III.-Señores de la sensación

La apariencia de nuestros conflictos es la apariencia de la guerra. El problema de nuestro encuentro en lo común se vuelve terrible por la incomprensión de la inconmensurabilidad de nuestra sensación, la posibilidad de habitarnos plenamente. Un miedo abismal a nuestra sensación provoca el olvido de nosotros mismos, la renuncia a las potencias libertarias de nuestra intimidad, la habitación de nuestro dolor. Éste parece confrontarnos. No atendemos su llamado salvador, contrario y opuesto a la máscara que nos permite relación con lo demás. Esta última es apariencia, incapaz de poder ser suficiente para sobrevivir, sin tampoco poder negar su necesidad y aliento lúdico vivificante.

 Atender la voz de la penumbra, canto de sirena del abismo, exige la prudencia de nuestra habitación. La guía de la escurridiza e “invisible” alegría de sentirse, sentirse vivo. Alegría capaz de derrotar al miedo, vertebradora del coraje con el que el guerrero se yergue ante la insignificancia de morir. Asumir que la plenitud de vivir yace en sentir que hacerlo es estar en peligro, como bien dice el filósofo de Röcken.

El alto costo de comprometerse con un el realismo ingenuo que fomenta al ego como “necesidad” es que alimenta nuestro egoísmo, la cobardía del yo. Lejos de atender la necesidad de la sensación, dicho realismo ve a la manifestación de nuestra necesidad como anomalía y confusión. No hay incompatibilidad entre nuestra necesidad y el uso de una máscara, porque esta última también manifiesta a la primera. La máscara es la apariencia de nuestra necesidad. Su juicio toca la superficie de la misma. La comprensión abre la posibilidad de penetrarla sin pasar por la humillación de romperla, yendo en contra de la legitimidad de su necesidad. El juicio puede herirla hasta agrietarla, al grado de poder pulverizarla, llegando a precipitar a su dueño a la ruina espiritual. En la fortaleza de su portador yace la posibilidad de que perdure.

Por ello nuestro autoconocimiento pasa por llevar a cabo la difícil comprensión de su pertinencia, la lógica de dicha relación de contarios y opuestos. Ambos, estadios de uno mismo, que sólo son dos caras de la misma materia, una y la misma. No hay armonía en un realismo que te invita a pelearte con lo que sientes. Puede generar culpa y subsecuentes fantasmas, tiende a generar una armonía aparente, que consiste en desestimar tu sensación como monstruosa locura, un fantasma de sí mismo, puede llegar a hacer de uno un fantasma de sí mismo.

La armonía inaparente es la mejor porque es un riesgo. Nos enseña la legitimidad de nuestra sensación, la comprensión que significa amarnos a nosotros mismos, y el principio de ello como generosidad, en tanto que armónica responsabilización de nuestras emociones y sentimientos. Puede hacernos conscientes y atentos de que nuestra necesidad no discrepa del conflicto, por el mero hecho de que no hay habitación sin perspectiva, no puede haber una sola “realidad”, ni mucho menos puede resultar legítima la imposición de la misma. Habitar el conflicto es parte de la pertinencia de nuestra máscara, en relación con nuestra sensación.Confirma nuestro crecimiento, sin comprometernos con lo problemáticas que pueden llegar a ser otras apariencias. Arbitrarias realidades que a pocos se le antojan ilusiones. Leyes, convenciones e instituciones, demasiado sacralizadas por la vulgar y profana vida de los hombres.

 La incomprensión de nuestras máscaras y la incomprensión de la lógica de la apariencia nos condena a una vida de placeres demasiado problemáticos, más difíciles, por asumir al dolor como el peor de los males. Aceptamos la dominación de nuestra sensación, la resolución de una vida cómoda, incapaz de permitirnos la comprensión del esfuerzo, el sacrificio y la generosidad de entregarse como afirmación de la vida. Aquello cercano a la ligereza del desapego, la flexibilidad de lo liberado, la plenitud de la vida que yace en las potencias de nuestra sensación, sin necesidad de recurrir al “registro” aparente e intransferible de cuerpos sospechosa y aparentemente perfectos o “ideales”, supuestas sensaciones que jamás referirán a la legitimidad de nuestra necesidad.

Ídolos que parecen niños ante lo divino, de manera semejante a la cual un hombre es el más bello de todos ante los simios. Somos simios amaestrados. Ante nosotros, el mono más libre y silvestre de la jungla es el más bello de los seres. No me ofendería que alguien me dijera lo mismo que Voltaire le contestó a Rousseau después de leer El Contrato social -de hecho, me sorprendería gratamente tener un interlocutor capaz de tal sarcasmo-, “Después de leer su libro, me dieron ganas de caminar en cuatro patas”.

¿Qué somos ante lo divino después de creernos capaces de sustituirlo? Esta no es la expresión de una nostalgia, para nada, sólo es un ejercicio de reflexión. En nuestro extravío se ve la torpeza infantil de nuestro berrinche. Una insalvable e injustificable orfandad, la de los vacíos ídolos inútiles en los que nos hemos convertido. En ello se manifiesta el olvido de nosotros mismos. Somos “niños” perversos en cuerpos crecidos, no necesariamente adultos. Somos incapaces de renunciar a nuestra negligencia, evadimos nuestro dolor, fomentamos nuestro afeminamiento. Cada día es más claro que hemos renunciado al intento de nuestra virtud, al arte de vivir que ello nos exige. Somos incapaces de aprender de los niños (incluyendo al pleno animal de la fisis que fuimos, aquél cuya crueldad era santa afirmadora del “Sí” de la vida). Un mono amaestrado -con perdón de los monos- incapaz de jugar como lo hacía cuando la vida manifestaba con total contundencia su logos.

24

Luego dice Heráclito:

Los dioses y los hombres honran a los muertos por Ares.

También Platón escribe, en el [libro] quinto de la República: “Y de los que han muerto en batalla, aquel que muriera siendo muy estimado, ¿no diremos, en primer lugar, que es de la raza de oro?”

C (Clemente, Stromateis, IV, 16)

            Este fragmento exige un rigor especial. Me lleva a optar por una analiticidad (en el sentido más lato de la palabra) lo más exhaustiva posible, para no renunciar a la comprensión de su sentido. Ello, claro está, desde las herramientas que tengo para ello. Cabe no olvidar que mi interpretación depende del muy estimable rigor filológico de Enrique Hülsz, sin que ello deje de implicar, por supuesto, que la responsabilidad del posicionamiento resultante sea sólo mía. Comencemos por el primer elemento del fragmento, de aquello que con rigor podemos llamar el fragmento heraclítico, como bien han distinguido expertos como Miroslav Marcovich.

En este caso hablamos de su primera imagen, “Los dioses”. Se trata de los representantes más importantes de las potencias de la vida. Han dotado de la misma a aquello que han creado, en ello se manifiesta y explicita su divinidad. Las creaciones de los dioses son formas habitadas por el sentido eterno de la vida, contenida en la existencia concreta en la que se manifiesta. Los dioses son referentes de las manifestaciones concretas de la materia y su dinámica específica, en relación con la singular existencia en la que se manifiesta la apariencia de sus distinciones, su aparente diferencia, en tanto que estados de la materia. En ese sentido, habría que apelar a que Heráclito habla de la naturaleza, en términos de cosmos y fisis. Por ello, resulta importante no desestimar la distinción que hace Aristóteles (fuente más antigua y, por lo tanto, más cercana al pensamiento de los filósofos presocráticos), la cual establece en el Libro I de su Metafísica, al referirse a éstos como filósofos fisicoi, filósofos físicos o que estudian la fisis, la naturaleza.

Los primeros dos elementos del verso, las primeras dos imágenes del mismo, están conectadas a través de una conjunción, “y”. El vínculo de la imagen de “los dioses”, se da con la siguiente imagen, la de “los hombres”. Una comunidad, conexión y encuentro,entre contrarios. Entre los seres eternos, indeterminados e indeterminables -infinitos por su inconmensurabilidad- y su creación mortal, determinada y determinable -finita por su carácter limitado y existencia concreta-, en este caso, los hombres. Esto último, tomando en cuenta el logos de las apariencias.

Los dioses, seres omnipotentes e inmortales, capaces de las potencias de la vida. Los hombres, seres determinados, finitos y falibles, sujetos a las potencias de la vida que se explicitan en tal vínculo, dicha relación, y la comunidad que implica, en tanto que encuentro. Vemos un conflicto en ello, un problema, el que constituye la comunidad.

Lo aparente de tal diferencia se manifiesta en que ambos participan en lo común de una misma acción, la mismidad de la dinámica que significa su encuentro. En este caso, hay un encuentro de ambos contrarios en el acto de honrar a los muertos por Ares. La comunidad se explicita en el acto comunitario de la honra, en este caso, por el duelo que suscita la muerte de quienes han luchado en el campo de batalla. Si nos apegamos a lo que hemos dicho hasta ahora, los dioses honran a sus creaciones humanas más virtuosas (recordemos que en el contexto griego la virtud (arete) no es un bien exclusivo de los hombres, y que ésta se manifiesta en una relación óptima entre las cosas existentes y el logos que atraviesa al cosmos).

Los dioses honran la virtud de sus creaciones. En este caso, los hombres que han muerto en el campo de batalla, protegiendo lo amado y más querido, aquello que le da sentido a la guerra, manifiesto en nuestros afectos comunitarios, los amigos, la amada, la familia. Ello nos vincula con los dioses y nos hace comunes con ellos. La guerra es la lucha que fomenta el esfuerzo por persistir en la materia, perseverar en la permanencia de la vida, cuyo afecto, pathos que motiva tal impulso, es el amor como sensación.

Los dioses, siguiendo el fragmento, son capaces de tener la virtud humana de la humildad, manifiesta en ser capacesde venerar la belleza de los seres que han creado (la armonía proporcional y con medida, Justicia le siguen llamando algunos en el mundo que los hombres hemos creado -aunque no todos la comprendan-), la proporción entre el todo de los dioses y las partes del cosmos que somos los hombres. En la virtud se manifiesta el estadio común del uno y lo mismo, la relación entre lo semejante, por más abismal que sea la aparente diferencia entre aquello que se relaciona, aquellos que constituyen dicha conexión, en contra de la difícil simetría de lo idéntico.

 Los dioses, nos dice el sabio efesio, honran la virtud de su creación. En ese sentido, participamos de lo divino, somos, en medida y proporción, tan divinos como lo es cualquier creación. Esto, claro está, si nos apegamos al significado de lo divino en el contexto mítico de la antigüedad. El matiz lo va a poner Heráclito en otro fragmento, en el que va a criticar la función creadora de los dioses para reivindicar la potencia del cosmos, fuego siempre vivo, que se manifiesta en todo, lo uno y lo mismo. Por lo pronto, queremos explicar la función poética de las imágenes del fragmento del presocrático, apelando a la retórica de la que se sirve el sabio efesio. Somos divinos por participar de la complejidad del cosmos. Tan divinos como todo aquello que también, como nosotros, es parte de lo uno y lo mismo.

Ello se manifiesta en la manera tan contundente en la que realizamos nuestro destino (hybris). Es el caso de quien muere en combate. Ello se evidencia en la apariencia, diversa y diferente, de los fenómenos en los que acontece la dinámica en la que la vida consiste,como dato de su inconmensurabilidad ante nuestra finitud, siempre en relación con la existencia concreta y singular de cada elemento de la unidad del cosmos (en la que todo participa y, por lo tanto, de la que todo es parte). Esa dinámica, dicha participación, es la que nos une en la mismidad de lo común. La guerra es una imagen poética de nuestra vida y, por lo tanto, del conflicto inextricable a la conexión en la que toda comunidad consiste.

            Ares, en tanto que dios de la guerra, también es esta última. Los muertos por Ares son los muertos tanto por el dios como por el fenómeno que, en tanto que manifiesta al primero, también lo constituye a través de la creación. Hablamos entonces de una dependencia ontológica (cercana a la crítica del carácter creador de los dioses por parte del filósofo efesio), así como de una relación inextricable entre los dioses y los hombres (una conexión), en tanto que estos últimos son creaciones de los primeros. El dios se manifiesta a través de su fenómeno, a través de la comunidad que forman ambos contrarios.

Ante ello se abre la paradoja de tal conflicto, el dios necesita de su creación, tanto como los hombres necesitan de su creador (todo esto dentro de la lógica de lo aparente), para manifestarse en la materia. Si no fuera así, la materia como la conocemos no sería ni probable ni posible porque no sería necesaria. Sin embargo, no sólo es probable y posible, en ella se manifiesta la necesidad a la que apela. Si no fuera así, la autosuficiencia de los dioses sería suficiente y necesaria para ser.

Los dioses son materia y, por lo tanto, materiales. En la materia se manifiesta lo que es, y, por lo tanto, la materia es en tanto que ser. Su determinación tan sólo es la apariencia de la inconmensurabilidad de la lógica profunda de sus procesos aparentes de generación y corrupción. Inevitablemente, esta cuestión me remite al planteamiento Epicúreo de la atomicidad de los dioses.

            Es de ahí que surge la pertinencia de que un dios honre dicho sacrificio. ¿Qué es la muerte y la guerra para un dios?, ¿qué podría importarle a un dios ambos fenómenos tan trascendentales para la vida de los hombres?, ¿por qué le resulta relevante dicho sacrificio al dios que lo ha creado, al igual que a sus protagonistas? Sólo tendría sentido tal relevancia si existiera una inextricable relación con la materia en la cual se manifiesta. Aparentemente ya lo hemos contestado. Sin embargo, creo que merece profundizarse. En ese sentido, para ello, dividamos nuestra pregunta en dos partes, con base en ambos elementos de la misma.

            Quiero iniciar por el fenómeno más inmediato a nivel fenoménico o, por lo menos, el más asequible en relación con el enigma que implica el otro. ¿Qué es la guerra para un dios? Ya el propio Heráclito nos advierte cómo nuestra comprensión de la complejidad de la vida cósmica nos está restringida por la finitud natural de la condición humana que, al confrontarse con el cosmos, no puede sino apreciar su inconmensurabilidad, al grado de no ser capaz de comprender la legitimidad de sus fenómenos y eventos y, por lo tanto, su proporción y medida. En términos humanos, nos es inconmensurable la profundidad del logos que da cuenta de su justicia.

Por ello, cabe pensar, con base en la distinción que hemos hecho, que, si un dios (en este caso Ares) es tanto principio como fenómeno (aquél que aparentemente representa), el dios a través de los hombres manifiesta el conflicto que expresa la relación de comunidad, como en este caso sucede con la guerra. El encuentro, desde una lógica de la semejanza, entre contrarios y, por lo tanto, una relación adversa, la relación entre adversarios.

Está en juego la protección y salvaguarda de lo amado, tal es el sentido de la guerra como dinámica vital. Lo atraviesan los afectos comunitarios que le dan sentido al encuentro y la semejanza que lo fundan, no hay semejanza sin encuentro, conflicto y, por lo tanto, comunidad. La semejanza le da sentido al encuentro y a la guerra como encuentro y conexión. Por lo tanto, le da sentido al conflicto y su problematicidad. Desde la inconmensurabilidad que implica dicha relación, podemos advertir que, en la dinámica de la vida, estamos ante la inconmensurabilidad de una armonía no-aparente, mejor que la armonía aparente.

            En este sentido, lo radicalmente problemático es la paz, sin dejar de apelar a que ésta responde al logos de la apariencia. Una apariencia que puede llegar a tender a la inercia de la convención como institución, capaz de propiciar el cese de los afectos comunitarios, la plenitud de las potencias de la materia, carne atómica y vibrante, cuerpos vivos. Si el dios es dador de vida, garantiza la dinámica del conflicto, el problema y, por lo tanto, la guerra que se manifiesta en el encuentro entre contrarios, posible por ser semejantes en su carácter material, la materialidad de su sensación. La comunidad y sus afectos dan cuenta de la problemática plenitud de la vida. Le dan sentido a dicho estadio como relación de la diversidad, distintos estados de la materia. Le dan sentido a tal habitación de nosotros mismos (cohabitación) y, por lo tanto, a la posibilidad de compartirla. Una habitación del cosmos que puede encontrarnos en su plenitud a través del combate.

            La paz puede ser apariencia de una falta de armonía. Aparente armonía tendiente a la inercia, cese vital, opuesta a la flexibilidad de la vida, cercana a la rigidez de lo inactivo. La sensación desplazada por la dominación de la convención como ley e institución.

¿Qué es la muerte para un dios? Pensando en la inconmensurabilidad que implica la confrontación de nuestra finitud con la inconmensurable profundidad del logos, la muerte se antoja una apariencia que participa de la profunda complejidad de dicha dinámica, la cual entraña los procesos de generación y corrupción de la materia, estando ésta más allá de las existencias concretas en la que dicha dinámica llamada vida se manifiesta. Nuevamente recuerdo a Epicuro, especialmente la llana y muy socorrida paráfrasis habitual que se suele hacer de uno de los elementos de su Tetrafarmacón, “La muerte no es nada”.

Un dios que, en estricto sentido, sólo es una representación antropomórfica o, mejor dicho, una manera de referirse a la materia a través del artificio característico de los hombres (posibilidad del logos de las apariencias), no tiene preocupación o interés alguno por la muerte. Quizá en ello radique la indiferencia de los dioses por nuestra vida, según lo también afirmado por el filósofo helenístico en el mismo jardín de su Tetrafarmacón. Esto sin olvidar que dicha afirmación se hizo en un contexto caracterizado por importantes diferencias, y desde el posicionamiento de una filosofía helenística ante una época de crisis.

Sin embargo, en la plenitud de la vida que manifiesta el sacrificio heroico del soldado en combate, en la sublime escisión que significa tal fenómeno inconmensurable, al grado de desbordarnos por el desbordamiento de su belleza, se manifiesta la virtud del héroe, de aquél que se sacrifica por lo amado. Heroicidad inspiradora de tal honra por parte de dioses y hombres, ambos hermanados por tan común manifestación de la materia, nuestra sensación en la cual surge. Es la virtud, experiencia del bien, plenitud de la vida, manifiesta en lo concreto del cosmos que habitamos, hogar del cual los hombres somos parte.

La posibilidad de tal magnitud es divina. Es honra de los dioses en tanto que posibilidad de la materia. Es honor divino, manifiesto en los actos de los hombres como plenos habitantes de sí mismos, habitantes de su materialidad, plenos habitantes de su sensación, señores de la misma. La materia dispuesta a la generosidad del amante capaz de sacrificio.

II.-El aliento de una máscara ante ese intento llamado virtud

Qué terrible puede ser la vida si no se comprende la sabiduría de la apariencia. El apego a la misma nos distancia de la posibilidad de su estrategia, la posibilidad de la poiesis que implica y, con dicha distancia, nos permitimos la renuncia al esfuerzo de comprender la relación íntima de la apariencia con la profundidad de nuestra sensación. Los hombres hemos decidido “comprometer” a la vida -como si su inconmensurabilidad no nos diera cuenta de su carácter inaprehensible- con la superficialidad de nuestro deseo, alejándonos de la necesidad de comprensión y de la comprensión de su necesidad. Con ello aparentemente cree (sin realmente creer) haber comprometido a la vida con tal apariencia y, por lo tanto, con su aparente satisfacción, cuando lo que ha hecho es comprometer la finitud de su destino con la somnolencia de su estupidez. “¡Buena suerte!”, nos digo a todos nosotros. Y, sin embargo, me parece injusto no intentar comprenderlo.

10

Y quizás la naturaleza ama [o: se apega a] los contrarios y a partir de éstos logra lo concordante, no a partir de los semejantes, así sin duda une al macho con la hembra y no a cada uno con el de su mismo sexo, y formó la primera pareja con los contrarios, no con los semejantes. Y el arte parece hacer eso mismo, imitando a la naturaleza. Pues la pintura, mezclando las naturalezas de los colores blancos y los [sic] negros, los amarillos y los rojos, realiza imágenes concordantes con los modelos [lit. las cosas a que se refieren], y la música, mezclando en distintas voces a la vez los sonidos agudos y graves, largos y breves, realiza una única armonía, y la gramática, haciendo una mezcla a partir de las letras vocales [sonoras] y las consonantes [mudas], a partir de éstas ha compuesto todo su arte. Y esto mismo también lo dicho por Heráclito el Oscuro:

Conexiones,

Cosas enteras y no enteras:

Concordante y discordante,

consonante disonante

y de todas las cosas uno, y de uno todas las cosas.

Así también la reunión de las cosas todas, es decir, del cielo y la tierra y del universo en su conjunto, por la mezcla de los principios más contrarios, ha arreglado una armonía…

C (Pseudo Aristóteles, De mundo 5, 396b 7)

            Hablemos primero de los más evidente. Resulta difícil hablar de lo aparente en el contexto antiguo que nos refiere, porque es hablar -recordando a Josu Landa en alguna de sus clases- de un ámbito “en el que nada era formal”. El corazón del fragmento son los versos atribuibles al sabio efesio. Al centro de los mismos está la palabra, “Conexiones”. Justo en el lugar de encuentro, la frontera como espacio común habitada por dos contrarios, dos opuestos. Una conexión es el lugar de coincidencia en el que sucede un encuentro. Éste no puede dejar de ser vinculante, hay una relación inevitable que refiere a lo común. Podemos pensar en la conexión como una continuidad entre algo diferente a aquello con lo cual se vincula en dicha relación, y este último. Lo interesante es pensar que no son del todo diferentes, hay una semejanza. Si no fuera así no habría encuentro, no habría la más mínima inteligibilidad necesaria para que si quiera hubiera una intuición y sensación de aquello que está ante nosotros como una manifestación de la apariencia de lo diferente.

Me parece, con base en lo anterior, que hemos dado con un punto clave al respecto. No todo, entonces, es tan ajeno a una forma en este contexto. Hay una comprensión, una intuición en relación con lo formal como convención y apariencia. Sin embargo, es someramente aproximado a la categoría de la forma empleada por varios autores antiguos, como es el caso de filósofos tan importantes como Platón o Aristóteles. El Eidos es necesidad y, en ese sentido, también la apariencia como dinámica del logos que, sin embargo, no va a ser tan relevante en algunos autores como lo será en otros. No me detendré en este matiz que significa una erudición monumental que no tengo acerca de los griegos, sólo quiero señalarlo. Desde esta perspectiva, no podemos hablar de la forma como apariencia -lo cual resulta más contemporáneo- ni demeritar el papel de la apariencia en nuestras vidas. Estamos hablando entonces de densidades ontológicas. Comprender la pertinencia de las mismas en su papel configurador de nuestras intuiciones y sensaciones es lo relevante. En ese sentido, ello implica comprender su logos, su racionalidad y, por lo tanto, su participación pertinente -la justicia de su medida y proporción– en la manera en la que se manifiesta la armonía de la vida y, por lo tanto, su relación con las profundidades que entraña. Para ello, hagamos a un lado el concepto de forma, más complejo y significativo; más determinante y necesario de lo que habitualmente lo usamos los hombres contemporáneos, tan ajenos de la necesidad y, por lo tanto, de nosotros mismos. Pensemos mejor en la necesidad y, por lo tanto, racionalidad de ese sabio juego de medidas que es la naturaleza como fenómeno en sus fenómenos, entre ellos el hombre, tan complejos como el hombre.

En su siguiente verso Heráclito nos habla de las cosas enteras y no enteras. Pensemos en el concepto de “entero”. Podemos pensar en ello como lo que representa una unidad, una integridad de sí mismo. Sin embargo, si es delimitable, está determinado y, pareciera, agotable y carente. Sin embargo, su entereza refiere a lo unitario, a la unidad y, por lo tanto, a la armonía que significa su completud. Es algo que se puede leer y comprender, por ejemplo.

Paradójicamente, estamos ante un filósofo del cual sólo tenemos fragmentos, no tenemos su discurso integro, por lo menos en apariencia. Sin embargo, que bien se dejan leer si se es capaz de disfrutar el esfuerzo que nos exige la comprensión de sus aguas tan claras y profundas, tan profundas como la oscuridad abisal del mar en sus regiones más inhóspitas. En apariencia, su claridad y fragmentariedad los alejan y vuelven ajenos y, sin embargo, la inteligibilidad simbólica de su escritura nos vincula a través de imágenes poéticas que nos invitan a la aventura de su desciframiento. Como si se tratara de un oráculo, algo semejante, sólo que desde el esfuerzo de la razón.

Sólo nos quedan fragmentos y, sin embargo, estos se espejean mutuamente hasta el infinito, se contienen en dicha apariencia mutua, evidenciándose su carácter fractal, una unidad contenida en cada uno, en la apariencia fragmentaria de los mismos. En los fragmentos que forman la integridad de lo incompleto, como si con ello hubieran cumplido un destino semejante a la armonía a la que apela nuestro autor en el segundo verso de este fragmento.

Desde una lógica de la identidad, lo entero es lo correspondiente y concordante, lo adecuado y, en esa medida manifiesta su necesidad. Por lo tanto, es algo que preserva la unidad que posee y, por lo tanto, lo define. No hay espacio para la penumbra, es claridad, ininteligibilidad inobjetable y llana, quizá, más que somera, simple. ¿Puede ello entrañar una auténtica profundidad? Resulta, más bien, una mera apariencia. Si es el caso, ¿no habrá detrás de ella una mala voluntad, un velamiento, un ocultamiento o, simplemente, una ignorancia, una falta de consciencia acerca de la compleja problematicidad de aquello a lo cual refiere? No es lo mismo la sencillez y sobriedad al servicio de la conexión, el vínculo, la relación continua, por ejemplo, entre opuestos y contrarios (así como la complejidad de su relación) que la sencillez y simpleza del prejuicio o la “reflexión” sin compromiso con la indagación -la aparente reflexión-, que tan sólo dice enuncia sin ir más allá, no de lo evidente -la evidencia exige su búsqueda- sino de lo aparente. Se trata de la doxa, la opinión de la mayoría y su conformismo o pereza mental ante lo que les rodea y sucede. Y, sin embargo, acontece como una regularidad de la problemática condición humana, con todo y nuestro (aparente) vínculo secreto con la naturaleza, apelando al contexto de nuestro autor.

Ello evidencia una negligencia, una irresponsabilidad acerca de nuestra atención a la razón que remite a la profundidad de las cosas y su apariencia como signo vinculante con las mismas. Parece ser que en ello yace su logos. El peligro de dicha negligencia es tan grave como la deliberada intención e inducción a la misma, porque la primera permite a la segunda o, mejor dicho, facilita su hábito, la inercia negligente de su normalización o, peor aún, su naturalización, pensando en la memoria de nuestro cuerpo. Entraña la mala voluntad del cierre del sentido y, por lo tanto, la generación de un discurso “para todos”. Una habitación colectiva que aparenta fundarse en lo común, porque lo común es la razón y nuestra relación íntima, esforzada y dolorosa, con la misma. En tal habitación de una colectividad -en nuestro caso una masa informe y, por lo tanto, irracional– no hay pensamiento, reflexión y, por lo tanto, no hay comunidad. Puede haber más comunidad con uno mismo que con los cientos de hombres con los cuales podemos llegar a convivir a lo largo del día en la misma ciudad. He ahí una conexión.

Pensemos ahora en lo no-entero. Pareciera tratarse de un fenómeno que carece de algo y que, por ello, paradójicamente posee un déficit, con base en el cual lo atraviesa una carencia, una incapacidad, una disfuncionalidad. Es algo parcial y roto. Desde una lógica de la identidad es una forma que se ha perdido, una deformación o deformidad que, con la pérdida de la capacidad para contener un sentido -probablemente la función más importante de la forma– también ha perdido al mismo. Por ello, es algo irracional y excluible por su tendencia a la inteligibilidad, a la irracionalidad y, por lo tanto, incapaz de ser habitación de encuentro, habitación de lo común. De esta manera se le niega el esfuerzo de su comprensión. En ello, ¿no podemos llegar a ser irracionales si, motivados por la apariencia, renunciamos a ese esfuerzo? He ahí, nuevamente, la irresponsabilidad, la negligencia y, tratando de ser justos, la relación entre las mismas y la manera en la que nos hemos comprometido durante siglos con una lógica de la identidad.

¿Cuántas cosas y a cuántos no hemos desechado injusta y arbitrariamente por tal negligencia, actuando, por ello, con base en prejuicio más que en comprensión? Nos centramos en la aparente diferencia, es lo más fácil, la inmediatez de la inercia movida por nuestra conmoción y, por lo tanto, sin la comprensión necesaria para posicionarse de mejor forma ante ella. No nos permitimos, a través de la negación, encontrarnos en lo común de la semejanza. ¿No es ello irracional? ¿Cuántos y a cuántos no hemos desechado injusta y arbitrariamente por creerlos no-enteros cuando, si nos permitiéramos comprensión, quizá podríamos darnos cuenta de que se trata, no de una incompletud, sino de la inconmensurabilidad insalvable en la que se agota toda certeza por nuestra falible finitud? ¿No será que nosotros con dicha voluntad llevamos a cabo nuestra incompletud, aquella en la cual consiste nuestro prejuicio,por no comprender la relación entre lo docto de nuestra ignorancia y la inconmensurabilidad?

La inconmensurabilidad manifiesta nuestra relación con lo contrario y opuesto y, por lo tanto, es justificación necesaria de la semejanza como necesidad ante la incertidumbre. La inconmensurabilidad como falta de principio da cuenta del carácter aepistemológico de la semejanza, como posicionamiento prudencial ante la imposibilidad clara y distinta de la certeza o, quizá mejor dicho, de la pretensión de claridad y distinción que la misma supone y pretende, si es que nuestras aparentes certezas pueden dejar de ser, en cualquier momento, susceptibles de falibilidad y problematicidad, evidenciándose desde su cuestionamiento como meros prejuicios. La no-entereza, tal incompletud,es posible y muy característica de lo humano, sobre todo, en tanto que apariencia. Por lo tanto, puede entrañar un sentido y ser forma. En ello manifiesta una necesidad y, por lo tanto, ello da cuenta de su racionalidad. He ahí los Fragmentos de Heráclito que, si fuéramos realmente congruentes con una lógica de la identidad, ya hace rato habríamos tenido que aventar al fuego (No dudo que haya necios que lo deseen desde lo más íntimo de sus fueros más ocultos y secretos. Los autoproclamados dueños de la verdad, tan peligrosos por la intención de sus almas bárbaras de cerrar el sentido, por tan sólo satisfacer su egoísmo). Y, sin embargo, seguimos buscando signos de razón en la incompletud de los Fragmentos, su aparente falta de entereza. Porque sabemos lo valioso de tener, aunque sea poco, algo, en vez de nada. Porque de la nada, nada se genera (ex nihilo nii). He ahí la inconmensurabilidad tan valiosa, tan importante como invitación a lo común,a través de la semejanza. Lo no-entero es un silencio que nos habla desde su inconmensurabilidad, no para completarlo (también hay dueños de la verdad que se creen con tan egoísta derecho a cerrar el sentido de tal forma) sino para comprender que nuestra complejidad y comprensión también son fragmentarias,y que dicha fragmentariedad, probable y posible, también participa del logos. He ahí nuestros duelos y, sobre todo, lo más elemental que entrañan, nuestro dolor, habitación común de nuestros cuerpos.

 El siguiente verso nos habla de lo concordante y lo discordante. Lo concordante es aquello que manifiesta una correspondencia con algo, una relación y, por lo tanto, un vínculo. Aparentemente, hay una pertinencia en lo concordante, no hay conflicto. Sin embargo, si se trata de una mismidad, resulta sugerente creer que, de alguna forma, el encuentro no suscite conflicto o la posibilidad del mismo. No se trata, en sentido estricto, de una mismidad, ya que hay una aparente diferencia en el carácter particular que significa la singularidad de cada uno de los elementos de la relación. Se encuentran y con ello llevan a cabo una coincidencia, por ello concuerdan, manifiestan en ello una necesidad y, por lo tanto, una racionalidad.

Sin embargo, ¿qué pasa si, desde la determinación implicada en sus singularidades, le faltara a uno su concordante?, ¿qué pasa si no se puede la continuidad que significa su encuentro? En ciertos casos, probablemente, se convertirían en incompletos, no habría ya concordancia, de manera análoga a lo que significa la ausencia de una pieza en un rompecabezas o, peor aún, de manera semejante a la pérdida del amado en relación con su amante. Surgiría el duelo por la incompletud, la falta de concordancia que significaba armonía y sentido. Por lo tanto, se pierde la forma que contenía sentido, se tiende a la irracionalidad de la ininteligibilidad, se vuelve difícil o imposible la lectura del fenómeno, claro está, aparentemente y dependiendo del caso. Se pierde el rastro que signa la trayectoria de dicho mapa hacia un fin. Esa sensación surge, a pesar de que, en todo fin que entrañe lo indeterminado, ya está implícita y atravesada -casi de forma inmanente- la probable posibilidad de la finitud. Hay un extravió que hace parecer a la incompletud de la ausencia un problema, sin negar que, de cierta manera, lo es en tanto que conflicto e incertidumbre.

Sin embargo, como ya hemos visto, nos queda la incompletud. La posibilidad de que ésta signifique un duelo no implica que podamos negarnos a su comprensión. He ahí nuevamente el llamado de la inconmensurabilidad a una habitación de lo común, más allá de nuestro egoísmo. Acceder a tal comprensión, a la habitación de lo inconmensurable de nuestro duelo, o, mejor dicho, de nuestro dolor. En este caso, la incompletud de lo discordante. Permitirnos la compañía de lo probable y lo posible en la incertidumbre que significan, aquello que nos encuentra para renovar desde la comprensión nuestra relación con la vida, desprendiéndose nuevos signos que constituyan la pieza faltante, dibujen el mapa del sentido y nos recuerden los motivos de nuestro amor.

La misión es terrible, casi agónica. Quizá por ello, para muchos de nosotros, sea tan difícil. Probablemente para muchos sea más fácil negarla, y, en el peor de los casos, instalarse en la inercia de su miseria, la amargura rígida de quien no se desprende de su dolor, un apego a aquello que concordaba con él. Se trata de un duelo que aparentemente nunca acaba -hay quien decide asumirlo como un dolor infinito-, al que no se le permite acabar, un dolor que se mantiene vivo, al cual se le aviva (una máscara, una apariencia), para no dejar ir una vida que ahora es otra cosa porque ya no puede ser lo que era antes, o, por lo menos, no de la manera en la que lo era. Ahora se está ante la posibilidad de otra vida a la cual se le rechaza, a la cual se pretende renunciar, aunque ésta pueda ayudarnos a sobrevivir a nuestra pena.

No aceptar que así es, no comprender que ya no es posible ni mucho menos probable que esa vida vuelva a ser lo que era, por lo menos, de la misma manera. He ahí el egoísmo de nuestras aprehensiones. Renunciar a la efímera –aparente en ese sentido- armonía que nos daba lo concordante que se ha extinguido, de la misma forma en la que se comprende a través de la sensación la pertinencia del acorde en una sinfonía, para generar otra habitación de nosotros mismos.

Sin embargo, es más fácil juzgar que comprender y, hablando de armonía, como bien decía el filósofo de las espaldas anchas, “Las cosas bellas son difíciles”. En este caso, comprender esta dificultad como parte de la falibilidad a la que tiende la inconmensurabilidad de la vida (profundidad del logos del alma), y la difícil habitación de nuestro dolor que nos demanda. Probablemente no hay manera de completar dicha misión sin tal extravío. ¿Qué es el dolor sino egoísmo?, ¿no tendrá el egoísmo-sin negar su problematicidad– una necesidad concordante con la profundidad del logos de nuestra alma y, por lo tanto, un carácter racional?

Lo triste es la renuncia a la búsqueda del sentido ante la incompletud de la discordancia que ha surgido. El verdadero extravío, entonces, no está en la posibilidad de permitirse el sufrimiento hasta sus últimas consecuencias, sino en reprimirlo como instalación en el mismo, al grado de permitirse la plenitud de su inercia, su dominación, manifiesto en su negación. Ello nos lleva a una vigilia sonámbula, tal derrota sin la atención a sus signos posibles, posibilidades de reencardinación de nuestra trayectoria. Las materialidades concretas de un cuerpo que habla, la sensación. Apegarse a la luz inmediata de las apariencias, al no comprender la pertinencia de su logos en nuestras vidas.

Superar dicho estadio requiere de renuncia, no permitirnos la inercia de las apariencias, la incomprensión de una eternidad que no es ajena a la finitud, lo impredecible de lo posible y lo probable, ante las cuales nuestro lamento manifiesta nuestro apego en fenómenos como nuestras expectativas. Renunciar a la luz aparente de lo inmediato y permitirse la fugaz ominosidad de la alegría que yace en el seno del abismo, nosotros mismos. Toda comprensión de todo lo que nos es posible y probable comprender, es comprensión de nosotros mismos.

Lo Discordante, aparentemente, es más complejo y, al mismo tiempo, aparentemente más fácil de entender. Aquello que causa discordia produce animadversión. Es algo que está fuera de lugar, que no corresponde y que, por ello, manifiesta en su relación con aquello a lo que se opone, falta de armonía, impertinencia, desproporción. Suele ser objeto de evasión, negación y desprecio. Resulta desagradable y, por la supuesta incapacidad de pertenencia y pertinencia que se le ha adjudicado, parece ajeno y, por lo tanto, extranjero. Es el problema, la anomalía, el defecto, el mal a vencer y a destruirde una lógica de la identidad.

La discordancia se genera cuando no se logra la concordancia. Como ya hemos visto, es el caso del duelo ante la ausencia. Lo discordante evoca la ausencia de lo concordante, aquello necesario o la necesidad que logre armonía. Lo discordante es la presencia opuesta (el negativo) que recuerda a aquello que suprime la necesidad, por lo tanto, capaz de la apariencia de lo imposible: la herida y subsanar lo lastimado de manera reversible -¿es el tiempo reversible desde nuestro estadio aparente?-; la carencia y su necesidad de satisfacción de manera permanente, no hay tales ante lo concordante sino aparente armonía. Por ello, lo discordante se rechaza de facto,hasta su exterminio si es necesario Lo discordante supone un conflicto desde su mera emergencia, lo cual tiende a acrecentarse si su presencia se vuelve constante. Sin embargo, nuevamente, es la comprensión lo que puede evidenciarlo como una apariencia,y el prejuicio lo que lo condena a la identidad de “lo discordante”, a través de la estigmatización a la que tiende una lógica de tal tipo.

Por lo tanto, dependiendo del caso, el fenómeno y su circunstancia, todo lo aparentemente entero puede no ser entero y todo lo aparentemente no entero puede ser entero; todo lo aparentemente concordante puede ser discordante y todo lo aparentemente discordante puede ser concordante; todo lo aparentemente consonante puede ser disonante y todo lo aparentemente disonante puede ser consonante. He ahí la Conexión. Somos uno y lo mismo, la armonía inaparente es mejor que la aparente, como ahondaremos en otro lugar.

Aparentemente parece más fácil hablar de “lo consonante”. Sin embargo, la consonancia nos remite a lo sonoro, a la concordancia y compatibilidad capaz de generar la entera unidad de una armonía, la de aquello que, con proporción y medida, pertinentemente suena con lo demás. Una voz adecuada, un sonido que cohabita armoniosamente con lo demás, tanto en su singularidad como en su pluralidad, al grado de que, entre todos, se constituye una armonía.

La imagen demasiado perfecta -en el sentido de acabada– de la esfericidad de un cosmos, si nos ponemos pitagóricos, y, por lo tanto, la de su pertinente vibración, la de los cuerpos y, por lo tanto, su atomicidad. Una relación musical o, mejor dicho, una música cuya escucha, la de su medida y proporción, nos armoniza por ser parte de ella. En ello yace la atención al logos. Radica en nuestra afinación como armonización de nuestro oído para ser afines a dicha música. Sintonizarnos con la transmisión de dicha armonía y lograr su lectura, su comprensión. Dar cuenta que su afinación posee racionalidad (logos)y, en la comprensión de su justicia, medida y proporción, el resultado de la misma es la constitución del gozo liberador,la misma comprensión de la complejidad del logos,cuya armonía habitamos. Por ello, el logos implica su armonía no aparente (una armonía que no aparece, tendiente a lo invisible y al ocultamiento), al grado de que la desafinación de un alma bárbara o dormida -haciendo hincapié en las diversas posibilidades de somnolencia que significan nuestros estadios, habitaciones y deshabitaciones- pueden llevar a la misma a confundir, de muchas y diversas maneras, dicha música con disonancia. He ahí la necesidad de no permitirse tal inercia, la somnolencia opuesta a la comprensión como necesidad del logos, la razón que atraviesa todo.

Es entonces que nos confrontamos ante el inmenso problema de la disonancia. ¿Qué es la disonancia, en la medida en que ésta exige la comprensión de su necesidad, la justicia que dé cuenta de su proporción y medida en tanto que parte del todo? Podemos entender, en el sentido en el que hemos planteado la consonancia, a “lo no-entero” y a lo “discordante” como disonancias. Presencias o ausencia -dependiendo del caso- que son demasiado agudas o graves para el oído del cuerpo sutil que es el alma, al grado de lastimarla en el proceso fisiológico en el que consiste la habitación de nuestro cuerpo por parte de dichas sensaciones. Sin embargo, si ello no tiene como fundamento la comprensión de su necesidad, la medida y proporción de su logos, manifiesta dicho posicionamiento la irracionalidad del prejuicio. De ahí lo problemático que resulta lo aparentemente inmediato de la sensación de la disonancia.

Ello nos remite al tema del logos como palabra, la palabra como posibilidad de encuentro en lo común. La manifestación de la inteligencia (el logos) que en ella se manifiesta, y que también en ella puede habitar aunque nuestra palabra esté aparentemente desafinada, sin dejar de ser parte de la polifonía tan compleja e inconmensurable de dicha música, he ahí la profundidad del logos del alma.

Y, sin embargo, ¿cuándo nuestra palabra está desafinada? ¿Cuándo no suena bien?, ¿cuándo suena tosca y poco elegante? En términos muy llanos, cuando no tiene razón, o sea cuando no tiene logos y, por lo tanto, no es virtuosa. ¿Cuál es la palabra consonante y virtuosa?, ¿la que tiene razón? La palabra virtuosa es la que es logos, la palabra de lo común, la de la vida, no la de las apariencias y sus insalvables lejanías y distancias cuando están deshabitadas por un logos que no intentan habitar y que, por lo tanto, no las habita (toda habitación es mutua). Por ello, también es posible que el artificio no sea disonante si es habitado por la necesidad que significa el logos, lo común de nuestra razón. De la misma forma, las palabras más simples y someras pueden estar llenas de vida y, por lo tanto, cercanas a la verdad. Me pregunto, ¿quién podría hablar “mal”?

¿A cuántos no hemos callado por la ceguera irracional de nuestra alma, comprometida con la apariencia y convención de nuestros artificios? Una relación, sin medida y proporción con la palabra, carente del esfuerzo de la escucha, la escucha del logos,manifiesto en la prudencia de nuestra racionalidad. ¿A cuántos no hemos dejado de escuchar en nombre de la aparente comodidad que significa tal poder-sujetador? La pereza mental de no cuestionar nuestros prejuicios, ir más allá de ellos para escuchar a los demás (habitar lo común), para hacer el esfuerzo y el intento de comprenderlos, ese intento llamado virtud. ¿No es la inercia de tal pereza semejante a la de la caída de la roca que ha sido aventada por la mano de alguien o la del entierro de la planta que sólo tiene la posibilidad de permanecer en dicho estadio para conservar su vida, acechada por la movilidad del mundo que la rodea? ¿No es tal permisible negligencia más bárbara que aquello que, muchas veces y de la manera más grosera, es juzgado y prejuzgado como bárbaro?

La disonancia es incómoda porque habita la profundidad que significa la inmersión estremecedora en nuestro oído, el cuerpo se contrae por la inmediatez de su sensación, se comprime queriendo acorazarse, generar un escudo impenetrable ante lo que no se quiere oír, las manos también hacen lo que pueden durante dicho fenómeno. Tapan los oídos y, dependiendo de la intensidad del sonido, estos fallan o lo logran. Dicha contracción pareciera intentar expulsar la disonancia, lograr que abandone nuestra sensación.

Como bien sabía el Pseudo Dioniso Aeropagita, así como hay silencios sonoros, también hay silencios del pensamiento y del alma, silencios de la sensación, que remiten a la necesidad lógica de estadios como la contemplación a la que invita la inactividad. También lo sabían con claridad tanto Pirrón de Elis como los escépticos. De hecho, podríamos concebir a la inactividad como el silencio lógico, un silencio atento, escucha del logos-naturaleza (animalidad), manifiesto habitante en todo y de todo, incluyendo nuestra sensación. Si es el caso, hay disonancias tan profundas que no se escuchan o parecen no escucharse, memorias de nuestra sensación. Atender al logos implica la responsabilidad de saber ante qué nos estremecemos, qué aparentes disonancias habitan nuestra sensación y qué tanta medida y proporción tienen como para ser consideradas como tales por nosotros mismos. La justicia de comprender la palabra de nuestros compañeros de lo común empieza por comprendernos a nosotros mismos, eso es música.

I.- Encuentro

Tengo muy presentes varias de las magníficas clases del doctor Enrique Hülsz acerca de Heráclito de Éfeso, un filósofo de sus más profundas pasiones y dedicaciones, y en cuyo trabajo acerca de él manifestó sus más arduos rigores y compromisos. Eso es mucho decir sobre un autor, verdadero filósofo y hombre de profundos pensamientos, que siempre asumió todo lo que tenía que ver con la filosofía, especialmente todo aquello que tenía que ver directa e indirectamente con la filosofía griega, con total entrega y constancia. En una de estas clases nos comentaba que el epíteto de “El oscuro”, adjudicado al importantísimo presocrático, le parecía, más que una justa descripción de la obra de dicho referente, una manifestación de la incapacidad de sus lectores para comprenderlo. Más allá del aparente chiste que ello significaba en el ambiente ameno de sus clases, me parece legítimo y pertinente pensar de tal manera dicho posicionamiento histórico ante las narrativas alrededor de la vida y obra de tan gran pensador.

Sin embargo, con suma humildad, creo que pensar la aparente oscuridad de Heráclito entraña un importante aspecto de la comprensión y aproximación a dicho filósofo, paradójicamente. Es impresionante la claridad y musicalidad de los fragmentos heracliticos (adjetivo acuñado por otra gran autoridad del estudio de la filosofía y de la filosofía griega, Angel J. Cappelletti), al igual que la unidad fractal y correspondiente de los mismos y entre ellos. La coloquialidad y cotidianidad de su lenguaje (según su contexto y según los verdaderos expertos), nos remite a la profundidad de su enigma y, a su vez, da cuenta de esa oscuridad a la que, me parece, varios se refieren, la profundidad detrás de la apariencia de sus palabras, la aparente sencillez de las mismas. Ello, desde mi humilde lectura (para nada experta ni dotada de los recursos de la filología como lo sería la de una verdadera autoridad en los estudios de la obra de “el oscuro” -insisto-) me remite a la inconmensurabilidad de la cual trata de dar cuenta el discurso de Heráclito, el enigma de aquello ante lo que está la inteligencia ígnea de este gran poeta del pensamiento, nada más y nada menos que la naturaleza, el cosmos.

La oscuridad como inconmensurabilidad es habitación, nuestro estadio en el enigma, en la sensación como plena experiencia –sublime experiencia– de la magnitud del cosmos ante nuestra finitud. Ese descenso es el autoconocimiento, el sendero del hombre sabio que afina su atención ante la oracularidad de los signos de un lenguaje concreto, cuya atención entraña todo en cada uno de sus elementos. En ese sentido, la comprensión de tal inasible e inaprehensible oscuridad es el principio de la sabiduría. Su habitación, una habitación de lo común, una habitación del cosmos. Es el estadio de la comprensión y, por lo tanto, de su abraso. No es ningún problema como lo sería para una lógica de la identidad que tiende a mutilar la complejidad de la habitación de nosotros mismos, cuerpos vivos, capaces de la sensación que completa el pensamiento, y la plenitud de dicho estadio. Estamos ante una lógica de la semejanza, capaz de aproximarnos asintóticamente -no puede ser de otra manera- a la verdad del sentido de nuestra habitación y lugar como parte del todo (Hen Panta einai…).

            El querido doctor Hülsz para nada era ajeno a la claridad de dicha comprensión (valga la paradoja). Por ello en su magnífico texto cumbre sobre Heráclito (el cual antes de ser propiamente un libro fue su tesis doctoral), Logos: Heráclito y el origen de la filosofía, nos habla del concepto de problema (πρόβλεμα), acuñado por la cultura griega. Se trata de todo fenómeno en el cual se manifiesta nuestro asombro o incertidumbre ante un fenómeno que, aparentemente, manifiesta una correspondencia legítima con el mundo. Una aparente armonía que nos resulta problemática. Sin duda ello nos remite a una vieja y muy en desuso definición de la filosofía que, sin embargo, manifiesta su pertinencia, la pertinencia de lo común y su relevancia, la filosofía como análisis de lo obvio. La invitación a rasgar la luz que define a lo aparente, al grado de delimitarlo, para intentar ver lo que su velo no nos permite ver, al incendiar la completud de las imágenes que se proyectan sobre ella, su profundidad. Sólo para darnos cuenta de que su fondo inasible y la inaprehensibilidad de su certeza, paradójicamente, dan cuenta de una legalidad común que nos atraviesa, al grado de posibilitar, tanto nuestra inteligencia e inteligibilidad, como la de la diversidad de fenómenos que integran al mundo que compartimos con ellos y en el cual nos encontramos. Queda aquí este humilde elogio de la oscuridad, y su invitación a pensar la profunda complejidad de la ley, y la manera en la cual ésta se manifiesta en nuestras acciones, relaciones, convivencia y, al final de cuentas, habitaciones de lo común:

8

…y acerca de estas mismas cosas, investigan de forma más elevada y más acorde con la naturaleza, Eurípides diciendo que ʻla tierra reseca ama la lluvia, y el cielo sagrado, lleno de lluvia, ama caer a la tierraʼ, y Heráclito [que] ʻlo contrario es concordanteʼ, y ʻde los diferentes [surge] la más bella armoníaʼ, y ʻtodas las cosas suceden por la discordiaʼ. Y al contrario de ésos, otros, en especial Empédocles: pues [dice que] ʻlo semejante desea a lo semejanteʼ.

R (Aristóteles, Eth. Nic., Θ 1, 1155b 4)

Difícil resulta no pensar en definir qué es un contrario. Desde las posibilidades de una lógica de la identidad, podemos pensar al mismo como un opuesto, sólo en una primera aproximación desde el ejercicio de intentar un orden o, mejor, una metodología. El opuesto corresponde con su contrario, en la medida en que se ve ante él, en la medida en que hay una relación de dicho tipo, correspondiente. De manera semejante, podemos pensar en nuestro reflejo ante un espejo. La mayor parte del tiempo (por fortuna) no podemos ver nuestro reflejo ante un espejo. Alguna vez, en un seminario sobre poesía, Josu Landa nos explicó qué significó la posibilidad técnico-mimética que ello representa. Tener una claridad de nuestro reflejo y su contemplación es una conquista tecnológica que ha llevado largos procesos de perfeccionamiento que hasta ahora logran su ansiada nitidez. El reflejo de sí mismo de parte de un antiguo era todavía algo opaco, nebulosos o, simplemente, parcial y diferido, cortado por las intermitencias y accidentes del soporte de dicha experiencia. Probablemente una de las mejores opciones para ello era el acceso a aguas cristalinas como las de la naturaleza -probablemente menos habitada y dominada por nosotros en aquellos tiempos- como nos lo indica el famoso mito de Narciso. El ser humano tuvo a su primer espejo en su entorno, aquél que hizo paisaje de sí mismo, el mundo. Una complejidad opuesta y contraria a sí, una adversidad y, desde la ilusión del yo, probablemente un adversario. Por ello, ante el arrobamiento que causaban tales potencias, como ya muchos han teorizado, optaron por la humildad del culto a las mismas, generando las importantísimas poéticas de las cuales hoy en día podemos hablar como referentes de nuestra cultura.

            Sin embargo, lo contrario o el contrario implican la propiedad de cualidades que implican una relevante diferencia no necesariamente geométrica o, mejor dicho, no necesariamente simétrica. Una simetría no necesariamente correspondiente y exacta, aunque imposible de ser radicalmente diferente -desde una lógica de la identidad- en tanto que ello implicaría su ininteligibilidad y, por lo tanto, su incapacidad de ser parte de nuestra experiencia. En ello, desde el horizonte en el que lo pensamos, radicaría lo irracional y, a su vez, podemos asumirlo como el referente de todo aquello que pierde sentido y, por lo tanto, densidad ontológica. Todo aquello que es irracional en tanto que tiende a dicha desvinculación con lo común, haciendo de lo privado una categoría problemática que refiere a lo lábil, en estos términos insisto, de una lógica de la identidad.

            Es entonces que, en tanto que fenómeno, podemos hablar de todo aquello que signifique dicho estadio, en la medida en que es inteligible y, por lo tanto, elemento del mundo. A pesar de que su diferencia nos demanda su comprensión porque la aproximación en la que consiste su impresión en nosotros inaugura nuestra relación con el mismo. La mera exclusión sería racional desde una lógica de la identidad por su falta de correspondencia con la razón. De igual manera sería el esfuerzo sutil de comprensión que significa la aproximación crítica ante dicho fenómeno, un intento de ser estricto con la racionalidad que asumimos como pauta o, mejor aún, criterio. Ello vuelve problemática a la mera exclusión, en caso de que la misma -por más correspondiente que parezca con la racionalidad a la que refiere- caiga en la irracionalidad que implica la arbitrariedad negligente de no permitirse el rigor del análisis racional del fenómeno ante el que se encuentra.

            Sin embargo, he aquí cuando la razón se confronta con sus límites, como bien lo advierte Kant en la Crítica de la razón pura, y genera prejuicios (irracionalidad) ante el fenómeno de lo contrario. Las posibilidades de acción antes expuestas se evidencian problemáticas en la medida en que pueden resultar (insisto, desde una lógica de la identidad) irracionales porque no son legítimas ante cualquier circunstancia. Puede ser muy prudente la exclusión como forma de cuidado y contención ante una circunstancia, al igual que puede ser imprudente el rigor analítico ante determinados fenómenos que exigen acciones concretas e inmediatas debido a la urgencia de los fenómenos que las demandan. De la misma forma, las acciones contrarias en las circunstancias opuestas a tales posibilidades antes mencionadas, en sus respectivos casos, resultan irracionales y racionales, como ya hemos mostrado. Ello da cuenta de cómo, desde una lógica de la identidad, los contrarios se complementan al manifestar condiciones de necesidad y suficiencia en relación con el todo que integran. Sin embargo, si tales posibilidades se complejizan y problematizan al depender de circunstancia por el carácter multifactorial de las mismas y por estar, muchas veces, integradas por más de una situación y sus respectivas disyuntivas, no hay una sola posibilidad de acción representada en las mismas.  Por lo tanto, en sentido estricto y desde la racionalidad de una lógica de la identidad, no pueden ser reglas ni mucho menos normas apodícticas. En esta (aparente) dislocación implicada en la dinámica de lo contingente -he ahí la nociva pretensión de imponerle nuestra legalidad privada a la naturaleza-, aquella en la que se manifiesta el movimiento de la vida, se abre la necesidad prudencial de una lógica de la semejanza.

            Por ello, ubiquémonos en contexto lo mejor posible, en el contexto de comprensión del propio filósofo efesio, porque, como bien dice en sus clases Josu Landa, “sin contexto no hay sentido”.

            Si para Heráclito lo “contrario es concordante”, como lo señalan aquellas palabras identificadas como integrantes del discurso del filósofo efesio, podemos asumir que para Heráclito lo contrario es común, parte de todo aquello que remite al mismo y, por lo tanto, también es racional y correspondiente con el logos. Es racional que haya contrarios y que sean parte de la legalidad de la dinámica vital en la que lo común se manifiesta. Ello le da a lo contrario una relevancia y, en esa medida, una pertinencia en nuestras relaciones. Ello confirma su necesidad y, con base en ello, su densidad ontológica, su racionalidad.

            Lo contrario concuerda y, por lo tanto, es racional, es parte de la unidad y proporción de lo común. En tanto que es una parte proporcional de la unidad, manifiesta su legalidad en la relación armónica que significa la proporción del todo con sus partes. Lo contrario, por lo tanto, participa de la belleza de lo común. Concuerda en la particularidad de su legalidad en tanto que ente único signado y determinado por lo particular de su singularidad y, por lo tanto, en dicha inteligibilidad también manifiesta su necesidad y comprensión ante el asalto que, desde la descripción que significa su concepto, significa su evento o acontecimiento. El sobrecogimiento de aquella aparente ruptura de lo contrario en relación con una identidad es tan sólo un choque entre fenómenos semejantes y sus respectivos referentes. Negarlo sería tan irracional como negar la diversidad de los fenómenos de la naturaleza. En este pasaje Heráclito nos da cuenta de la complejidad de lo común y de lo contrario como habitación probable y posible del mismo.

            Y, por ello, no resulta nada impertinente la paráfrasis contenida en el mismo pasaje en el que se halla el fragmento del efesio antes citado, “de los diferentes surge la más bella armonía”. Ello, haciendo el matiz -he aquí un ejemplo de la lógica de la semejanza- de que, desde la perspectiva de Heráclito, la diferencia no es tal, en tanto que es aparente y, por lo tanto, al implicar una incomprensión, tiende a la irracionalidad que ésta implica. En el pensamiento de Heráclito no hay lugar para la diferencia en tanto que ésta es imposible porque implicaría la convivencia entre dos inteligibilidades igual de necesarias y suficientes y, por lo tanto, dependientes y determinadas. Por ello, no podrían ser principio como lo es el logos.

La diferencia es legítima como mera apariencia, una faceta del logos, una manifestación de la diversidad de su posibilidad y probabilidad, la posibilidad y probabilidad de lo común, de la misma manera en la que el fuego cambia de aroma al mezclarse con una diversidad de inciensos. Esto es muy importante, no hay comunidad sin el encuentro entre lo diverso, los elementos delimitados y significados por su singularidad. Por lo tanto, no hay comunidad sin encuentro. No hay encuentro de lo único y, por lo tanto, no hay encuentro en aquello que tan sólo posee su identidad. Se trata de una inteligibilidad que no puede referirse sino a sí misma, al grado de que dicha referencia sería imposible porque no hay hacia donde o hacia qué conducir una sensación y/o pensamiento, evidenciándose imposible dicha trayectoria. El encuentro se da entre aquellos que comparten, aquellos que comparten lo común -la habitación de una misma inteligibilidad que hace posible su encuentro, vinculación y comunicación– y que se distinguen por una singularidad dinámica que llanamente podemos llamar diferencia, la cual, por su inmediatez, tan sólo es lo que aparece, apariencia. Es por ello que, en tanto que el encuentro se lleva a cabo en lo común, todo encuentro también es un encuentro con nosotros mismos. La aparición como inteligibilidad da cuenta de su legalidad, en tanto que elemento de la unidad de lo común. Unidad, por lo tanto, del acontecimiento mismo como suceso integrante de dicha unidad de la que participa como fenómeno.

Estamos ante una dinámica, movimiento, animación y, por lo tanto, vida. No hay vida en lo que no es capaz de lo común y, por lo tanto, en aquello que no es capaz del encuentro. La identidad tiene la rigidez de la muerte, entendiéndola como tendencia al cese aparente del movimiento. La identidad no es dinámica sino monolítica -o en apariencia monolítica por su tendencia a la rigidez– porque no es capaz de establecer vínculos y relaciones, al grado de llegar a negar la necesidad de los mismos (o tender a ello), incluso en el caso de aquellos que le son inevitables, evidenciando así su instalación en la apariencia irracional de lo diferente. En oposición a ello, lo común y sus habitaciones dan cuenta de una armonía, la belleza inconmensurable del hogar al que su naturaleza la dispone y, por lo tanto, de su música, un lenguaje secreto que suele ocultarse. El de este hogar que, por lo tanto, también es cosmos manifiesto en la contrariedad vinculante de sus singulares apariencias, habitaciones de lo común, atravesadas por la inconmensurable profundidad de la ley que propicia nuestro encuentro.

Las alas del cielo

A Nim Datia Arcos Garduño y a su bebé que está por nacer,

 por recordarme que la vida es invencible.

“Al que todo lo pierde le queda Dios, todavía”

Arthur Schopenhauer

Según Lisa Simpson la palabra “crisis” en chino significa también oportunidad. Al respecto Homero, su padre, le dice, “sí, oportuncrisis”. Investigué al respecto en esa fuente tan confiable que es google traductor y me salen dos resultados. “Crisis” en chino (tradicional) se dice: Wéiji y “oportunidad” se dice Jihuí. Tratando de darle el beneficio de la duda a Lisa Simpson, busqué en la opción de “chino (simplificado)”. “Crisis” en chino (simplificado) se dice: Wéiji y oportunidad se dice Jihuí. A pesar de que estamos ante una licencia poética, me quedo con la afirmación de Lisa Simpson y con el concepto de su padre, crisis como oportunidad y “oportuncrisis”.

El mundo empezó a estallar desde que nació al igual que el cosmos, desde entonces no ha dejado de hacerlo. Algunos le llaman devenir, una danza, una música, que manifiesta su lenguaje secreto, aquél que hay que atender en tanto que palabra que suele ocultarse, logos se decía en la lengua de nuestro abuelo efesio. Por ello, resulta linda la metáfora la del big-bang. Ésta no es la imagen perdida de un suceso más del montón de datos que creemos parte de algo tan insignificante como la historia de los hombres. La actitud de tal concepción refleja el narcisismo de creer que nuestra historia es lo más importante que ha ocurrido desde siempre. Por supuesto que es importante porque nos atañe, es importante para nosotros y de ahí lo pertinente de su atención. Sin embargo, tal importancia evidencia la necesidad de asumir la responsabilidad de que su influencia en nuestra vida sea con medida y proporción. En el caso de los hombres, con justicia. ¿Qué es nuestra historia ante la eternidad? Esa es la gran lección, no es que la vida continúe, es que jamás ha dejado de ser y detenerse, no tiene por qué esperarnos.

 Dicha imagen -superando el prejuicio historicista de la definición arbitraria e imposible de un origen- resulta una metáfora de lo que no ha dejado de ocurrir y acontecer ante nosotros, en la sutileza de toda apariencia y su correspondiente invisibilidad, la vida y, con ella, la dinámica de todo lo que habita al habitarla.

Hemos llenado nuestro mundo de baobabs y ahora tememos que en cualquier momento estalle. Lo cierto es que, desde antes de que apareciera el hombre y sus baobabs, el mundo seguía estallando, aquello que algunos físicos han descrito como la expansión del universo, del cual nuestro planeta no dejará de ser parte, aunque acabe reducido a un cinturón de asteroides. La explosión ha durado millones de años. La diferencia es que los autoproclamados hijos de Dios quieren ser como su padre y hacen las cosas como pueden y de prisa, como un niño diría nuestro abuelo efesio. Imitan lo imposible de imitar y aceleran los procesos naturales, precipitando la destrucción de todo aquello que los atraviesa (ahí está la pobre oveja Dolly). Catalizamos lo que sabemos desde un principio incontenible. Queremos crear la misma vida que a la materia le llevó millones de años llevar a cabo, los mismos que ha durado su expansión. ¿Cómo no esperar que el mundo no nos explote en las manos?

Nos han hablado siempre de la gran capacidad de artificio característica del hombre, la posibilidad, incluso lúdica, de exploración y experimentación. No podemos negar eso tan importante, anularnos sería mutilar parte de lo mejor de nosotros mismos. Sin embargo, ello nos exige prudencia, la sabiduría a la que hemos renunciado a favor de una temporalidad rutinaria y lineal que defiende la apariencia del progreso y sus incalculables efectos secundarios. Necesitamos recuperar la humildad de sabernos parte del cosmos y dejar de ser hijos de Dios.

 Una gran actriz argentina, Cipe Lincovsky, cuenta que un excombatiente de la Segunda Guerra Mundial le regaló un medallón que tenía el siguiente poema:“Dios, no te voy a pedir lo que todos te piden porque seguramente de eso no te queda nada./ No te voy  a pedir la tranquilidad del alma ni la del cuerpo, ni siquiera la fortuna, ni tampoco la salud./ Eso te lo piden tantos que seguramente no te queda nada./ A mí dame lo que te sobra, lo que se te rechaza./ Yo quiero la intranquilidad y la tormenta;/ la insatisfacción y la pelea y dámelo para siempre, que yo esté segura de tenerlo para siempre,/ porque no siempre tendré el coraje de pedírtelo de nuevo.” Sin duda hay quien aprende a morir antes de hacerlo. Cuenta Sophie, la querida hermana del gran compositor austriaco, que los últimos suspiros del genio fueron “como si hubiera querido, con la boca, imitar los timbales de su Requiem”. Al igual que él, hay que aprender a escuchar nuevamente la música del cosmos, su lenguaje secreto, para volver a ser parte de su armonía y olvidar para siempre el compás de la fuga en la cual nos hemos perdido, no será necesario tal obstáculo si hacemos el esfuerzo de volver a estar en nosotros mismos, en el cosmos. Estamos ante la oportunidad de la crisis -la oportuncrisis-, la oportunidad de crecer. Antes de que el mundo estalle, todavía podemos aprender a caminar entre baobabs.

La canción del alma

Continuamos la exploración del relato que hace Sebastian Junger de uno de tantos rostros de lo humano como lo es el de la desnudez de la carencia cuando ésta habita la naturaleza demandante de un cuerpo. La metáfora constituida por un conjunto de narraciones históricas nos ofrece dicha imagen, nos remite a la aspereza de la guerra y a la relevancia de la cotidianeidad de un combate naturalizado en todos los aspectos de la circunstancia inmediata de un soldado en cada una de sus prácticas y actividades diarias, como ahondaremos más adelante, cada detalle de la misma se convierte en un asunto de vida o muerte.
Una vida que no tiene principio ni fin por la omnipresencia de la incertidumbre tan sólo es continuidad. Está partiturizada por el compás de aparentes discontinuidades, en este caso preámbulos, contemplaciones y repliegues estratégicos que invitan al dominio, instantes de suma emergencia y contingencia que invitan a una inesperada alegría, terriblemente espontánea, en la que la oportunidad de tal presencia es apreciada con tal compromiso que se vuelve sumamente aprovechada, intensamente vívida y vivida: “El valle de Korengal viene a ser el “Afganistán” de Afganistán: demasiado apartado para conquistarlo, demasiado pobre para intimidarlo, demasiado independiente para sobornarlo. Los soviéticos nunca llegaron más allá de la entrada del valle y los talibanes ni siquiera se atrevían a entrar.” El testimonio anterior nos ofrece una postal del lugar donde se encuentran los protagonistas de nuestro relato. “Una postal del infierno” sería lo fácilmente afirmado por las inteligencias más burdas tendientes a estigmatizar a lo monstruoso por rebasar su experiencia, la comprensión de la que sus cuerpos son capaces. Seres rebasados por la complejidad de la profunda penumbra que columbran, el problema (próblema) del misterio que es el hombre.
A pesar de lo anterior, también es la postal de un hogar para quienes han hecho de tal paisaje algo semejante. El hogar está donde se encuentra el corazón y el latido del mismo son los afectos, la familia, con quienes compartimos la tristeza del duelo y la alegría emergente de los momentos tan únicos que llamamos “eternos”, un tiempo que brota, nos dice Bachelard, indeterminable, único y de afortunada y ambigua volátil variabilidad, como la emergencia del afortunado verso por parte del poeta durante la subversiva torcedura que implica la plenitud de su momento de creación, momento de armoniosa relación consigo mismo en tanto que parte del cosmos.
Desde tal comprensión puede surgir el darse cuenta del carácter aparente de la soledad. No hay soledad en el paisaje porque es habitable o no es paisaje, al grado que incluso nuestro dolor es una compañía, una habitación de nosotros mismos, digna de contemplación, recurso de templada actividad tendiente a la quietud, capaz de ser una puerta hacia la comprensión, madre de la serenidad como bien afirman los cínicos, estoicos y epicúreos.
Estos hombres están rodeados de La materia cuya sensibilidad habitante de sus cuerpos confirma la vida que los atraviesa y constituye, la vida de un cuerpo dispuesto al vínculo con lo inmediato desde la más básica conciencia sensorial que implica su existencia como presencia en dicho paisaje a través de su proxemia. Estamos ante el paisaje de la adversidad que demanda en situaciones extremas rebeldía, y en situaciones no tan distantes un arte, el de constituirnos para ser la habitación de nosotros mismos a través de la relación con la aparente desolación de tal paisaje. Es ahí cuando se da el encuentro consigo mismo por parte de quien se ve como el animal que bebe de la fuente de su vida, la sublime experiencia de su destino: “Un pelotón, por lo general, está integrado por ocho hombres más un jefe, y esos ocho soldados se dividen en dos unidades de fuego, denominadas “alfa” y “bravo”. En un pelotón de armas de apoyo, cada unidad era responsable de una ametralladora pesada M240.” Un hombre describe las herramientas para su sobrevivencia, instrumentos de cacería, la presa es la vida. Un hombre en busca de otra clase de alimento, lo que nutre y sostiene la vida y su existencia. Tal posicionamiento exige la logística necesaria para garantizar el éxito de la misión que, para ellos, no es sólo el objetivo buscado u ordenado sino el regreso a casa que le da sentido a todo, lo más importante.
Dicho territorio es “demasiado apartado para conquistarlo”. Nos habla de su inaccesibilidad, de su aislamiento. Podemos imaginar un ámbito cerrado por una muralla de dificultades que posibilitan la magnitud de su vida, su desempeño y dinámica. Un sitio ajeno a la novedad, a lo poco familiar que esta resulta. Podemos inferir que el peligro es no estar lo suficientemente preparado cuando ésta llegue. La problemática invasión de un cuerpo vivo. En este caso la apariencia es la supuesta certeza del resguardo descrito, siempre es posible la novedad, incluso su más radical acontecimiento. Resulta indeterminable su probabilidad en tanto que siempre es posible. Las condiciones para ella y sus consecuencias jamás están del todo negados. Dado lo anterior, ¿la aparente quietud de toda paz no resulta problemática? ¿No es ello una apariencia? Puede ser muy duro el cambio, la aceptación de la misma implica el duelo de lo que creíamos. Quizá siempre sea bueno estar preparado para la novedad en la medida de lo posible, así, quizá, podríamos desapegarnos de la apariencia de nuestra paz y todo lo que supuestamente implica.
Probablemente se trató de probar e invertir infraestructura para habitar lo aparentemente inhabitable, crear las condiciones para hacer de la adversidad un hogar. ¿Puede no dejar de ser así en el caso de un ser humano? Lo que los soviéticos no lograron y lo que desafió la voluntad de los talibanes en su momento ha sido consumado en una compleja y difícil habitación. Ha sido ocupado a través de un uso estratégico de la inteligencia, capaz de dinamizar, por medio de la tecnología, un cálculo óptimo de la fuerza de un grupo de hombres hasta alcanzar el mejor de sus resultados según lo planeado.
Se abre un porvenir de manera semejante a la cual el hombre lo hace cuando domina a la naturaleza, a pesar de lo indeterminable e incalculable de sus efectos. Es ante tal posibilidad lo que la demanda por parte de nosotros mismos, en el mejor de los casos, un posicionamiento a favor de nuestra prudencia, un acto de virtud. Se evidencia claramente tal necesidad a pesar de que la magnitud de la circunstancia nos rebase. Vemos como el dominio implica un dominio de nosotros mismos, una relación adecuada que comprenda la ley, el logos, de nuestra vida. Quien desea ir en contra de la ley, del logos, va en contra de la naturaleza y, por lo tanto, va en contra de sí mismo. No es capaz de habitar la ley, de habitarse así mismo y, en esa medida y proporción, habitar la naturaleza, ser parte de ella y su comprensión, he ahí el dominio que se opone a la barbarie de la dominación.
Con cierta pertinencia habrá quien dirá, “Sin embargo, ¿no dice el sabio efesio que los dormidos participan del logos?” Así es, y, de hecho, en tanto que tal posibilidad de bárbara dominación (algoi) es parte también de la dinámica cósmica de la materia es necesario comprenderla en el sentido más profundo, amplio y pleno de la palabra. Por ello, porque nuestro carácter racional, ese Ethos que es nuestro destino, evidencia la ineludible responsabilidad implicada en la conciencia de toda racionalidad, lograr nuestra virtud consiste en lograr el dominio de la armonía -sintonía y afinación- en la que consiste el logos, en tanto que parte correspondiente del mismo.
Lograr la habitación virtuosa, la armonía, con aquello y aquellos con los cuales compartimos la vida. La guerra desafía la manera tan trivial en la que generalmente entendemos la vida. Sin comprender lo paradójico de nuestra condición humana y, por lo tanto, de nuestra libertad -como bien advierten los estoicos, grandes herederos del sabio efesio-, habitamos el mundo haciendo de él un difícil cosmos privado como si fuera ajena nuestra ineludible animalidad. Cedemos a la somnolencia y no vemos los matices posibles en relación con lo que realmente sabemos de la vida, probablemente por ello nos cueste tanto trabajo entender la guerra.
Sin juzgar, sólo intentando comprender, me permito las siguientes preguntas. ¿Es lo mismo una guerra que una invasión? Pienso, por ejemplo, en el caso de un pueblo que requiera satisfacer sus necesidades a costa de vulnerar la vida de otro pueblo saqueándolo y tomando la propiedad del mismo -propiedad, en un sentido muy antiguo y tradicional de la palabra. Ello, como llegó a ocurrir de parte de los pueblos celtas del norte de Europa, implicaba la sumisión de la voluntad del adversario, una narrativa del enemigo, la generación de su imagen -una imagen que puede ser susceptible de odio al grado de abrir la posibilidad de un exterminio ante la necesidad de este último, por ejemplo-, que permitiera fenómenos como la territorialización de la intimidad del invadido a través de la violación de sus mujeres, siendo también objeto simbólico de la sumisión y derrota de la virilidad de un pueblo conquistado, un acto simbólico de castración.
La legitimidad de tal acto puede inferirse por parte del invasor en relación con la debilidad del pueblo conquistado ante su incapacidad de defenderse, lo cual legitimaría también su servidumbre. En un contexto actual, sin dejar a un lado lo problemático de las inferencias antes hechas y sin hacer juicio alguno, insisto, con la intención de comprender la complejidad del fenómeno de la guerra para no caer en una burda denuncia de la misma, ¿podríamos hablar de una legitimidad semejante en el caso de una invasión dispar por parte de un Estado-Nación o una Dictadura? Ello, por supuesto, tomando también en cuenta la relación convencional que puedan tener desde su especificidad con el Derecho Internacional y su manipulación constante a favor de los intereses privados de los propietarios que lo atraviesan. Ante ello, ¿cuál es la legitimidad de una guerra defensiva? Todo lo dicho hasta ahora lo digo sin negar su terribilidad, aquello que llamaba Esquilo, deinotés.
¿Es lo mismo una guerra defensiva que una guerra de exterminio? Creo que muchos coincidiríamos en la legitimidad de la misma en tanto que acto de afirmación de la vida, legítimo derecho a cumplir el deseo de seguir viviendo, coincidente con la defensa de lo amado, ser amante, protector de lo amado, aquello que, en el sentido más anticonvencional de la palabra podemos llamar familia, los seres a los que brindamos la mutualidad de nuestros afectos. Alguna vez en una clase Josu Landa nos dijo, “Hay ocasiones en que la lucha es un deber”. Sin embargo, ¿qué pasa si, en términos estratégico y a favor del bien común -la vida de todos, por ejemplo-, es mejor ceder para proteger, para no exponer inútilmente lo amado a su pérdida? Ello también implica una acción de armonización, puede consistir una atención al logos. Sobre todo, si comprendemos, maquiavélicamente, a la política como la oposición geométrica de fuerzas entre cuerpos. También, por ello, está otro caso extremo, posible deriva de la inactividad, de una aparente pasividad ante el acecho de lo amado. ¿Qué pasa si lo mejor -aquello que puede constituir un bien común en situaciones tan adversas- es permitir el terrible y difícil sacrificio de lo amado? Ello puede implicar la superación de la enfermedad del ego -el yo cuando ya no es una apariencia preservadora de la vida- capaz de dar cuenta de la virtud de quien no está instalado en la somnolencia de un logos privado. Bien dicen que tanto la guerra como la política -la guerra como política al igual que la política como guerra-, en tanto que parte de la vida, también son un arte al igual que vivir.
¿Qué pasa con todo lo que implica la hiperprofesionalización tecnológica de la guerra, la cual también ofrece el asesinato a distancia de otros cuerpos sin una relación directa entre atacantes y atacados? No puedo negarlo, me resulta dolorosa la imagen de poblaciones enteras siendo exterminadas por armas enemigas desde la tremenda ventaja de la distancia incapacitante para cualquier contraataque, hay algo de perverso en la angustia de lograr dicha impotencia. Me viene a la mente el sufrimiento de un querido amigo yugoslavo, sobreviviente de la ocupación nazi, que tuvo que confrontarse con el hecho de que, después de la extinción de su país (referente de sus afectos más importantes), tuvo que reencardinar su comprensión de las cosas ante lo inminente de los bombardeos a Kosovo por parte de la OTAN… Sin embargo, ¿podemos descartar la posibilidad de que haya circunstancia alguna en la cual ello no sea una necesidad, resultado incluso de la preservación del bien común correspondiente con un legítimo sentido de justicia? Asumo el riesgo del posicionamiento que implica esta hipótesis, sé que, quizá, pongo en peligro a los demás, además de a mí mismo. Sin embargo, quizá por ello, por la posibilidad del peligro de la irracionalidad de una circunstancia de ese tipo, sea necesario pensarlo y hacernos responsables de nuestra violencia, hacernos responsables de nosotros mismos. Hay quien, con cierta legitimidad, podría decir, “¿no sería mejor no pensar o, por lo menos, no hablar de ciertas cosas?”. Honestamente, en algunos casos, creo que no. En mi humilde opinión, cierta clase de silencio ante ciertas circunstancias, siempre ha sido parte del problema de las mismas.
Todas estas complejidades se hacen más patentes desde que la guerra dejó de llevarse a cabo únicamente entre ejércitos profesionales para también involucrar a sectores de la población en el combate, sin negar que hay ejércitos no ortodoxamente profesionalizados pero sí lo suficientemente competentes como para combatir con efectividad, von Clausewitz lo reconoce al reivindicar el papel de la voluntad de un pueblo en la victoria del mismo ante dicha circunstancia. Tampoco, podemos negar que el involucramiento de la población en el combate sea algo nuevo de diversas formas, tanto en el ataque como en la defensa, al igual que en el hecho de haber sido abatidos por el mismo, como en el ejemplo que dábamos en relación con las invasiones de los antiguos pueblos celtas del norte de Europa. La comprensión de la guerra nos demanda la atención de estos matices. Por ello, lejos de juzgar llanamente cualquiera de estas posibilidades, me parece pertinente ponerlas sobre la mesa para pensarlas y, sobre todo, problematizarlas. Parece que hay que hacerle mucho caso a von Clausewitz cuando afirma, “Si quieres paz, prepárate para la guerra.”
Combatir no necesariamente es confrontarse. Luchar implica el dominio de la armonía de sí mismo para habitar la adversidad y aprender a vivir en ella. No hay adversario sino adversidad y, por lo tanto, tampoco hay lucha con un mismo. Lograr la armonía, nuestro dominio, ser señores de nosotros mismos, implica lograr una relación virtuosa con los demás, en relación con la circunstancia de nuestro encuentro, incluyendo a la adversidad en menor o mayor medida. Por ello, dicha relación virtuosa con los demás incluye la posibilidad de matar o morir.
Pensemos en el ajedrez, metáfora y metonimia del cosmos. Las fichas blancas son la vida, incluyendo nuestras potencias. Las fichas negras son la adversidad. El tablero es la eternidad y, todo en su conjunto, el cosmos. Bien dice el sabio efesio que “El tiempo es un niño que mueve las fichas, de un niño es el reino.” No hay adversarios, somos “uno y lo mismo”. El dominio está en la unidad que implica la habitación de ti mismo, manifiesto en la completud que logra el pensamiento al ser uno con la sensación manifiesta en la materia. Sensación de un cuerpo habitado, capaz de reconocer la dinámica cósmica de la música del todo, su ritmo, su tonalidad con la cual nos afinamos, nuestra correspondencia con su armonía. Ello se manifiesta en la atención de nosotros mismos a la pertinencia de nuestra actividad y su descanso, al igual que del reposo que este último implica y la atención que tanto actividad como reposo nos exigen como ejercicios sintónicos de nuestra armonización. “El inteligente es el que descansa”, me dijo un día mi amiga Emma Cecilia Delgado Hernández. De tal forma nos vinculamos en la libertad que implica la flexibilidad de nuestra acción, la atención a favor de nuestra adaptación, capaz de llevar a cabo nuestra poiesis, habitación de nosotros mismos, habitación de la naturaleza, el cosmos que habita nuestro cuerpo y nuestro cuerpo navegante, habitante del cosmos.
Ser capaz de nuestra habitación dinámica de la vida correspondiente con el lenguaje secreto de la misma, nuestro ritmo, nuestra danza, nuestra música, manifestaciones de un arte de vivir. Seguir jugando la poiesis de su habitación, escuchar al logos, atender su voz que habla a través de nuestro cuerpo. Quizá, a partir de este punto, podamos comprender la música de la guerra por parte del sabio efesio, la poiesis de los contrarios y su opuesta complementariedad.

Piel de lágrima

El Velo de Maia es velo de carne, puerta abierta, una herida. Una boca, intimidad acuosa, historiadora de lo invisible, nuestros días, todos y cada uno en su aliento, trayectoria de todo tipo de alimento portador de vida. La boca es dueña de secretos, lo dulce jamás dicho, lo doloroso jamás dicho. Contiene para la memoria las dulces palabras que decimos, también las amargas mencionadas y calladas. Algunas de estas últimas ahogadas en llanto, ira o cualquier otra manifestación de impotencia. Sin embargo, todo lo que atraviesa ese portal es lo mismo, dolor, capaz de convertirse en vida.
Todos los sentimientos pasan (de adentro hacia fuera o viceversa) o, en el peor de los casos, se atoran. Quien tiene acceso a la boca por la permisibilidad clandestina e indeterminada de un beso tiene acceso a más de lo que cree. Lo saben bien las prostitutas y el poeta que empieza a serlo cuando aprende a amar su propia voz y el vuelo de la misma, su aliento. Es entonces que comprende al mismo como un proceso de combustión, el fuego de la inteligencia capaz de matarnos o salvarnos del frío. Lo común de lo que tanto hablaba el sabio efesio, por lo mismo, racional (logoi), verbo (logos) que no puede serlo sin la carne (sarx).
Escuchamos al verbo a través de ventanas-heridas, parte del portal que es nuestro velo. Los oídos nos dotan de la inmediatez de la armonía, lenguaje secreto de la materia, la fisis que habla siempre, aunque aparente discreción a través del silencio, a pesar de que su resonancia nos habite o habitemos al mundo a través de su invisible eco.
Vemos lo aparente por ello necesitamos la atención y la agudeza del resto de los sentidos para no ser engañados ante la parcializadora seducción del aparente privilegio de la vista, receptora de superficies. Legítima inconmensurabilidad que, sin embargo, aunque no deje de ser problemática, es lo que somos y nos exige comprensión, vinculación, armonización. Ser libre es estar vinculado, estar vinculado es armonizarse con la sintonía y el ritmo del todo (afinación), el cosmos, lo demás, a través de la semejanza, el logos, su lógica, nuestra lógica, lo común. Eso es hacernos cargo de nosotros mismos, el coraje de amarse como acto de generosidad y sacrificio, amar a los demás en dicha entrega, la de ser responsable, ser adulto, a través de la superación del egoísmo que significa la búsqueda de la virtud (areté) con todo y su incertidumbre. Estar dispuesto al descenso (Abschnitt) del autoconocimiento, a la oscuridad de la materia, para atravesar el portal de la penumbra, la noche. Eso es comprender, comprender es vivir y, por lo tanto, vivir es amar.
Por ello, probablemente la función más importante de las ventanas-heridas de nuestros ojos no sea la de ver sino la de quedar ciegos como los ojos de Homero y de Tiresias, como los estrábicos ojos de Sócrates quien, según Platón en el Fedón, elogió la ceguera de los mismos ante la agudeza que obtenían los ojos del alma con los años.
Una manera de su nublamiento es a través de la evidencia de nuestra conmoción, certeza del cuerpo ante la evidencia que capta el mismo, principio y/o consumación de nuestra comprensión, emergencia de un instante tan intenso, vulnerable y doloroso por lo mismo, quedamos expuestos ante nuestro dolor o alegría, nuestras lágrimas. Es ahí que somos todo, la plenitud del cosmos, habitantes plenos de nosotros mismos con todo el coraje de permitirnos estar en nosotros mismos, sentirnos en la plenitud que implica dicha aceptación, la de aquello de lo que somos parte, el cosmos, los que somos, el cosmos, vinculándolos en la flexibilidad de su movimiento, con la libertad de todo lo que puede ser, a pesar del legítimo desconcierto de nuestra inconmensurabilidad que, sin embargo, nos reserva el instante, el presente, para ver en el espejo del cuerpo nuestro rostro, el rostro de lo eterno, nosotros, velo de carne, en el que se refleja el todo como una pantalla, la del velo de maya, de manera semejante en la cual el cielo se confunde con el mar cuando coincide con las aguas de este último.
“«Nos encanta la vida y nos estamos preparando para ir a la guerra -dijo Restrepo, rodeando con el brazo el cuello de O’Byrne. Tenía la cara tan pegada a la cámara que casi provocaba un efecto de ojo de pez-. Nos vamos a la guerra. Estamos listos. Nos vamos a la guerra … nos vamos a la guerra.»” ¿Por qué un hombre va a la guerra?, ¿cuál es el sentido de dicha decisión? Esta pregunta nos lleva a pensar en la guerra como una necesidad, la guerra, más que un deber, se evidencia necesaria, responde a la demanda de lo imprescindible. Hay muchos referentes, con sus respectivas narrativas, acerca de cómo la lucha resulta parte de la supervivencia. La posibilidad de ser un hombre se signa en la capacidad de proteger y defender lo que se ama a través de la guerra. Defender a la familia, la mujer, los hijos, los padres, en tanto que se está en posibilidad de ello. Sin embargo, si pensamos en la posibilidad de atacar, el ataque tiene el sentido de adquirir la propiedad necesaria para subsistir, encontrar los medios que satisfagan nuestra sobrevivencia o, incluso, nuestra supervivencia, satisfacer nuestras necesidades. Ello demanda una voluntad comunitaria en la que todos coincidamos en la alianza que significa el encontrarnos con aquellos que pueden imaginar mutuamente nuestro dolor, de manera semejante en la que nosotros podemos imaginar el suyo, el padecimiento de nuestra necesidad y la de nuestros seres queridos. Tal afecto es familiar, dicha relación nos une y le da sentido a una decisión de dicho tipo que implica la administración y, en el mejor de los casos, disciplina y entrenamiento de y para nuestra violencia -ello lo podríamos también ver como la posibilidad de hacernos cargo de la misma- y la convicción de que matar es un acto de vida, de supervivencia, de sobrevivencia y de defensa y preservación de lo amado, incluyendo el caso tan drástico que puede llegar a implicar la salvación de lo amado. Por ello también resulta terrible morir en la guerra, a pesar de saber que ello es posible y que, ante ello, se está dispuesto al sacrificio. Morir en la guerra puede significar el desamparo de aquello que se ama, aquello por lo cual se pelea y le da sentido al combate. Especialmente, cuando no hay otra opción que la batalla.
Quizá estos sean los términos más amplios, desnudos y concretos en los que podemos hablar de la guerra. Como sabemos, dicho fenómeno se complejiza con la sofisticación, a veces absurda y sin sentido, de nuestras formas de vida y todo lo que implican.
Quisiera detenerme un momento para recordar una de tantas definiciones clásicas de la guerra. En este caso, la que nos ofrece uno de sus más importantes teóricos en occidente, Carl von Clausewitz, quien, entre varias caracterizaciones de la misma que podemos encontrar en su texto referente, De la guerra, concibe a la misma en una de ellas como “la continuación de la política a través de otros medios”. Después de lo que hemos expuesto, tanto en relación con la guerra como desde los ejemplos que hemos ofrecido de las materialidades concretas de la vida de un soldado, pueda parecer demasiado abstracta la afirmación del estratega prusiano. El relato de Sebastian Junger hasta ahora nos ofrecen una imagen de varias de las adversidades más extremas que pueden atravesar la cotidianidad e inmediatez de la vida de estos jóvenes reclutas que han optado por ser parte del ejército. Decisión que, en este contexto específico, no es del todo cercana a la planteada anteriormente en relación con la pregunta, ¿por qué un hombre va a la guerra?, ya que no es ajena de coerción y/o heteronomía. Muchos de ellos, por momentos adversos y circunstancias extraordinarias en sus historias de vida, optaron por tal posibilidad para evitar la cárcel.
Es interesante pensar en el bien que, quizá, pueda significar la guerra, su conformación junto con la de un ejército y decisión por la misma, a través de la guía del ejercicio de una voluntad soberana. ¿Ello es viable? ¿Se puede optar desde tal posicionamiento por una sujeción voluntaria a la obediencia que ello implica? Probablemente sí en términos estrictamente comunitarios, sin hacer a un lado el distanciamiento indolente de muchas de nuestras sociedades contemporáneas debido a la cultura de masas en las que hemos optado, heterónomamente, por vivir. Por cierto, al respecto -probablemente lo hagamos más adelante- valdría la pena detenerse a pensar en la noción de pueblo que nos ofrece von Clausewitz en su tratado.
Por ello, quizá, si en lugar de verlo en estrictos términos comunitarios y lo vemos desde la convencionalidad de los términos que hacen posible una institución, optar por la posibilidad de privilegiar como principio el ejercicio de una voluntad soberana para la conformación de un ejército nos dispone, ante una posible pérdida de sentido, a que dicho proyecto sea susceptible de labilidad porque implica la convocatoria de voluntades rebeldes para el mismo que, quizá, sólo accedan estratégicamente a tal institución sin dejar de ser problemática para sí mismos su decisión en tanto que voluntades autónomas. Tal susceptibilidad se hace más evidente ante la incalculabilidad de la adversidad que implica el combate. Hablamos de la disposición de un cuerpo que, probablemente, se forme en la novedad del campo de batalla. ¿Qué sería un soldado rebelde en tal panorama, pensando en la radicalidad que puede suponer una voluntad soberana ante lo terrible de ciertas adversidades? Definitivamente sería problemático para lograr la funcionalidad y eficiencia de una institución como el ejército y la necesidad a la que se supone responde, la defensa de un Estado-Nación, Nación, país y, en un ámbito colectivo más definido, una ciudad.
Sin embargo, sería sugerente, con base en el sentido planteado al principio de este apartado, pensar en la figura del ciudadano-soldado. Alguien que encarne en su opción por el combate y en el entrenamiento para el mismo la defensa de lo más amado, lo querido, y asuma la misión de proteger y preservar la vida de todos, empezando por el cuidado de sí mismo que garantiza su virtud para y en el combate, una poiesis de la propia virtud como bien común en tanto que defensora de la vida, la vida común, la vida de lo amado, imaginable en el dolor de nuestros hermanos de guerra. La preservación de tal virtud (areté), nuestro poético cuidado de nosotros mismos, como principio de vida y fomentador de la misma, además de preservador, protector, defensor y amante, la virtud que describe Platón en el Laques, la andreia, la hombría, entendida como el coraje necesario para combatir, para ir a la guerra en nombre de lo amado. Un soldado es un amante, quien lucha sin legítimo (logoi) sentido es un mercenario.
Quizá en algún momento podamos hacer un digno elogio de Esparta y comprender mejor la tajante, cruel y radical necesidad de sus prácticas comunitarias como prácticas a favor del bien común, una poética de la crueldad al servicio de la vida.
Sin duda Carl von Clausewitz sabía mucho más de la guerra de lo que probablemente yo, escritor pequeñoburgués, jamás sabré. Me permito abusar metodológicamente de la definición que nos ofrece de la guerra, sabiendo que él hablaba también de materialidades concretas en su tratado, para habitar nuestra intuición por los parajes problematizadores que ella requiera, sin hacer a un lado la ayuda y agudeza del gran estratega germano. Por lo pronto, antes de penetrar, acariciemos la piel de nuestra intuición.
Ante la desnudez terrible de la adversidad pienso en el contraste que significa el montón de frivolidades en las que consumimos la muy corta y pequeña vida de nuestros cuerpos. Somos simios amaestrados por una caricatura de la Modernidad, Modernidad a la que nos ha dado bastante pereza entender, a pesar de su importante racionalidad e interesantísimas e inagotables sofisticaciones, al punto de lograr la trivialización de su estudio y la facilidad de su insolvente “crítica”, quizá por la irresponsabilidad a la que tendía “su” promesa (habría qué ver qué tanto prometía, qué tanto le hicimos caso y, en esa medida, que tan racionales o problemáticas eran “sus” promesas si es que éstas están ahí) en manos de las mentes más perversas de la humanidad, los irresponsables e infantiles afeminados sedientos de privilegios que, probablemente, siempre han tenido. “¿Dónde está mi tierra de leche y miel?”, se preguntan, a pesar de saber que ni los robles dan miel ni estos crecen en todo el mundo, así como jamás habrá un río de leche, la naturaleza no necesita de sabiduría porque es la ley (logos). ¿Cómo llegamos a la adolescencia de tal miseria capaz de inspirar la exigencia hacia la fisis de la satisfacción de nuestra histeria? Una negligencia a favor de una practicidad de lo inmediato y basada en la pusilánime satisfacción de estúpidos deseos, “adversidades”, que representan la mayoría de las situaciones, según estos “dueños” de la verdad, aquellos que, en algún momento, todos hemos sido.
Para ellos hay pseudo filosofías igual de frívolas, disfrazadas por un discurso aparentemente semejante pero evidentemente carente de los verdaderos rigores de supuestos posmodernistas (una de las etiquetas más fáciles de los último tiempos, capaz de vender muchos libros, por cierto) que se confrontan con la pereza mental de estos verdaderos posmodernistas a quienes, quizá más que a ninguno, les da bastante güeva saber qué dijo la Modernidad, y mucho menos saber cómo ésta fue sepultada junto con su potencial revolucionario, además de ser cohabitante y antecedente de rebeliones, transgresiones, marginalidades e importantes y valientes clandestinidades, más allá de su somera simplificación negadora de sus heterogeneidades. No nos hemos permitido saber cómo la Modernidad fue explotada a favor de la eficiente instrumentalización de intereses hegemónicos, al grado de llegar a ser usada contra las voluntades diversas y profundas que la construyeron como fenómeno, complejidad más allá de las fáciles etiquetas de la historia cuando ésta la escriben, no solo los más poderosos, sino sus simios amaestrados por la normalización. Una Modernidad explotada incluso sexualmente.
Dicho sea de paso, bastante más de lo que creen resultan muy visibles aquellos lobos con piel de oveja que se disfrazan de racionalistas antiposmodernistas que resultan más oscurantistas que aquellos que critican, más posmodernistas que los “posmodernistas”.

Habiendo atendido esta digresión, volvamos al análisis del relato que nos convoca. Es innegable que la definición de von Clausewitz refiere y remite a un contexto y una relación particular con el poder que complejiza la facticidad del fenómeno de la guerra, en especial fuera del campo de batalla, del cual, como hay que hacer énfasis, para nada era ajeno el propio autor de De la guerra. Sin embargo, no nos interesa aquella imagen que todos tenemos de lo que supuesta y aparentemente es la guerra, a pesar de que la mayoría de nosotros jamás hemos estado en una y, quizá, jamás estaremos en alguna (por lo menos aparentemente). Pienso estrictamente en mí y, dadas mis condiciones existenciales, no dudo que lo más que podré hacer durante la guerra, si es que mi capacidad defensiva es suficiente, será morir, quizá ni siquiera para correr haya tiempo. Ahí está la imagen como sustituto de lo inimaginable, haciendo más grande y compleja la magnitud del abismo que supone dicha relación. Como hasta ahora hemos visto, a estos chicos no les importa la política ni la ideología en el sentido abstracto y convencional de las mismas al cual estamos habituado. Buscan un sentido, una experiencia que le dé razón de ser a las mismas. Más adelante ahondaremos en dichos detalles biográficos.
Podemos pensar que, dada la necesidad de evadir una adversidad tan terrible como lo puede ser ir a prisión, prefirieron la guerra como una oportunidad de resolver el problema que los llevó a ahí y, a su vez, quizá o probablemente, como una oportunidad para empezar de cero, desde lo que les ofrece una vida tan poco alentadora como para verse obligados a arriesgar su vida para no dejar de ser parte del mundo de alguna manera, no dejar de ser parte de la vida y, por lo tanto, estar vivos sin dejar de ser parte del mundo, de la vida. Es lo que hay, es lo que la vida les ofrece, entre otras cosas, para no acabar de perder su ciudadanía yendo a la cárcel -aunque con ello ahora sólo les quede una ciudadanía de segunda, con el estigma social, el reducto, de haber sido, en muchos casos, delincuentes o por haber sido el detrito de una guerra de la cual acabaron derrotados.
Una vida de por sí adversa que, en sus casos, fue lo suficientemente difícil y agobiante como para llevarlos a dicha situación. Una vida que ahora sólo puede ofrecer más adversidades o la posibilidad de acabar con la propia existencia si se tiene el coraje para ello. Ya sea por miedo a matarse o por amor a la vida, ellos han decidido vivir, sin acabar de vislumbrar que lo terrible los transformará a través de la radical experiencia de lo humano que es la guerra, una vida en el campo de batalla en la que toda política convencional, esa que se amplía por otros medios como nos dice el militar prusiano, acaba diluida. Ya no son los intereses de un Estado lo que prevalece, no importan realmente, lo que importa es no morir, sobrevivir, defender la propia vida y la de aquellos que, al proteger desde esa misma conciencia su propia vida, también protegen la de sus compañeros, nuestra vida.
Teniendo como referente nuestro propio dolor padecemos la imagen del dolor de nuestros compañeros, al grado de imaginar nuestra agonía en la de ellos, al igual que el dolor de nuestros seres queridos. Es la imaginación de la vida común amenazada por las altísimas probabilidades de la muerte que también signan a la guerra. Una vida que, por ello, también sostiene a la nuestra en la medida en que le da sentido a esta última. Una vida que, por ello, se vuelve amada, motivo de nuestra defensa al grado de sacrificarnos por ella. Se ama al que se tiene al lado porque es quien comparte la adversidad de nuestra finitud que nos une por lo mismo. La guerra hermana a estos jóvenes a través de su ineludible circunstancia, no hay evasión posible en situaciones límite de tal radicalidad, todo lo que pasa ahí tiene el mismo sentido, vivir y, por lo tanto, vivir es amar. ¿Puede haber mejor (aristóos) política, con mayor legitimidad (logos) que ésta?, ¿Será posible mejor (aristóos) ley (logos) que ésta?, ¿Puede haber otro sentido de la vida?
Política mutual del bien común, de los afectos de la vida única y común, un “comunismo de lo común”, dice el filósofo patavino, al grado de volverse irrelevante hasta el porqué de estar ahí por más problemático, arbitrario, irracional, cuestionable, ajeno e ilegítimo de dicho motivo. Esto último según los “dueños” de la verdad a los que, en realidad, poco les importan estos chicos y la nobleza de su política, la política del guerrero. Estos “críticos” se mueven en la pedestre moral de la paupérrima manera en la que se nos ha condicionado a entender de manera normalizante a la “política”. Estos soldados necesitan matar para sobrevivir porque está la muerte acechando a la vida tan amada en el campo de batalla, probabilidad que signa el fin de todo, su propio fin y el de lo amado. Sólo les queda la radicalidad del presente, su momento y circunstancia.

Alguien que decide ir a la guerra supuestamente lo hace sabiendo que probablemente pierda su vida para proteger la vida. La alegría que nos une, el sentimiento de ser amados, la generosidad de compartirnos, el invaluable tiempo juntos. La alegría, lo común de la unidad que nos hermana por la semejanza en la que nos encontramos, esa risa que es la distancia más corta entre los hombres. Amigos y familia son lo mismo, resulta superada toda convención esencialista, incluso las de los vínculos de sangre. Es una carne (sarx) que manifiesta su plenitud vital en la vibrante calidez de los hechos, su movimiento atómico renovado y, por lo tanto, renacida por la emergente contingencia del encuentro, sea cual sea su circunstancia. Ya no hay conminaciones culturales, capaces de apagar dicho aliento, ígneo como todo aliento.
No se va a la guerra por una nación porque ésta no existe, hay un hondo amor a la vida (o miedo a la muerte que es lo mismo desde la legítima incomprensión de la vida) que motiva dicha voluntad. El Estado y sus intereses, el dispositivo de control disciplinar, queda rebasado ante quien asume su sacrificio, la posibilidad de aprender a superar la adversidad al permitirse el coraje de vivir, incluso aunque “muera” en su intento. Gloriosa resulta tal caída, la del héroe trágico quien no por haber descendido a la materia, a sí mismo, deja de ser héroe (hybris). Ante el amor de dicho aliento, ¿puede ello no ir más allá de afirmar la vida, ¡vivir!, padecer el peligro de su plenitud?
Es por ello que al amar encontramos potencias y capacidades de nuestro cuerpo, hasta entonces desconocidas. Plenitudes amatorias dispuestas al gozo de haber sobrevivido, la alegría de continuar con vida después de haber atravesado el portal del cuerpo, su dolor.

De la sublime semejanza y su escisión

En este cuento la vida y la “muerte” son uno y lo mismo como siempre, como jamás dejan de serlo, como “realidad” y ficción resultan uno y lo mismo, en la mutualidad de lo semejante que realmente significa lo común. La uniformidad de lo idéntico, su homogeneidad, excluye todo lo demás con lo cual hacer comunidad. ¿Con qué se convive entre iguales sino es con uno mismo?… Si es que ello es posible, ¿no será la identidad una inercia, una llana voluntad negadora, cómoda y negligente que haga, a través de su
convención, más fácil, más eficiente y, a la vez, más injusto al mundo y
nuestras vidas?

Sin embargo, ello no implica y puede excluir a la indignante mera sugerencia de lo que resulta intolerable, aquello cuya exclusión resulta, más que legítima, necesaria y hasta imprescindible. De ahí la urgente reivindicación de la intolerancia en contra de la pereza mental que significa su contrario. La tolerancia, muchas veces, -además de que siempre implica al problemático fenómeno de la represión– consiste en la reivindicación de una eficiencia a favor de la realización, ponderación y preeminencia de nuestro interés privado por encima del bien común y, por lo tanto, de la justicia que éste implica. En la tolerancia, en tanto que convención, se basan aquellas variantes de la deshonestidad -la hipocresía, por ejemplo- que detentan quienes tienen el poder de llevarlas a cabo. Aquellos capaces de jugar a favor de sí mismos y sus intereses (sin negar las circunstancias para ello), aquellos que pueden ser estrategas de acciones de las cuales dependen y a las cuales están sujetos los demás, muchas veces, en mayor o menor medida, los verdaderamente vulnerables. Esto lo digo sin negar que el poder también es variante y variable. La mayoría, en menor o mayor medida, somos tan vulnerables e indigentes como poderosos, sin negar a aquellos radicalmente excluidos, habitantes de una vida nuda, sujetos al poder de manera radical, más capaces de posibilidad que de probabilidad y, por lo tanto, radicalmente sujetos al poder si no son capaces de emanciparse de su necesidad. Más capaces de posibilidad que de probabilidad y, por lo tanto, menos capaces tanto de posibilidad como de probabilidad que muchos de nosotros.

Dificilísima y terrible misión resulta la emancipación de nuestra necesidad en circunstancias tan adversas como la de quien habita la calle, por ejemplo.  Sin embargo, no quiero negar la posibilidad de su emancipación del yugo del mundo porque, como toda experiencia -sin negar un correlato fáctico de la misma- resulta intransferible.

Sin embargo, tampoco quiero negar a aquellos que sistemáticamente son ignorados por el padecimiento de tan tremendas circunstancias y que se han enquistado a la miseria del mundo, nuestra miseria, haciéndose una con ella, además de su imagen, su retrato, su reflejo, el paisaje más adverso de la necesidad de nuestro mundo. Su emergencia también es un correlato fáctico de la dificultad que nos remite a nuestra necesidad, al dato semejante de nuestro dolor, por más intransferible que resulte su experiencia. Negarlo es tan irresponsable como la victimización de quienes padecen tal nivel de adversidad. Ahí se manifiesta la problemática conmiseración que da cuenta de nuestro carácter humano. Quizá estos seres humanos sean los más evidentemente negados por la lógica de la identidad y los que tengan la misión más difícil de todas, la misión semejante que nos une, a pesar de las distintas circunstancias. En ella se manifiesta la voluntad que entraña nuestra finitud, nuestra indigencia, una voluntad de vida que, sin posibilidad alguna de ir más allá del datum biológico-fisiológico de nuestra animalidad, resulta más compleja y problemática que la de cualquier otro ser vivo por los extravíos que significa la consciencia de sí misma, característica propia de lo humano.

En aquellos cuya voluntad de vida ya ha sido derrotada en batallas anteriores, magnitudes incalculables de un dolor que sólo ellos han sentido y del cual, quizá, apenas puedan hablar sin que ello signifique cabal comprensión del mismo, a pesar de que, quizá  con cierta verosimilitud, la de lo imaginable, a pesar de que dicha voluntad esté sumamente abandonada mas no del todo perdida y a pesar de lo carente de su consciencia, así de imaginable se vuelve su dolor, así de visible resulta dicho sufrimiento si no perdemos de vista que lo imaginable lo es porque puede ser imagen.

En las condiciones de una vida nuda, quizá de manera inevitable, quizá con la sensatez de toda lógica por más básica que sea esta última, surge en mí una pregunta, ¿para qué seguir viviendo?; ¿para qué un cuerpo querría seguir haciéndolo en dichas condiciones y tal circunstancia?; ¿qué de la fisis lleva a tal fisiología a aceptar dicho dolor como la vida o, peor aún, como un destino, sin advertir que tal semejante indigencia ya lo es en todo ser vivo, en todo animal, especialmente en el caso del hombre, de manera radical por lo inevitable de su autoconsciencia? Quizá haya algo de coraje en dicha voluntad de vida o quizá se trate de cierta indigna cobardía, la de no atreverse a matarse. Querido lector, ¿se da cuenta de lo estúpido que resulta juzgar tan compleja voluntad de vida? Probablemente nuestra verdadera cobardía radique en lo pueril de nuestras abstracciones, es la frivolidad de nuestra estupidez. Así de complejo (tan problemático como para poseer la ambigüedad de lo poético) resulta si quiera pensar en lo que significa afirmarse en el ser.

 No puedo hablar, sin dejar de recordarlas, de las únicas víctimas de la lógica de la identidad. Los más vulnerables, los únicos santos e inocentes, los niños. No negaré la responsabilidad tanto de “víctimas” como de “victimarios”, todos nosotros aparentes adultos que hemos constituido esta vida tan compleja. Ambos conjuntos, “adultos” negligentes y falibles, crueles y prejuiciosos, somos responsables de nuestra miseria y su resultado. Tampoco me parece justo negar la dificultad de dicho estadio, la del adulto que, paradójicamente, pondera la hipocresía moral de quien se detenta en el pedestal de juez, como si realmente alguno de nosotros no fuera falible. Quien lo haga, es el más responsable de todos y el más culpable de los miserables. No culpable de un delito sino aquél que más carga en sus hombros el peso de su miseria, el tonelaje de su culpa. Tal inquisidor lo hemos sido todos en cualquier presente (pasado y/o actual) o lo somos potencialmente en cualquier presente futuro. Tal es nuestra falibilidad, la de un ser finito, según el tamaño de nuestra miseria, el tamaño de nuestro poder y el acceso circunstancial a dicho pedestal según nuestro poder y, por lo tanto, de acuerdo a nuestra propiedad. Propietario de la verdad, ¿puede haber más falible, absurda y ridícula ilusión? Hay quien hace de ello su pasión. El poder es ridículo, hay que reírse de él.

 Ser adulto. La exigencia que inicia en el abrir de ojos al que empuja el nuevo día, su renovación, y termina con el cerrar de nuestros párpados derrotados por la penumbra, su remanso. No podemos negar que ser adulto también es variante y variable. Por más difícil que resulte la inevitable necesidad de ser adulto, procurar nuestra virtud, voz que escucha para atenderla o ignorarla desde el más poderoso hasta el más vulnerable, todo hombre está sujeto a la lógica de la identidad, es la demanda del mundo “adulto” que hemos creado (histérico y neurótico en los hechos). Sin embargo, insisto, a los únicos a los que no podemos exigirles nada y los cuales deben ser sagrados ante la adversa complejidad de la habitación del mundo  que hemos decidido llevar a cabo “los adultos”, son los niños.

La alteridad que niega a la comunidad, la semejanza, es el evento del fascismo y su negación. Por ello, la alteridad, con todo y su aparente radicalidad, con todo y su aparente desafío a nuestra inteligibilidad, no deja de poder entrañar la peor posibilidad de nosotros mismos porque también ello nos es semejante. En ella y en lo perverso de su reconocimiento puede consistir y estar entreverada la trampa que articule la inoculación de las larvas de la estupidez, joven madre del fascismo, encarnada en la masa indolente que le ha delegado su pensamiento al bárbaro. La injusticia es el resultado manifiesto y contundente de dicha voluntad, la renuncia a nosotros mismos a favor de la paternidad de quien nos ha normalizado a través de la uniformidad irracional de una identidad, su imagen y, por lo tanto, su lógica.

Lo intolerable, circunstancias y motivos de indignación que remarcan la diferencia y desafían lo semejante, lo que nos une, la comunidad. En nuestro cuento, la vida y la muerte oscilan entre la voluntad de ceder, permitir ser exterminado, y matar para evitar la propia muerte y, con ello, sobrevivir, aunque implique matar a los demás. El bien y el mal parecen diluirse y resultar la misma cosa ante el destino inevitable de nuestra finitud,con toda su problematicidad.Tal es la semejanza que nos une. Quizá por eso, tanto la vida como la muerte,no dejan de ser lo que son, lo mismo, cuando se encuentran en el arte.

De manera semejante, en nuestro cuento lo bueno y lo malo son indescifrables, tan sólo es evidente la turbulencia del dolor en su fatal contundencia. Queda claro en tal paisaje de lo humano que no sólo todo dolor es fisiológico sino que todo en el mundo, toda vida y su paisaje, todo mundo tan posible como probable, es fisiológico. Lo bueno y lo malo se evidencian apariencias por su disolución ante nuestra sobrevivencia, en este caso, la de nuestros protagonistas. Nuestra finitud signa nuestros actos, no por su bondad o su maldad sino por su necesidad.Se evidencia lo cuestionable de las primeras categorías ante la última por el carácter convencional que sugiere su mera enunciación, su carácter aparente y simplificador. Se antojan paliativos ante la dificultad de una emergencia que las rebasa, un fenómeno que son capaces de abarcar y del cual no pueden ser soporte. Su enunciación no responde, parecen evidenciar la falta de correspondencia con facticidad alguna, no refieren a correlato alguno. Por ello, no podemos hablar de una evidencia de la fisis, facticidad de cualquier tipo que nos hable de esta última,sino que parecen un intento de expresión, lo más que logra la impotencia ante la necesidad de comprensión ante la complejidad de nuestra vida.

Matar en nuestro cuento es un esfuerzo de persistencia en la materia, poder matar significa sobrevivir, la negación al abandono de la misma. Vivir es lograr que no te maten, no dejar de vivir al no permitir que el enemigo haga todo lo posible para ello. Matar es un acto de afirmación de la vida, de persistencia en el ser, lograr destruir al enemigo antes de que él lo haga. Tal es la semejante voluntad que entraña la misión común de ambos bandos, derrotar al enemigo. Lo veremos con mayor nitidez, nuestro cuento no tiene que ver con política, con patriotismo o ideología. No, por lo menos, en el sentido más burdo y habitual en el que entendemos tales conceptos. Sólo está el hombre desnudo en medio del desierto que es todo campo de batalla. Lo insignificante se ha vuelto invisible, lo importante está ante los ojos del corazón. Si pudiéramos hablar de sustancia alguna, quizá, ésa sólo sea el dolor, el dolor de un cuerpo, aquel que lo atraviesa. Por eso, bien y mal son lo mismo cuando se encuentran en el arte.

Nuestros protagonistas saben la diferencia entre el acto y el gesto, entre el instante, plenitud del presente inaugurador del porvenir (presente en movimiento), y la especulación probabilística (aunque siempre dentro de los márgenes de lo posible) de toda próxima circunstancia, mera aproximación convencional a condiciones siempre emergentes y tendientes a voluble volatilidad. Más que una imagen, una ilusión. Se diluye con la aproximación al hecho y la normalización reguladora del entrenamiento cuando se pone a este como un fin en sí mismo, en lugar de ser un medio habitado por el sentido. Sin embargo, a pesar de sus limitaciones, surge la actualización, la renovación de la vida en movimiento jamás será lo que creemos y/o pensamos, es lo que nos sucede, lo que nos atraviesa en el instante como la bala que destroza el cráneo del soldado en el campo de batalla, lo inmediato es la conciencia misma: ““Sé que todos los chicos que en el cuartel eran malos, luego en combate eran unos soldados de cojones. Son camorristas y les gustan las peleas. Es malo para el cuartel, pero bueno para el combate, ¿no? Yo ya sé que en el cuartel soy una mierda, pero ¿qué coño importa eso? Te vienen con que les saques brillo a las putas botas. ¿Y a mí qué mierda me importa si las botas brillan o no?””

La disciplina como convención es tan sólo una dinámica de control cuando quien queda sujeta a ella no entiende la materialidad, el contenido fáctico, de la circunstancia para la cual se está preparando. Si partimos de que toda experiencia es intransferible, la novedad de las mismas, por su radicalidad, pueden resultar tan distantes que se vuelven capaces de abrir el abismo que habita el hombre ante la incertidumbre de su destino. Ese lugar donde sólo queda claro el dolor de morir y, por lo tanto, la angustia de todo acto posible y probable de libertad en la que dicha circunstancia nos coloque y signifique. Pensamientos como el asesinato o el suicidio están dispuestos al padecimiento de dicha angustia, ambos habitantes de la muerte como radicalidad de la vida y del hecho de morir como radical incertidumbre que, a pesar de ser siempre así, se muestra como una intensidad agobiante, nueva e indescifrable. Por supuesto, sólo puedo hablar desde el testimonio ajeno y la inferencia. En la intransferibilidad de la experiencia se juega la diferencia entre el acto y el gesto, de ahí la comprensión que nos demandan aquellos que saben del acto por parte de quienes a penas si podemos intuir el gesto.

Si la disciplina del entrenamiento se rigidiza y no se permite su flujo existencial, más allá del hábito que la constituye, no hay forma de adquirir referentes materiales que concluyan lo entrenado, no hay condiciones suficientes y necesarias para la emulación de la guerra, la disciplina se constituye como conciencia y se comprueba en la completud que adquiere a través de la sensación del cuerpo, aquello que sólo analíticamente podríamos llamar la experiencia de este último, la experiencia del cuerpo, es la plena atención del mismo, un despertar a su inmediatez a través y desde ella, quizá, algo semejante a lo que los budistas llaman “atención consciente”. En esto último intentaremos indagar en momentos posteriores.

Se trata de la circunstanciación de un cuerpo a través de su padecimiento (pathos), cómo un arte de vivir (nuestra poiesis, nuestra performatividad en relación con un evento) nos introduce a una lógica de supervivencia que es guiada por la sensación, entendiendo a la misma como la manera en la que el cuerpo piensa y adquieren contenido las descripciones analíticas de todo pensamiento, a pesar de su inevitable tendencia a la abstracción. Desde este punto de vista y con base en lo anterior, quizá nuestro pensamiento sea lo que menos nos pertenece, a pesar de la ilusión alienante que nos dice todo lo contrario, ilusoriedad a la cual estamos tan condicionados que, por otra parte, el cuerpo, quizá y con base en lo anterior, sea aquello que más tendemos a enajenar hasta la alienación.

En este cuento el desierto de la vida es el campo de batalla, el paisaje en el que la vida se manifiesta como plenitud de nuestra finitud a través del padecimiento de esta última, la vida es la guerra. Nuestra adversidad constitutiva hace del dolor la inevitable confirmación de nuestra vida como padecimiento de nuestra finitud, nuestra angustia.

Las botas lustradas de un soldado hablan de su compromiso, de su obediencia, de su capacidad de asimilación y aprendizaje del entrenamiento. Sin embargo, dicho signo asciende a un carácter simbólico sólo si es capaz de matar para sobrevivir y la supervivencia, como veremos posteriormente, también implica que no maten aquella parte de uno que vive en lo que más queremos. En este caso, aquellos compañeros devenidos en amigos unidos por la semejanza de nuestro dolor mutuo, al grado de llegar a ser, por lo mismo y a pesar de todas aquellas diferencias que parecían trascendentales en la convencionalidad de lo social, más familia que la propia familia de origen, quedando superada la diferencia definida por la lógica de la identidad (sólo posible la articulación de esta última a través de su carácter convencional), para dar pie a la semejanza que implica nuestra falible finitud, a través de la cual un error le puede costar la vida tanto a uno mismo como a un hermano de guerra, ahí está la semejanza. Finitud que se manifiesta con toda su radicalidad en la dolorosa muerte de un querido cuerpo vivo, padeciente, sufriente, e inevitablemente sensible, atravesado por la angustia que confirma nuestra habitación del mundo. En este cuento tan sólo somos cuerpos, materia (átomos) devenida en carne (sarx), descarnados hombres de carne y hueso.

La vigilia como iniciación al sueño

¿Cómo no podría la muerte descarnada de un amigo invitarme a la poética de mí mismo?, la inspiración de un aliento, el de la transformación, la praxis que significa la búsqueda de la consciencia, la habitación de mi cuerpo, único dato fidedigno y “personal” del mundo, el cual, lejos de toda abstracción solipsista, también está constituido -inconmensurablemente, por supuesto- por lo demás. Cambiar, reinventarse, crecer, un acto de supervivencia ante el peligro de estar vivo. Encontrase ante la inconmensurable complejidad de nuestra existencia, cuya materialidad inaprehensible desafía los alcances de palabras como verdad y realidad. Necesitan del esfuerzo comprensivo de la imaginación de algo tan complejo como el carácter constitutivo de nuestra adversidad y las dificultades que ésta constituye y manifiesta en nuestra habitación del mundo.

Tal es la vida en su insondable movimiento, la profundidad de su logos: ““Cambié toda mi vida -me contó O’Byrne-. Me disculpé con todos los profesores a los que había faltado al respeto en alguna ocasión. Pedí perdón a los niños a los que solía apalizar. Me disculpé con todo el mundo e hice el puto juramento de no volver a ser como antes, nunca más. La gente ni me reconocía cuando volví a casa.”” Una transformación que tiene un correlato corporal, la materialidad de nuestra conducta manifiesta en nuestro movimiento, nuestra fisiología en la manifestación más inmediata de sus fenómenos. Una transformación del cuerpo, su reorganización, la cual implica la reconcientización de nuestras dinámicas vitales, integrantes e integradoras de nuestra cotidianidad.

Donde se comprueba todo entrenamiento, donde se comprueba toda teoría, es en su praxis, en la posibilidad transformativa de la poiesis como ejercicio artificial, la deliberación que implica, la artificial voluntad de reorientar nuestra relación con lo demás y los demás, la naturaleza, el cosmos. Esa es la vida (nuestra vida), la vida de un cuerpo (nuestra vida), la habitación de nuestro mundo, no hay más. “Lo demás”, las apariencias en las que se refleja aquella enfermedad llamada “yo” (ego), es la vanidosa abstracción en la que consiste dicha enfermedad y su reflejo. “Yo”, el ego “salvador” y condenatorio que nos eleva a ilusiones, bellas e importantes “mentiras” -aunque no menos problemática dejará de ser su relevancia ante la legitimidad de su cuestionamiento-, el sueño que constituyen nuestra vida… Y, sin embargo, si no pierden referencia -como peligrosamente le suele suceder al mitómano en casos extremos- resultan legítimas proyecciones de la inaprehensible verdad que significa la materialidad concreta y compleja de nuestro dolor, nuestro sufrimiento, nuestra pasión, legítima manifestación de la sabiduría trágica de la hybris, habitante y hábitat, nuestra fisiología (fisis): ““El entrenamiento no puede suplir el combate -le dijo un suboficial negro, de graduación E7, en fuerte Bragg-. Es imposible. Nada puede sustituir esa puta experiencia. Pide que te manden con algún destacamento y, si luego quieres volver, vuelve; pero luego.””

La vida es entonces una iniciación para sí misma, incluyendo la más definitiva de sus adversidades, el padecimiento más contundente e inevitable de nuestra finitud, la muerte.

Nuestro logos y el mejor de los mundos posibles

A los hombres nos gustan las palabras grandilocuentes, nos hacen sentir importantes e imprescindibles como especie, además de muy inteligentes. La naturaleza, en cuanto se harte -que parece que ello será en muy breve-, con la mano en la cintura nos desmentirá. Una de ellas, según mi parecer, es la de Historia. Bueno es el hombre para hacer armas de destrucción masiva sin olvidar el doble filo.
Otra de estas “grandes” palabrotas es “Bien” que, más que una palabra, son dos porque no se puede mencionar al Bien sin que llegue a la cabeza el Mal. Dos hermanas siamesas con un mismo corazón, el hombre. Bueno es el hombre para volverse esclavo de sí mismo, ya sea obedeciendo o mandando, buenos somos para hablar de lo que no sabemos.
Todas ellas tienen una madre, La Verdad. Más que una palabra, su mera mención es una incógnita, la dinamita en busca de explosión que siempre se refugia en la pregunta sabiamente. No busca respuesta para no matar a nadie, peligroso resulta quien la usa, a los fascistas les gusta mucho. Bueno es el hombre para crear falsas consciencias, falsas razones, para justificar su tendencia a renunciar a la responsabilidad de su violencia, ¿es posible?
Más que hablar desde la superficie sinuosa de todas estas palabras -error que ya llevo tiempo cometiendo- quisiera hablar de aquello poco que creo que sé y que, sin embargo, probablemente a penas vislumbro con limitada pero honesta claridad. Quiero hablarles acerca de algo que leí, un relato, una fábula, acerca de un paisaje -humano como todo paisaje- que tiene lo mismo que todos los demás, lo que tienen en común todos los paisajes: sus habitantes, aunque puedan llegar a aparentarlo, no son ni buenos ni malos. Como todos, al igual que nosotros, también están heridos.

Le pregunto a Kalenits en qué momento se dio cuenta por primera vez de que había caído en una emboscada y responde que fue cuando el casco le saltó disparado de la cabeza. Casi de inmediato fue alcanzado tres veces en el pecho y dos en la espalda y, acto seguido, vio cómo una ráfaga taladraba la frente de su mejor amigo y le vaciaba la parte de atrás de la cabeza. Kalenits dice que, cuando lo vio, simplemente “se quedó sobrecogido”.

“En realidad”, esa expresión tan coloquial y cotidiana con la cual podemos decir tan poco a pesar de pretender lo contrario. ¿Qué es entonces lo extraordinario o, mejor dicho, qué es lo que consideramos cotidiano? Parece que la situación aparentemente extraordinaria de la guerra nos pone ante la complejidad de nuestras vidas, las habitaciones del mundo en el cual este último consiste.
Estamos ante el testimonio de un hombre convertido, en este caso un soldado, que se da cuenta de la manera en la que habita el mundo cuando ésta lo dispone a la cercanía milimétrica que siempre tenemos con la muerte. Quizá de aquí podamos inferir una primera imagen de la vida como el esfuerzo por afirmar la satisfacción de nuestra existencia en el mundo a pesar de su dolor, a pesar de la cercanía con el inminente fin de la misma. Más que un acto de amor a uno mismo parece la voluntad de comprender y apreciar la belleza posible del mundo, la plenitud que este último puede ser, en el padecimiento de nuestro cuerpo, desde su más llana fisiología, ya que las demás posibilidades de aproximación a la misma, aparentemente, nos son lejanas debido a su fantasmalidad. Esa experiencia del cuerpo que parece no acontecer porque no registramos su inmediatez de manera fehaciente, a pesar de que la prueba de su contundencia es el mínimo equilibrio que significa la vida como mínima conciencia de sí misma.
Esta inconmensurabilidad hace de mucha de nuestra vida un supuesto fantasma metafísico que se traduce en la inmediata apariencia de lo visible o invisible de un cuerpo. Sin embargo, da cuenta de la inconmensurabilidad del mundo que somos, nuestra complejidad. Lo que no vemos no necesariamente es inasible o inaprehensible, no necesariamente deja de acompañarnos, se vincula de manera diferente con nosotros y, conscientemente, nos podemos vincular de manera diferente con tales procesos, a través de la sensación, por ejemplo. No olvidemos que en esta última se cifra la complejidad de fenómenos como nuestra emoción y sentimiento. En este punto amable lector, le pido paciencia, probablemente tenga que soportar cierta reiteración de mi parte.
¿Hasta que punto estamos dispuestos a vincularnos con nosotros mismos?, por más bella y profunda, romántica en el mejor de los casos, que se antoje tal idea, a más de uno nos resulta un reto, a muchos les resulta, en el fondo, aterradora, es estar parado ante la sublime complejidad de un abismo, ¿se está dispuesto a tal ofrenda?, ¿estoy dispuesto a dicho sacrifico con todo y el halo trágico que significa en tanto que fenómeno manifestante de la radicalidad de lo humano? Más allá de fantasmalidades metafísicas, apelamos a lo que muchos podemos estar tentados a llamar su verdadera ontología -¿qué tanto podríamos entrecomillar la palabra verdadera en este caso para hablar de “verdadera” ontología?-, la posibilidad de atender la voz de su logos que significa su manifestación fisiológica para relacionarnos con ella lo mejor posible y, en ese sentido, hacer de nosotros mismos el mejor mundo posible, la poiesis que resulta tal invitación, a pesar de su inconmensurabilidad manifiesta en dicha invisibilidad.
Sin embargo, por si doy pie a alguna confusión, antes de hacer creer que soy partidario de un realismo ingenuo, incluso después de haber dudado de postura semejante en las primeras líneas de este escrito, me parece pertinente aclarar lo siguiente. Asumiendo los limites del lenguaje verbal, sin demeritar la importante posibilidad del mismo para la transmisión de nuestro pensamiento, ¿no será posible que fenómenos como las fantasmalidades metafísicas de las que hablo nos ayuden a establecer una primera relación simbólica, por supuesto, siempre susceptible de reconfiguración, con el padecimiento -en términos llanos- al cual queremos acceder para su comprensión? ¿Por qué no podrían contribuir a clarificar la inextricable relación entre padecimiento como consciencia y consciencia como padecimiento de nuestra fisiología? La clarificación de las dinámicas vitales del cuerpo manifiestas en la complejidad de su actividad.
Por supuesto, tales fenómenos simbólicos son inevitables y, por su carácter aparente y “elevado” -como si dejaran de ser fenómenos de un cuerpo y, por lo tanto, su fisiología-, susceptibles de la ambigüedad propia de lo poético, sin dejar de ser fenómenos del cuerpo en el que se manifiestan, insisto, y de la sabiduría de una verdad que construimos todos, que, por ello, jamás es absoluta. En ella se manifiesta la sabiduría de quien accede al humor y no se toma en serio la vida. Bien dice Dostoievski, “El humor mueve a la conmiseración”. Ese es justo el tema, la posibilidad de aprovechar la sabiduría de una debilidad como la compasión -me permito un abuso conceptual a través de una palabra cercana a la usada por Dostoievski- para hacer la labor de habitar la fisiología de nuestro cuerpo, aquella que manifiesta nuestra emociones y sentimientos, y, de tal forma, abrir una vía para intentar comprender el sufrimiento de los demás.
Es entonces que la ambigüedad propia de lo poético juega a nuestro favor ante la complejidad de los fenómenos que constituyen la manifestación vital de nuestra fisiología, tanto en su apariencia como en la invisibilidad vinculante que se manifiesta en la primera. Más allá de la rigidez de la claridad y distinción y su compromiso con una lógica de la identidad -sin desestimar lo importante que ésta fue en su momento y sin poner en duda su probable necesidad, actualidad y vigencia, sobre todo ante fenómenos que la demanden para facilitar su comprensión-, la ambigüedad característica de lo poético nos permite ser un puente, el de la lógica de la semejanza, parafraseando a mi amigo Rafael Ángel Gómez Choreño, capaz de permitirnos las imaginaciones que configuren, signos, símbolos e imágenes que evidencien la relación, el vínculo, entre los fenómenos aparentes e invisibles de nuestra fisiología, entre la “verdad” y “mentira” entrecomilladas por la valiosa sencillez de lo común de lo cotidiano, entre la verdad y mentira de nuestro mundo, a pesar de la profundidad de nuestro logos del cual todos participamos.
El mundo busca habitar a un hombre de carne y hueso al tratar de impactar su cabeza para destruirla. La bala que fue usada para ello resulta detenida por el casco que portaba. El mundo que es la relación de su cuerpo con el paisaje que lo habita para habitarse se ensaña con su pecho y espalda y, aunque nos parezca increíble, el hombre puede contarlo, si decidimos creerle a nuestro cronista, Sebastian Junger. Sin embargo, el duelo resulta lo más contundente de todo, si seguimos el relato.
El mundo como paisaje de quien lo padece ha hecho restos de plomo y esquirlas de sí mismo al cráneo vaciado de su mejor amigo. ¿Qué verdad capaz de claridad y distinción es posible ante tal contundencia?, ¿qué definición u artificio metafísico con tales pretensiones puede soportar -ser soporte- de tal padecimiento de la propia finitud sin antojarse experiencia de estufa? La radical pérdida de alguien, parte de lo demás, alguien que es parte constitutiva tu emoción y sentimiento, quizá lo más invisible de tu finitud, manifiesta en su fisiología dinámica, la vida profunda de tu cuerpo siempre e inevitablemente sensible, el mundo, tu mundo, el de aquel soldado, invisible en la apariencia de la emoción y el sentimiento habitantes de sí mismo, su mundo, su cuerpo testigo de la aparente fuga de la vida más concreta y particular de un cuerpo, el de su compañero, habitando el instante último de la extinción del mundo, su mundo ¿no resulta limitado el lenguaje y sus imágenes? ¿Por qué no asumir su finitud, no como una incapacidad sino como la compleja posibilidad de sus potencias ante el tipo de relaciones que puede ser capaz de establecer en tanto que fenómeno humano?
Es momento de hacer una humilde advertencia, quien en este punto esté decepcionado por haber esperado alguna novedad de mi parte -si es que algo así realmente es posible, en especial de mi parte-, tiene todo el derecho a abandonar esta lectura. No vine aquí a hablar de nada nuevo ni de nada que otros no hayan dicho.
¿Qué clase de vida se mueve en el cuerpo de quien sufre el sobrecogimiento, la fisiología, que implica ver el cráneo vaciado de tu mejor amigo mientras su contenido se derrama sobre su espalda?; ¿qué clase de significatividad se constituye a través del dolor de tan sublime magnitud en un cuerpo cuya sensibilidad ha sido subvertida por tal sufrimiento?; ¿cómo no esperar que la consciencia busque su escisión del cuerpo -desvinculación, desarmonización, de sí mismo- ante la experiencia del fin del mundo?; ¿cómo el ser testigo de tan sublime magnitud sobrevive sin reinventarse, sin una poiesis de sí mismo, más allá de lo abstracta que resulta en tal momento la palabra muerte si le hacemos caso a la veracidad que pretende la crónica que ahora nos invita a su reflexión?
Es suficiente la “simple” evocación de los trágicos paisajes del mundo desolado en esta clase de instantes para desafiar al pensamiento, basta su imaginación. Resulta en la invitación al esfuerzo de que la emergencia de su vida en nosotros no derive meramente en una formalización-convencional y abstracta como a las que tiende la constitución de toda moral. Nos invita a una subversión de nosotros mismos, una praxis, una poiesis, en el mejor de los casos cuando resulta una consciencia. Nos exige una representación vital en nosotros mismos, en un sentido de actualidad más aristotélico que platónico. Sólo queda la ayuda de nuestra imaginación, a través del ejercicio perverso de la sabia debilidad de nuestra compasión, para hacer de nuestro dolor una habitación de nosotros mismos. De tal forma, hacemos el esfuerzo de “apropiarnos” de lo “ajeno”, lo demás que constituye nuestro mundo (haciéndolo común), haciendo el esfuerzo de contener -no reprimir- la necesaria y salvadora fantasmagoría metafísica del yo -con todo y su potencialmente poética emergencia y carácter simbólicos. El sentido de ello es comprender a los demás que son parte de nuestro mundo (comunidad).