Comunidad

Sin embargo, antes de ir por Aballay, debe rescatar a Juana quien nuevamente a caído en manos de “El Muerto”. Juana, estaqueada como lo estuvo Julián, reza por un último milagro a “el pobre” para salvarse y reencontrarse con Julián. El milagro ocurre. Para salvarla, Julián hace una alianza con “el santo”. Le dice a “El Muerto”: “Te traje algo que se te perdió hace tiempo”. “El pobre” está atado encima de su caballo. Sin embargo, en la confianza de su supuesta victoria, “El Muerto” no se percata de que Aballay está desatado. Y que de sus amarras flojas Julián puede tomar una pistola con la que se enfrenta a tiros con “El Muerto” y sus hombres, logrando herir de muerte a tres de ellos. Aballay antes del tiroteo corre maniatado y montado en su caballo, cumple su promesa de no volver a hacer daño y se va sin matar a nadie. Julián intenta tomar un caballo, las patas traseras quedan atadas por la boleadora de un gaucho aliado de “El Muerto”. Van otros hombres de “El Muerto” contra él. Logra arrebatarle a uno un cuchillo, hiriendo a dos de gravedad y dejando a otro tuerto. Toma a otro de rehén y le quita la pistola. Empieza un nuevo tiroteo donde logra acabar con el resto de los hombres de “El Muerto” ahí presentes, usando a su rehén como escudo humano. Este último recibe todas las balas que le tocaban a Herralde.
Asumamos que eran pocos hombres los que estaban en escena a favor de “El Muerto”. Si bien suena un poco excesivo lo ocurrido en la confrontación, concedamos esta licencia poética como parte del género western, en este caso un western gauchesco. Me parece necesaria esta digresión. Quizá no tanto para el lector de este trabajo como para mí, con el fin de ser justo con la muy estimable calidad de la película. Probablemente tal sea el peligro de la descripción de un relato, en este caso la secuencia de un filme, desmontar al mismo en la unidad de sus elementos, al grado de hacer de su explicación el malentendido de la misma, acentuando la insalvable distancia con su experiencia. Ante dicha posibilidad prefiero ser cauto.
Sin embargo, a Julián se le acaban las balas. Sólo quedan él, “El Muerto” y Juana estaqueada, flotando con el polvo árido de Tucumán. “El Muerto” advierte: “Suelta tu arma y a ese hombre que me estoy poniendo nervioso”. Ello lo dice apuntando a Juana con su revolver. Julián obedece y, cuando parece inminente la derrota del joven porteño e imposible un milagro más por parte de “el pobre”, ocurre nuevamente. El pueblo se cura de la malaria, el pueblo de “La Malaria” se cura. Antes de que “El Muerto” dispare es atravesado por una bala. Pronto llega otra proveniente del rifle del hombre al que “El Muerto” le robó tres caballos al principio de la película. Llega otra más por parte del vendedor de ropa que le regaló un pañuelo de “seda de la India” a Julián cuando buscaba alambre para trabajar en la casa de Juana cuando era empleado de la misma. Después disparó una mujer. Un close-up da cuenta de que un niño lo ve todo. Disparo otro hombre. Al igual que el resto, lo hace con su propio rifle o pistola. Así fue hasta que cayó de bruces sobre el suelo aquel Tirano y verdugo.
Este fue el último milagro del santo, el milagro que aparentemente no llegó y por el cual pidió Juana. Como vemos al principio de la película en la secuencia de la pulpería cuando Julián toma venganza por primera vez y recaba la primera pista que lo lleva a “El Muerto” y Aballay, todo el pueblo era devoto de “el pobre”. A pesar de su miedo, la única figura de bondad y altruismo en territorio tan adverso y ante el autoritarismo despiadado que sufría era “el pobre”. En su imagen yace la memoria de la solidaridad como necesidad, la solidaridad necesaria para hacer de la vida en dicha circunstancia digna de ser vivida. Sólo ello hacía posible una mínima alegría, sólo compartiendo se podía tener algo que compartir.
Siendo justos con el pueblo -perdón por la omisión- Juana logra escapar de “El Muerto” -después de la secuencia del anuncio de su “matrimonio”- gracias a la ayuda de algunos pobladores que, además, también le facilitan la liberación de Julián y los dos caballos con los que llega con su padrino, el contacto que les permite encontrarse con “el pobre” quien atenderá la ceguera de Julián. De la misma forma en la que la imaginación del dolor de Julián cuando era niño por parte de Aballay transformó a este último de un terrible delincuente en un estilita, el pueblo en su momento se transformó, empezando a curarse de la fiebre del miedo, cuando se imaginó el sufrimiento de Juana durante la fiesta en la que “El Muerto” hizo de ella “su” “esposa” al marcarla con el hierro ardiente con el que se señala a una yegua. Por cierto, como preámbulo a dicha “unión”, “El Muerto” dio un discurso en el que recordó los tres grandes valores sagrados de la nación argentina: Dios, La Patria y La Familia.

Hado

Es tentador pensar que la redención nos permite escapar del pasado, huir o, por lo menos, alejarse del dolor de lo que fuimos, inaugurando de tal forma una nueva vida. Sin embargo, eso sería huir de la responsabilidad de lo que hemos hecho como si pudiéramos renunciar a sus consecuencias, las implicaciones de lo realizado como concretud de lo consumado. Éstas se evidencian y manifiestan en nosotros, nos constituyen. Sin embargo, ello no implica que debamos cargar con el peso muerto de la culpa. No hay cabida para ella en el cultivo verdadero de la conciencia de nuestra biografía -el trayecto vital de nuestro querer y el drama en el que se ha concretado- que entraña la plena voluntad de hacernos responsables de nosotros mismos, debido a que tal decisión nos exige la misión de intentar el logro de una comprensión de lo que hemos sido como aquello pasado que nos constituye y de lo cual somos responsables ante el porvenir. Una plena conciencia del ejercicio de nuestra libertad y la manera en la que ésta nos ha formado, al permitirnos ser testigos de la dinámica de nuestro deseo, ofreciéndonos las claridades necesarias para constituir prácticas que nos permitan un arte (tecné) para guiar nuestro querer y llevar a cabo la realización de nuestra querencia. En eso consiste una poiesis de nosotros mismos.
Hago este preámbulo para adentrarnos al momento definitorio del filme. La redención como búsqueda de justicia (logos) con nosotros mismos es hybris. La hybris aspira a La Justicia (logos) que significa la realización de nuestro deseo como realización de la convicción de aquello que creemos verdadero y, por lo tanto, justo para, en y desde nosotros mismos. Esta última justicia es una justicia del mundo y en el mundo ya que corresponde con nuestra forma de vida, una forma de vida justa como habitación del mundo. De tal justicia con uno mismo depende nuestra alegría y, por lo tanto, en tanto que bienestar, una forma de habitar el mundo de manera justa, con justicia. Ser justo con el mundo como consecuencia de tener las condiciones para ello en tanto que nos hemos hecho cargo de nosotros, somos responsables de nosotros mismos y, por lo tanto, somos capaces de un dominio autárquico y autónomo de nosotros mismos. Ser justo con nosotros mismos implica la congruente correspondencia entre nuestra querencia y su realización como la manera virtuosa (areté) en la que habitamos el mundo, por lo cual sería imposible un conflicto con el mismo.
Siguiendo con esta digresión, problematicemos lo anterior. Aspirar a La Justicia (logos) es hybris porque es una plenitud que se opone a la falibilidad de nuestra finitud. También dicha voluntad de justicia se confronta con el deseo de lograr algo que no depende de nosotros, compartir la voluntad de dicha aspiración -por más “perfectamente” racional (logoi) que parezca- implica pretender que el mundo corresponda con tal expectativa, nuestra expectativa. Ello resulta infantil, ingenuo, histérico y neurótico. El ser humano hace de su vida un drama por el conflicto que implica la falibilidad de su deseo, manifiesto en la tensión entre el bien común -valga el pleonasmo- y nuestros intereses privados. En dicha oscilación ocurren muchas cosas fuera de nuestro control, incluyendo una serie de decisiones y circunstancias -propias y ajenas- dispuestas a la inconmensurabilidad de nuestra voluntad, nuestro conocimiento, las circunstancias y, por lo tanto, el azar. Sin embargo, y, por lo tanto, nos es constitutivo aspirar a la justicia (logos) como resultado de dicha tensión y, por lo tanto, como el elemento central del drama y conflicto capaz de hacer del sentido de la vida un objeto de reflexión y una manifestación desde y de, respectivamente, de la escena de la condición humana. Si no fuera así no existiría la disputa por la verdad en la que la filosofía consiste. En ello se manifiesta la relevancia de la Justicia (logos) en la vida de los hombres, correspondiente con la hybris como manifestación del fisis en nuestro carácter.
Paradójicamente, dicha justicia entraña en la plenitud de nosotros mismos el carácter trágico de nuestro destino como afirmación de nuestra vida hasta la muerte, nuestra plenitud yace en que la realización de nuestro deseo nos mate en la honesta voluntad de decidir ser lo que queremos ser a pesar de todo, incluso a pesar de lo que supuestamente es mejor o más conveniente para nosotros. Esta postura hace patente la aceptación del peligro de la negación irracional (alogoi) -estúpida- de la vida, por parte de un nihilismo torpe -imperfecto lo llamarían tradiciones como el budismo. Una inercia capaz de prolongar una existencia sin sentido y aletargada. Una existencia que tan sólo tiene como fin el retraso de la muerte ante el dominio de la sensación ocasionada por la incomprensión que significa el miedo a la misma, la absurda voluntad de posponer lo inevitable como si ello fuera posible, como si fuera evadible la determinación del carácter que se manifiesta en nuestro deseo como depositario de la más honesta y, por lo tanto, verdadera de nuestras voluntades, ligada inextricablemente a la fisis y, por lo tanto, definida por nuestra finitud y la falibilidad que implica. En ello consiste la inmediatez de un aparente bienestar ligado a la insignificancia de una mismidad replicable, uniformante y normalizadora en la que se basa la predictibilidad y lo predecible de una vida signada por la monotonía, la aceptación resignada de la derrota de la náusea, una muerte en vida atravesada por el sinsentido de hacer de dicha inercia el sentido de la vida por considerar a esta última un valor en sí mismo con toda la hipócrita problematicidad que ello implica. El engaño de una satisfacción motivada por el pusilánime miedo a la muerte como incomprensión de la sublime magnitud de la vida antes expuesta.
Ante la pírrica victoria de una nueva vida (la gloriosa derrota de nuestro carácter trágico) podemos caer en la ilusión de una imposible superación de la “anterior” cuando, en realidad, vida hay solo una. Las diversas facetas de la misma son correspondientes con un carácter que, si bien cambia, no deja de ser el mismo porque se trata de la misma fase cósmica mortal y finita con la cual habitamos nuestro cuerpo. No podemos dejar de ser nosotros y, por lo tanto, las conciencias posibles y correspondientes que ello significa, asumiendo a las mismas como experiencia del cuerpo. Es insuperable dicha concretud.
Aballay cae en dicha trampa. No espera que el pasado lo busque, podemos inferir con ello una negación de la contundencia de sus actos. Julián Herralde ha sido estaqueado al confrontarse con El Muerto quien ha forzado a Juana a “casarse” con él. Juana -también apodada “negro”- ha sido marcada como las yeguas con un hierro ardiente que tiene la forma de la letra “M” dentro de un círculo. Después de haber sido violada por el negro, a la mañana siguiente, logra escapar y liberar a un malherido Julián que, en su aprehensión y por lo cercano a su rostro de la detonación de una bala, ha quedado ciego. Sus ojos han sido lastimados por la pólvora y las sutiles cargas de metal del disparo. Con la esperanza de reestablecerlo, Juana le pide ayuda a su padrino, un cordobés devoto de “el pobre”, le pide que convoque al mismo para sanar a Julián. Después de una serie de pasos y códigos para dicho contacto y de una travesía a lo más profundo y elevado de una breve cordillera tucumana logran contactar al santo quien atiende a Julián.
Si bien el primer encuentro entre ambos fue hace diez años, ahora el segundo es en condiciones muy diferentes. No hay mirada en la cual se puedan encontrar, Julián está ciego y, desde esa ceguera, lograr reconocer a aquél hombre como “el pobre” del que tanto le ha hablado Juana, devota del mismo. Julián lleva consigo un dije tallado en madera, una figura de “el pobre” que le dio Juana. De cuando en cuando, Julián lo empuña para darse fuerza ante el sufrimiento de su convalecencia, más por ella que por el santo. El dije es símbolo de su amor, lo podemos apreciar en la manera en la que Julián lo besa cuando Juana se lo pide. Julián en dicha secuencia no deja de verla. Juana, después del gesto de Julián, inmediatamente besará el dije del mismo lado en el que se posaron los labios de Julián. “Entonces es el pobre, la gente le reza, le pide protección”, le dice Julián a Aballay para hacerle ver que lo ha reconocido a través del amor que siente por Juana.
A pesar de lo anterior, Aballay ve los dibujos de Julián quien ha retratado de memoria los rostros de los asesinos de su padre, el rostro de cada uno de los integrantes de la banda que lo mató. Destaca el rostro de “El Muerto”, el hombre ante el cual Aballay no puede ocultar, a pesar de su nueva vida, un desprecio por la manera en la que lo traicionó. Pero el rostro que más lo impacta es el de aquél que Julián después describirá como “El peor de todos”. Aballay se confronta con el rostro del hombre que fue, dibujado fielmente por Julián. El único objeto capaz de evocar fielmente aquél evento es la daga de plata que le robó al padre de Julián durante aquel asalto y con la cual degolló al mismo. La tiene sujeta a su espalda con su cinturón. Julián también tiene un dibujo del arma en dicho registro. Aballay acaba de reconocer en él su crimen.
Conciente de la inminente recuperación de Julián, Aballay deja solo al chico en la montaña para que concluya su recuperación, la cual sucede con la brevedad del lapso entre un día y otro. Aballay, manifestando conciencia de lo inevitable del destino, clava la daga de plata en un montón de tierra cerca de Julián. Cuando este último recupera la vista, rápidamente se percata del arma blanca confrontándola con su dibujo de la misma. Es entonces que descubre que “el santo”, “el pobre”, no es otro sino “el peor de todos”, Aballay. De alguna forma, en ese momento, Julián confirma lo que le dijo Aballay durante algún episodio del tiempo en el que compartieron la atención y convalecencia de la ceguera del joven porteño. Julián le confiesa al pobre: “…todavía tengo que seguir matando, eso es terrible”. Aballay evidencia su carácter de profeta, derivado de su vínculo con lo divino en la fisis. Vidente de ojos sanos, da cuenta de ser oráculo sin complejidad. Habla con la transparencia posible ante la incertidumbre, la claridad del estilita curandero, lector de los signos de la naturaleza: los movimientos del cielo y de sus habitantes; los reflejos del sol; los sonidos del ambiente. Hace de su entorno el lugar en el cual encontrar los materiales necesarios para llevar a cabo la artesanía que le permita sobrevivir en medio de la adversidad desértica de Tucumán, al igual que los remedios con los que garantiza la atención y subsistencia de sí mismo ante la gravedad del malestar y la enfermedad, los mismos con los que atiende a los que lo necesiten: “Y lo que viene después… es peor”, sentencia “El pobre”. Es la lucidez de un cuerpo que ha padecido en carne propia la decisión de matar. Aballay advierte el incesante apego de la venganza, el cual implica la irresponsabilidad de delegar en las inmediatas consecuencias que buscamos para los objetos de nuestra más profunda aversión la solución definitiva de nuestro dolor. La ilusoria creencia de que una vez aniquilado el objeto de nuestro desprecio habremos acabado con dicho sentimiento tan incontrolable que es capaz de dominarnos. Ello es optar por el exterminio de la materialidad concreta de lo odiado. Se opone a la misión de hacernos cargo de la dominación irracional de tal sensación atravesando al cuerpo, nos lleva a dicha falta de dominio. Dejamos de ser señores de nosotros mismos al permitir que lo que despreciamos nos domine. Confundimos la aparente retribución de la venganza con la justicia. En ello Herralde, sin jamás reconocerlo, es sumamente parecido a Aballay, es tan hybris como él -como cualquier ser humano. Manifiesta la actitud infantil de que el problema es “lo otro” y la condición concreta y material en la que se manifiesta, como si su padecimiento no tuviera alguna relación conmigo. ¿Puede dejar de haber alguna clase de intimidad con lo sentido, incluyendo lo odiado? Evado, niego y pospongo la responsabilidad de hacerme cargo de mí mismo, elijo seguir siendo una víctima cuando opto por ser el victimario de lo que más desprecio.
Me llama poderosamente la atención lo fácil que resulta inferir que, nuevamente, Aballay se ha visto en Julián. Se reconoce en la vulnerabilidad de la ceguera de la sensación que lo atraviesa, la venganza. Sabe que una vez que matas para vengarte nunca dejas de hacerlo porque siempre estás evadiendo, negando y posponiendo el hacerte cargo de lo que sientes, el hacerte responsable de tu vida. Probablemente por tal rencor sedimentado Aballay mató al padre de Julián. Ante el angustiado insulto de este último, como preámbulo del degollamiento de aquel hombre porteño con su propia daga de plata, el gaucho le dijo: “Le voy a mostrar cómo firmamos los ignorantes”.
Julián ha hallado a quien cree su enemigo principal, sin saber que éste realmente es sí mismo. Cómo cuando era niño, cómo en aquél primer encuentro, Julián se ve a sí mismo en Aballay. Ve a aquel niño que, al igual que su padre, fue víctima del gaucho que mató a este último. Lo ha encontrado, ha dado con “el peor de todos”. Cree que acabar con él es acabar con su dolor. Evidentemente no es así, el único dueño de su dolor y, por lo tanto, responsable único del mismo es él, Julián Herralde.

Estilita

Aballay recobra la conciencia mientras pasa cerca de él una peregrinación de católicos devotos dirigidos por un cura, alcanza a oír el discurso del mismo a la distancia. Aballay está cerca de un río del paisaje tucumano, se disponía a tomar agua del mismo antes de ser asaltado por sus propios compañeros. Quizá aquello fue el gesto de un cuerpo sediento en busca de la redención de un bautismo interior, capaz de apagar el fuego de la noche y su amenazante opacidad, manifiesta en el nublamiento mismo de la vista fatigada por la luz del sol. Febo ojo de Dios, motivo también presente en el filme, al igual que Febo es mencionado en la antes referida Marcha de San Lorenzo.
Aballay conoce al sacerdote de la procesión. Este último le habla de los Anacoretas Estilitas. El cura hace referencia a los más importantes practicantes de dicha tradición, Simón el Mayor y Simón el Menor. Ambos dedicaron su vida a venerar a Dios en la cima de una torre ya que en la tierra habían pecado. Pretendían acercarse a Dios con dicho gesto, decidieron pasar el resto de sus vidas en la cima de una torre alimentándose de lo que fuera, insectos, roedores y la hierba que encontraran. Según el relato del cura, Simón el mayor pasó 37 años en la torre. Simón el menor estuvo en una durante setenta años.
Aballay, ante la vida que ha llevado y sorprendido por dicho relato y la promesa de purificarse de sus males cometidos, sus consecuencias y la adversidad en sí mismo que estos han generado, opta por subir a su caballo para ya nunca bajar del mismo, con la convicción de jamás volver a hacer daño, para así purificarse de los actos cometidos y de sus consecuencias en sí mismo. La búsqueda de la redención de sus pecados, como veremos más adelante, se robustecerá al grado de ampliarse y convertirse en una vocación de servicio, la voluntad de ayudar a aquellos que lo necesiten. Dicho carácter conducirá a Aballay, finalmente, a su destino. El efecto de ello será un culto popular a la figura de “el pobre”, “el santo”, epítetos designados por una población agradecida por dicho servicio ante la agreste adversidad manifiesta en múltiples formas, incluyendo la implicada en los efectos de la crueldad del actual gobernador de la región. Un ser dedicado a la curación y atención de los enfermos y desvalidos que será representado en las pequeñas esculturas rústicas de un hombre barbado con sombrero, pelo largo y siempre montando su caballo.

Cambio de piel

Aballay, minutos después del asalto al que es sometida la familia Herralde, cae en desgracia al ser traicionado por sus propios compañeros quienes reconocen su tedio, su cansancio, al grado de yacer bajo de guardia. A Aballay ya no parece importarle el oro que han robado, antes motivo de todo lo que hacía, anterior sentido de su vida. Confirman su confusión al ver su falta de reacción ante el hallazgo de una joven pareja que espera a un hijo, la cual acaba siendo asesinada por los bandoleros ante la evidente falta de un líder que fomente y cultive su crueldad. Esa violencia sinsentido ha perdido sentido para el agonizante criminal. Aballay está mutando a través de la turbación de su cuerpo en busca de sí mismo, en escape de lo que ha sido, en imposible huida del sometimiento del dolor que le inflige su impotencia y finitud, Aballay lleva a cabo la peor de las confrontaciones con el más terrible adversario: uno mismo, guardián de nuestra libertad. Tal lucha es la transformación en algo más, tal parece ser el sentido de la misma. Tal es el portal hacia un especial tipo de muerte que nos permite comprender a la misma como el flujo cósmico en el que se manifiesta la continuación misma de la vida. La muerte es una ilusión producto de la incomprensión de nuestro carácter: tan sólo ser una minúscula fase de la inconmensurable dinámica del mundo.
El Muerto se cobra todos los momentos en los que, de la peor manera, Aballay le impuso su autoridad dándole una golpiza que lo deja en la inconciencia. Se puede inferir que la sobrevivencia del exlíder de la banda, de la cual ahora El Muerto tiene el control, se debe a que probablemente lo creyeron muerto. Efectivamente, Aballay, el gaucho bandolero y asaltante de caminos, ha muerto.

La fiebre del tábano del miedo bajo la sombra de una Nación

Detengámonos un momento en un elemento importantísimo de la película. Antes de ser asaltados, Herralde, su padre y el militar que los acompañaba cantaban en la diligencia La Marcha de San Lorenzo. Dicha marcha fue compuesta en honor a la batalla que ocurrió en dicha población durante la campaña militar de José de San Martín, ocurrida en el periodo del proceso de independencia argentina. Dicha batalla fue considerada el bautismo de fuego del ejercito del libertador criollo. Esa marcha también será cantada por El Muerto, años después, mientras se rasura y durante la secuencia en la que va hacia las orillas del pueblo del cual se ha convertido en gobernante al haber asumido -podemos inferir al tratarse de un pueblo “sin” “ley” cuyo paisaje evoca el origen mismo del mundo- un puesto policiaco-militar bastante impreciso. El Muerto es una extraña clase de autoridad totalmente vertical de la región. No perdamos de vista este elemento, más adelante será obvia la relevancia del mismo. Dicho lugar es conocido como “La Malaria”, una enfermedad, un pueblo enfermo de sí mismo. Podemos adelantar, prometiendo tratar de evidenciarlo, que se trata de un pueblo enfermo de su propia indolencia, la cual los ha condenado a la esclavitud de su propia corrupción a través de su propia negligencia.
Por otra parte, en relación con Argentina, estamos ante una nación que lleva para entonces décadas constituyéndose y que parece no acabar de hacerlo. Se observa en el paisaje tucumano el contraste con el “esplendor” civil de lo porteño -muy probablemente de cepa europea-, insinuado en la ilustración que denotan los modales de Julián Herralde, su padre y el militar de la diligencia, a pesar de lo poco que los hemos podido contemplar. Buenos Aires parece ser el beneficiario de la orfandad a la que el proyecto de La Patria Argentina ha decidido condenar al llamado “interior de la república” dedicada a las labores más agrestes. Por cierto que Pablo Cedrón, actor intérprete de Aballay en la película, en alguna entrevista hizo referencia a la manera injusta en la que se subvalora al resto de Argentina en relación con Buenos Aires, al referirse con ironía al interior de la república como “el inferior de la república”. Hay algunas opiniones que considera a Argentina un país macrocéfalo que pone al llamado “inferior de la república” al servicio de la ciudad de Buenos Aires. Lo pongo sobre la mesa sin asumirlo ante la falta de elementos que puedo aportar al respecto. Sin embargo, no creo que sea irrelevante al respecto que en la película, en tono de reproche y burla, El Muerto le diga a Herralde: “Los porteños no son buenos para el trabajo del campo”.

Nocturno del vértigo

Es ahí cuando el gaucho despiadado entra en la confusión antes descrita como si se tratara de una nueva sensación o, quizá, alguna sensación perdida ante el olvido de su experiencia. Ya sea la novedad o el recuerdo, el quiebre del protagonista evidencia el desconcierto de ambos tipos de sorpresa, semejantes entre sí. Un aturdimiento que lo debilita, volviéndolo lábil ante la voluntad de sus propios compañeros y subordinados, entre ellos El Muerto, quien ya está harto de la dirección del antes implacable e indolente gaucho. En este último podemos inferir una disposición al sacrifico subsecuente, demandado por un cuerpo dispuesto a la dominación de la debilidad de su propia compasión. La disposición de un cuerpo a morir para renacer, después de cargar sobre sí una historia ahora insostenible que se quiebra a través de la angustia de su protagonista, territorio y paisaje de la escena de su propia finitud. Aballay es el hombre sediento en medio del desierto de su cuerpo atravesado por la sensación, la náusea, el vértigo.

Una mirada

Cabe mencionar que ante el terrible evento que da pie al conflicto principal del filme, este último manifiesta una elipsis importante en relación con dicho evento. ¿Qué pasó con Herralde después del asesinato de su padre?
La película muestra la angustia de Aballay al hacer el descubrimiento en la diligencia del todavía niño Julián Herralde, atemorizado y oculto en el baúl de la diligencia. El impacto de dicho encuentro y la conmoción del mismo llevan a Aballay a un estado de aturdimiento, una relación de opacidad consigo mismo estratégicamente evidenciada por el director a través de una fotografía tendiente al esmeril característico de la disolvencia. La confusión y el desconcierto propios de la compasión manifiestan la pérdida del dominio de sí mismo a través del control de la sensación generadora de una labilidad del cuerpo. Dicha circunstancia determinará un cambio irreversible en la vida de Aballay.
Me atrevo a inferir que, a pesar de la lábil lucidez de Aballay a partir de dicho encuentro, podemos suponer que hizo algo para salvar al joven Herralde de su propia banda y que después Herralde hallaría auxilio o la forma de salir de tan vulnerable situación. ¿Qué sería para un grupo de este tipo un niño indefenso? ¿En qué habría sido convertido? ¿Qué habría sido de él? La compasión parece ser uno de los escenarios más lejanos al respecto. Sin embargo, más allá de la colectividad devenida en masa a través de la embriaguez misma de la estupidez -la disolución etílica y social en algunos personajes, clara al principio de la película, parece ser una metáfora de dicha alienación-, parece haber sido posible la “escena” de la imaginación del sufrimiento ajeno que llevó a Aballay a tal posicionamiento. Ello implica la inferencia de la generación de un mundo posible correspondiente a dicha “escena”, entendido como producto de la sensibilidad del bandolero gaucho.
Fernando Spiner en dos ocasiones nos ofrece la escena de dicho encuentro a través de un super close-up de los ojos del líder gaucho que minutos antes había matado al padre de Herralde por llamarlo en la desesperación por proteger a su hijo: “gaucho ignorante”. Tal estrategia narrativa corresponde con un close-up al rostro temerosos del niño que fue Julián Herralde. El audio de esa escena evoca un recuerdo, es el sonido de voces desesperadas, entre ellas la de niños. ¿Qué vio Aballay en el rostro de ese niño? ¿Qué vio en los ojos de Julián Herralde cuando tan sólo era un niño indefenso? Probablemente, nos atrevemos a inferir, al propio Aballay en una circunstancia parecida. Quizá, alguna acontecida durante la infancia del gaucho convertido en asesino y asaltante de caminos.

Lacerante plata de los ojos

La siguiente es una reflexión motivada por la profunda impronta que deja una gran película. Sin hacer a un lado que se trata de la adaptación cinematográfica de una historia fascinante, no podemos dejar de apreciar el logro que el filme en cuestión representa por sí mismo. En este caso, además de un gran trabajo cinematográfico, nos hemos encontrado con temas y tópicos de sumo interés para nosotros y de profunda relevancia en relación con la conciencia de lo humano, la experiencia más verdadera, desnuda y vital del hombre.
Antes de empezar este breve ensayo advierto que, siendo gentil con todo aquél que tenga la generosa deferencia de leerlo y con toda la intención de ser amable con los hábitos y obsesiones que pueden llegar a existir alrededor del ritual de ver una película, en este escrito se encuentran claras y detalladas descripciones y puntuales referencias a las secuencias del mismo. Por ello, si usted amable lector prefiere optar por ver primero la película en cuestión lo dejo a su criterio. Como decían los romanos en su derecho: “Ante la duda, absténgase”.

Aballay, el hombre sin miedo es una película argentina del director Fernando Spiner, basada en el cuento homónimo de Antonio Di Benedetto (Aballay). A dicho filme se le considera exponente del género western gauchesco. Aballay también es el nombre de uno de los dos protagonistas de la película. Se trata de un gaucho dedicado al asalto de diligencias, líder de una banda criminal.
Entre los integrantes de dicha organización se encuentra “El Muerto”, hombre sin escrúpulos, ambicioso, tendiente al vicio y a la violencia irracional. De carácter irascible es capaz de llevar a cabo las peores atrocidades a costa de los que le rodean. Al principio de la película podemos ver cómo este último se confronta con su líder, anunciándose una lucha de poder que dará orden y sentido a la película.
Confrontado con la autoridad del Muerto aparece el otro protagonista de la película, Julián Herralde. Originario de la ciudad de Buenos Aires, Herralde busca cobrar venganza por la muerte de su padre a manos de la banda que asaltó la diligencia en la que iban él, un militar y su padre. Dicha banda era la banda dirigida por Aballay, la cual ya contaba con El Muerto como integrante de la misma. Pasan diez años para que se proponga emprender dicha misión.