Amor fati

Todo lo terrible requiere de nuestro amor

Rainer María Rilke

Quizá no haya forma de hablar de El camino porque es inconmensurable. El camino se lleva dentro y se descubre construyéndolo. Se advierte como sentido inconmensurable a través de sensaciones, semejantes a las de una carretera mal iluminada en medio de la noche. Supuestas pautas, breves claros de un destino tan sólo inferible, la necesidad aparentemente implicada en una manera de hablar tan escurridiza como la de la palabra “naturaleza”.

Esta última parece inagotable de sentido por su inconmensurabilidad. Nos permite una muy lábil forma de enunciar lo insospechado de nosotros mismos. Por ello, qué gran problema resulta hablar de orientación sin dejar de creer que se trata de represión. Una problemática racionalidad que puede ser violenta y mutilante en el peor de los casos, un sesgo de las potencias de la vida, cuyo flujo garantiza el nuestro, la integridad de este último.

La pretensión de orientar en el camino, cuando no hay la humildad de reconocer las propias potencias y erudiciones -los límites de nuestra experiencia-, puede constituir un distanciamiento de nosotros mismos, una ruptura de la continuidad del flujo de nuestra vida, la integridad inconmensurable del devenir vibrante de un cuerpo guiado por su habitación. Pretender orientar puede implicar escisión y olvido de nosotros mismos. Ello se manifiesta cuando nuestro cuerpo o nuestra sensación -comprendiéndola como sentir, el acto y reacción de una vida íntegra en su flujo padeciendo la materialidad de la habitación de nuestra sensibilidad- resulta sujeto por verticalidades opuestas al inconmensurable flujo vibratorio en el que su vida consiste. Ello da pie a una de las manifestaciones de su voz: el dolor (una de las manifestaciones de la diversidad de este último), el cual no orienta, tan sólo advierte la muerte hasta el consumo de lo que fluye y deviene, por lo particular del pathos de dicho sufrimiento. No se trata de un dolor elegido o aceptado, el cual también puede constituir placer, sino de una oposición al flujo de la vida: una restricción al movimiento en el cual consiste esta última y la conmina a su inercia, así como también manifiesta lo imposible que resulta su aniquilamiento. La vida se sigue manifestando en el dolor, incluso en lo aparente de su extinción. La vida se afirma ante la apariencia de la muerte y manifiesta lo inconmensurable de su potencia. Tal es el grito de un cuerpo que no quiere morir y que, por ello, busca la forma de materializar su deseo.

Adam es un joven islandés que se define a sí mismo como un ser condenado por un monstruoso apetito. Su cuerpo le demanda comer a otros cuerpos de su misma especie, seres semejantes en la intensidad vital implicada para la vida de los hombres. Me parece interesante preguntar: ¿será que lo atroz de comer a alguien de nuestra propia especie resulta del hecho de consumir un cuerpo con una manera semejante de vivir y, por lo tanto, de sentir y de posicionarse ante la vida? Lo atroz de acabar con las potencias de un cuerpo vivo capaz de amar, sufrir y pensar de manera semejante a nosotros, incluyendo a aquellos cuerpos que son seres queridos, personas de nuestro más profundo afecto. También parece entrañar dicha voluntad la posibilidad de acabar por consumir a las personas que amamos. En relación con esto último, también me pregunto: ¿de qué otras maneras consumimos a aquellos que más queremos?, ¿son más legítimas dichas maneras de consumo que la de la posibilidad de devorarlos?

El joven islandés no deja de sentir un tremendo conflicto por la manera desmedida en la cual tiene que salir a cazar para satisfacer su tremendo apetito. Su número de víctimas ha crecido de manera contundente y desproporcionada para él. Ha afinado sus herramientas y metodología: engaña a sus víctimas con motivos tan cotidianos como preguntarles por la hora del día y después forcejear brevemente con ellos para dormirlos con una alta dosis de cloroformo. Adam prosigue llevando los cuerpos en su auto a su departamento, después desmiembra y guarda los cadáveres en el refrigerador como si se tratara de cualquier alimento. De tal forma se hace de provisiones para su consumo personal.

No cabe duda de que se requiere una voluntad tremenda para llevar a cabo una acción como la anteriormente descrita, al igual que para hacer de ella una rutina cotidiana. Adam es un depredador que sale tras su presa para comer, sale a cazar a miembros de su misma especie. Ello le causa un enorme conflicto. La pregunta que me hago al respecto es: ¿por qué?

No me hago la pregunta para recibir la respuesta obvia que nos daría el posicionamiento moral más común y cotidiano ante el tema, y que defiende como una obviedad lo terrible de matar a un hombre, al igual que la brutalidad implicada en consumir a un ser vivo de la propia especie, especialmente en el caso de un ser humano. Podemos advertir lo somero de un argumento como el anterior, especialmente al asumir que matar en sí mismo es un acto “malo”, como si no supiéramos de la racionalidad y la necesidad de tal posibilidad en determinadas circunstancias, por ejemplo, la guerra o “simplemente” la defensa propia de la vida y su integridad. En relación con esto último, Adam podría argumentar que él mata para vivir con todo lo problemático de su circunstancia.

Hago la pregunta en relación con el conflicto de Adam porque la propuesta cinematográfica en la que dicho personaje está inscrito no nos ofrece mayor explicación que aquella que podemos inferir de la aparente obviedad del posicionamiento moral antes descrito. Ello no está en detrimento de la obra que estamos pensando, sino todo lo contrario. En esto, podemos inferir, se basa la importante reflexión que entraña el corto en relación con el origen del malestar de un cuerpo.

Adam decide volver a ser el animal de «hábitos normales» que era antes de darle rienda al deseo que lo convirtió en el depredador que es. Podemos inferir que, a raíz de seguir a su deseo y complacerlo, ha dejado de comer cualquier alimento que no sea carne humana. Nuestro protagonista intenta volver a comer alimentos de una dieta cotidiana, incluyendo carne animal (procesada y no procesada), vegetales, frutas, otros productos de origen animal, como lácteos y huevo, pan, dulces, todo ello en una presentación apetecible. Como él mismo advierte, el resultado es el mismo: el joven caníbal acaba vomitando todo lo que come. Asume que su cuerpo se ha vuelto dependiente del consumo de carne humana. Sin embargo, a pesar de no lograr revertir el proceso que lo aflige, decide continuar con su vida cotidiana.

Para mala fortuna, Adam lo hace yendo a la escuela el día de su cumpleaños. Una de sus compañeras tiene en cuenta este dato y le lleva el que fuera alguna vez su pastel de chocolate favorito, como un detalle exclusivo para él. Vemos su rostro angustiado intentando rechazar el presente (trata de dar cuenta de que ha desayunado tarde y que no quiere comer nada más). Sin embargo, las convenciones sociales son poderosas y su compañera no quiere ser objeto de rechazo y desprecio; le insiste al joven caníbal que coma aunque sea un pequeño trozo del pastel. Vemos la angustia de padecer el malestar que tal convención social le produce a él en el gesto de probar bocado. Pero lo consigue e incluso logra sonreír a su compañera, como manera de corresponder con su amabilidad. La chica está complacida por la efectividad de su gesto. A pesar de ello, la máscara se cae en la intimidad, la siguiente toma es la de Adam vomitando en un retrete el pedazo de pastel que se le forzó a comer.

Nuestro protagonista hace un último esfuerzo, un camino intermedio entre el deseo que lo consume y los hábitos que constituyen nuestras convenciones alimenticias y morales como especie. Cuando hablo de un deseo que nos consume, me refiero a un deseo que llega hasta sus últimas consecuencias debido a su necesidad. Ello es lo que aflige a Adam: el que su particular deseo lo consuma al grado de que la represión del mismo genere en él un profundo malestar. Parece que es mayor la influencia del hábito, su convención social y moral en el malestar del joven caníbal, que propiamente su deseo. Es el conocimiento de su deseo, de su realización y efectos, lo que lo constriñe y lo margina, especialmente si atendemos que esto último lo saca de la cotidianidad de un hábito que es parte de la razón que lo aflige. Su malestar tiene que ver más con la mirada de los demás, con ese ojo vigilante que lo mantiene en lo inconfesable de su deseo, en la clandestinidad que implica, sin negar lo problemáticos que resultan el consumo y depredación necesarios para su satisfacción. Vemos en ello la inconmensurabilidad de lo que puede un cuerpo. Hay cuerpos que no podrían vivir así. Adam puede porque así de grande es la necesidad de su cuerpo, como si se tratara de un ente particular, de especial característica dentro de su propia especie, al grado de representar, dentro del marco de sus potencias, una amenaza para la misma o, por lo menos, para varios de sus integrantes.

Habiéndome permitido la anterior digresión, retomo la decisión de Adam que consiste en consumir carne cruda y muerta de animales no humanos. Es interesante pensar en qué tan viva o, mejor dicho, recientemente muerta debía estar la carne de sus presas para satisfacer su apetito. Al parecer no representaba gran problema, tomando en cuenta que él se daba el tiempo de seccionar la carne de sus víctimas, al igual que empaquetarla para su refrigeración y posterior consumo. Recordemos que su conflicto tiene que ver con la desaprobación que siente encima -a pesar de su secreto- por parte de la moral social en relación con su práctica del canibalismo. Pareciera ser una opción viable el consumir una carne diferente en condiciones semejantes a la cual él recurría. Sin embargo, no funcionó. La frustración de Adam es patente y representa un dolor tremendo, un fracaso enorme por la señal de irreversibilidad que significa el fallido intento. Nuevamente acaba por vomitar la carne cruda de animales no humanos que intenta comer.

El cuerpo de Adam empieza a manifestar su malestar. En realidad, su corporalidad es la materialización de ese malestar que lo habita. Vemos en ello una relación muy importante entre libertad y necesidad. Un psicoanalista, en este caso, quizá podría hablar de ello como una somatización. Sin embargo, ello implica no advertir la relación inconmensurable entre las potencias de un cuerpo (también inconmensurables) y nuestra libertad como manifestación de las mismas. ¿De qué manera podemos hacer a un lado el carácter epifenoménico de ambos elementos de dicha relación?

Adam empieza a materializar de manera más fehaciente su transformación. Su apariencia resulta la caída de una máscara social, la que construyó para ser parte del mundo con base en las convenciones sociales y morales que ahora lo afligen. Ello implica un proceso semejante al de la metamorfosis, al cual se ve sujeto por la tremenda angustia que le causa la culpa que siente por lo extremo de sus hábitos.

El joven caníbal concibe a los fenómenos visibles de su transformación como efectos de la desnutrición: la putrefacción de los dientes, el adelgazamiento de su piel, la constante comezón cutánea, la pérdida de las uñas y el cabello, y sus recurrentes desvanecimientos, capaces de provocar en él la pérdida del conocimiento. Él se ve así mismo como un cadáver viviente que ha comenzado a pudrirse. Efectivamente, está muriendo. Para él, se trata del castigo de Dios por la forma de vida que ha elegido al dejarse guiar por la satisfacción de su apetito y, por lo tanto, por su deseo.

Adam es convocado por un profesor debido a lo errático de su desempeño escolar, lo inestable de su actitud en el salón de clase y la creciente inconstancia académica que lo caracteriza. Una fragilización de su vida social que es parte de la caída de su máscara, cada vez más pesada e insostenible. El maestro está ante Adam, ante los restos de la máscara que queda. “Te vez terrible, muchacho”, le dice el docente, intentando hacer ver a su alumno lo que cree, como maestro, se trasluce en dicha desnudez. Un intento por orientar hacia sí mismo al joven caníbal, que inicia con dicho gesto de compasión. El muchacho se da cuenta de que no tiene nada que perder, no puede seguir ocultando lo que su condición evidencia de manera contundente. Conoce tan bien la gravedad de su situación, que hizo un cálculo matemático exacto, en proporción y correspondencia con su práctica del canibalismo. Tal era el ritmo con el cual estaba matando personas para comer que, en cuestión de meses -quizá de semanas-, habría acabado por comerse a toda la población de la llamada “Isla de hielo”. Adam iba a ser el último hombre de la especie extinta en dicho territorio y el primero de una nueva clase capaz de comprometerse con la satisfacción de su deseo.

Adam confiesa, le dice toda la verdad a su profesor, aceptando su ayuda para ser orientado. Declara que cada vez le importa muy poco la clase, la escuela y los efectos curriculares y académicos de su conducta y acciones. En lo único que piensa durante las clases cuando está ante el profesor impartiendo su materia (hombre de abundante y grasosa carne) es en lo delicioso que debe saber.

Es entonces que descubrimos lo aparente de la preocupación del profesor por el estado de su alumno. A pesar de lo angustiado que está Adam, de la evidencia en su cuerpo del terrible duelo que sufre, el profesor se ríe ante los escombros de una máscara derrotada por negarse a su deseo. El profesor subestima el dolor de su alumno, que se siente humillado y arremete contra él dándole pruebas vivas, inmediatas y de primera mano de lo irrefrenable de su apetito, el cual, después de días y semanas de un itinerario de represión, estalla en contra del profesor que acaba siendo devorado por su alumno. Pero lo vemos después padeciendo su culpa, conflictuado por lo que le hizo a su profesor y por el hábito que tanto había intentado abandonar, a costa de lo doloroso de su esfuerzo. Sufre su fracaso, padece la materialidad del arrepentimiento, se permite el dolor de quien decide sufrir dos veces, lo cual manifiesta cierta sabiduría: la de la inconmensurabilidad de las potencias de un cuerpo.

Pienso en algo que algunas tradiciones orientales, en relación con las formas de vida de Occidente, llaman: “El camino de la mano izquierda”. Desde estas tradiciones, más de un practicante concibe a la falta de obstáculo del devenir como la inevitabilidad de las cosas y, ante tal necesidad, se evidencia necesario el cuidado de sí mismo implicado en el simplemente estar, como habitación del presente y suficiente ascetismo. En cambio, nosotros, de este lado del mundo, tan comprometidos con el control -con todo y lo aparente de dicho velo de Maia-, tenemos la opción del camino de la mano izquierda ante dicha problematicidad: en tanto que todo es autoconocimiento, podemos dejarnos conducir por la necesidad de nuestro deseo. Atender la ley del deseo como otra forma de sólo estar y simplemente contemplar, es decir, de ver sin obstáculos.

Parece que, en contra de dicha opción, está la represión culpigena y disciplinaria de Adam, comprometida con las convenciones morales y sociales de su entorno inmediato, que lo acabaron enfermando. Despreciar lo que somos es injusto porque es negarnos el amor que merecemos y nos mantiene vivos. Ello es despreciar la vida que merecemos, al igual que la abundancia de la misma.

Herida

No deja de sorprenderme la capacidad del cortometraje para decir mucho con tan poco. Sin duda, detrás de tal recurso es necesario el enorme talento de un cineasta capaz del dominio del lenguaje de su arte y del cuidado de su oficio. Me gusta el cortometraje porque demuestra que la vida cabe en una nuez. La complejidad del cosmos es descifrable en la atención a los pequeños detalles que obviamos por su aparente insignificancia. Cuando rebasamos tal prejuicio y hacemos a un lado la aparente grandeza de lo evidente y la grandilocuencia obsesiva de algunos discursos, nos damos cuenta de que lo que llamamos vacío no tiene dicha condición, impuesta por el nombre que lo define, porque el silencio que entraña también habla.

            Un profesor universitario, anciano, malhumorado, con tal malestar que evidencia en pocos gestos y expresiones su carácter hostil y pragmático -incluso hacia aquellos seres de su cercanía- se encuentra en la paz de su casa, habitada por la aparente estaticidad de las cosas. La vibración atómica de las mismas fluye de manera sutil en el aire, y ello hace de cualquier estremecimiento un estruendo. Nuestro personaje se ha dado cuenta de que hay sonidos semejantes a los anteriormente descritos que representan una novedad. De repente las paredes crujen, parecen agrietarse, transmiten algo a través de la soledad voluntaria de aquel hombre. Los sonidos, a lo largo del transcurso de los días, parecen hacerse más fuertes, intensos, explícitos.

Son llantos, gritos y amenazas atravesando la delgada superficie de una pared de cemento u hormigón, nombres dados al concreto según la zona geográfica en la que se halle. Algo tan impenetrable como dicho material es fisurado por la voz humana, mero aire, logrando filtrarse hasta otro cuerpo vibrante. Si pensamos en la escucha como un acto de consciencia, más que magnificarse los sonidos, ¿será que por fin se está dispuesto a advertirlos?, ¿acaso ahora son dignos de atención?

            Hago una breve digresión. Creo que la cercanía con nuestros vecinos inmediatos, inevitablemente, nos dispone a tener acceso, de distintos tipos, grados y niveles, a su vida privada. Me pasa seguido viviendo entre paredes de Tablaroca. He escuchado a mis vecinos gritarles a sus hijos, estoy al tanto de sus gustos musicales e incluso he llegado a escuchar cuando hacen el amor. Probablemente se dieron cuenta de ello porque no he vuelto a escucharlos. Seguramente cambiaron de habitación para ello, no sólo por el bien de su intimidad sino también tomando en cuenta la estabilidad emocional de sus cuatro hijos, todos menores de edad.

            El profesor escucha algo semejante a una tortura. Durante la misma se va la luz en su casa. Escucha el lamento de un hombre. Este último grita, suplica, llora. Sólo tenemos una imagen parcial de dicho evento contenida en la cabeza del profesor, pegada a la pared de la que provienen tales ruidos, transparentándose tal visión a través de la expresión de sus ojos.

Estando en el jardín de su casa, el profesor había oído una reprimenda de un superior a un subordinado, como si se tratara de un militar. Otro día, en el mismo espacio, escuchó forcejeos e insultos, al igual que algún disparo. Tal susto llevó al profesor a intentar resguardarse y, en dicho intento, rompió la maceta que contenía una hermosa orquídea, bien cuidada y madura. Es fácil inferir que se trata de su planta favorita. Inmediatamente la rescato del suelo y la puso en una pequeña cubeta de aluminio, maceta provisional que le permitió correr con ella en los brazos para entrar a casa y resguardarse de un probable daño a su integridad. Probablemente, un hombre que tiene tal consciencia de la vida puede tener la sensibilidad para comprender la importancia de otras formas de la misma plenitud.

            Nuestro personaje es un profesor universitario que lee el periódico y escucha las noticias, lo suficientemente informado de mucho de lo que pasa en su país. Ello me hace inferir lo importante del momento del cual quiero hablar, el que le da título a esta breve reflexión que aspira a la capacidad de síntesis de una nuez.

            El profesor tuvo un encuentro particular con el vecino que hace tanto ruido. Primero los ruidos eran normales, el de los preparativos de una mudanza o el del acondicionamiento de una casa. Los molestos ruidos del taladro, el martilleo o el serrucho sirviendo para darle habitabilidad a un espacio que renueva su sentido. Después llegaron ruidos más lejanos a la cotidianeidad de una casa, como aquellos de los que hemos hablado. Casi no hay diálogo, el personaje habla poco, prácticamente sólo lo hace para defender su soledad, como gato panza arriba. Ello sucede claramente ante la invitación de su hijo a comer, para celebrar el próximo ascenso laboral de este último. El hijo quiere llevar a su padre a un restaurante, el padre prefiere celebrar en casa. No quiere salir, le gusta su espacio y quiere ser guardián del mismo. Incluso acompañado prefiere estar sólo, de ahí el hostil trato del padre hacia el hijo.

 Volviendo al encuentro del que hablábamos, una tarde, del otro lado de la barda del jardín del profesor, éste fisgonea los ruidos, con la discreción de un oído que siempre tiene su propia dirección. Los oídos se encardinan ante el estruendo y son encardinados a su vez por este último, una danza atómica mutua, de algo que la conciencia debe atender, según ellos. El profesor advierte un juego de pin-pon, contrastante con la reprimenda de un superior a un subordinado que había oído. Todo ello antes del incidente del disparo en el jardín. De repente, sin poder advertirlo, nuestro personaje oye el percutir de la pelota de pin pon sobre el breve suelo del patio, un objeto ha invadido su soledad. Antes de siquiera haber volteado, el profesor ve ante sí un joven que atravesó su barda, alguien se arrogó el derecho de entrar al territorio de una propiedad privada que obviamente no le pertenece. El profesor tiene la pelota en la mano. El joven se acerca ante el ofrecimiento de dársela. Dicho nuevo personaje será el otro único que aparece en escena a lo largo del film, los demás sólo se oyen brevemente. Está bien vestido, su apariencia sugiere que pertenece a una clase social alta. El joven toma la pelota y el profesor toma su brazo. El joven parece a la defensiva ante un probable regaño del profesor. Sin embargo, este último no es tonto -recordemos que lee los diarios y da clases en la universidad-, sonríe para darle al joven una cortés lección de modales, lo acompaña a la puerta para salir de la casa, de las cuales hay que pedir permiso para entrar, al igual que de las cuales hay que ser despedidos con deferencia.

            Hay quien ve una victoria en haber superado el cine mudo porque gracias a ello disponemos de diálogos para los personajes. Nos olvidamos de que siempre ha habido diálogos en el cine, incluyendo en buena parte de la producción del cine mudo. La verdadera victoria tiene que ver con la posibilidad de que el sonido, al igual que la imagen, nos cuente una historia, como complemento de la materialidad generada por el realizador, aquella en la que frecuentemente nos pasan las cosas, sobre todo las más trascendentales e inesperadas. Es el sonido el que nos revela todo, el que evidencia, visibiliza y muestra todo, vertebrando el sentido de la imagen, a lo largo de esta propuesta.

            El momento insoportable es cuando el profesor, durante la noche, no puede con los sonidos de una violación, atravesando la pared de su alcoba. El desgarro del grito de un mujer violada y torturada, mezclado con el jadeo de su perpetrador, sacan a nuestro personaje de su pasividad, en uno de los únicos momentos en que se atreve a hacer ruido a través de la palabra: “¡¡¡Paren!!! ¡¡¡Paren!!!”, grita desesperado y repetidamente, mientras golpea su propia pared. La vibración de tales sonidos atraviesa su cuerpo, haciéndolo vibrar, al grado que dicho trémolo lo empuja a la acción. Es la herida de un cuerpo pleno, sensible y pensante, íntegro en la corporalidad de su sensación, habitado por su consciencia escindida, derrota de la compasión, debilidad de un cuerpo vulnerado y vulnerable que se dispone a su entrega, la de su coraje. La vida de aquello que llama Nietzsche “el héroe en el alma”. Facta Loquuntur, los hechos hablan. En tal esfuerzo, el profesor ha tirado sin querer la planta que había rescatado y que tanto quería. Vemos la imagen de la planta en el suelo, la vida de un ser que se ha fugado, después de oír un disparo al que le sucedió el silencio.

            Nuestro personaje logra que paren. Sin embargo, se escucha el golpeteo de la puerta del profesor, seguido de una voz. Pocas veces la voz ha sido tan clara a lo largo del corto: “Profesor, ocúpese de usted nomás. ¡Ah! Y oiga, yo que usted escogería el restaurant. Felicite a su hijo de mi parte, pues”, dice la voz anónima. El profesor, en la oscuridad de su habitación, se refugia agazapado contra la misma pared. Logró que pararan, sin embargo, no duró mucho la victoria. El disparo parece no haber sido para nadie, sólo una advertencia. Se reinician los gritos de aquella mujer y las exclamaciones de su torturador.

            Esta es una reflexión acerca de lo que puede el cine porque es una reflexión acerca de lo que puede el cuerpo. Difícil el juicio del mismo ante la escisión que nuestra cultura ha propiciado de nosotros mismos y que, aun así, no anula la posibilidad de la habitación de nuestra sensación y su carácter libertario. La indeterminabilidad de nuestra naturaleza que nos confronta con la fortaleza de ser vulnerables, ante la impotencia que significa el ejercicio del poder o la posibilidad de detentarlo. ¿Serán sólo advertencia las palabras de aquel hombre anónimo hacia el profesor -un acto de ostentación, la aparente confianza del poderoso capaz de tal dominación- o se trata del reconocimiento implícito del coraje de nuestro personaje, desde un fuero interno y primitivo? La manifestación del miedo ante la amenaza que significa el coraje como liberación de la conciencia y su comprensión intrínseca.

Parece mucho esperar tanto de un ser de tal naturaleza. Sin embargo, nunca lo sabremos.

Al día siguiente, el hijo de nuestro protagonista habla a su padre, preocupado porque el mismo no fue a trabajar y no contestaba el teléfono a lo largo del día. El padre pone como excusa una fuerte fiebre, después de tomarse su tiempo en el teléfono para inventar la mentira. El profesor aprovecha para “cambiar de idea”, le dice a su hijo que prefiere la sugerencia de ir a un restaurante y el hijo acepta. El miedo (también posibilidad del cuerpo) desterritorializa al animal de hábitos que somos. Sin embargo, evitando la grosería del prejuicio, el miedo también puede ser (como parece en este caso) una oportunidad para la prudencia, la de los cuerpos que todavía no han sido derrotados.

Los Vecinos. Chile, 2015. Dirección: Diego Figueroa. Producción: Andrea Vergara. Fotografía: Pablo Poulain. Dirección de arte: María José González. Sonido: Francisca Aldunate. Diseño sonoro: Diego de la Fuente Curaqueo. Montaje: Cheryl Marambio. Con: Eduardo Burlé y Stephan Eitener. Selección oficial, 13o Shnit International Film Festival (Suiza); 4º Festival Internacional de Concepción BIOBIO CINE (Chile); 38 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano La Habana (Cuba); 27o Festival Internacional de Cine de Viña del Mar FICVIÑA (Chile); 15o Festival Internacional de Escuelas de Cine (Uruguay); Mención Honrosa del Jurado en 5o FICUABC (México); Premio Jurado Joven en 8o Festival de Cine Chileno de Quilpué (Chile); 2º Festival Universitario de Cortometrajes FUC (Chile); 3o Festival Nacional de Cine de la Calera (Chile); 13o Festival Internacional de Cine de Oruro (Bolivia); 3o Festival de Cine Emergente (Chile); 2o Festival Latinoamericano de Cine del Barrio Mapocho (Chile); 2o Festival Internacional de Cine de Caracas (Venezuela); 13o Festival Internacional de Cine de Martil (Marruecos); 4o Changing Perspectives Shortfilm Festival (Turquía).

La resurrección o nueva vida del reencuentro

Karen le hace un último reproche a Dionisio, “¿Cómo está tu Suyapa?, ¿ya te cumplió todos tus deseos?” Obviamente Karen sigue pensando en la mujer de karaoke. “Ya quisiera, se ve difícil”, para Dionisio no hay más Suyapa que la virgen con dicha advocación. “¡No te quiere dar hijos!”, sentencia Karen para desazón de ambos, ella por la relación de Dionisio con otra mujer, él por la pérdida de la gracia de su madre santísima.

            A pesar de la angustia de Karen, su cuerpo despertó a la sensación a través de su relación con Ramiro. Se habita en la certeza del cuerpo que es la misma. Permite que la lleve a casa en cada encuentro, al grado de quedar de verse regularmente, para hacer ese mismo viaje de velocidad y vibración cada vez que sea necesario. Ramiro ya no sólo acompaña los trayectos de Karen de su casa al trabajo, también entra a su casa durante considerables lapsos y estadios. Ha entrado un extranjero a la polis y se ha logrado coronar bajo los techos del templo.

            Nicole lo advierte y se da cuenta que la hoja afilada de la moral y la enfermedad de la culpa no le hacen nada a Karen, es inmune. En la amargura de su derrota, se da cuenta que nada puede hacer contra una mujer que se desujeta de las miradas de los otros, asumiendo la vida que quiere llevar a favor de su deseo, llevando a cabo la habitación de sí misma que es su sensación, al igual que las decisiones que ello implica. Un acto de honestidad que exige tanto coraje que resulta tan invencible como el verano de Camus. Tan invencible que no se le pueden pedir ni siquiera justificación o explicación alguna, un adulto no da explicaciones. Por ello, Nicole le devuelve a Karen la gallina, hacía tiempo que la tenía secuestrada, queriendo ejercer dominación sobreuna persona invencible porque es capaz de ser sujeto de dominación, en la medida en que parte de su fortaleza es saberse vulnerable y permitírselo, desmantelando la coraza defensiva que la hacía impenetrable ante los ojos de los demás y que no le permitía manifestar la plenitud de su sensación, la realización de su deseo. Karen se asume herida y por eso no pueden lastimarla.

Nicole, como buena moralista, cae en la comodidad de la ambigüedad. No cumple del todo de lo que tanto se jactaba, echar a su marido si le era infiel y cobrarle la afrenta con la misma moneda. Es la debilidad del que tiene que demostrar a los demás una aparente fortaleza para adquirir su reconocimiento, una manera de protegerse y no parecer vulnerable. Así, aparentemente, no te hacen daño. Sin embargo, el daño está más que hecho, quedas sujeto a la moral y, por lo tanto, a la mirada de los demás, en este mundo de máscaras, en su mayoría, bastante torpes y poco conscientes de sí mismas. Nicole “perdonó” a su marido y no le fue infiel. Su venganza quedó desactivada y, probablemente, arrastre la culpa de haber sido el catalizador para que Karen acabara acostándose con su marido. Insisto, la moral es la vía más sofisticada para distintas y diversas maneras y formas del suicidio, desde la comprensión más distinta y diversa de la vida. ¿De qué tantas formas nos matamos? o ¿Qué tanto y cuanto de nosotros mismos hemos matado? Toda una enfermedad de perverso diseño intelectual y pasional que los seres humanos llevamos siglos practicando.

            Sin embargo, Nicole libera a Karen (y quizá también una parte de sí misma) al desactivarse su venganza por el ejercicio soberano de la voluntad de Karen. Hablando de la necesidad de confesar por parte del que está atravesado por la culpa y de los dolorosos tránsitos de la comprensión, Nicole revela qué pasa con “Suyapa” y da cuenta del tremendo poder estructurante de la imaginación. De ahí la necesidad de atención a nuestros sentimientos, emociones, deseos, pasiones y aquello en donde todas conviven, nuestra sensación, un cuidado de nosotros mismos. “¿No te das cuenta, Karen, lo inocente que sos?! ¡Que la famosa Suyapa sólo está en tu cabezota! ¡Dionisio no se esconde de nada! [tampoco Dioniso, quizá por eso Platón le tenía tantas reservas], porque no tiene nada con nadie! […] ¡Él mismo te lo dijo y no quisiste escucharlo! ¡Su famosa Suyapita no es más que la virgen de Suyapa! […] ¡A ésa la pague yo para que te hiciera la vida imposible y te diera una buena lección! [Se refiere Nicole a la mujer del karaoke que le dedicó una canción a Dionisio] […] ¡Como no tenés ojos más que para tus celos, no te diste cuenta de que la llamada era desde mi celular! [se refiere a las llamadas que recibió Dionisio después de la fiesta en el Karaoke].”

            Claro que Karen comprende y pasa por el dolor de comprender. Le dieron una buena lección y esa lección fue el extravío que la regresó a Ítaca, su sensación. El hogar de la comprensión, la cuna de la autonomía de la que habla Kant. Sólo es posible esta última si su raíz es la sensación, imantando radiantemente cada célula de sus flores y frutos.

Reflexiva, Karen acaricia la gallina que ha recuperado, a ella la ha recuperado.

            Dioniso regresa a casa, nota el desconsuelo de Karen. “¿Querés ir al doctor?”, le pregunta Dioniso a su esposa. Ella soltó la gallina cuando él llego para estar entre sus brazos, “No Dionisio, sólo abrázame”. Dionisio sonríe.

Un año después, Ramiro pasea con su novia en motocicleta. Karen, quien lleva en brazos a su hija, y Dionisio pasean, al lado de Erling, Nicole y su hijo Pablito, en la camioneta Pickup de estos últimos. La niña se llama Suyapa.

La extranjería del “inferior” de la República o la polis como zona de exclusividad

Karen va a Tegucigalpa. Quiere ir a la Iglesia. Sin saberlo, va en busca de sí. Decide extraviarse en la inmensidad de la gran capital para hallarse a sí misma, un punto de arena en la inmensidad del cosmos. Encontrarse en aquél signo que todavía le da algo de razón, esa calcomanía de los televangelistas que alguna vez le dijo, “No te divorcies”.

            Karen se encuentra en la misa (es un decir) de los televangelistas. Ante ella y los demás está el mismo tipo que vio en el comercial que se transmitió a través de la tele. Todos entienden la dinámica, ella apenas se integra a la misma, intenta saber en qué consiste. “El señor está entre nosotros y me dice que hay una mujer por aquí, hay una mujer que tiene muchos pecados”. Karen se sobresalta, evidentemente se siente señalada. Es el sobresalto de la sensación capturada, su cuerpo dominado por la enfermedad de la moral, la culpa como forma de control. Por lo tanto, si tan sólo es un artificio, apelando al realismo ingenuo de quien nos quiere imponer como verdad la rigidez de sus creencias y convicciones, en sus términos, insisto, podemos decir que la culpa no existe. Hay que ir hacia nuestro dolor porque es una de tantas habitaciones posibles y probables (quizá la más posible y probable) de nosotros mismos, nuestra sensación.

            “Ella está aquí, ¿dónde está?, eres tú”, dice el pastor (por llamarle de alguna forma al mercachifle en cuestión), señalando a otra mujer, no a Karen, para sorpresa de la misma. “Ven acá hermana, que Dios quiere administrar tu vida. Esta mujer me dice Dios que tiene un pecado de infidelidad [¡¿Qué coincidencia?! Sobre todo, tratándose de un “pecado” que casi nadie ha cometido]” Después de decir lo anterior estigmatizando a la mujer en cuestión (No hay cosa más efectiva que el dolor, parte de nuestro cuidado es su cuidado. Que no nos mate, ni permitir que los otros ejerzan dominación sobre nosotros a través de él. Ese cuidado es posible si accedemos al dolor, sin pelearnos con su sensación, nuestra sensación, la sensación,habitándola, como una oportunidad de caminar la senda de la comprensión. Quizá no haya nada más universal de la condición humana que el dolor), el tipo éste le impone la mano en la frente. “¡Que Dios te cambie!, ¡El señor quiere darte vida!, ¡Oh, Satanás sal de ella!”. Como siempre, no basta con evadir la responsabilidad de nuestros actos al ser hijos de “el Dios de los niños”, diría Levinas -pero vaya que Levinas lo adoraba y creía en él- sino que también hay que culpar al diablo para ayudarle a dicho Dios a ser un irresponsable, curiosamente igual que nosotros. Claro, esto siendo congruente con el realismo ingenuo de la lógica de la identidad que atraviesa la imposición de toda moral. Desde una lógica de la semejanza, habría que tratar de comprender que tan hondo es nuestro dolor como para haber llegado hasta aquí, de animales racionales a monos amaestrados. “¡Déjala libre en el nombre del señor!, ¡Amén!”, y la mujer en cuestión cae en una plancha, de espaldas. “¡Gracias, señor por dejarla libre, hoy el señor ha cambiado la vida de esta mujer!”, vocifera el “párroco”. “¡Eres libre!, ¡eres libre!” Afirma este hombre. Sí, ya sé que somos libre y es muy difícil. Qué hacer con ello es el tema. “¡Oh señor! ¡Ella se levanta! ¡Ven hermana mía! ¡Porque el señor te ha dado libertad! ¡Dame tu mano! ¡Dame tu mano! ¡Sé libre! ¡Ve en paz y tranquilidad! ¡Ora en este momento! ¡Ten tranquilidad! ¡Ve a tu asiento de nuevo, que Dios te bendiga! […] Tú quieres vida eterna, él te dará vida eterna. Pero tú también tienes que darle al señor, él te pide y tú le das [todo esto sin albur, claro está]. Que Dios te bendiga hermano. En este momento pasará alguien por ahí, y en este momento comparte lo que tienes con el señor.” Un niño pasa a los asientos con una canasta de limosnas que tiene un laaargo mango para alcanzar hasta el último feligrés sentado en la banca. “Deja ese espíritu de tacañería, esa duda que te está matando [¡sapere aude!]. Hoy el señor te pide que esa duda se vaya de tu corazón, que ese espíritu de represión se vaya. El señor abrirá los cielos, abrirá los cielos para que tengas ambición, y se derrame mucha paz, mucha tranquilidad. El señor te dé la vida eterna, te dé felicidad. [¿Qué tan cara es la vida eterna?] pero necesitamos de ese diezmo. ¡Qué Dios te bendiga!”. Todo esto lo dice este administrador de la vida eterna, mientras el niño con la canastita con palo le insiste a Karen que dé limosna, ante su falta de voluntad para ello. La insistencia con golpecitos de canasta (literal) y el evidente desagrado de Karen, sólo paran hasta que ella le suelta en dicho instrumento un billete.

No sé si Dios le dé mucho a estos rebaños ni si ellos le den mucho a Dios. Lo que sí me queda claro es que a quienes integran estas congregaciones les dan, les dan mucho, y no precisamente Dios (sic).

“Entonces, Pastor, ¿qué puedo hacer para que se me componga la vida? Mi marido es lo más importante para mí, pero yo no quiero vivir así, en el engaño. Yo no lo quiero engañar, ¿me entiende? Es que eso no es para mí”. Afirma Karen ante el pastor, quien está muy concentrado haciendo algo en la computadora. “Tranquila, hermana, tranquila, Dios tiene una solución para todo.”, afirma el “pastor”. Si es así, ¿porque Dios permite que lucren con él? Dejémoslo así, ya habrá tiempo para Agustín, Kant y todas las teodiceas y proyectos afines que hallemos en medio. “Yo le quiero dar hijos, pero por algo no los da Dios, ¿verdad?”, afirma Karen que hasta hace no mucho no era creyente. Está en la búsqueda honesta que es todo extravío, ¿cuánto no le debemos los seres humanos a nuestras errancias? “Yo no quiero pagarle mal [a Dionisio], Pastor, pero es que a veces me siento tan sola. Yo quisiera ser feliz con él, realmente ser feliz con él.”, confiesa Karen. Habría que pensar en la urgencia de confesar como síntoma de esa enfermedad llamada culpa. “Hermana, ¿vienes a la Iglesia siempre?, porque yo no te he visto mucho por aquí”, interpela el pastor. “La verdad es la primera vez que vengo”, la primera vez de Karen se confronta con una de las espesuras de los vicios de las grandes ciudades. ¿Entre más grandes son las ciudades, más grandes sus vicios? No sólo creo que sea una cuestión de magnitudes, ¿tendrá algo que ver el poder y su tendencia a la concentración de sí mismo? “¡Ah!, ¿de veras? Y ¿ya te explicaron los diáconos lo del diezmo?”, curiosamente el “pastor” parece, por fin, brindarle más atención a Karen. “¿La ofrenda? [lo que acá en México llamamos limosna, México es un país tan peculiar que hasta “Dios” pide limosna]”, dice Karen. “No, la ofrenda es una cosa, los diezmos son otra. La ofrenda es una donación voluntaria [Sí, claro, recordemos la insistencia del niño con la canasta de limosnas], el diezmo es un compromiso que tienes con el señor de darle la décima parte de lo que ganas con tu trabajo cada mes”. Debe haber una buena razón para ello, por eso Karen pregunta, “¿Y eso es obligatorio?”, a lo que el pastor responde, “Si quieres que Dios se haga cargo de ti y de tus problemas [hablando del carácter infantil de ciertas prácticas religiosas] debes responder a lo que él te manda. La gente está acostumbrada a pedir, y pedir, y pedir a Dios, creen que Dios tiene la obligación de darles todo lo que le piden, pero el compromiso es recíproco. Si Dios bendice a alguien es porque le da”. ¿Por qué, si Dios es Dios, necesita “tanto” de nosotros?, en fin, ya otros harán teodicea y teología. “¿Por eso cree que yo tengo problemas con mi marido?”, pregunta Karen. “Me imagino”, afirma el “pastor”. El pastor le pide a Karen que ahonde en sus problemas. Sin embargo, le suena el celular y la desatiende. Probablemente le llamó $u Dio$. El pastor se retira un momento de su oficina y Karen se siente ignorada y sin el consuelo que esperaba.

Karen regresa a casa sin integrarse a la congregación. Quizá podamos hablar de ello como un milagro de la voluntad humana. Karen toma el autobús con su dolor a cuestas. Quizá no haya nada más verosímil y honesto que las lágrimas.

¿Qué tan perdidos estamos?

Se perdió la gallina. Karen se olvidó de ella cuando se olvidó de sí misma. Suena una voz aguda, molesta y desaforada al fondo de la casa. Se trata de la conductora de talk show. “No voy a hablar mal de las buenas mujeres, voy a hablar mal de las malas mujeres”.

¿Cuál es la virtud de hablar mal de alguien? ¿Qué significa hablar “mal” de alguien? ¿No se supone que es opuesto al bien hacer cosas “malas”? ¿Puede haber justicia en hablar “mal” de alguien? Quizá creemos que sí, en la medida en que exponemos los vicios de los demás como algo opuesto al bien. Sin embargo, en tal habladuría, recordando al buen Al-farabi, se tiende a mezclar de manera indiscriminada filias y fobias, pasiones, propias y muy personales que, en realidad, no alcanzamos a comprender. ¿Puede haber justicia en ello? Me parece más honesto, por lo menos, tomar la decisión de ser malo con alguien, con la plena conciencia del mal radica que ello implica, como bien habla de él el Kant de La religión dentro de los límites de la mera razón. ¿No es más claro ello que el extravío al que siempre tenderá la mera opinión, la doxa? Insisto, ¿no está ahí la soberbia actitud de creerse Dios, la ley y nuestro verdugo (verdugo de todos), ejecutantes de esa guillotina llamada moral? Qué clase de psico-socio-patía entraña esa voluntad. ¿Qué clase de enfermedad es la moral y qué tan enferma está la cultura, al grado de que, en su normalización y naturalización, es capaz de convertirse en la enfermedad misma de nuestras dinámicas de consumo? Parece caricaturesco de mi parte, pero, entre lo que podemos hacer nosotros con las palabras y lo que hacía Robespierre con la afilada hoja del derecho no hay gran diferencia.

            “Hasta voz me dejaste, ¿verdad?”, le reclama Karen a la gallina ausente. “¿Qué te hiciste?”, le dice a la gallina en relación con su paradero, cuando en realidad la gallina no está, se lo está diciendo a sí misma. Mientras tanto, al fondo del espacio, se oye el griterío discursivo de la animadora del TalkShow acerca de aquellas mujeres que le hacen brujería a los hombres para tenerlos a su lado a la fuerza. Y, sin embargo, Karen desatiende la televisión, ahora está más preocupada por ella, la gallina. “Esas mujeres merecen que las metan en la cárcel, merecen que las escupan en la calle, son todas unas…”. Y antes de que la animadora acabe su decálogo, Karen apaga la televisión, probablemente harta de la perorata moral, del ruido, lo disonante aparentemente consonante, armonía aparente,siguiendo a Heráclito. Imposición de valores, moral, formas de consumo de la vida, de una “vida” privilegiada y sus privilegios. Probablemente tal decisión de Karen ante lo importante, su gallina y el amor a sí misma que ella representa, la lleve a darse cuenta, desde lo más profundo de sí, que, con base en lo último que ha hecho, ella sería “metida a la cárcel y escupida en la calle”. Sería sujeta a la crueldad del juicio, a la falta de comprensión de los prejuicios, de aquellos valores que constituyen la moral de la cual también fue verdugo.

Ni siquiera uno tiene derecho a ser juez de sí mismo. Merecemos la tierna comprensión de ser justos con nosotros mismos, la paciente y tierna escucha de nosotros, del logos de nuestras sensación, la comprensión. ¿Qué tiene de egoísta amarse a sí mismo? ¿No resulta irresponsable dejar de hacerlo?

Aventura

Ramiro insiste en estar más cerca de Karen de lo que ella, aparentemente, quiere. Va a verla nuevamente a su puesto. Cuando le da el pago por tres baleadas, sujeta la mano de Karen al recibir ésta los billetes. Ramiro insiste en que salga con ella, sólo quiere ser su amigo, según él. Karen sigue siendo firme, “Si mi marido me deja”, le dice a Ramiro. Parece que este último no soltará su mano hasta recibir una respuesta afirmativa de parte de Karen. Sin embargo, esta logra zafarse y, a pesar de ello, se muestra inusitadamente flexible con Ramiro. “Si me lo encuentro en el camino me voy con usted, si no, me voy sola.” Ella sabe que no es nada improbable el encontrarlo, sobre todo, porque él sigue buscándola y ella lo sabe.

            Después de que se va Ramiro, se acerca una camioneta al puesto de Karen. Le pide el conductor seis baleadas. La camioneta tiene en la parte inferior del parabrisas la calcomanía que ya había visto, “No se divorcie”. El conductor se da cuenta de ello y le da a Karen un volante, “Si va por Tegucigalpa, la esperamos”, le dice a Karen. Se trata de un trabajador y miembro del grupo televangelista, cuyo comercial había visto en la televisión.

            Y sucede, Ramiro encuentra a Karen. No le queda otra que cumplir su promesa, muy kantianamente, según ciertos kantianos sospechosos (sic). “¿De aquí de dónde me agarro?”, pregunta Karen. “De la cintura, más seguro”, afirma Ramiro mientras coloca los brazos de Karen alrededor de su cinturón. Se da un trayecto en el que Karen, por la velocidad (entre otras cosas), va prácticamente abrazada de Ramiro. Una cercanía suficiente y necesaria de los cuerpos. Un encuentro entre opuestos. Ella indígena de rasgos afro y él un chico de aspecto criollo, algo ibérico y caucásico. ¿Qué es lo común? El movimiento atómico de ambos cuerpos, su calor, la materia, la carne, finalmente. He ahí una conexión que puede ser de muchas formas, un juego matérico de probabilidades, y que tiende a una diversidad inconmensurable, un juego matérico de posibilidades.

De las cenizas de uno mismo a la renovación del desapego

Ahora el puesto de Nicole está en contraesquina del de Karen, cuando antes estaban uno al lado de otro. “¿Y le trajo suerte la gallina?”, le pregunta a Karen, Fermín, el chico de las gallinas que hizo el trueque de veintiséis baleadas por una gallina blanca, Tiresias adolescente y desgarbado. “¡Ah!, viera que suerte”, contesta Karen. “Si quiere me la puede traer”, dice Fermín. “Vea qué bonito, me la da y me la quita.”, reclama Karen. “Sólo le decía por si no la quiere, nomás”, ofrece Fermín. El muchacho toma su carretilla, en la que lleva ahora sus cajas llenas de aves, ya no en la espalda, las ha dejado de cargar (las aves, animal oracular al igual que su vuelo), y sigue su camino sin pedir baleadas.

            Nicole (nombre, digamos, gringo) ha echado a Erling (nombre, digamos, gringo) de su casa. Ese día Karen (nombre, digamos, gringo) y Dionisio han llevado una canasta de rosas a la virgen de Suyapa. Ya en casa, tienen relaciones sexuales, Dionisio con un mecánico entusiasmo -valga la paradoja- y Karen con una parsimonia importante, quizá todavía atravesada por lo duelos recientes. Se le ve meditativa, recostada en la misma cama y la penumbra de siempre.

            Al día siguiente, frente al puesto de Karen, se detiene una camioneta muy moderna y elegante. De ella baja una mujer apiñonada, una latina muy atractiva, sólo que con el cabello teñido de rubio como la conductora del Talk Show que se transmite desde Miami, del cual Karen es telespectadora.También la animadora de tal programa es latina y apiñonada, sólo que no es una mujer tan atractiva como esta otra mujer, que, inmediatamente, roba la atención de todos. Un acto de territorialización de la mirada muy interesante. Esta mujer, no sólo por su belleza sino por lo atípico de su presencia tan poco rural y más bien urbana, se impone al lograr habitar la sensación de su público.

            “Me dijeron que es el mejor lugar para comer baleadas […] todos recomiendan el puesto de Karen, el mejor lugar para comer baleadas […] Todos son muy amables en este pueblo”, afirma la “extranjera”. “Y usted de dónde es, joven”, pregunta a la mujer uno de sus hipnotizados. “De Tegucigalpa”, responde la chica. “¿Anda paseando?”, indaga el mismo hombre cautivado. “No, trabajando”, aclara la extranjera de la capital (De muchas formas y ante muchas personas, por diversas circunstancias, uno puede ser un extranjero en su propio país). “Don Omar [¿habrá en este nombre alguna voluntad reivindicativa reggaetonera?], para servirle”, afirma el mismo hombre deslumbrado para que, por lo menos, sepa cómo se llama. “Mucho gusto, Suyapa (Marisela Flores)”, responde la extraña, mientras en la cara atónita de Karen se dibuja el desconcierto en sus hermosos ojos negros.

            “Suyapa, Suyapucha [les juro que tal cual es el diálogo de la actriz], ¡qué casualidad!”. Afirma Karen precipitándose al vértigo de los celos, nuevamente. Mientras tanto, Ramiro, el pretendiente eterno de Karen, la sigue buscando en su moto. Karen se esconde de él, ya no es tan flexible como antes. Quizá ahora sabe que su carne es más “débil” y “accesible” de lo que cree.

¿Por qué habría que tenerlo miedo al placer? o ¿Por qué no temerle? He ahí la necesidad de nuestro deseo y la búsqueda de nosotros mismos que implica su satisfacción, por más necesariamente dolorosos que puedan llegar a ser sus tránsitos. El verdadero problema, parece ser, radica en que Karen siente culpa.

            Dionisio y Karen van a un karaoke (un humilde bar pambolero con karaoke, en realidad), a ver un partido de la selección de Honduras. De repente el anfitrión del Karaoke anuncia, “Tenemos una petición para cantar, a qué no saben desde dónde, desde la ciudad capital, Tegucigalpa”. Aparece “Suyapa”, aquella mujer foránea que se apersonó en el puesto de Karen. Viste una ombliguera hecha con la camiseta de la selección de Honduras, mostrando un muy esculpido abdomen, una brevísima cintura y luciendo unas más que estimables caderas. “Esta noche, quiero dedicarle esta canción a un hombre que me robó el corazón”, declara “Suyapa” señalando a Dionisio, quien, ya bastante alcoholizado, recibe unos codazos de atención de su celosa esposa. “Yo soy la otra,/ la que tienes escondida,/ en lo tibio de una herida,/ que te cuida con amor./ Yo soy la otra,/ la que guarda tu perfume,/ en los besos que nos unen,/ cuando ya se esconde el sol./ Yo soy la otra,/ la que limpia tu mirada,/ cuando tu alma está cansada,/ y te arrulla en su calor./ Yo soy la otra,/ la que no se llama esposa,/ la que da el color de rosa,/ a tu tiempo que sobró.”, le canta “Suyapa” a Dionisio, ante la sonrisa etílica de este último y los celos de Karen. Aparentemente victoriosa, Suyapa va hacia Dionisio, le da un beso en la mejilla y acaricia su rostro.

            Karen y Dioniso salen de la fiesta. Este último está demasiado tomado y Karen lo carga. “Suyapa” los ve y le dice a Karen, “Deja que lo llevo yo”. “Qué te metés”, le dice Karen aireada. “Qué estés mejor mañana, Dionisio”, grita “Suyapa” para seguir amarrando navajas en la pelea de gallos de los celos. “«¡Qué estés mejor mañana, Dionisio!» ¡Imbécil¡, ¿qué se cree esa estúpida?”, reclama Karen a un Dionisio totalmente dormido por el alcohol, tumbado en la cama, mientras Karen acaba de cambiarse en la oscuridad ligera de la noche. Vemos la captura de su sensación, el dominio de los celos. Está tan enojada que se desquita con la pobre gallina, “¿Y vos qué me vez?”, le dice mientras la arroja fuera de la casa. Queda la toma de su torpe vuelo como lo contrario al vuelo de una paloma de la paz. Su cacareo manifiesta el estruendo del alma de Karen. Sin embargo, falta el tiro de gracia. Suena el celular de Dionisio. Karen contesta, le cuelgan y hace una rabieta. Marca el número del cual llamaron, a través del registro de llamadas (insisto, quien inventó el celular era un hombre de tan buena voluntad como el que inventó el silenciador de las pistolas). “Aló, Dionisio. ¿Sos vos?”, se trata de la voz de “Suyapa”. “¿Aló?, soy yo, “Suyapa”, quiero hablar con vos, llámame.” repite la extranjera que vino a alterar el orden de la pequeña polis (y quizá ni tan pequeña) que puede ser un matrimonio. Karen golpea una pared y un mueble, “¡Era verdad, desgraciado!”, le dice a un Dioniso prácticamente inconciente por el alcohol, mientras patea la cama sobre la que duerme. “¡Pendeja!”, se dice Karen a sí misma (No deja de sorprenderme lo mucho que nos parecemos entre nosotros los latinoamericanos). En medio de su rabieta, Karen no se da cuenta de que alguien, oculto en la penumbra rural de dicha casa, roba a la gallina, que estaba ante la puerta de Karen y Dionisio, justo en los límites de la polis.

Intimidad

Se ha ido la luz en casa de Karen. Se siente cansada y se nota el remordimiento y, quizá, un poco de arrepentimiento en su rostro. Ahí está la culpa, esa enfermedad. Llega Dionisio y advierte su celular. “¿Qué le pasa al televisor?”, pregunta Dionisio a Karen. “No sé, ve a ver si ya vino la luz”. Y se hizo la luz, la luz de la pantalla del televisor.

            “Yo también estoy cansado”, dice Dionisio. “Trabajaste hasta tarde también hoy”, le dice Karen a Dionisio con tono de reclamo. “Sí, mucha chamba”, contesta el esposo de Karen. “¿Y qué tal está Suyapa?”, pregunta Karen con sarcasmo. “¿Qué decís?”, pregunta Dionisio realmente sorprendido. Karen avienta con ira un trapo de cocina al suelo. “¡Suyapa! ¡¿Qué crees que no sé quién es?!”, reclama Karen airada. “¿Cómo lo supiste, era un secreto?”, cuestiona Dionisio. “Un secreto a voces”, recrimina Karen. “¿Te molesta que vaya a rezar todos los días?”, pregunta Dionisio. “¿Cómo?”, pregunta Karen sorprendida. “Ahí, donde está la virgen de Suyapa”, afirma Dionisio. “Yo sé que no creés, por eso no te quería contar”, explica Dionisio. “Le estoy pidiendo un hijo”, dice Dionisio. Karen llora de culpa y remordimiento. Dionisio la procura, se mantienen juntos.

            Surgen dos reflexiones al respecto. Una que va a sonar muy básica pero también creo que tiene su relevancia. Sin intención de denostar las creencias de nadie, pero advirtiendo lo problemático que siempre será creer, en lugar de pedir un hijo, ¿no habría sido mejor que Dionisio procurara el cuidado de su vida sexual con su mujer, la intimidad con ella, independientemente de la frecuencia de la misma? Podríamos también inferir la idea de que ello fuera un problema con cierta antecedencia para lo cual hay profesionales, claro, sin dejar de advertir la accesibilidad a los mismos en relación con el contexto. Sin embargo, planteando estas meras obviedades que incluso son susceptibles de alejarse del contexto de la película, me parece sugerente pensar en qué medida podemos dejar de ser responsables o adultos ante nuestros problemas, en nombre de nuestras creencias y convicciones. ¿Qué tan cercanos son nuestros objetivos en relación con nuestras acciones? y ¿Qué tanto queremos lo que se supone que queremos? Por ejemplo, ¿qué tanto Dionisio quiere a Karen? o, quizá, ¿qué tanto Dionisio quiere más tener un hijo que estar con Karen?

            Por otro lado, intentando ser justo, ¿Por qué negarle a Dionisio el legítimo cuidado de la intimidad de sus creencias? Independientemente del posicionamiento de Karen ante las mismas, ¿por qué no pueden ser parte de la preservación íntima de su sensación? Ello también es parte de un cuidado de sí mismo. Ahí es donde vemos como Karen y Nicole actuaron como prótesis de la vigilancia del dispositivo, movilizadas como cuerpos insatisfechos (por la sensación de insatisfacción) para sujetar a Dionisio a la moral y sus perversiones.

1.3.- Imagen edénica

El cuerpo de Karen está atravesado por el calor que generan los celos. Algunos podemos dar cuenta del mismo como un ardor en nuestro centro, a la altura del esternón. Nos sentimos vulnerados y, por lo tanto, estamos inmersos en la sensación de nuestra vulnerabilidad. Karen se quita la ropa, no deja de llorar, se moja el rostro a palmadas angustiantes y se dice, “Tienes que ser fuerte, Karen”. No puede contenerlo, tiene que meterse a bañar. Aparentemente no advierte que lo está haciendo con la ventana abierta más cercana a la pared más próxima de la casa de sus vecinos. Por la ventana de la misma está viendo Erling, quizá desde hacía tiempo que esperaba una oportunidad como ésta.

            A través del espejo del baño, Karen se da cuenta de que es observada. Erling disimula el sobresalto de haber sido descubierto y sonríe. Karen también decide disimular su sobresalto, se ven a través del espejo. Ella sonríe, permite a su cuerpo la exuberancia de arqueos y posiciones del mismo que, quizá, se liberan, que, quizá, parecen desconocidas. Erling no lo duda, fue invitado, una oportunidad que, probablemente, sentía imposible.

            Mientras tanto, Nicole va de regreso a su casa con sus cosas y las de Karen, reclamando en la ausencia de la misma su paradero, al haberla dejado con el compromiso del cuidado de su puesto sin haber regresado al mismo. “Cómo le ven la cara a uno de pendeja”, se dice Nicole.

“Ya no llore, Karen”, dice Erling a espaldas del cuerpo desnudo y mojado de su vecina. “Una mujer tan bonita como usted no tiene que estar arrugando la cara tanto”, le dice a Karen su consolador. “Tranquila”, insiste Erling.

Karen y Erling parchan, cogen, culean, cachan, chapan, enchapan, follan, fornican (inserte aquí demás sinónimos del castellano en Iberoamérica). Nicole entra a la casa de su vecina con la intención de reclamarle su abandono. Ve a la gallina blanca sentada en el suelo e, inmediatamente, el llavero de su marido sobre el sofá, aquél chango de peluche amarillo, “testigo” mudo del primer toqueteo entre Erling y Karen. Va a la habitación de esta última y ¡¡¡Verga!!! (Sí, literal, ¡¡¡Verga!!!), encuentra a Karne, digo, Karen y Erwin parchando, cogiendo, culeando, cachando, chapando, enchapando, follando, fornicando (inserte aquí demás sinónimos, en gerundio, del castellano en Iberoamérica). Tal es la impresión de Nicole que suelta las bolsas ante tal imagen. Nicole respira agitadamente. Karen y Erling, interrumpidos, apenas si pueden disimular el asalto a su pudor. Nicole sale de aquella casa llorando.

Dicen que el Karma es una perra. En el Karma no hay venganza, es mera justicia y correspondencia lógica entre actos y consecuencias. Nietzsche advierte muy bien que el principio de causalidad probablemente fue el resultado de nuestra sensación de culpa. Sin embargo, no podemos negar los efectos y reacción de las causas y acciones. No como un mecanicismo burdo sino como posibilidad de lo probable, lo cual nos permite inferencias en relación con nuestras prácticas. La moral es la violencia ilegítima de la estupidez, en contra de todos y cada uno de nosotros, a través de asumir el ilegítimo posicionamiento, no solo de propietarios de la ley y la verdad, sino de ser y hasta encarnar tanto la ley como la verdad. Somos nuestros propios verdugos.

1.2- Armaggedon

Dionisio no está en casa. Karen le habla, su cuerpo deambula sin centro de un lado a otro, patea el refrigerador para sacarse de encima su angustia, sin lograrlo, pega un grito con tal gesto, su respiración es agitada. Dionisio está en la iglesia (que curiosa suena esta frase, pensando en la semejanza entre el nombre de Dionisio y el de Dioniso, sin duda no es casual tal decisión). Suena el celular del esposo de Karen, él contesta. “¡¿Dónde estás?!”, reclama Karen. “En el trabajo”, Dionisio miente fallidamente, Karen sabe bien que no es así. “¡Ah!, ¡¿sí?! ¡¿En el trabajo?! ¡¿A esta hora?!”, acusa Karen. “Ya sabes, horas extras”, sin saberlo Dionisio se “hunde” más. Dionisio, inquieto por la posibilidad de que ocurra algo, le pregunta a Karen “¿Por qué?”. Sin que lo deje terminar, Karen concluye el interrogatorio con un grito, de fuerza semejante a la que se escuchará (según los creyentes, claro) cuando suene la trompeta de Daniel, “¡¡¡Por nada!!!” Karen avienta el teléfono a la cama. Dionisio, a pesar de su desconcierto, se queda en la iglesia rezando.