1.1.-¿Cuál será el círculo del infierno para el inventor del celular?

Karen se da cuenta de que los compañeros de Dioniso están en la calle más temprano de lo normal. Con la precipitación de la incertidumbre habitándola, marca desde su celular a su esposo. Así es, a pesar de su humildad y la de su contexto, Karen y Dionisio tienen celular como todo ser humano probablemente ya lo tenga desde las primeras semanas de gestación desde hace, por lo menos, dos décadas. Sé que no hablo de nada fuera de lo cotidiano (así de normalizado está el asunto). Sin embargo, el contraste que ello genera en la película, manifiesto en su dirección de arte, resulta interesante. Me recuerda un poco a una charla con Daniel Filmus en un programa de televisión, en la que hablaba del realismo mágico como una transversalidad entre lo moderno y lo tradicional como signos de aparente progreso y de aparente subdesarrollo. Su ejemplo era el uso del microondas en una región indígena (no creo que del todo apartada) en una de sus estancias en México. Quiero poner sólo de relieve el contraste. Sin duda el fenómeno siempre será más complejo que el epifenómeno.

            Dionisio no le contesta, a pesar de que sería probable que, por la ubicación geográfica de la región, hubiera perdido la señal. Nicole se da cuenta de la incertidumbre de Karen y esta última le explica a la primera que se le hace raro no haberlo visto ir de camino a casa. Se encuentran con el guardia que no las dejó pasar, éste le explica que salieron temprano porque van a fumigar y que Dionisio se fue a casa diciendo que iba a la misma “para aprovechar la tarde”. Karen le pide a Nicole que cuide su puesto para ir a buscar a Dionisio a casa, “¡Seguramente a esta hora debe estar revolcándose con la tal Suyapita ésa!”.

¿Cuánto hemos permitido que se condicionen los espacios de nuestra imaginación y qué alcance tiene dicha posibilidad en nuestra vida? ¿Cuánto es posible permitir o negar el vuelo de nuestras imágenes sin quedar sujeto por tales tendencias? ¿Qué tanto haya que reconstruirnos, poetizarnos, para no ser dispositivo y prótesis del mismo? Probablemente hay que ver la forma de cultivar nuestra inmunidad, en términos de Roberto Esposito, asumir la inaccesibilidad de lo íntimo como el único territorio multitemporal, capaz de ser el resquicio que siempre hemos sido, aunque no lo comprendamos, nuestra sensación.

1.- Lo apocalíptico de una pantalla salvadora y lo integrado de nuestro extravío.

Después del encuentro con Erling, Karen llega a casa. Al prender la tele tiene una estática considerable y Karen se pregunta “¿Y ahora qué le pasó a la tele?”, como si se tratara de un familiar enfermo. De repente, se recupera la imagen. Efectivamente, la tele está enferma de culpa televangelista. “Hermano, hermana, basta ya de ese agobio que destruye tu vida. Sé fuerte como una roca. ¿Acaso ese problema que tienes en tu hogar, en tu trabajo, o específicamente en tu pareja, te hace sufrir? Nosotros tenemos la solución. La solución es ahora [Karen toma asiento intrigada, han capturado la sensación de su angustia, tienen su atención.]. Ahora que me está viendo, ¿acaso crees que los problemas del amor se resuelven en pareja? ¡No!, los problemas del amor se resuelven amando, amando al señor. Puedes creer que amas a tu pareja. Pero si no amas a Dios primero, jamás amaras a tu pareja. Sé fiel al señor y el señor será fiel contigo. Sin Dios nada podemos hacer. ¿Necesitas una solución?, ¿necesitas un consejo? Ven al centro de atención de Tegucigalpa [Karen toma un cuaderno rápidamente y apunta los datos que le están dando], a nuestra casa de oración, ahí te esperamos. No te divorcies, no te divorcies. Nosotros tenemos una solución para ti. Que Dios te bendiga, te invito y te espero.” Parece que al final resulta más importante decir “te invito y te espero” que “Dios te bendiga”.

El perreo del Karma

“¿Te gusta el reggaeton?”, le pregunta Erling (Rubin Flores), esposo de Nicole, a Karen, es la música que escuchan en el estéreo del auto del primero. “No”, contesta nuestra protagonista. Quizá con ello le quiso preguntar si le gustaba el sexo. Claro que a Karen le gusta el sexo, quizá le cueste trabajo ver el sexo que le gusta en el reggaetón, así como Erling probablemente ve el sexo que le gusta en dicho género. Secuencias atrás, Erling había manifestado su interés en Karen, en una de ellas se quedo absorto por su escote. Erling aprovecha la lluvia, a Karen caminando bajo la misma después de su jornada y el hecho de ser vecinos, para darle un aventón en su nueva pick-up, o, por lo menos, intentarlo.

            Erling, fascinado con Karen, procura desviar sus ojos del camino lo más que puede, aprovechar su cercanía, para verla como quizá jamás ha podido hacerlo, tan cerquita. Aprovecha la cercanía de la palanca del auto para acariciar el muslo de Karen, pone como excusa una avería de su auto nuevo de segunda mano para el extravío de la suya. Pide disculpas, Karen pone límites alejándose lo más que puede del tacto extraviado, casi diletante, de este adolescente tardío que a penas acaba de obtener un nuevo empleo. Karen ve fijamente el llavero de Erling en el cerrojo del coche, un close-up genera tal mirada. Se trata de un simio de peluche color amarillo, un signo de animalidad y un rasgo del carácter impulsivo y desprolijo de Erling.

Hablarle a una gallina

Karen suspira. “Vós también estás sola, ¿verdad?”, le dice a su gallina. “Imaginate, ¿de dónde vas a poner huevos si por aquí no hay gallo?”. La animalidad de un deseo, la plenitud de la vida, se encuentra con la naturaleza a través de la angustia que produce su insatisfacción. Karen llora en la penumbra nocturna, acostada en una cama que ya habita con la insatisfacción de su deseo.

            La angustia logra dominar a Karen al grado de ceder a la insinuación de Nicole. La joven cocinera cree que su marido la engaña por las horas tan elevadas de llegar a casa, supuestamente invertidas en hacer horas extras en el trabajo. Karen le comenta a Nicole, no siempre es suficiente el silencio atento de una gallina. Nicole le sugiere que vaya a buscar a Dionisio a la salida de su trabajo. Mientras hacen el recorrido, Karen ve en el espejo retrovisor del transporte público una calcomanía que dice, “No se divorcie”. Se trata de la propaganda de una de esas curiosas iglesias televangelistas, de considerable poder en América Latina.

            Después de confrontarse con un guardia de seguridad que se niega a decirles si Dionisio ya salió a trabajar porque a ambas mujeres no se les ocurrió llevar sus documentos para identificarse, se ocultan para esperar la hora de salida del trabajo de Dioniso, y ver qué hace o deja de hacer.

Esa compleja relación viciosa entre propiedad, vigilancia y control. Karen le manifiesta a Nicole su nerviosismo por llevar a cabo dicho seguimiento. “Nerviosos debería estar él por sinvergüenza”, le contesta Nicole. El entrampamiento de una moral, ante la evidencia de los actos que reprueba, se completa con la sensación de vergüenza que se logra sobre el vigilado, consumándose su captura, al hacer de su cuerpo su propia prisión. Atento a ello está el ojo vigilante.

            Dionisio descubre a las dos mujeres en un descuido de su vigilancia. Las mujeres inventan un malestar estomacal por parte de Karen y, de manera desprolija, un supuesto vómito que hace creer a Dionisio que quizá su esposa esté embarazada. Dionisio manifiesta su dicha en su rostro sonriente, incluso sin tomar en cuenta que hace tiempo que no tiene intimidad con Karen. Un compañero de trabajo, el guardia que no les permitió acceso a Karen y Nicole, le pregunta Dionisio si va a ir a ver “el partido”. Dionisio dice que sí, que ahí va a estar. El guardia dice que pensaba que iba a ir a lo de Suyapa. Dionisio manifiesta desconcierto en su rostro, algo lo ha evidenciado. Surgió un nombre, Suyapa, parece que ello ha descolocado al campesino. “Vamos a ver”, le contesta Dionisio al guardia. Karen y Nicole no dejan de alimentar sospechas, al grado de seguir con su vigilancia. “¡¿Quién putas será ésa?!”, le dice Karen a Nicole refiriéndose a Suyapa. Nicole le responde, “Yo por eso a mi marido lo tengo así, mirá, agarradito de los huevos”, mientras hace un gesto de estrujamiento elevando su mano izquierda para después empuñarla apretada y firmemente, “No me vaya a hacer una porque con la misma lo mando a la calle”, afirma Nicole.

Karen se arrepiente de haber ido a buscar a Dinonisio, “Ojos que no ven, corazón que no siente”, afirma. Nicole le interpela, “Por eso es que estamos como estamos, porque las mujeres nunca se ponen los pantalones.” Karen le pide a Nicole que pare de “calentarle la cabeza”. A ello Nicole responde, “Lo que se gana uno por querer ayudar, estar metiendo la cuchara donde no debe”.

Sin duda resulta sugerente pensar en qué tanto transgredir la vida de los demás, su intimidad (meter nuestra cuchara en los guisos de los demás), es sinónimo de ayuda. ¿Qué nos hace creer que poseemos tal autoridad y privilegio? Leemos la cartilla de valores y nos disponemos a los juicios de la moral que constituyen, al grado de creernos salvadores de los mundos ajenos ante sus particulares fines conclusivos. Pequeños apocalipsis para unos, sumamente importantes para sus protagonistas, jamás lo suficientemente relevantes para los demás. Por ello, quizá, caemos en el vicio de creer poder resolverlos, como si fuéramos Jesucristo regresando para el juicio final de los demás. Claro, hasta que a uno le pasa. ¿Quién tiene la medida o siquiera la vara que sirva para calcular lo íntimo y su legítimo secreto? Es más, ¿cómo si quiera creer que podemos calcular tal legitimidad? Decían los romanos en su derecho, “ante la duda absténgase”. Ante la falta de ley y su posibilidad, ¿no sería mejor abstenerse?

Las trampas de ciertos ocios

Después de su jornada, Karen ve por la noche los programas televisivos provenientes de Miami. La humilde rusticidad de su casa, iluminada por el destello televisivo, contrasta con los paneles y decorados, iluminados y coloridos, correspondiente con la arquitectura urbana. En este caso, la de una ciudad como Miami. Karen ve un típico talk show conducido por la típica presentadora latinoamericana, teñida de rubio y de ademanes desproporcionados y eufóricos. Cualquier semejanza con alguna figura mediática de tal tipo, no sólo no es mera coincidencia, sino que también nos habla de la normalización de una imagen. En este caso, la imagen imperante de un proceso “civilizatorio”, encarnado en una persona y en un contexto aparentemente ajeno, que pasa por la barbarie de su imposición, y la reproducción de la misma, a través de su transmisión. Es sugerente pensar como el estereotipo también es reproducido fuera de su contexto de imposición por parte del estereotipado, en su propio contexto. Me refiero a la ya antiarquetípica presentadora impresentable Laura Bozzo, antes de poder si quiera hacer un recuento de cuánta conductora de talk show hemos tenido en territorio latinoamericano. Por lo pronto, lo pongo sobre la mesa.

            El tema de esta noche es la infidelidad (las “coincidencias” son invento del diablo). Problema que la presentadora del talk show adjudica a la falta de erradicación del machismo en América Latina. Por supuesto, no olvidemos que, probablemente desde que llegó a Miami, hace años que dicha conductora no pisa América Latina. Sin embargo, se permite enviar, “mucho cariño, todo nuestro amor a todas aquellas personas que nos miran en cualquier punto estratégico a nivel internacional, en cualquier país latinoamericano, hermano, que cómo los extrañamos nosotros. Extrañamos, de hecho, también cada uno de nuestros países, en los que tenemos tal vez nuestra familia, no abandonada, sino que con aquella esperanza de poder traerlos. Acá los estamos esperando en esta bellísima Miami, y con este calor, con este calor humano”. Por ello, también dice al aire, “que tienen corazón mío, que ya saben cómo amo a mi público latinoamericano”.

“La infidelidad es una enfermedad que ésa sí es difícil de tratar”, afirma la animadora a través de la pantalla, dirigiéndose a una de sus panelistas. La conductora acuña el concepto de “hombresuelo” para referirse a los hombres infieles.

            Ante tal panorama, Karen le dice a su gallina (única compañía durante ese rato de ocio), “¿Ya ves la hora qué es?, y no llega el maldito. Todos los hombres son iguales”. Karen le da de comer a su gallina, mientras la animadora afirma tener su propio diccionario, en el que la definición de “cochino” corresponde a los hombres infieles y borrachos y “cochina” a las mujeres que se prestan para consumar la infidelidad de los primeros.

            Dionisio llega a casa tarde en su bicicleta, “horas extras”, contesta al cuestionamiento de Karen. Ella le ha preparado unas baleadas, cuyo gusto resulta demasiado salado para Dionisio, cosa que no le dice a su esposa. Últimamente se le pasa de sal en la comida a Karen, imagen lograda por los directores de la película (Mathew Kodath, Hernán Pereira), al mostrar a Karen terminando de guisar los frijoles para su labor del día siguiente.

            Karen y Dionisio se van a dormir. Ella sólo lo intenta por la incertidumbre, más poderosa que el potente ronquido de Dionisio.

Hay de amigos a amigos

Karen tiene sus problemas. Desde hace tiempo su marido llega demasiado cansado a casa por estar haciendo horas extras, cultivando las tierras de la finca de su patrón. Karen le cuenta a Nicole que, desde hace tiempo, no han disfrutado del sexo y que, por ello, tampoco han podido ser padres. Un anhelo tanto de Karen como de Dionisio (Rolando Martínez), su marido. “Llega tarde, no te quiere tocar, a mí me parece muy mal síntoma vecina, tened cuidado […] porque no vaya a ser que alguien te quiera robar el mandado. Ponete pilas, ande por ahí con otra […] ponete ojo al cristo porque el muy pasmado se podra ver eso [se refiere a que Dionisio se podrá ver muy tranquilo] pero una nunca sabe […] las apariencias engañan, amiga.”

Por lo pronto, Karen puede cuidar de su gallina. Símbolo de la maternidad, el cuidado y la protección en varias culturas y contextos.

Karen tiene pretendientes más acomedidos. Es el caso de Ramiro (Oscar Herrera), hombre bien parecido que siempre se ofrece para llevarla a casa en su motocicleta. Cortésmente Karen siempre lo rechaza. Parece que, a pesar del fracaso de su cortejo, Ramiro aprecia la lealtad de Karen hacia su marido y la integridad que ello implica. Sin embargo, ahí esta el deseo. Karen no puede evitar sonreír discretamente, después de que Ramiro se va diciéndole, “A ver qué día se escapa conmigo”.

La caída desde el egoísmo y su dolor como comprensión

Karen (Jessica Guifarro) es una joven atractiva capaz de captar la mirada de más de uno de sus allegados. Mujer morena, latinoamericana, originaria de la periferia de Tegucigalpa, capital de Honduras. De amable trato, de cuerpo menudo y esbelto, se gana la vida cocinando en su puesto de baleadas, comida típica de Honduras que consiste en una tortilla de harina de trigo recién hecha, freída en aceite, cuyo contenido fundamental son los frijoles y un poco de queso. Se le suele agregar también aguacate o palta -nombre dependiente de la región de Latinoamérica en la que se cultive y coseche- y, en algunas ocasiones, huevo revuelto y crema.

            La distinguida belleza de esta chica humilde es motivo de la envidia de Nicole (Rosa Amelia Núñez), colega cercana. Una vendedora de jugos y cocteles de fruta que tiene su puesto al lado del de Karen. Se siente ignorada y con menos clientes que Karen. Además de coincidir en la práctica del llamado “comercio informal”, son vecinas. Nicole ve como sus clientes procuran y cortejan con amabilidad y saludo a su también vecina.

Uno de ellos, don Mario, le pide a Karen dos baleadas para llevar. “¿Con chile Don Mario?”. El caballero sonríe y dice, “¡Claro, Karen! Usted sabe que yo soy chilero”. Curiosa ambigüedad a la que tiende el lenguaje.

            Se acerca a Karen un chico de humilde y de desalineada apariencia. Lleva por cinturón un mecate y a sus espaldas lleva un montón de cajas de las que sale el cacareo de las gallinas que viajan dentro de las mismas. Tiene tan mal aspecto que un perro callejero le gruñe. Karen lo ve con recelo y el chico se acerca cauteloso y cabizbajo. “Dos”, le dice el muchacho. “¿Dos qué?”, interpela con firmeza Karen. “¿Y usted qué vende pues?, baleadas”, aclara el joven. “¿Y cuándo se supone que me va a pagar las que ya se comió? Aquí no se come de gratis, ya me debe veintitrés”, afirma Karen con firmeza. “No este mes, no, es que sí se las voy a pagar.” Intenta amortiguar la situación el chico. “Ah, ¿sí? ¿Y cuándo si se puede saber?, ¿cuándo salga el sol por la noche?” -concedámosle al chico que en América Latina y en Rusia puede salir el sol por la noche. En Rusia hay evidencia científica y en América Latina nos lo inventamos- “Qué desconfiada, si ahorita mismo se las voy a pagar”, le dice el chico a Karen. “¡Ja!, ya voy a creer yo”, afirma Karen. “No me cree ¿verdad? A ver, ¿cuánto le debo?”, dice el muchacho con acento hondureño. “Veintitrés por cinco, haga la cuenta. Son ciento quince”, afirma Karen sin perder firmeza.

Tímida y meditativamente, el chico se inclina hacia una de sus cajas, desata el cordón que sujeta a las mismas con su contenido y saca de su lábil pero efectiva prisión una gorda gallina blanca que empieza a aletear desparpajadamente, provocando una explosión de plumas. Después que Karen le reclama para que aleje la gallina y no le ensucie la comida, el chico recuerda su oficio de vendedor de aves, “Mire, ésta la vendo a ciento treinta, así que todavía me debe tres baleadas”, le dice a Karen con voz de merolico, como si se tratara de una cliente. “Ve, ¿y es que con eso me piensa pagar? ¡N’hombre!, ¿es que acaso me vio cara de desplumadora?”, le dice Karen al muchacho. “Mire que buena oferta, si hasta pollitos le puede sacar. Ésta viene bien ponedora, huevotes amarillos de los que son nutritivos, de éstas no hay por aquí, dicen que tener una ahí en la casa es de buena suerte.”, le dice el muchacho con la misma voz de merolico. “Mire Fermín (El Chiky), por esta vez le voy a aceptar la famosa gallina y porque tal vez se le caiga un huevo [a la gallina, claro está], pero a la próxima viene con pisto, ¿me oyó? Si no, no come”.

Con una sonrisa Fermín come su victoria, las baleadas resultado del éxito del trueque. Mientras retoma su camino, Karen esboza otra sonrisa. La gracia de una chica capaz de fiar veintitrés baleadas. Demasiada verdad, quizá demasiada para un instante.

El carácter telúrico de la verdad y su Ethos barroco

A todos y cada uno de los migrantes centroamericanos.

Sin importar a donde lleguen, bienvenidos a casa, ciudadanos del mundo.

“Yo ya sé cuál es mi camino

y sé dónde quiero estar.

Quiero estar abajo, ¿por qué abajo?

Porque abajo está la verdad”

Batato Barea

Con un formato cercano a la telenovela latinoamericana (lo cual se aprecia en su arte y diseño de visuales) y con una clarísima apuesta por el melodrama como referente, “Amor y Frijoles”, película hondureña del 2009, nos lleva a las profundidades del mar de lo humano por la transparencia de sus aguas. Tal estrategia manifiesta la sabía decisión de privilegiar la palabra coloquial y cotidiana, la espontaneidad de su comunicación, en el mejor de los sentidos de la palabra.

Los tránsitos entre la vida campesina, ligada a la vida de la tierra, vinculada con la naturaleza, y los vicios de la ciudad, enquistamiento de una existencia burocratizada característica de lo urbano, se encuentran atravesados vinculantemente por un Ethos barroco, manifiesto y patente en las activaciones y desactivaciones del mismo, ya sea por prudencia o naturalización, según sea el caso. Fenómeno opuesto a las imposiciones del progreso, cercano a la magia, sincretismo y paganismo de cierto “realismo”, con sus correspondientes tradiciones y virtualidades, conectado con los contrastes accidentales y afortunados de nuestro subdesarrollo, dislocaciones de los procesos de consumo y normalización. Surcos habitables para la paxis de una poiesis, capaz de gestar emancipación y soberanía, cuestionadora de una moral opuesta a la virtud mutualista de la comprensión,  manifestación de sabiduría y, por lo tanto, de prudencia como amor a la vida. Una película, aparentemente menor, que no deja de recordarnos lo fácil que nos es olvidar que las apariencias suelen engañar, así como “la naturaleza suele ocultarse”, diría el abuelo efesio.

Porvenir

Juana le había pedido a Julián que no matara al santo. Él le había advertido que no podía dejar inconclusa su misión y que por ello tendría que partir. Juana, como buena hija de la hybris, yendo en contra de su destino acaba cumpliéndolo. Toma un caballo y sigue los pasos de Julián hacia el duelo final, el último encuentro, en medio de la oscura madrugada tucumana. Al llegar, encuentra a Julián ante la tumba de Aballay. Muy probablemente, consciente de lo que ha hecho, el joven ha enterrado el cuerpo del santo, habiéndose dado cuenta demasiado tarde -como siempre- de que había matado a otro hombre. Aballay ya no era el gaucho que había degollado al padre de Julián Herralde.
Juana, quizá comprensiva o quizá sólo feliz de encontrarse con Julián, quizá pensando que éste la esperaba, sonríe al joven. A modo de cruz, la daga de plata yace clavada en el montón de tierra que señala la tumba de Aballay, justo al lado izquierdo del horizonte, mientras bajo el cobijo de su imagen los jóvenes amantes siguen a caballo su camino bajo el ojo de Febo que todo lo ve, a través del desértico paisaje tucumano.

De cabras y corderos

Estamos ante el último encuentro, la despedida entre dos hombres. Para uno se trató de la búsqueda que dio sentido a su existencia, para el otro fue el principio de una transformación que, sin saberlo, está por consumarse. El destino los ha unido en la misma derrota, de ella depende el motor respectivo de sus vidas.
Para el primero el camino a penas empieza. Este es el principio de un porvenir más allá de lo que siempre ha creído, una incertidumbre que desconoce y con la cual apenas se confrontará. Para el segundo todo lo que ha sido lo ha llevado hasta este punto porque, como bien nos lo enseña la tragedia, el destino es tan ineludible e inevitable como la muerte que lo sella.
Herralde le pide a Aballay que se baje del caballo para pelear con él. Por supuesto, éste último se niega fiel a su misión. Herralde no pierde tiempo y ataca con el mismo puñal, ahora recobrado, con el que el antiguo gaucho degolló a su padre. Es la pelea entre un joven a ras de suelo y un anciano montado en un caballo. Aballay se defiende con un carrizo que le sirve de bastón, el báculo del anacoreta, tratando de evadir el filo esgrimido por Herralde. Este último alcanza el bastón de Aballay y parte su extremo haciéndole un filo. En el inútil intento de alejar al joven necio que quiere una pelea que el estilita no desea, Aballay empuja el carrizo clavándose a un costado de la garganta del joven porteño. El grito es terrible, la sangre borbotea caudalosamente al punto de casi ahogar a Herralde. La herida duele a quien la ve, así es de profunda. Aballay, haciendo un breve pero importante esfuerzo saca su bastón de la garganta del joven. Queriendo ayudar a este último, baja del caballo, regresa a la tierra en la cual ha pecado, se produce un contundente sismo, una trémula onda sobre el suelo impactado por las botas del antiguo gaucho, como si Aballay dejara de ser tan celeste y etéreo como un santo y volviera a ser tan pesado como el cuerpo de un hombre, tan denso como sus pecados. Vuelve el aturdimiento de aquel primer encuentro con Herralde, al cual la desgracia sucedió como si nuevamente la anunciara… Así es. Aballay justifica el abandono de su misión ante el solar ojo de Dios que lo contempla: “Fue por causa mayor”, se disculpa el antiguo gaucho e inmediatamente su pecho es atravesado por la daga de plata con la que degolló al padre del joven porteño. Es ahí cuando sucede el último encuentro, un close-up desde el emplazamiento de Aballay quien ve a Herralde con gesto de llanto y duelo, empuñando el arma de su padre, atravesado por la conmoción de haber cumplido su destino como buen hijo de la hybris. Es la mirada de Aballay viéndose a sí mismo al empezar la misión que lo llevó a una nueva vida, un hombre en pleno duelo por la pérdida de sí mismo que tendrá que resignificar el encardinamiento de sus pasos en medio del duelo de haber matado a un santo que, pese a todo, le ayudó más de una vez y en una de ellas le salvó la vida. Un santo en el cual, por cierto, motivado por su profundo amor por Juana, alguna vez llegó a creer. Gracias a un plano nadir nos enteramos de que el desenlace de tal drama -como todo- ocurrió bajo la mirada de Febo, nada escapa a la misma (Omnia sol temperat).