello, un problema, el que constituye la comunidad.

Lo aparente de tal diferencia se manifiesta en que ambos participan en lo común de una misma acción, la mismidad de la dinámica que significa su encuentro. En este caso, hay un encuentro de ambos contrarios en el acto de honrar a los muertos por Ares. La comunidad se explicita en el acto comunitario de la honra, en este caso, por el duelo que suscita la muerte de quienes han luchado en el campo de batalla. Si nos apegamos a lo que hemos dicho hasta ahora, los dioses honran a sus creaciones humanas más virtuosas (recordemos que en el contexto griego la virtud (arete) no es un bien exclusivo de los hombres, y que ésta se manifiesta en una relación óptima entre las cosas existentes y el logos que atraviesa al cosmos).

Los dioses honran la virtud de sus creaciones. En este caso, los hombres que han muerto en el campo de batalla, protegiendo lo amado y más querido, aquello que le da sentido a la guerra, manifiesto en nuestros afectos comunitarios, los amigos, la amada, la familia. Ello nos vincula con los dioses y nos hace comunes con ellos. La guerra es la lucha que fomenta el esfuerzo por persistir en la materia, perseverar en la permanencia de la vida, cuyo afecto, pathos que motiva tal impulso, es el amor como sensación.

Los dioses, siguiendo el fragmento, son capaces de tener la virtud humana de la humildad, manifiesta en ser capacesde venerar la belleza de los seres que han creado (la armonía proporcional y con medida, Justicia le siguen llamando algunos en el mundo que los hombres hemos creado -aunque no todos la comprendan-), la proporción entre el todo de los dioses y las partes del cosmos que somos los hombres. En la virtud se manifiesta el estadio común del uno y lo mismo, la relación entre lo semejante, por más abismal que sea la aparente diferencia entre aquello que se relaciona, aquellos que constituyen dicha conexión, en contra de la difícil simetría de lo idéntico.

 Los dioses, nos dice el sabio efesio, honran la virtud de su creación. En ese sentido, participamos de lo divino, somos, en medida y proporción, tan divinos como lo es cualquier creación. Esto, claro está, si nos apegamos al significado de lo divino en el contexto mítico de la antigüedad. El matiz lo va a poner Heráclito en otro fragmento, en el que va a criticar la función creadora de los dioses para reivindicar la potencia del cosmos, fuego siempre vivo, que se manifiesta en todo, lo uno y lo mismo. Por lo pronto, queremos explicar la función poética de las imágenes del fragmento del presocrático, apelando a la retórica de la que se sirve el sabio efesio. Somos divinos por participar de la complejidad del cosmos. Tan divinos como todo aquello que también, como nosotros, es parte de lo uno y lo mismo.

Ello se manifiesta en la manera tan contundente en la que realizamos nuestro destino (hybris). Es el caso de quien muere en combate. Ello se evidencia en la apariencia, diversa y diferente, de los fenómenos en los que acontece la dinámica en la que la vida consiste,como dato de su inconmensurabilidad ante nuestra finitud, siempre en relación con la existencia concreta y singular de cada elemento de la unidad del cosmos (en la que todo participa y, por lo tanto, de la que todo es parte). Esa dinámica, dicha participación, es la que nos une en la mismidad de lo común. La guerra es una imagen poética de nuestra vida y, por lo tanto, del conflicto inextricable a la conexión en la que toda comunidad consiste.

            Ares, en tanto que dios de la guerra, también es esta última. Los muertos por Ares son los muertos tanto por el dios como por el fenómeno que, en tanto que manifiesta al primero, también lo constituye a través de la creación. Hablamos entonces de una dependencia ontológica (cercana a la crítica del carácter creador de los dioses por parte del filósofo efesio), así como de una relación inextricable entre los dioses y los hombres (una conexión), en tanto que estos últimos son creaciones de los primeros. El dios se manifiesta a través de su fenómeno, a través de la comunidad que forman ambos contrarios.

Ante ello se abre la paradoja de tal conflicto, el dios necesita de su creación, tanto como los hombres necesitan de su creador (todo esto dentro de la lógica de lo aparente), para manifestarse en la materia. Si no fuera así, la materia como la conocemos no sería ni probable ni posible porque no sería necesaria. Sin embargo, no sólo es probable y posible, en ella se manifiesta la necesidad a la que apela. Si no fuera así, la autosuficiencia de los dioses sería suficiente y necesaria para ser.

Los dioses son materia y, por lo tanto, materiales. En la materia se manifiesta lo que es, y, por lo tanto, la materia es en tanto que ser. Su determinación tan sólo es la apariencia de la inconmensurabilidad de la lógica profunda de sus procesos aparentes de generación y corrupción. Inevitablemente, esta cuestión me remite al planteamiento Epicúreo de la atomicidad de los dioses.

            Es de ahí que surge la pertinencia de que un dios honre dicho sacrificio. ¿Qué es la muerte y la guerra para un dios?, ¿qué podría importarle a un dios ambos fenómenos tan trascendentales para la vida de los hombres?, ¿por qué le resulta relevante dicho sacrificio al dios que lo ha creado, al igual que a sus protagonistas? Sólo tendría sentido tal relevancia si existiera una inextricable relación con la materia en la cual se manifiesta. Aparentemente ya lo hemos contestado. Sin embargo, creo que merece profundizarse. En ese sentido, para ello, dividamos nuestra pregunta en dos partes, con base en ambos elementos de la misma.

            Quiero iniciar por el fenómeno más inmediato a nivel fenoménico o, por lo menos, el más asequible en relación con el enigma que implica el otro. ¿Qué es la guerra para un dios? Ya el propio Heráclito nos advierte cómo nuestra comprensión de la complejidad de la vida cósmica nos está restringida por la finitud natural de la condición humana que, al confrontarse con el cosmos, no puede sino apreciar su inconmensurabilidad, al grado de no ser capaz de comprender la legitimidad de sus fenómenos y eventos y, por lo tanto, su proporción y medida. En términos humanos, nos es inconmensurable la profundidad del logos que da cuenta de su justicia.

Por ello, cabe pensar, con base en la distinción que hemos hecho, que, si un dios (en este caso Ares) es tanto principio como fenómeno (aquél que aparentemente representa), el dios a través de los hombres manifiesta el conflicto que expresa la relación de comunidad, como en este caso sucede con la guerra. El encuentro, desde una lógica de la semejanza, entre contrarios y, por lo tanto, una relación adversa, la relación entre adversarios.

Está en juego la protección y salvaguarda de lo amado, tal es el sentido de la guerra como dinámica vital. Lo atraviesan los afectos comunitarios que le dan sentido al encuentro y la semejanza que lo fundan, no hay semejanza sin encuentro, conflicto y, por lo tanto, comunidad. La semejanza le da sentido al encuentro y a la guerra como encuentro y conexión. Por lo tanto, le da sentido al conflicto y su problematicidad. Desde la inconmensurabilidad que implica dicha relación, podemos advertir que, en la dinámica de la vida, estamos ante la inconmensurabilidad de una armonía no-aparente, mejor que la armonía aparente.

            En este sentido, lo radicalmente problemático es la paz, sin dejar de apelar a que ésta responde al logos de la apariencia. Una apariencia que puede llegar a tender a la inercia de la convención como institución, capaz de propiciar el cese de los afectos comunitarios, la plenitud de las potencias de la materia, carne atómica y vibrante, cuerpos vivos. Si el dios es dador de vida, garantiza la dinámica del conflicto, el problema y, por lo tanto, la guerra que se manifiesta en el encuentro entre contrarios, posible por ser semejantes en su carácter material, la materialidad de su sensación. La comunidad y sus afectos dan cuenta de la problemática plenitud de la vida. Le dan sentido a dicho estadio como relación de la diversidad, distintos estados de la materia. Le dan sentido a tal habitación de nosotros mismos (cohabitación) y, por lo tanto, a la posibilidad de compartirla. Una habitación del cosmos que puede encontrarnos en su plenitud a través del combate.

            La paz puede ser apariencia de una falta de armonía. Aparente armonía tendiente a la inercia, cese vital, opuesta a la flexibilidad de la vida, cercana a la rigidez de lo inactivo. La sensación desplazada por la dominación de la convención como ley e institución.

¿Qué es la muerte para un dios? Pensando en la inconmensurabilidad que implica la confrontación de nuestra finitud con la inconmensurable profundidad del logos, la muerte se antoja una apariencia que participa de la profunda complejidad de dicha dinámica, la cual entraña los procesos de generación y corrupción de la materia, estando ésta más allá de las existencias concretas en la que dicha dinámica llamada vida se manifiesta. Nuevamente recuerdo a Epicuro, especialmente la llana y muy socorrida paráfrasis habitual que se suele hacer de uno de los elementos de su Tetrafarmacón, “La muerte no es nada”.

Un dios que, en estricto sentido, sólo es una representación antropomórfica o, mejor dicho, una manera de referirse a la materia a través del artificio característico de los hombres (posibilidad del logos de las apariencias), no tiene preocupación o interés alguno por la muerte. Quizá en ello radique la indiferencia de los dioses por nuestra vida, según lo también afirmado por el filósofo helenístico en el mismo jardín de su Tetrafarmacón. Esto sin olvidar que dicha afirmación se hizo en un contexto caracterizado por importantes diferencias, y desde el posicionamiento de una filosofía helenística ante una época de crisis.

Sin embargo, en la plenitud de la vida que manifiesta el sacrificio heroico del soldado en combate, en la sublime escisión que significa tal fenómeno inconmensurable, al grado de desbordarnos por el desbordamiento de su belleza, se manifiesta la virtud del héroe, de aquél que se sacrifica por lo amado. Heroicidad inspiradora de tal honra por parte de dioses y hombres, ambos hermanados por tan común manifestación de la materia, nuestra sensación en la cual surge. Es la virtud, experiencia del bien, plenitud de la vida, manifiesta en lo concreto del cosmos que habitamos, hogar del cual los hombres somos parte.

La posibilidad de tal magnitud es divina. Es honra de los dioses en tanto que posibilidad de la materia. Es honor divino, manifiesto en los actos de los hombres como plenos habitantes de sí mismos, habitantes de su materialidad, plenos habitantes de su sensación, señores de la misma. La materia dispuesta a la generosidad del amante capaz de sacrificio.

II.-El aliento de una máscara ante ese intento llamado virtud

Qué terrible puede ser la vida si no se comprende la sabiduría de la apariencia. El apego a la misma nos distancia de la posibilidad de su estrategia, la posibilidad de la poiesis que implica y, con dicha distancia, nos permitimos la renuncia al esfuerzo de comprender la relación íntima de la apariencia con la profundidad de nuestra sensación. Los hombres hemos decidido “comprometer” a la vida -como si su inconmensurabilidad no nos diera cuenta de su carácter inaprehensible- con la superficialidad de nuestro deseo, alejándonos de la necesidad de comprensión y de la comprensión de su necesidad. Con ello aparentemente cree (sin realmente creer) haber comprometido a la vida con tal apariencia y, por lo tanto, con su aparente satisfacción, cuando lo que ha hecho es comprometer la finitud de su destino con la somnolencia de su estupidez. “¡Buena suerte!”, nos digo a todos nosotros. Y, sin embargo, me parece injusto no intentar comprenderlo.

10

Y quizás la naturaleza ama [o: se apega a] los contrarios y a partir de éstos logra lo concordante, no a partir de los semejantes, así sin duda une al macho con la hembra y no a cada uno con el de su mismo sexo, y formó la primera pareja con los contrarios, no con los semejantes. Y el arte parece hacer eso mismo, imitando a la naturaleza. Pues la pintura, mezclando las naturalezas de los colores blancos y los [sic] negros, los amarillos y los rojos, realiza imágenes concordantes con los modelos [lit. las cosas a que se refieren], y la música, mezclando en distintas voces a la vez los sonidos agudos y graves, largos y breves, realiza una única armonía, y la gramática, haciendo una mezcla a partir de las letras vocales [sonoras] y las consonantes [mudas], a partir de éstas ha compuesto todo su arte. Y esto mismo también lo dicho por Heráclito el Oscuro:

Conexiones,

Cosas enteras y no enteras:

Concordante y discordante,

consonante disonante

y de todas las cosas uno, y de uno todas las cosas.

Así también la reunión de las cosas todas, es decir, del cielo y la tierra y del universo en su conjunto, por la mezcla de los principios más contrarios, ha arreglado una armonía…

C (Pseudo Aristóteles, De mundo 5, 396b 7)

            Hablemos primero de los más evidente. Resulta difícil hablar de lo aparente en el contexto antiguo que nos refiere, porque es hablar -recordando a Josu Landa en alguna de sus clases- de un ámbito “en el que nada era formal”. El corazón del fragmento son los versos atribuibles al sabio efesio. Al centro de los mismos está la palabra, “Conexiones”. Justo en el lugar de encuentro, la frontera como espacio común habitada por dos contrarios, dos opuestos. Una conexión es el lugar de coincidencia en el que sucede un encuentro. Éste no puede dejar de ser vinculante, hay una relación inevitable que refiere a lo común. Podemos pensar en la conexión como una continuidad entre algo diferente a aquello con lo cual se vincula en dicha relación, y este último. Lo interesante es pensar que no son del todo diferentes, hay una semejanza. Si no fuera así no habría encuentro, no habría la más mínima inteligibilidad necesaria para que si quiera hubiera una intuición y sensación de aquello que está ante nosotros como una manifestación de la apariencia de lo diferente.

Me parece, con base en lo anterior, que hemos dado con un punto clave al respecto. No todo, entonces, es tan ajeno a una forma en este contexto. Hay una comprensión, una intuición en relación con lo formal como convención y apariencia. Sin embargo, es someramente aproximado a la categoría de la forma empleada por varios autores antiguos, como es el caso de filósofos tan importantes como Platón o Aristóteles. El Eidos es necesidad y, en ese sentido, también la apariencia como dinámica del logos que, sin embargo, no va a ser tan relevante en algunos autores como lo será en otros. No me detendré en este matiz que significa una erudición monumental que no tengo acerca de los griegos, sólo quiero señalarlo. Desde esta perspectiva, no podemos hablar de la forma como apariencia -lo cual resulta más contemporáneo- ni demeritar el papel de la apariencia en nuestras vidas. Estamos hablando entonces de densidades ontológicas. Comprender la pertinencia de las mismas en su papel configurador de nuestras intuiciones y sensaciones es lo relevante. En ese sentido, ello implica comprender su logos, su racionalidad y, por lo tanto, su participación pertinente -la justicia de su medida y proporción– en la manera en la que se manifiesta la armonía de la vida y, por lo tanto, su relación con las profundidades que entraña. Para ello, hagamos a un lado el concepto de forma, más complejo y significativo; más determinante y necesario de lo que habitualmente lo usamos los hombres contemporáneos, tan ajenos de la necesidad y, por lo tanto, de nosotros mismos. Pensemos mejor en la necesidad y, por lo tanto, racionalidad de ese sabio juego de medidas que es la naturaleza como fenómeno en sus fenómenos, entre ellos el hombre, tan complejos como el hombre.

En su siguiente verso Heráclito nos habla de las cosas enteras y no enteras. Pensemos en el concepto de “entero”. Podemos pensar en ello como lo que representa una unidad, una integridad de sí mismo. Sin embargo, si es delimitable, está determinado y, pareciera, agotable y carente. Sin embargo, su entereza refiere a lo unitario, a la unidad y, por lo tanto, a la armonía que significa su completud. Es algo que se puede leer y comprender, por ejemplo.

Paradójicamente, estamos ante un filósofo del cual sólo tenemos fragmentos, no tenemos su discurso integro, por lo menos en apariencia. Sin embargo, que bien se dejan leer si se es capaz de disfrutar el esfuerzo que nos exige la comprensión de sus aguas tan claras y profundas, tan profundas como la oscuridad abisal del mar en sus regiones más inhóspitas. En apariencia, su claridad y fragmentariedad los alejan y vuelven ajenos y, sin embargo, la inteligibilidad simbólica de su escritura nos vincula a través de imágenes poéticas que nos invitan a la aventura de su desciframiento. Como si se tratara de un oráculo, algo semejante, sólo que desde el esfuerzo de la razón.

Sólo nos quedan fragmentos y, sin embargo, estos se espejean mutuamente hasta el infinito, se contienen en dicha apariencia mutua, evidenciándose su carácter fractal, una unidad contenida en cada uno, en la apariencia fragmentaria de los mismos. En los fragmentos que forman la integridad de lo incompleto, como si con ello hubieran cumplido un destino semejante a la armonía a la que apela nuestro autor en el segundo verso de este fragmento.

Desde una lógica de la identidad, lo entero es lo correspondiente y concordante, lo adecuado y, en esa medida manifiesta su necesidad. Por lo tanto, es algo que preserva la unidad que posee y, por lo tanto, lo define. No hay espacio para la penumbra, es claridad, ininteligibilidad inobjetable y llana, quizá, más que somera, simple. ¿Puede ello entrañar una auténtica profundidad? Resulta, más bien, una mera apariencia. Si es el caso, ¿no habrá detrás de ella una mala voluntad, un velamiento, un ocultamiento o, simplemente, una ignorancia, una falta de consciencia acerca de la compleja problematicidad de aquello a lo cual refiere? No es lo mismo la sencillez y sobriedad al servicio de la conexión, el vínculo, la relación continua, por ejemplo, entre opuestos y contrarios (así como la complejidad de su relación) que la sencillez y simpleza del prejuicio o la “reflexión” sin compromiso con la indagación -la aparente reflexión-, que tan sólo dice enuncia sin ir más allá, no de lo evidente -la evidencia exige su búsqueda- sino de lo aparente. Se trata de la doxa, la opinión de la mayoría y su conformismo o pereza mental ante lo que les rodea y sucede. Y, sin embargo, acontece como una regularidad de la problemática condición humana, con todo y nuestro (aparente) vínculo secreto con la naturaleza, apelando al contexto de nuestro autor.

Ello evidencia una negligencia, una irresponsabilidad acerca de nuestra atención a la razón que remite a la profundidad de las cosas y su apariencia como signo vinculante con las mismas. Parece ser que en ello yace su logos. El peligro de dicha negligencia es tan grave como la deliberada intención e inducción a la misma, porque la primera permite a la segunda o, mejor dicho, facilita su hábito, la inercia negligente de su normalización o, peor aún, su naturalización, pensando en la memoria de nuestro cuerpo. Entraña la mala voluntad del cierre del sentido y, por lo tanto, la generación de un discurso “para todos”. Una habitación colectiva que aparenta fundarse en lo común, porque lo común es la razón y nuestra relación íntima, esforzada y dolorosa, con la misma. En tal habitación de una colectividad -en nuestro caso una masa informe y, por lo tanto, irracional– no hay pensamiento, reflexión y, por lo tanto, no hay comunidad. Puede haber más comunidad con uno mismo que con los cientos de hombres con los cuales podemos llegar a convivir a lo largo del día en la misma ciudad. He ahí una conexión.

Pensemos ahora en lo no-entero. Pareciera tratarse de un fenómeno que carece de algo y que, por ello, paradójicamente posee un déficit, con base en el cual lo atraviesa una carencia, una incapacidad, una disfuncionalidad. Es algo parcial y roto. Desde una lógica de la identidad es una forma que se ha perdido, una deformación o deformidad que, con la pérdida de la capacidad para contener un sentido -probablemente la función más importante de la forma– también ha perdido al mismo. Por ello, es algo irracional y excluible por su tendencia a la inteligibilidad, a la irracionalidad y, por lo tanto, incapaz de ser habitación de encuentro, habitación de lo común. De esta manera se le niega el esfuerzo de su comprensión. En ello, ¿no podemos llegar a ser irracionales si, motivados por la apariencia, renunciamos a ese esfuerzo? He ahí, nuevamente, la irresponsabilidad, la negligencia y, tratando de ser justos, la relación entre las mismas y la manera en la que nos hemos comprometido durante siglos con una lógica de la identidad.

¿Cuántas cosas y a cuántos no hemos desechado injusta y arbitrariamente por tal negligencia, actuando, por ello, con base en prejuicio más que en comprensión? Nos centramos en la aparente diferencia, es lo más fácil, la inmediatez de la inercia movida por nuestra conmoción y, por lo tanto, sin la comprensión necesaria para posicionarse de mejor forma ante ella. No nos permitimos, a través de la negación, encontrarnos en lo común de la semejanza. ¿No es ello irracional? ¿Cuántos y a cuántos no hemos desechado injusta y arbitrariamente por creerlos no-enteros cuando, si nos permitiéramos comprensión, quizá podríamos darnos cuenta de que se trata, no de una incompletud, sino de la inconmensurabilidad insalvable en la que se agota toda certeza por nuestra falible finitud? ¿No será que nosotros con dicha voluntad llevamos a cabo nuestra incompletud, aquella en la cual consiste nuestro prejuicio,por no comprender la relación entre lo docto de nuestra ignorancia y la inconmensurabilidad?

La inconmensurabilidad manifiesta nuestra relación con lo contrario y opuesto y, por lo tanto, es justificación necesaria de la semejanza como necesidad ante la incertidumbre. La inconmensurabilidad como falta de principio da cuenta del carácter aepistemológico de la semejanza, como posicionamiento prudencial ante la imposibilidad clara y distinta de la certeza o, quizá mejor dicho, de la pretensión de claridad y distinción que la misma supone y pretende, si es que nuestras aparentes certezas pueden dejar de ser, en cualquier momento, susceptibles de falibilidad y problematicidad, evidenciándose desde su cuestionamiento como meros prejuicios. La no-entereza, tal incompletud,es posible y muy característica de lo humano, sobre todo, en tanto que apariencia. Por lo tanto, puede entrañar un sentido y ser forma. En ello manifiesta una necesidad y, por lo tanto, ello da cuenta de su racionalidad. He ahí los Fragmentos de Heráclito que, si fuéramos realmente congruentes con una lógica de la identidad, ya hace rato habríamos tenido que aventar al fuego (No dudo que haya necios que lo deseen desde lo más íntimo de sus fueros más ocultos y secretos. Los autoproclamados dueños de la verdad, tan peligrosos por la intención de sus almas bárbaras de cerrar el sentido, por tan sólo satisfacer su egoísmo). Y, sin embargo, seguimos buscando signos de razón en la incompletud de los Fragmentos, su aparente falta de entereza. Porque sabemos lo valioso de tener, aunque sea poco, algo, en vez de nada. Porque de la nada, nada se genera (ex nihilo nii). He ahí la inconmensurabilidad tan valiosa, tan importante como invitación a lo común,a través de la semejanza. Lo no-entero es un silencio que nos habla desde su inconmensurabilidad, no para completarlo (también hay dueños de la verdad que se creen con tan egoísta derecho a cerrar el sentido de tal forma) sino para comprender que nuestra complejidad y comprensión también son fragmentarias,y que dicha fragmentariedad, probable y posible, también participa del logos. He ahí nuestros duelos y, sobre todo, lo más elemental que entrañan, nuestro dolor, habitación común de nuestros cuerpos.

 El siguiente verso nos habla de lo concordante y lo discordante. Lo concordante es aquello que manifiesta una correspondencia con algo, una relación y, por lo tanto, un vínculo. Aparentemente, hay una pertinencia en lo concordante, no hay conflicto. Sin embargo, si se trata de una mismidad, resulta sugerente creer que, de alguna forma, el encuentro no suscite conflicto o la posibilidad del mismo. No se trata, en sentido estricto, de una mismidad, ya que hay una aparente diferencia en el carácter particular que significa la singularidad de cada uno de los elementos de la relación. Se encuentran y con ello llevan a cabo una coincidencia, por ello concuerdan, manifiestan en ello una necesidad y, por lo tanto, una racionalidad.

Sin embargo, ¿qué pasa si, desde la determinación implicada en sus singularidades, le faltara a uno su concordante?, ¿qué pasa si no se puede la continuidad que significa su encuentro? En ciertos casos, probablemente, se convertirían en incompletos, no habría ya concordancia, de manera análoga a lo que significa la ausencia de una pieza en un rompecabezas o, peor aún, de manera semejante a la pérdida del amado en relación con su amante. Surgiría el duelo por la incompletud, la falta de concordancia que significaba armonía y sentido. Por lo tanto, se pierde la forma que contenía sentido, se tiende a la irracionalidad de la ininteligibilidad, se vuelve difícil o imposible la lectura del fenómeno, claro está, aparentemente y dependiendo del caso. Se pierde el rastro que signa la trayectoria de dicho mapa hacia un fin. Esa sensación surge, a pesar de que, en todo fin que entrañe lo indeterminado, ya está implícita y atravesada -casi de forma inmanente- la probable posibilidad de la finitud. Hay un extravió que hace parecer a la incompletud de la ausencia un problema, sin negar que, de cierta manera, lo es en tanto que conflicto e incertidumbre.

Sin embargo, como ya hemos visto, nos queda la incompletud. La posibilidad de que ésta signifique un duelo no implica que podamos negarnos a su comprensión. He ahí nuevamente el llamado de la inconmensurabilidad a una habitación de lo común, más allá de nuestro egoísmo. Acceder a tal comprensión, a la habitación de lo inconmensurable de nuestro duelo, o, mejor dicho, de nuestro dolor. En este caso, la incompletud de lo discordante. Permitirnos la compañía de lo probable y lo posible en la incertidumbre que significan, aquello que nos encuentra para renovar desde la comprensión nuestra relación con la vida, desprendiéndose nuevos signos que constituyan la pieza faltante, dibujen el mapa del sentido y nos recuerden los motivos de nuestro amor.

La misión es terrible, casi agónica. Quizá por ello, para muchos de nosotros, sea tan difícil. Probablemente para muchos sea más fácil negarla, y, en el peor de los casos, instalarse en la inercia de su miseria, la amargura rígida de quien no se desprende de su dolor, un apego a aquello que concordaba con él. Se trata de un duelo que aparentemente nunca acaba -hay quien decide asumirlo como un dolor infinito-, al que no se le permite acabar, un dolor que se mantiene vivo, al cual se le aviva (una máscara, una apariencia), para no dejar ir una vida que ahora es otra cosa porque ya no puede ser lo que era antes, o, por lo menos, no de la manera en la que lo era. Ahora se está ante la posibilidad de otra vida a la cual se le rechaza, a la cual se pretende renunciar, aunque ésta pueda ayudarnos a sobrevivir a nuestra pena.

No aceptar que así es, no comprender que ya no es posible ni mucho menos probable que esa vida vuelva a ser lo que era, por lo menos, de la misma manera. He ahí el egoísmo de nuestras aprehensiones. Renunciar a la efímera –aparente en ese sentido- armonía que nos daba lo concordante que se ha extinguido, de la misma forma en la que se comprende a través de la sensación la pertinencia del acorde en una sinfonía, para generar otra habitación de nosotros mismos.

Sin embargo, es más fácil juzgar que comprender y, hablando de armonía, como bien decía el filósofo de las espaldas anchas, “Las cosas bellas son difíciles”. En este caso, comprender esta dificultad como parte de la falibilidad a la que tiende la inconmensurabilidad de la vida (profundidad del logos del alma), y la difícil habitación de nuestro dolor que nos demanda. Probablemente no hay manera de completar dicha misión sin tal extravío. ¿Qué es el dolor sino egoísmo?, ¿no tendrá el egoísmo-sin negar su problematicidad– una necesidad concordante con la profundidad del logos de nuestra alma y, por lo tanto, un carácter racional?

Lo triste es la renuncia a la búsqueda del sentido ante la incompletud de la discordancia que ha surgido. El verdadero extravío, entonces, no está en la posibilidad de permitirse el sufrimiento hasta sus últimas consecuencias, sino en reprimirlo como instalación en el mismo, al grado de permitirse la plenitud de su inercia, su dominación, manifiesto en su negación. Ello nos lleva a una vigilia sonámbula, tal derrota sin la atención a sus signos posibles, posibilidades de reencardinación de nuestra trayectoria. Las materialidades concretas de un cuerpo que habla, la sensación. Apegarse a la luz inmediata de las apariencias, al no comprender la pertinencia de su logos en nuestras vidas.

Superar dicho estadio requiere de renuncia, no permitirnos la inercia de las apariencias, la incomprensión de una eternidad que no es ajena a la finitud, lo impredecible de lo posible y lo probable, ante las cuales nuestro lamento manifiesta nuestro apego en fenómenos como nuestras expectativas. Renunciar a la luz aparente de lo inmediato y permitirse la fugaz ominosidad de la alegría que yace en el seno del abismo, nosotros mismos. Toda comprensión de todo lo que nos es posible y probable comprender, es comprensión de nosotros mismos.

Lo Discordante, aparentemente, es más complejo y, al mismo tiempo, aparentemente más fácil de entender. Aquello que causa discordia produce animadversión. Es algo que está fuera de lugar, que no corresponde y que, por ello, manifiesta en su relación con aquello a lo que se opone, falta de armonía, impertinencia, desproporción. Suele ser objeto de evasión, negación y desprecio. Resulta desagradable y, por la supuesta incapacidad de pertenencia y pertinencia que se le ha adjudicado, parece ajeno y, por lo tanto, extranjero. Es el problema, la anomalía, el defecto, el mal a vencer y a destruirde una lógica de la identidad.

La discordancia se genera cuando no se logra la concordancia. Como ya hemos visto, es el caso del duelo ante la ausencia. Lo discordante evoca la ausencia de lo concordante, aquello necesario o la necesidad que logre armonía. Lo discordante es la presencia opuesta (el negativo) que recuerda a aquello que suprime la necesidad, por lo tanto, capaz de la apariencia de lo imposible: la herida y subsanar lo lastimado de manera reversible -¿es el tiempo reversible desde nuestro estadio aparente?-; la carencia y su necesidad de satisfacción de manera permanente, no hay tales ante lo concordante sino aparente armonía. Por ello, lo discordante se rechaza de facto,hasta su exterminio si es necesario Lo discordante supone un conflicto desde su mera emergencia, lo cual tiende a acrecentarse si su presencia se vuelve constante. Sin embargo, nuevamente, es la comprensión lo que puede evidenciarlo como una apariencia,y el prejuicio lo que lo condena a la identidad de “lo discordante”, a través de la estigmatización a la que tiende una lógica de tal tipo.

Por lo tanto, dependiendo del caso, el fenómeno y su circunstancia, todo lo aparentemente entero puede no ser entero y todo lo aparentemente no entero puede ser entero; todo lo aparentemente concordante puede ser discordante y todo lo aparentemente discordante puede ser concordante; todo lo aparentemente consonante puede ser disonante y todo lo aparentemente disonante puede ser consonante. He ahí la Conexión. Somos uno y lo mismo, la armonía inaparente es mejor que la aparente, como ahondaremos en otro lugar.

Aparentemente parece más fácil hablar de “lo consonante”. Sin embargo, la consonancia nos remite a lo sonoro, a la concordancia y compatibilidad capaz de generar la entera unidad de una armonía, la de aquello que, con proporción y medida, pertinentemente suena con lo demás. Una voz adecuada, un sonido que cohabita armoniosamente con lo demás, tanto en su singularidad como en su pluralidad, al grado de que, entre todos, se constituye una armonía.

La imagen demasiado perfecta -en el sentido de acabada– de la esfericidad de un cosmos, si nos ponemos pitagóricos, y, por lo tanto, la de su pertinente vibración, la de los cuerpos y, por lo tanto, su atomicidad. Una relación musical o, mejor dicho, una música cuya escucha, la de su medida y proporción, nos armoniza por ser parte de ella. En ello yace la atención al logos. Radica en nuestra afinación como armonización de nuestro oído para ser afines a dicha música. Sintonizarnos con la transmisión de dicha armonía y lograr su lectura, su comprensión. Dar cuenta que su afinación posee racionalidad (logos)y, en la comprensión de su justicia, medida y proporción, el resultado de la misma es la constitución del gozo liberador,la misma comprensión de la complejidad del logos,cuya armonía habitamos. Por ello, el logos implica su armonía no aparente (una armonía que no aparece, tendiente a lo invisible y al ocultamiento), al grado de que la desafinación de un alma bárbara o dormida -haciendo hincapié en las diversas posibilidades de somnolencia que significan nuestros estadios, habitaciones y deshabitaciones- pueden llevar a la misma a confundir, de muchas y diversas maneras, dicha música con disonancia. He ahí la necesidad de no permitirse tal inercia, la somnolencia opuesta a la comprensión como necesidad del logos, la razón que atraviesa todo.

Es entonces que nos confrontamos ante el inmenso problema de la disonancia. ¿Qué es la disonancia, en la medida en que ésta exige la comprensión de su necesidad, la justicia que dé cuenta de su proporción y medida en tanto que parte del todo? Podemos entender, en el sentido en el que hemos planteado la consonancia, a “lo no-entero” y a lo “discordante” como disonancias. Presencias o ausencia -dependiendo del caso- que son demasiado agudas o graves para el oído del cuerpo sutil que es el alma, al grado de lastimarla en el proceso fisiológico en el que consiste la habitación de nuestro cuerpo por parte de dichas sensaciones. Sin embargo, si ello no tiene como fundamento la comprensión de su necesidad, la medida y proporción de su logos, manifiesta dicho posicionamiento la irracionalidad del prejuicio. De ahí lo problemático que resulta lo aparentemente inmediato de la sensación de la disonancia.

Ello nos remite al tema del logos como palabra, la palabra como posibilidad de encuentro en lo común. La manifestación de la inteligencia (el logos) que en ella se manifiesta, y que también en ella puede habitar aunque nuestra palabra esté aparentemente desafinada, sin dejar de ser parte de la polifonía tan compleja e inconmensurable de dicha música, he ahí la profundidad del logos del alma.

Y, sin embargo, ¿cuándo nuestra palabra está desafinada? ¿Cuándo no suena bien?, ¿cuándo suena tosca y poco elegante? En términos muy llanos, cuando no tiene razón, o sea cuando no tiene logos y, por lo tanto, no es virtuosa. ¿Cuál es la palabra consonante y virtuosa?, ¿la que tiene razón? La palabra virtuosa es la que es logos, la palabra de lo común, la de la vida, no la de las apariencias y sus insalvables lejanías y distancias cuando están deshabitadas por un logos que no intentan habitar y que, por lo tanto, no las habita (toda habitación es mutua). Por ello, también es posible que el artificio no sea disonante si es habitado por la necesidad que significa el logos, lo común de nuestra razón. De la misma forma, las palabras más simples y someras pueden estar llenas de vida y, por lo tanto, cercanas a la verdad. Me pregunto, ¿quién podría hablar “mal”?

¿A cuántos no hemos callado por la ceguera irracional de nuestra alma, comprometida con la apariencia y convención de nuestros artificios? Una relación, sin medida y proporción con la palabra, carente del esfuerzo de la escucha, la escucha del logos,manifiesto en la prudencia de nuestra racionalidad. ¿A cuántos no hemos dejado de escuchar en nombre de la aparente comodidad que significa tal poder-sujetador? La pereza mental de no cuestionar nuestros prejuicios, ir más allá de ellos para escuchar a los demás (habitar lo común), para hacer el esfuerzo y el intento de comprenderlos, ese intento llamado virtud. ¿No es la inercia de tal pereza semejante a la de la caída de la roca que ha sido aventada por la mano de alguien o la del entierro de la planta que sólo tiene la posibilidad de permanecer en dicho estadio para conservar su vida, acechada por la movilidad del mundo que la rodea? ¿No es tal permisible negligencia más bárbara que aquello que, muchas veces y de la manera más grosera, es juzgado y prejuzgado como bárbaro?

La disonancia es incómoda porque habita la profundidad que significa la inmersión estremecedora en nuestro oído, el cuerpo se contrae por la inmediatez de su sensación, se comprime queriendo acorazarse, generar un escudo impenetrable ante lo que no se quiere oír, las manos también hacen lo que pueden durante dicho fenómeno. Tapan los oídos y, dependiendo de la intensidad del sonido, estos fallan o lo logran. Dicha contracción pareciera intentar expulsar la disonancia, lograr que abandone nuestra sensación.

Como bien sabía el Pseudo Dioniso Aeropagita, así como hay silencios sonoros, también hay silencios del pensamiento y del alma, silencios de la sensación, que remiten a la necesidad lógica de estadios como la contemplación a la que invita la inactividad. También lo sabían con claridad tanto Pirrón de Elis como los escépticos. De hecho, podríamos concebir a la inactividad como el silencio lógico, un silencio atento, escucha del logos-naturaleza (animalidad), manifiesto habitante en todo y de todo, incluyendo nuestra sensación. Si es el caso, hay disonancias tan profundas que no se escuchan o parecen no escucharse, memorias de nuestra sensación. Atender al logos implica la responsabilidad de saber ante qué nos estremecemos, qué aparentes disonancias habitan nuestra sensación y qué tanta medida y proporción tienen como para ser consideradas como tales por nosotros mismos. La justicia de comprender la palabra de nuestros compañeros de lo común empieza por comprendernos a nosotros mismos, eso es música.

I.- Encuentro

Tengo muy presentes varias de las magníficas clases del doctor Enrique Hülsz acerca de Heráclito de Éfeso, un filósofo de sus más profundas pasiones y dedicaciones, y en cuyo trabajo acerca de él manifestó sus más arduos rigores y compromisos. Eso es mucho decir sobre un autor, verdadero filósofo y hombre de profundos pensamientos, que siempre asumió todo lo que tenía que ver con la filosofía, especialmente todo aquello que tenía que ver directa e indirectamente con la filosofía griega, con total entrega y constancia. En una de estas clases nos comentaba que el epíteto de “El oscuro”, adjudicado al importantísimo presocrático, le parecía, más que una justa descripción de la obra de dicho referente, una manifestación de la incapacidad de sus lectores para comprenderlo. Más allá del aparente chiste que ello significaba en el ambiente ameno de sus clases, me parece legítimo y pertinente pensar de tal manera dicho posicionamiento histórico ante las narrativas alrededor de la vida y obra de tan gran pensador.

Sin embargo, con suma humildad, creo que pensar la aparente oscuridad de Heráclito entraña un importante aspecto de la comprensión y aproximación a dicho filósofo, paradójicamente. Es impresionante la claridad y musicalidad de los fragmentos heracliticos (adjetivo acuñado por otra gran autoridad del estudio de la filosofía y de la filosofía griega, Angel J. Cappelletti), al igual que la unidad fractal y correspondiente de los mismos y entre ellos. La coloquialidad y cotidianidad de su lenguaje (según su contexto y según los verdaderos expertos), nos remite a la profundidad de su enigma y, a su vez, da cuenta de esa oscuridad a la que, me parece, varios se refieren, la profundidad detrás de la apariencia de sus palabras, la aparente sencillez de las mismas. Ello, desde mi humilde lectura (para nada experta ni dotada de los recursos de la filología como lo sería la de una verdadera autoridad en los estudios de la obra de “el oscuro” -insisto-) me remite a la inconmensurabilidad de la cual trata de dar cuenta el discurso de Heráclito, el enigma de aquello ante lo que está la inteligencia ígnea de este gran poeta del pensamiento, nada más y nada menos que la naturaleza, el cosmos.

La oscuridad como inconmensurabilidad es habitación, nuestro estadio en el enigma, en la sensación como plena experiencia –sublime experiencia– de la magnitud del cosmos ante nuestra finitud. Ese descenso es el autoconocimiento, el sendero del hombre sabio que afina su atención ante la oracularidad de los signos de un lenguaje concreto, cuya atención entraña todo en cada uno de sus elementos. En ese sentido, la comprensión de tal inasible e inaprehensible oscuridad es el principio de la sabiduría. Su habitación, una habitación de lo común, una habitación del cosmos. Es el estadio de la comprensión y, por lo tanto, de su abraso. No es ningún problema como lo sería para una lógica de la identidad que tiende a mutilar la complejidad de la habitación de nosotros mismos, cuerpos vivos, capaces de la sensación que completa el pensamiento, y la plenitud de dicho estadio. Estamos ante una lógica de la semejanza, capaz de aproximarnos asintóticamente -no puede ser de otra manera- a la verdad del sentido de nuestra habitación y lugar como parte del todo (Hen Panta einai…).

            El querido doctor Hülsz para nada era ajeno a la claridad de dicha comprensión (valga la paradoja). Por ello en su magnífico texto cumbre sobre Heráclito (el cual antes de ser propiamente un libro fue su tesis doctoral), Logos: Heráclito y el origen de la filosofía, nos habla del concepto de problema (πρόβλεμα), acuñado por la cultura griega. Se trata de todo fenómeno en el cual se manifiesta nuestro asombro o incertidumbre ante un fenómeno que, aparentemente, manifiesta una correspondencia legítima con el mundo. Una aparente armonía que nos resulta problemática. Sin duda ello nos remite a una vieja y muy en desuso definición de la filosofía que, sin embargo, manifiesta su pertinencia, la pertinencia de lo común y su relevancia, la filosofía como análisis de lo obvio. La invitación a rasgar la luz que define a lo aparente, al grado de delimitarlo, para intentar ver lo que su velo no nos permite ver, al incendiar la completud de las imágenes que se proyectan sobre ella, su profundidad. Sólo para darnos cuenta de que su fondo inasible y la inaprehensibilidad de su certeza, paradójicamente, dan cuenta de una legalidad común que nos atraviesa, al grado de posibilitar, tanto nuestra inteligencia e inteligibilidad, como la de la diversidad de fenómenos que integran al mundo que compartimos con ellos y en el cual nos encontramos. Queda aquí este humilde elogio de la oscuridad, y su invitación a pensar la profunda complejidad de la ley, y la manera en la cual ésta se manifiesta en nuestras acciones, relaciones, convivencia y, al final de cuentas, habitaciones de lo común:

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…y acerca de estas mismas cosas, investigan de forma más elevada y más acorde con la naturaleza, Eurípides diciendo que ʻla tierra reseca ama la lluvia, y el cielo sagrado, lleno de lluvia, ama caer a la tierraʼ, y Heráclito [que] ʻlo contrario es concordanteʼ, y ʻde los diferentes [surge] la más bella armoníaʼ, y ʻtodas las cosas suceden por la discordiaʼ. Y al contrario de ésos, otros, en especial Empédocles: pues [dice que] ʻlo semejante desea a lo semejanteʼ.

R (Aristóteles, Eth. Nic., Θ 1, 1155b 4)

Difícil resulta no pensar en definir qué es un contrario. Desde las posibilidades de una lógica de la identidad, podemos pensar al mismo como un opuesto, sólo en una primera aproximación desde el ejercicio de intentar un orden o, mejor, una metodología. El opuesto corresponde con su contrario, en la medida en que se ve ante él, en la medida en que hay una relación de dicho tipo, correspondiente. De manera semejante, podemos pensar en nuestro reflejo ante un espejo. La mayor parte del tiempo (por fortuna) no podemos ver nuestro reflejo ante un espejo. Alguna vez, en un seminario sobre poesía, Josu Landa nos explicó qué significó la posibilidad técnico-mimética que ello representa. Tener una claridad de nuestro reflejo y su contemplación es una conquista tecnológica que ha llevado largos procesos de perfeccionamiento que hasta ahora logran su ansiada nitidez. El reflejo de sí mismo de parte de un antiguo era todavía algo opaco, nebulosos o, simplemente, parcial y diferido, cortado por las intermitencias y accidentes del soporte de dicha experiencia. Probablemente una de las mejores opciones para ello era el acceso a aguas cristalinas como las de la naturaleza -probablemente menos habitada y dominada por nosotros en aquellos tiempos- como nos lo indica el famoso mito de Narciso. El ser humano tuvo a su primer espejo en su entorno, aquél que hizo paisaje de sí mismo, el mundo. Una complejidad opuesta y contraria a sí, una adversidad y, desde la ilusión del yo, probablemente un adversario. Por ello, ante el arrobamiento que causaban tales potencias, como ya muchos han teorizado, optaron por la humildad del culto a las mismas, generando las importantísimas poéticas de las cuales hoy en día podemos hablar como referentes de nuestra cultura.

            Sin embargo, lo contrario o el contrario implican la propiedad de cualidades que implican una relevante diferencia no necesariamente geométrica o, mejor dicho, no necesariamente simétrica. Una simetría no necesariamente correspondiente y exacta, aunque imposible de ser radicalmente diferente -desde una lógica de la identidad- en tanto que ello implicaría su ininteligibilidad y, por lo tanto, su incapacidad de ser parte de nuestra experiencia. En ello, desde el horizonte en el que lo pensamos, radicaría lo irracional y, a su vez, podemos asumirlo como el referente de todo aquello que pierde sentido y, por lo tanto, densidad ontológica. Todo aquello que es irracional en tanto que tiende a dicha desvinculación con lo común, haciendo de lo privado una categoría problemática que refiere a lo lábil, en estos términos insisto, de una lógica de la identidad.

            Es entonces que, en tanto que fenómeno, podemos hablar de todo aquello que signifique dicho estadio, en la medida en que es inteligible y, por lo tanto, elemento del mundo. A pesar de que su diferencia nos demanda su comprensión porque la aproximación en la que consiste su impresión en nosotros inaugura nuestra relación con el mismo. La mera exclusión sería racional desde una lógica de la identidad por su falta de correspondencia con la razón. De igual manera sería el esfuerzo sutil de comprensión que significa la aproximación crítica ante dicho fenómeno, un intento de ser estricto con la racionalidad que asumimos como pauta o, mejor aún, criterio. Ello vuelve problemática a la mera exclusión, en caso de que la misma -por más correspondiente que parezca con la racionalidad a la que refiere- caiga en la irracionalidad que implica la arbitrariedad negligente de no permitirse el rigor del análisis racional del fenómeno ante el que se encuentra.

            Sin embargo, he aquí cuando la razón se confronta con sus límites, como bien lo advierte Kant en la Crítica de la razón pura, y genera prejuicios (irracionalidad) ante el fenómeno de lo contrario. Las posibilidades de acción antes expuestas se evidencian problemáticas en la medida en que pueden resultar (insisto, desde una lógica de la identidad) irracionales porque no son legítimas ante cualquier circunstancia. Puede ser muy prudente la exclusión como forma de cuidado y contención ante una circunstancia, al igual que puede ser imprudente el rigor analítico ante determinados fenómenos que exigen acciones concretas e inmediatas debido a la urgencia de los fenómenos que las demandan. De la misma forma, las acciones contrarias en las circunstancias opuestas a tales posibilidades antes mencionadas, en sus respectivos casos, resultan irracionales y racionales, como ya hemos mostrado. Ello da cuenta de cómo, desde una lógica de la identidad, los contrarios se complementan al manifestar condiciones de necesidad y suficiencia en relación con el todo que integran. Sin embargo, si tales posibilidades se complejizan y problematizan al depender de circunstancia por el carácter multifactorial de las mismas y por estar, muchas veces, integradas por más de una situación y sus respectivas disyuntivas, no hay una sola posibilidad de acción representada en las mismas.  Por lo tanto, en sentido estricto y desde la racionalidad de una lógica de la identidad, no pueden ser reglas ni mucho menos normas apodícticas. En esta (aparente) dislocación implicada en la dinámica de lo contingente -he ahí la nociva pretensión de imponerle nuestra legalidad privada a la naturaleza-, aquella en la que se manifiesta el movimiento de la vida, se abre la necesidad prudencial de una lógica de la semejanza.

            Por ello, ubiquémonos en contexto lo mejor posible, en el contexto de comprensión del propio filósofo efesio, porque, como bien dice en sus clases Josu Landa, “sin contexto no hay sentido”.

            Si para Heráclito lo “contrario es concordante”, como lo señalan aquellas palabras identificadas como integrantes del discurso del filósofo efesio, podemos asumir que para Heráclito lo contrario es común, parte de todo aquello que remite al mismo y, por lo tanto, también es racional y correspondiente con el logos. Es racional que haya contrarios y que sean parte de la legalidad de la dinámica vital en la que lo común se manifiesta. Ello le da a lo contrario una relevancia y, en esa medida, una pertinencia en nuestras relaciones. Ello confirma su necesidad y, con base en ello, su densidad ontológica, su racionalidad.

            Lo contrario concuerda y, por lo tanto, es racional, es parte de la unidad y proporción de lo común. En tanto que es una parte proporcional de la unidad, manifiesta su legalidad en la relación armónica que significa la proporción del todo con sus partes. Lo contrario, por lo tanto, participa de la belleza de lo común. Concuerda en la particularidad de su legalidad en tanto que ente único signado y determinado por lo particular de su singularidad y, por lo tanto, en dicha inteligibilidad también manifiesta su necesidad y comprensión ante el asalto que, desde la descripción que significa su concepto, significa su evento o acontecimiento. El sobrecogimiento de aquella aparente ruptura de lo contrario en relación con una identidad es tan sólo un choque entre fenómenos semejantes y sus respectivos referentes. Negarlo sería tan irracional como negar la diversidad de los fenómenos de la naturaleza. En este pasaje Heráclito nos da cuenta de la complejidad de lo común y de lo contrario como habitación probable y posible del mismo.

            Y, por ello, no resulta nada impertinente la paráfrasis contenida en el mismo pasaje en el que se halla el fragmento del efesio antes citado, “de los diferentes surge la más bella armonía”. Ello, haciendo el matiz -he aquí un ejemplo de la lógica de la semejanza- de que, desde la perspectiva de Heráclito, la diferencia no es tal, en tanto que es aparente y, por lo tanto, al implicar una incomprensión, tiende a la irracionalidad que ésta implica. En el pensamiento de Heráclito no hay lugar para la diferencia en tanto que ésta es imposible porque implicaría la convivencia entre dos inteligibilidades igual de necesarias y suficientes y, por lo tanto, dependientes y determinadas. Por ello, no podrían ser principio como lo es el logos.

La diferencia es legítima como mera apariencia, una faceta del logos, una manifestación de la diversidad de su posibilidad y probabilidad, la posibilidad y probabilidad de lo común, de la misma manera en la que el fuego cambia de aroma al mezclarse con una diversidad de inciensos. Esto es muy importante, no hay comunidad sin el encuentro entre lo diverso, los elementos delimitados y significados por su singularidad. Por lo tanto, no hay comunidad sin encuentro. No hay encuentro de lo único y, por lo tanto, no hay encuentro en aquello que tan sólo posee su identidad. Se trata de una inteligibilidad que no puede referirse sino a sí misma, al grado de que dicha referencia sería imposible porque no hay hacia donde o hacia qué conducir una sensación y/o pensamiento, evidenciándose imposible dicha trayectoria. El encuentro se da entre aquellos que comparten, aquellos que comparten lo común -la habitación de una misma inteligibilidad que hace posible su encuentro, vinculación y comunicación– y que se distinguen por una singularidad dinámica que llanamente podemos llamar diferencia, la cual, por su inmediatez, tan sólo es lo que aparece, apariencia. Es por ello que, en tanto que el encuentro se lleva a cabo en lo común, todo encuentro también es un encuentro con nosotros mismos. La aparición como inteligibilidad da cuenta de su legalidad, en tanto que elemento de la unidad de lo común. Unidad, por lo tanto, del acontecimiento mismo como suceso integrante de dicha unidad de la que participa como fenómeno.

Estamos ante una dinámica, movimiento, animación y, por lo tanto, vida. No hay vida en lo que no es capaz de lo común y, por lo tanto, en aquello que no es capaz del encuentro. La identidad tiene la rigidez de la muerte, entendiéndola como tendencia al cese aparente del movimiento. La identidad no es dinámica sino monolítica -o en apariencia monolítica por su tendencia a la rigidez– porque no es capaz de establecer vínculos y relaciones, al grado de llegar a negar la necesidad de los mismos (o tender a ello), incluso en el caso de aquellos que le son inevitables, evidenciando así su instalación en la apariencia irracional de lo diferente. En oposición a ello, lo común y sus habitaciones dan cuenta de una armonía, la belleza inconmensurable del hogar al que su naturaleza la dispone y, por lo tanto, de su música, un lenguaje secreto que suele ocultarse. El de este hogar que, por lo tanto, también es cosmos manifiesto en la contrariedad vinculante de sus singulares apariencias, habitaciones de lo común, atravesadas por la inconmensurable profundidad de la ley que propicia nuestro encuentro.