Piel de lágrima

El Velo de Maia es velo de carne, puerta abierta, una herida. Una boca, intimidad acuosa, historiadora de lo invisible, nuestros días, todos y cada uno en su aliento, trayectoria de todo tipo de alimento portador de vida. La boca es dueña de secretos, lo dulce jamás dicho, lo doloroso jamás dicho. Contiene para la memoria las dulces palabras que decimos, también las amargas mencionadas y calladas. Algunas de estas últimas ahogadas en llanto, ira o cualquier otra manifestación de impotencia. Sin embargo, todo lo que atraviesa ese portal es lo mismo, dolor, capaz de convertirse en vida.
Todos los sentimientos pasan (de adentro hacia fuera o viceversa) o, en el peor de los casos, se atoran. Quien tiene acceso a la boca por la permisibilidad clandestina e indeterminada de un beso tiene acceso a más de lo que cree. Lo saben bien las prostitutas y el poeta que empieza a serlo cuando aprende a amar su propia voz y el vuelo de la misma, su aliento. Es entonces que comprende al mismo como un proceso de combustión, el fuego de la inteligencia capaz de matarnos o salvarnos del frío. Lo común de lo que tanto hablaba el sabio efesio, por lo mismo, racional (logoi), verbo (logos) que no puede serlo sin la carne (sarx).
Escuchamos al verbo a través de ventanas-heridas, parte del portal que es nuestro velo. Los oídos nos dotan de la inmediatez de la armonía, lenguaje secreto de la materia, la fisis que habla siempre, aunque aparente discreción a través del silencio, a pesar de que su resonancia nos habite o habitemos al mundo a través de su invisible eco.
Vemos lo aparente por ello necesitamos la atención y la agudeza del resto de los sentidos para no ser engañados ante la parcializadora seducción del aparente privilegio de la vista, receptora de superficies. Legítima inconmensurabilidad que, sin embargo, aunque no deje de ser problemática, es lo que somos y nos exige comprensión, vinculación, armonización. Ser libre es estar vinculado, estar vinculado es armonizarse con la sintonía y el ritmo del todo (afinación), el cosmos, lo demás, a través de la semejanza, el logos, su lógica, nuestra lógica, lo común. Eso es hacernos cargo de nosotros mismos, el coraje de amarse como acto de generosidad y sacrificio, amar a los demás en dicha entrega, la de ser responsable, ser adulto, a través de la superación del egoísmo que significa la búsqueda de la virtud (areté) con todo y su incertidumbre. Estar dispuesto al descenso (Abschnitt) del autoconocimiento, a la oscuridad de la materia, para atravesar el portal de la penumbra, la noche. Eso es comprender, comprender es vivir y, por lo tanto, vivir es amar.
Por ello, probablemente la función más importante de las ventanas-heridas de nuestros ojos no sea la de ver sino la de quedar ciegos como los ojos de Homero y de Tiresias, como los estrábicos ojos de Sócrates quien, según Platón en el Fedón, elogió la ceguera de los mismos ante la agudeza que obtenían los ojos del alma con los años.
Una manera de su nublamiento es a través de la evidencia de nuestra conmoción, certeza del cuerpo ante la evidencia que capta el mismo, principio y/o consumación de nuestra comprensión, emergencia de un instante tan intenso, vulnerable y doloroso por lo mismo, quedamos expuestos ante nuestro dolor o alegría, nuestras lágrimas. Es ahí que somos todo, la plenitud del cosmos, habitantes plenos de nosotros mismos con todo el coraje de permitirnos estar en nosotros mismos, sentirnos en la plenitud que implica dicha aceptación, la de aquello de lo que somos parte, el cosmos, los que somos, el cosmos, vinculándolos en la flexibilidad de su movimiento, con la libertad de todo lo que puede ser, a pesar del legítimo desconcierto de nuestra inconmensurabilidad que, sin embargo, nos reserva el instante, el presente, para ver en el espejo del cuerpo nuestro rostro, el rostro de lo eterno, nosotros, velo de carne, en el que se refleja el todo como una pantalla, la del velo de maya, de manera semejante en la cual el cielo se confunde con el mar cuando coincide con las aguas de este último.
“«Nos encanta la vida y nos estamos preparando para ir a la guerra -dijo Restrepo, rodeando con el brazo el cuello de O’Byrne. Tenía la cara tan pegada a la cámara que casi provocaba un efecto de ojo de pez-. Nos vamos a la guerra. Estamos listos. Nos vamos a la guerra … nos vamos a la guerra.»” ¿Por qué un hombre va a la guerra?, ¿cuál es el sentido de dicha decisión? Esta pregunta nos lleva a pensar en la guerra como una necesidad, la guerra, más que un deber, se evidencia necesaria, responde a la demanda de lo imprescindible. Hay muchos referentes, con sus respectivas narrativas, acerca de cómo la lucha resulta parte de la supervivencia. La posibilidad de ser un hombre se signa en la capacidad de proteger y defender lo que se ama a través de la guerra. Defender a la familia, la mujer, los hijos, los padres, en tanto que se está en posibilidad de ello. Sin embargo, si pensamos en la posibilidad de atacar, el ataque tiene el sentido de adquirir la propiedad necesaria para subsistir, encontrar los medios que satisfagan nuestra sobrevivencia o, incluso, nuestra supervivencia, satisfacer nuestras necesidades. Ello demanda una voluntad comunitaria en la que todos coincidamos en la alianza que significa el encontrarnos con aquellos que pueden imaginar mutuamente nuestro dolor, de manera semejante en la que nosotros podemos imaginar el suyo, el padecimiento de nuestra necesidad y la de nuestros seres queridos. Tal afecto es familiar, dicha relación nos une y le da sentido a una decisión de dicho tipo que implica la administración y, en el mejor de los casos, disciplina y entrenamiento de y para nuestra violencia -ello lo podríamos también ver como la posibilidad de hacernos cargo de la misma- y la convicción de que matar es un acto de vida, de supervivencia, de sobrevivencia y de defensa y preservación de lo amado, incluyendo el caso tan drástico que puede llegar a implicar la salvación de lo amado. Por ello también resulta terrible morir en la guerra, a pesar de saber que ello es posible y que, ante ello, se está dispuesto al sacrificio. Morir en la guerra puede significar el desamparo de aquello que se ama, aquello por lo cual se pelea y le da sentido al combate. Especialmente, cuando no hay otra opción que la batalla.
Quizá estos sean los términos más amplios, desnudos y concretos en los que podemos hablar de la guerra. Como sabemos, dicho fenómeno se complejiza con la sofisticación, a veces absurda y sin sentido, de nuestras formas de vida y todo lo que implican.
Quisiera detenerme un momento para recordar una de tantas definiciones clásicas de la guerra. En este caso, la que nos ofrece uno de sus más importantes teóricos en occidente, Carl von Clausewitz, quien, entre varias caracterizaciones de la misma que podemos encontrar en su texto referente, De la guerra, concibe a la misma en una de ellas como “la continuación de la política a través de otros medios”. Después de lo que hemos expuesto, tanto en relación con la guerra como desde los ejemplos que hemos ofrecido de las materialidades concretas de la vida de un soldado, pueda parecer demasiado abstracta la afirmación del estratega prusiano. El relato de Sebastian Junger hasta ahora nos ofrecen una imagen de varias de las adversidades más extremas que pueden atravesar la cotidianidad e inmediatez de la vida de estos jóvenes reclutas que han optado por ser parte del ejército. Decisión que, en este contexto específico, no es del todo cercana a la planteada anteriormente en relación con la pregunta, ¿por qué un hombre va a la guerra?, ya que no es ajena de coerción y/o heteronomía. Muchos de ellos, por momentos adversos y circunstancias extraordinarias en sus historias de vida, optaron por tal posibilidad para evitar la cárcel.
Es interesante pensar en el bien que, quizá, pueda significar la guerra, su conformación junto con la de un ejército y decisión por la misma, a través de la guía del ejercicio de una voluntad soberana. ¿Ello es viable? ¿Se puede optar desde tal posicionamiento por una sujeción voluntaria a la obediencia que ello implica? Probablemente sí en términos estrictamente comunitarios, sin hacer a un lado el distanciamiento indolente de muchas de nuestras sociedades contemporáneas debido a la cultura de masas en las que hemos optado, heterónomamente, por vivir. Por cierto, al respecto -probablemente lo hagamos más adelante- valdría la pena detenerse a pensar en la noción de pueblo que nos ofrece von Clausewitz en su tratado.
Por ello, quizá, si en lugar de verlo en estrictos términos comunitarios y lo vemos desde la convencionalidad de los términos que hacen posible una institución, optar por la posibilidad de privilegiar como principio el ejercicio de una voluntad soberana para la conformación de un ejército nos dispone, ante una posible pérdida de sentido, a que dicho proyecto sea susceptible de labilidad porque implica la convocatoria de voluntades rebeldes para el mismo que, quizá, sólo accedan estratégicamente a tal institución sin dejar de ser problemática para sí mismos su decisión en tanto que voluntades autónomas. Tal susceptibilidad se hace más evidente ante la incalculabilidad de la adversidad que implica el combate. Hablamos de la disposición de un cuerpo que, probablemente, se forme en la novedad del campo de batalla. ¿Qué sería un soldado rebelde en tal panorama, pensando en la radicalidad que puede suponer una voluntad soberana ante lo terrible de ciertas adversidades? Definitivamente sería problemático para lograr la funcionalidad y eficiencia de una institución como el ejército y la necesidad a la que se supone responde, la defensa de un Estado-Nación, Nación, país y, en un ámbito colectivo más definido, una ciudad.
Sin embargo, sería sugerente, con base en el sentido planteado al principio de este apartado, pensar en la figura del ciudadano-soldado. Alguien que encarne en su opción por el combate y en el entrenamiento para el mismo la defensa de lo más amado, lo querido, y asuma la misión de proteger y preservar la vida de todos, empezando por el cuidado de sí mismo que garantiza su virtud para y en el combate, una poiesis de la propia virtud como bien común en tanto que defensora de la vida, la vida común, la vida de lo amado, imaginable en el dolor de nuestros hermanos de guerra. La preservación de tal virtud (areté), nuestro poético cuidado de nosotros mismos, como principio de vida y fomentador de la misma, además de preservador, protector, defensor y amante, la virtud que describe Platón en el Laques, la andreia, la hombría, entendida como el coraje necesario para combatir, para ir a la guerra en nombre de lo amado. Un soldado es un amante, quien lucha sin legítimo (logoi) sentido es un mercenario.
Quizá en algún momento podamos hacer un digno elogio de Esparta y comprender mejor la tajante, cruel y radical necesidad de sus prácticas comunitarias como prácticas a favor del bien común, una poética de la crueldad al servicio de la vida.
Sin duda Carl von Clausewitz sabía mucho más de la guerra de lo que probablemente yo, escritor pequeñoburgués, jamás sabré. Me permito abusar metodológicamente de la definición que nos ofrece de la guerra, sabiendo que él hablaba también de materialidades concretas en su tratado, para habitar nuestra intuición por los parajes problematizadores que ella requiera, sin hacer a un lado la ayuda y agudeza del gran estratega germano. Por lo pronto, antes de penetrar, acariciemos la piel de nuestra intuición.
Ante la desnudez terrible de la adversidad pienso en el contraste que significa el montón de frivolidades en las que consumimos la muy corta y pequeña vida de nuestros cuerpos. Somos simios amaestrados por una caricatura de la Modernidad, Modernidad a la que nos ha dado bastante pereza entender, a pesar de su importante racionalidad e interesantísimas e inagotables sofisticaciones, al punto de lograr la trivialización de su estudio y la facilidad de su insolvente “crítica”, quizá por la irresponsabilidad a la que tendía “su” promesa (habría qué ver qué tanto prometía, qué tanto le hicimos caso y, en esa medida, que tan racionales o problemáticas eran “sus” promesas si es que éstas están ahí) en manos de las mentes más perversas de la humanidad, los irresponsables e infantiles afeminados sedientos de privilegios que, probablemente, siempre han tenido. “¿Dónde está mi tierra de leche y miel?”, se preguntan, a pesar de saber que ni los robles dan miel ni estos crecen en todo el mundo, así como jamás habrá un río de leche, la naturaleza no necesita de sabiduría porque es la ley (logos). ¿Cómo llegamos a la adolescencia de tal miseria capaz de inspirar la exigencia hacia la fisis de la satisfacción de nuestra histeria? Una negligencia a favor de una practicidad de lo inmediato y basada en la pusilánime satisfacción de estúpidos deseos, “adversidades”, que representan la mayoría de las situaciones, según estos “dueños” de la verdad, aquellos que, en algún momento, todos hemos sido.
Para ellos hay pseudo filosofías igual de frívolas, disfrazadas por un discurso aparentemente semejante pero evidentemente carente de los verdaderos rigores de supuestos posmodernistas (una de las etiquetas más fáciles de los último tiempos, capaz de vender muchos libros, por cierto) que se confrontan con la pereza mental de estos verdaderos posmodernistas a quienes, quizá más que a ninguno, les da bastante güeva saber qué dijo la Modernidad, y mucho menos saber cómo ésta fue sepultada junto con su potencial revolucionario, además de ser cohabitante y antecedente de rebeliones, transgresiones, marginalidades e importantes y valientes clandestinidades, más allá de su somera simplificación negadora de sus heterogeneidades. No nos hemos permitido saber cómo la Modernidad fue explotada a favor de la eficiente instrumentalización de intereses hegemónicos, al grado de llegar a ser usada contra las voluntades diversas y profundas que la construyeron como fenómeno, complejidad más allá de las fáciles etiquetas de la historia cuando ésta la escriben, no solo los más poderosos, sino sus simios amaestrados por la normalización. Una Modernidad explotada incluso sexualmente.
Dicho sea de paso, bastante más de lo que creen resultan muy visibles aquellos lobos con piel de oveja que se disfrazan de racionalistas antiposmodernistas que resultan más oscurantistas que aquellos que critican, más posmodernistas que los “posmodernistas”.

Habiendo atendido esta digresión, volvamos al análisis del relato que nos convoca. Es innegable que la definición de von Clausewitz refiere y remite a un contexto y una relación particular con el poder que complejiza la facticidad del fenómeno de la guerra, en especial fuera del campo de batalla, del cual, como hay que hacer énfasis, para nada era ajeno el propio autor de De la guerra. Sin embargo, no nos interesa aquella imagen que todos tenemos de lo que supuesta y aparentemente es la guerra, a pesar de que la mayoría de nosotros jamás hemos estado en una y, quizá, jamás estaremos en alguna (por lo menos aparentemente). Pienso estrictamente en mí y, dadas mis condiciones existenciales, no dudo que lo más que podré hacer durante la guerra, si es que mi capacidad defensiva es suficiente, será morir, quizá ni siquiera para correr haya tiempo. Ahí está la imagen como sustituto de lo inimaginable, haciendo más grande y compleja la magnitud del abismo que supone dicha relación. Como hasta ahora hemos visto, a estos chicos no les importa la política ni la ideología en el sentido abstracto y convencional de las mismas al cual estamos habituado. Buscan un sentido, una experiencia que le dé razón de ser a las mismas. Más adelante ahondaremos en dichos detalles biográficos.
Podemos pensar que, dada la necesidad de evadir una adversidad tan terrible como lo puede ser ir a prisión, prefirieron la guerra como una oportunidad de resolver el problema que los llevó a ahí y, a su vez, quizá o probablemente, como una oportunidad para empezar de cero, desde lo que les ofrece una vida tan poco alentadora como para verse obligados a arriesgar su vida para no dejar de ser parte del mundo de alguna manera, no dejar de ser parte de la vida y, por lo tanto, estar vivos sin dejar de ser parte del mundo, de la vida. Es lo que hay, es lo que la vida les ofrece, entre otras cosas, para no acabar de perder su ciudadanía yendo a la cárcel -aunque con ello ahora sólo les quede una ciudadanía de segunda, con el estigma social, el reducto, de haber sido, en muchos casos, delincuentes o por haber sido el detrito de una guerra de la cual acabaron derrotados.
Una vida de por sí adversa que, en sus casos, fue lo suficientemente difícil y agobiante como para llevarlos a dicha situación. Una vida que ahora sólo puede ofrecer más adversidades o la posibilidad de acabar con la propia existencia si se tiene el coraje para ello. Ya sea por miedo a matarse o por amor a la vida, ellos han decidido vivir, sin acabar de vislumbrar que lo terrible los transformará a través de la radical experiencia de lo humano que es la guerra, una vida en el campo de batalla en la que toda política convencional, esa que se amplía por otros medios como nos dice el militar prusiano, acaba diluida. Ya no son los intereses de un Estado lo que prevalece, no importan realmente, lo que importa es no morir, sobrevivir, defender la propia vida y la de aquellos que, al proteger desde esa misma conciencia su propia vida, también protegen la de sus compañeros, nuestra vida.
Teniendo como referente nuestro propio dolor padecemos la imagen del dolor de nuestros compañeros, al grado de imaginar nuestra agonía en la de ellos, al igual que el dolor de nuestros seres queridos. Es la imaginación de la vida común amenazada por las altísimas probabilidades de la muerte que también signan a la guerra. Una vida que, por ello, también sostiene a la nuestra en la medida en que le da sentido a esta última. Una vida que, por ello, se vuelve amada, motivo de nuestra defensa al grado de sacrificarnos por ella. Se ama al que se tiene al lado porque es quien comparte la adversidad de nuestra finitud que nos une por lo mismo. La guerra hermana a estos jóvenes a través de su ineludible circunstancia, no hay evasión posible en situaciones límite de tal radicalidad, todo lo que pasa ahí tiene el mismo sentido, vivir y, por lo tanto, vivir es amar. ¿Puede haber mejor (aristóos) política, con mayor legitimidad (logos) que ésta?, ¿Será posible mejor (aristóos) ley (logos) que ésta?, ¿Puede haber otro sentido de la vida?
Política mutual del bien común, de los afectos de la vida única y común, un “comunismo de lo común”, dice el filósofo patavino, al grado de volverse irrelevante hasta el porqué de estar ahí por más problemático, arbitrario, irracional, cuestionable, ajeno e ilegítimo de dicho motivo. Esto último según los “dueños” de la verdad a los que, en realidad, poco les importan estos chicos y la nobleza de su política, la política del guerrero. Estos “críticos” se mueven en la pedestre moral de la paupérrima manera en la que se nos ha condicionado a entender de manera normalizante a la “política”. Estos soldados necesitan matar para sobrevivir porque está la muerte acechando a la vida tan amada en el campo de batalla, probabilidad que signa el fin de todo, su propio fin y el de lo amado. Sólo les queda la radicalidad del presente, su momento y circunstancia.

Alguien que decide ir a la guerra supuestamente lo hace sabiendo que probablemente pierda su vida para proteger la vida. La alegría que nos une, el sentimiento de ser amados, la generosidad de compartirnos, el invaluable tiempo juntos. La alegría, lo común de la unidad que nos hermana por la semejanza en la que nos encontramos, esa risa que es la distancia más corta entre los hombres. Amigos y familia son lo mismo, resulta superada toda convención esencialista, incluso las de los vínculos de sangre. Es una carne (sarx) que manifiesta su plenitud vital en la vibrante calidez de los hechos, su movimiento atómico renovado y, por lo tanto, renacida por la emergente contingencia del encuentro, sea cual sea su circunstancia. Ya no hay conminaciones culturales, capaces de apagar dicho aliento, ígneo como todo aliento.
No se va a la guerra por una nación porque ésta no existe, hay un hondo amor a la vida (o miedo a la muerte que es lo mismo desde la legítima incomprensión de la vida) que motiva dicha voluntad. El Estado y sus intereses, el dispositivo de control disciplinar, queda rebasado ante quien asume su sacrificio, la posibilidad de aprender a superar la adversidad al permitirse el coraje de vivir, incluso aunque “muera” en su intento. Gloriosa resulta tal caída, la del héroe trágico quien no por haber descendido a la materia, a sí mismo, deja de ser héroe (hybris). Ante el amor de dicho aliento, ¿puede ello no ir más allá de afirmar la vida, ¡vivir!, padecer el peligro de su plenitud?
Es por ello que al amar encontramos potencias y capacidades de nuestro cuerpo, hasta entonces desconocidas. Plenitudes amatorias dispuestas al gozo de haber sobrevivido, la alegría de continuar con vida después de haber atravesado el portal del cuerpo, su dolor.

De la sublime semejanza y su escisión

En este cuento la vida y la “muerte” son uno y lo mismo como siempre, como jamás dejan de serlo, como “realidad” y ficción resultan uno y lo mismo, en la mutualidad de lo semejante que realmente significa lo común. La uniformidad de lo idéntico, su homogeneidad, excluye todo lo demás con lo cual hacer comunidad. ¿Con qué se convive entre iguales sino es con uno mismo?… Si es que ello es posible, ¿no será la identidad una inercia, una llana voluntad negadora, cómoda y negligente que haga, a través de su
convención, más fácil, más eficiente y, a la vez, más injusto al mundo y
nuestras vidas?

Sin embargo, ello no implica y puede excluir a la indignante mera sugerencia de lo que resulta intolerable, aquello cuya exclusión resulta, más que legítima, necesaria y hasta imprescindible. De ahí la urgente reivindicación de la intolerancia en contra de la pereza mental que significa su contrario. La tolerancia, muchas veces, -además de que siempre implica al problemático fenómeno de la represión– consiste en la reivindicación de una eficiencia a favor de la realización, ponderación y preeminencia de nuestro interés privado por encima del bien común y, por lo tanto, de la justicia que éste implica. En la tolerancia, en tanto que convención, se basan aquellas variantes de la deshonestidad -la hipocresía, por ejemplo- que detentan quienes tienen el poder de llevarlas a cabo. Aquellos capaces de jugar a favor de sí mismos y sus intereses (sin negar las circunstancias para ello), aquellos que pueden ser estrategas de acciones de las cuales dependen y a las cuales están sujetos los demás, muchas veces, en mayor o menor medida, los verdaderamente vulnerables. Esto lo digo sin negar que el poder también es variante y variable. La mayoría, en menor o mayor medida, somos tan vulnerables e indigentes como poderosos, sin negar a aquellos radicalmente excluidos, habitantes de una vida nuda, sujetos al poder de manera radical, más capaces de posibilidad que de probabilidad y, por lo tanto, radicalmente sujetos al poder si no son capaces de emanciparse de su necesidad. Más capaces de posibilidad que de probabilidad y, por lo tanto, menos capaces tanto de posibilidad como de probabilidad que muchos de nosotros.

Dificilísima y terrible misión resulta la emancipación de nuestra necesidad en circunstancias tan adversas como la de quien habita la calle, por ejemplo.  Sin embargo, no quiero negar la posibilidad de su emancipación del yugo del mundo porque, como toda experiencia -sin negar un correlato fáctico de la misma- resulta intransferible.

Sin embargo, tampoco quiero negar a aquellos que sistemáticamente son ignorados por el padecimiento de tan tremendas circunstancias y que se han enquistado a la miseria del mundo, nuestra miseria, haciéndose una con ella, además de su imagen, su retrato, su reflejo, el paisaje más adverso de la necesidad de nuestro mundo. Su emergencia también es un correlato fáctico de la dificultad que nos remite a nuestra necesidad, al dato semejante de nuestro dolor, por más intransferible que resulte su experiencia. Negarlo es tan irresponsable como la victimización de quienes padecen tal nivel de adversidad. Ahí se manifiesta la problemática conmiseración que da cuenta de nuestro carácter humano. Quizá estos seres humanos sean los más evidentemente negados por la lógica de la identidad y los que tengan la misión más difícil de todas, la misión semejante que nos une, a pesar de las distintas circunstancias. En ella se manifiesta la voluntad que entraña nuestra finitud, nuestra indigencia, una voluntad de vida que, sin posibilidad alguna de ir más allá del datum biológico-fisiológico de nuestra animalidad, resulta más compleja y problemática que la de cualquier otro ser vivo por los extravíos que significa la consciencia de sí misma, característica propia de lo humano.

En aquellos cuya voluntad de vida ya ha sido derrotada en batallas anteriores, magnitudes incalculables de un dolor que sólo ellos han sentido y del cual, quizá, apenas puedan hablar sin que ello signifique cabal comprensión del mismo, a pesar de que, quizá  con cierta verosimilitud, la de lo imaginable, a pesar de que dicha voluntad esté sumamente abandonada mas no del todo perdida y a pesar de lo carente de su consciencia, así de imaginable se vuelve su dolor, así de visible resulta dicho sufrimiento si no perdemos de vista que lo imaginable lo es porque puede ser imagen.

En las condiciones de una vida nuda, quizá de manera inevitable, quizá con la sensatez de toda lógica por más básica que sea esta última, surge en mí una pregunta, ¿para qué seguir viviendo?; ¿para qué un cuerpo querría seguir haciéndolo en dichas condiciones y tal circunstancia?; ¿qué de la fisis lleva a tal fisiología a aceptar dicho dolor como la vida o, peor aún, como un destino, sin advertir que tal semejante indigencia ya lo es en todo ser vivo, en todo animal, especialmente en el caso del hombre, de manera radical por lo inevitable de su autoconsciencia? Quizá haya algo de coraje en dicha voluntad de vida o quizá se trate de cierta indigna cobardía, la de no atreverse a matarse. Querido lector, ¿se da cuenta de lo estúpido que resulta juzgar tan compleja voluntad de vida? Probablemente nuestra verdadera cobardía radique en lo pueril de nuestras abstracciones, es la frivolidad de nuestra estupidez. Así de complejo (tan problemático como para poseer la ambigüedad de lo poético) resulta si quiera pensar en lo que significa afirmarse en el ser.

 No puedo hablar, sin dejar de recordarlas, de las únicas víctimas de la lógica de la identidad. Los más vulnerables, los únicos santos e inocentes, los niños. No negaré la responsabilidad tanto de “víctimas” como de “victimarios”, todos nosotros aparentes adultos que hemos constituido esta vida tan compleja. Ambos conjuntos, “adultos” negligentes y falibles, crueles y prejuiciosos, somos responsables de nuestra miseria y su resultado. Tampoco me parece justo negar la dificultad de dicho estadio, la del adulto que, paradójicamente, pondera la hipocresía moral de quien se detenta en el pedestal de juez, como si realmente alguno de nosotros no fuera falible. Quien lo haga, es el más responsable de todos y el más culpable de los miserables. No culpable de un delito sino aquél que más carga en sus hombros el peso de su miseria, el tonelaje de su culpa. Tal inquisidor lo hemos sido todos en cualquier presente (pasado y/o actual) o lo somos potencialmente en cualquier presente futuro. Tal es nuestra falibilidad, la de un ser finito, según el tamaño de nuestra miseria, el tamaño de nuestro poder y el acceso circunstancial a dicho pedestal según nuestro poder y, por lo tanto, de acuerdo a nuestra propiedad. Propietario de la verdad, ¿puede haber más falible, absurda y ridícula ilusión? Hay quien hace de ello su pasión. El poder es ridículo, hay que reírse de él.

 Ser adulto. La exigencia que inicia en el abrir de ojos al que empuja el nuevo día, su renovación, y termina con el cerrar de nuestros párpados derrotados por la penumbra, su remanso. No podemos negar que ser adulto también es variante y variable. Por más difícil que resulte la inevitable necesidad de ser adulto, procurar nuestra virtud, voz que escucha para atenderla o ignorarla desde el más poderoso hasta el más vulnerable, todo hombre está sujeto a la lógica de la identidad, es la demanda del mundo “adulto” que hemos creado (histérico y neurótico en los hechos). Sin embargo, insisto, a los únicos a los que no podemos exigirles nada y los cuales deben ser sagrados ante la adversa complejidad de la habitación del mundo  que hemos decidido llevar a cabo “los adultos”, son los niños.

La alteridad que niega a la comunidad, la semejanza, es el evento del fascismo y su negación. Por ello, la alteridad, con todo y su aparente radicalidad, con todo y su aparente desafío a nuestra inteligibilidad, no deja de poder entrañar la peor posibilidad de nosotros mismos porque también ello nos es semejante. En ella y en lo perverso de su reconocimiento puede consistir y estar entreverada la trampa que articule la inoculación de las larvas de la estupidez, joven madre del fascismo, encarnada en la masa indolente que le ha delegado su pensamiento al bárbaro. La injusticia es el resultado manifiesto y contundente de dicha voluntad, la renuncia a nosotros mismos a favor de la paternidad de quien nos ha normalizado a través de la uniformidad irracional de una identidad, su imagen y, por lo tanto, su lógica.

Lo intolerable, circunstancias y motivos de indignación que remarcan la diferencia y desafían lo semejante, lo que nos une, la comunidad. En nuestro cuento, la vida y la muerte oscilan entre la voluntad de ceder, permitir ser exterminado, y matar para evitar la propia muerte y, con ello, sobrevivir, aunque implique matar a los demás. El bien y el mal parecen diluirse y resultar la misma cosa ante el destino inevitable de nuestra finitud,con toda su problematicidad.Tal es la semejanza que nos une. Quizá por eso, tanto la vida como la muerte,no dejan de ser lo que son, lo mismo, cuando se encuentran en el arte.

De manera semejante, en nuestro cuento lo bueno y lo malo son indescifrables, tan sólo es evidente la turbulencia del dolor en su fatal contundencia. Queda claro en tal paisaje de lo humano que no sólo todo dolor es fisiológico sino que todo en el mundo, toda vida y su paisaje, todo mundo tan posible como probable, es fisiológico. Lo bueno y lo malo se evidencian apariencias por su disolución ante nuestra sobrevivencia, en este caso, la de nuestros protagonistas. Nuestra finitud signa nuestros actos, no por su bondad o su maldad sino por su necesidad.Se evidencia lo cuestionable de las primeras categorías ante la última por el carácter convencional que sugiere su mera enunciación, su carácter aparente y simplificador. Se antojan paliativos ante la dificultad de una emergencia que las rebasa, un fenómeno que son capaces de abarcar y del cual no pueden ser soporte. Su enunciación no responde, parecen evidenciar la falta de correspondencia con facticidad alguna, no refieren a correlato alguno. Por ello, no podemos hablar de una evidencia de la fisis, facticidad de cualquier tipo que nos hable de esta última,sino que parecen un intento de expresión, lo más que logra la impotencia ante la necesidad de comprensión ante la complejidad de nuestra vida.

Matar en nuestro cuento es un esfuerzo de persistencia en la materia, poder matar significa sobrevivir, la negación al abandono de la misma. Vivir es lograr que no te maten, no dejar de vivir al no permitir que el enemigo haga todo lo posible para ello. Matar es un acto de afirmación de la vida, de persistencia en el ser, lograr destruir al enemigo antes de que él lo haga. Tal es la semejante voluntad que entraña la misión común de ambos bandos, derrotar al enemigo. Lo veremos con mayor nitidez, nuestro cuento no tiene que ver con política, con patriotismo o ideología. No, por lo menos, en el sentido más burdo y habitual en el que entendemos tales conceptos. Sólo está el hombre desnudo en medio del desierto que es todo campo de batalla. Lo insignificante se ha vuelto invisible, lo importante está ante los ojos del corazón. Si pudiéramos hablar de sustancia alguna, quizá, ésa sólo sea el dolor, el dolor de un cuerpo, aquel que lo atraviesa. Por eso, bien y mal son lo mismo cuando se encuentran en el arte.

Nuestros protagonistas saben la diferencia entre el acto y el gesto, entre el instante, plenitud del presente inaugurador del porvenir (presente en movimiento), y la especulación probabilística (aunque siempre dentro de los márgenes de lo posible) de toda próxima circunstancia, mera aproximación convencional a condiciones siempre emergentes y tendientes a voluble volatilidad. Más que una imagen, una ilusión. Se diluye con la aproximación al hecho y la normalización reguladora del entrenamiento cuando se pone a este como un fin en sí mismo, en lugar de ser un medio habitado por el sentido. Sin embargo, a pesar de sus limitaciones, surge la actualización, la renovación de la vida en movimiento jamás será lo que creemos y/o pensamos, es lo que nos sucede, lo que nos atraviesa en el instante como la bala que destroza el cráneo del soldado en el campo de batalla, lo inmediato es la conciencia misma: ““Sé que todos los chicos que en el cuartel eran malos, luego en combate eran unos soldados de cojones. Son camorristas y les gustan las peleas. Es malo para el cuartel, pero bueno para el combate, ¿no? Yo ya sé que en el cuartel soy una mierda, pero ¿qué coño importa eso? Te vienen con que les saques brillo a las putas botas. ¿Y a mí qué mierda me importa si las botas brillan o no?””

La disciplina como convención es tan sólo una dinámica de control cuando quien queda sujeta a ella no entiende la materialidad, el contenido fáctico, de la circunstancia para la cual se está preparando. Si partimos de que toda experiencia es intransferible, la novedad de las mismas, por su radicalidad, pueden resultar tan distantes que se vuelven capaces de abrir el abismo que habita el hombre ante la incertidumbre de su destino. Ese lugar donde sólo queda claro el dolor de morir y, por lo tanto, la angustia de todo acto posible y probable de libertad en la que dicha circunstancia nos coloque y signifique. Pensamientos como el asesinato o el suicidio están dispuestos al padecimiento de dicha angustia, ambos habitantes de la muerte como radicalidad de la vida y del hecho de morir como radical incertidumbre que, a pesar de ser siempre así, se muestra como una intensidad agobiante, nueva e indescifrable. Por supuesto, sólo puedo hablar desde el testimonio ajeno y la inferencia. En la intransferibilidad de la experiencia se juega la diferencia entre el acto y el gesto, de ahí la comprensión que nos demandan aquellos que saben del acto por parte de quienes a penas si podemos intuir el gesto.

Si la disciplina del entrenamiento se rigidiza y no se permite su flujo existencial, más allá del hábito que la constituye, no hay forma de adquirir referentes materiales que concluyan lo entrenado, no hay condiciones suficientes y necesarias para la emulación de la guerra, la disciplina se constituye como conciencia y se comprueba en la completud que adquiere a través de la sensación del cuerpo, aquello que sólo analíticamente podríamos llamar la experiencia de este último, la experiencia del cuerpo, es la plena atención del mismo, un despertar a su inmediatez a través y desde ella, quizá, algo semejante a lo que los budistas llaman “atención consciente”. En esto último intentaremos indagar en momentos posteriores.

Se trata de la circunstanciación de un cuerpo a través de su padecimiento (pathos), cómo un arte de vivir (nuestra poiesis, nuestra performatividad en relación con un evento) nos introduce a una lógica de supervivencia que es guiada por la sensación, entendiendo a la misma como la manera en la que el cuerpo piensa y adquieren contenido las descripciones analíticas de todo pensamiento, a pesar de su inevitable tendencia a la abstracción. Desde este punto de vista y con base en lo anterior, quizá nuestro pensamiento sea lo que menos nos pertenece, a pesar de la ilusión alienante que nos dice todo lo contrario, ilusoriedad a la cual estamos tan condicionados que, por otra parte, el cuerpo, quizá y con base en lo anterior, sea aquello que más tendemos a enajenar hasta la alienación.

En este cuento el desierto de la vida es el campo de batalla, el paisaje en el que la vida se manifiesta como plenitud de nuestra finitud a través del padecimiento de esta última, la vida es la guerra. Nuestra adversidad constitutiva hace del dolor la inevitable confirmación de nuestra vida como padecimiento de nuestra finitud, nuestra angustia.

Las botas lustradas de un soldado hablan de su compromiso, de su obediencia, de su capacidad de asimilación y aprendizaje del entrenamiento. Sin embargo, dicho signo asciende a un carácter simbólico sólo si es capaz de matar para sobrevivir y la supervivencia, como veremos posteriormente, también implica que no maten aquella parte de uno que vive en lo que más queremos. En este caso, aquellos compañeros devenidos en amigos unidos por la semejanza de nuestro dolor mutuo, al grado de llegar a ser, por lo mismo y a pesar de todas aquellas diferencias que parecían trascendentales en la convencionalidad de lo social, más familia que la propia familia de origen, quedando superada la diferencia definida por la lógica de la identidad (sólo posible la articulación de esta última a través de su carácter convencional), para dar pie a la semejanza que implica nuestra falible finitud, a través de la cual un error le puede costar la vida tanto a uno mismo como a un hermano de guerra, ahí está la semejanza. Finitud que se manifiesta con toda su radicalidad en la dolorosa muerte de un querido cuerpo vivo, padeciente, sufriente, e inevitablemente sensible, atravesado por la angustia que confirma nuestra habitación del mundo. En este cuento tan sólo somos cuerpos, materia (átomos) devenida en carne (sarx), descarnados hombres de carne y hueso.

La vigilia como iniciación al sueño

¿Cómo no podría la muerte descarnada de un amigo invitarme a la poética de mí mismo?, la inspiración de un aliento, el de la transformación, la praxis que significa la búsqueda de la consciencia, la habitación de mi cuerpo, único dato fidedigno y “personal” del mundo, el cual, lejos de toda abstracción solipsista, también está constituido -inconmensurablemente, por supuesto- por lo demás. Cambiar, reinventarse, crecer, un acto de supervivencia ante el peligro de estar vivo. Encontrase ante la inconmensurable complejidad de nuestra existencia, cuya materialidad inaprehensible desafía los alcances de palabras como verdad y realidad. Necesitan del esfuerzo comprensivo de la imaginación de algo tan complejo como el carácter constitutivo de nuestra adversidad y las dificultades que ésta constituye y manifiesta en nuestra habitación del mundo.

Tal es la vida en su insondable movimiento, la profundidad de su logos: ““Cambié toda mi vida -me contó O’Byrne-. Me disculpé con todos los profesores a los que había faltado al respeto en alguna ocasión. Pedí perdón a los niños a los que solía apalizar. Me disculpé con todo el mundo e hice el puto juramento de no volver a ser como antes, nunca más. La gente ni me reconocía cuando volví a casa.”” Una transformación que tiene un correlato corporal, la materialidad de nuestra conducta manifiesta en nuestro movimiento, nuestra fisiología en la manifestación más inmediata de sus fenómenos. Una transformación del cuerpo, su reorganización, la cual implica la reconcientización de nuestras dinámicas vitales, integrantes e integradoras de nuestra cotidianidad.

Donde se comprueba todo entrenamiento, donde se comprueba toda teoría, es en su praxis, en la posibilidad transformativa de la poiesis como ejercicio artificial, la deliberación que implica, la artificial voluntad de reorientar nuestra relación con lo demás y los demás, la naturaleza, el cosmos. Esa es la vida (nuestra vida), la vida de un cuerpo (nuestra vida), la habitación de nuestro mundo, no hay más. “Lo demás”, las apariencias en las que se refleja aquella enfermedad llamada “yo” (ego), es la vanidosa abstracción en la que consiste dicha enfermedad y su reflejo. “Yo”, el ego “salvador” y condenatorio que nos eleva a ilusiones, bellas e importantes “mentiras” -aunque no menos problemática dejará de ser su relevancia ante la legitimidad de su cuestionamiento-, el sueño que constituyen nuestra vida… Y, sin embargo, si no pierden referencia -como peligrosamente le suele suceder al mitómano en casos extremos- resultan legítimas proyecciones de la inaprehensible verdad que significa la materialidad concreta y compleja de nuestro dolor, nuestro sufrimiento, nuestra pasión, legítima manifestación de la sabiduría trágica de la hybris, habitante y hábitat, nuestra fisiología (fisis): ““El entrenamiento no puede suplir el combate -le dijo un suboficial negro, de graduación E7, en fuerte Bragg-. Es imposible. Nada puede sustituir esa puta experiencia. Pide que te manden con algún destacamento y, si luego quieres volver, vuelve; pero luego.””

La vida es entonces una iniciación para sí misma, incluyendo la más definitiva de sus adversidades, el padecimiento más contundente e inevitable de nuestra finitud, la muerte.

Nuestro logos y el mejor de los mundos posibles

A los hombres nos gustan las palabras grandilocuentes, nos hacen sentir importantes e imprescindibles como especie, además de muy inteligentes. La naturaleza, en cuanto se harte -que parece que ello será en muy breve-, con la mano en la cintura nos desmentirá. Una de ellas, según mi parecer, es la de Historia. Bueno es el hombre para hacer armas de destrucción masiva sin olvidar el doble filo.
Otra de estas “grandes” palabrotas es “Bien” que, más que una palabra, son dos porque no se puede mencionar al Bien sin que llegue a la cabeza el Mal. Dos hermanas siamesas con un mismo corazón, el hombre. Bueno es el hombre para volverse esclavo de sí mismo, ya sea obedeciendo o mandando, buenos somos para hablar de lo que no sabemos.
Todas ellas tienen una madre, La Verdad. Más que una palabra, su mera mención es una incógnita, la dinamita en busca de explosión que siempre se refugia en la pregunta sabiamente. No busca respuesta para no matar a nadie, peligroso resulta quien la usa, a los fascistas les gusta mucho. Bueno es el hombre para crear falsas consciencias, falsas razones, para justificar su tendencia a renunciar a la responsabilidad de su violencia, ¿es posible?
Más que hablar desde la superficie sinuosa de todas estas palabras -error que ya llevo tiempo cometiendo- quisiera hablar de aquello poco que creo que sé y que, sin embargo, probablemente a penas vislumbro con limitada pero honesta claridad. Quiero hablarles acerca de algo que leí, un relato, una fábula, acerca de un paisaje -humano como todo paisaje- que tiene lo mismo que todos los demás, lo que tienen en común todos los paisajes: sus habitantes, aunque puedan llegar a aparentarlo, no son ni buenos ni malos. Como todos, al igual que nosotros, también están heridos.

Le pregunto a Kalenits en qué momento se dio cuenta por primera vez de que había caído en una emboscada y responde que fue cuando el casco le saltó disparado de la cabeza. Casi de inmediato fue alcanzado tres veces en el pecho y dos en la espalda y, acto seguido, vio cómo una ráfaga taladraba la frente de su mejor amigo y le vaciaba la parte de atrás de la cabeza. Kalenits dice que, cuando lo vio, simplemente “se quedó sobrecogido”.

“En realidad”, esa expresión tan coloquial y cotidiana con la cual podemos decir tan poco a pesar de pretender lo contrario. ¿Qué es entonces lo extraordinario o, mejor dicho, qué es lo que consideramos cotidiano? Parece que la situación aparentemente extraordinaria de la guerra nos pone ante la complejidad de nuestras vidas, las habitaciones del mundo en el cual este último consiste.
Estamos ante el testimonio de un hombre convertido, en este caso un soldado, que se da cuenta de la manera en la que habita el mundo cuando ésta lo dispone a la cercanía milimétrica que siempre tenemos con la muerte. Quizá de aquí podamos inferir una primera imagen de la vida como el esfuerzo por afirmar la satisfacción de nuestra existencia en el mundo a pesar de su dolor, a pesar de la cercanía con el inminente fin de la misma. Más que un acto de amor a uno mismo parece la voluntad de comprender y apreciar la belleza posible del mundo, la plenitud que este último puede ser, en el padecimiento de nuestro cuerpo, desde su más llana fisiología, ya que las demás posibilidades de aproximación a la misma, aparentemente, nos son lejanas debido a su fantasmalidad. Esa experiencia del cuerpo que parece no acontecer porque no registramos su inmediatez de manera fehaciente, a pesar de que la prueba de su contundencia es el mínimo equilibrio que significa la vida como mínima conciencia de sí misma.
Esta inconmensurabilidad hace de mucha de nuestra vida un supuesto fantasma metafísico que se traduce en la inmediata apariencia de lo visible o invisible de un cuerpo. Sin embargo, da cuenta de la inconmensurabilidad del mundo que somos, nuestra complejidad. Lo que no vemos no necesariamente es inasible o inaprehensible, no necesariamente deja de acompañarnos, se vincula de manera diferente con nosotros y, conscientemente, nos podemos vincular de manera diferente con tales procesos, a través de la sensación, por ejemplo. No olvidemos que en esta última se cifra la complejidad de fenómenos como nuestra emoción y sentimiento. En este punto amable lector, le pido paciencia, probablemente tenga que soportar cierta reiteración de mi parte.
¿Hasta que punto estamos dispuestos a vincularnos con nosotros mismos?, por más bella y profunda, romántica en el mejor de los casos, que se antoje tal idea, a más de uno nos resulta un reto, a muchos les resulta, en el fondo, aterradora, es estar parado ante la sublime complejidad de un abismo, ¿se está dispuesto a tal ofrenda?, ¿estoy dispuesto a dicho sacrifico con todo y el halo trágico que significa en tanto que fenómeno manifestante de la radicalidad de lo humano? Más allá de fantasmalidades metafísicas, apelamos a lo que muchos podemos estar tentados a llamar su verdadera ontología -¿qué tanto podríamos entrecomillar la palabra verdadera en este caso para hablar de “verdadera” ontología?-, la posibilidad de atender la voz de su logos que significa su manifestación fisiológica para relacionarnos con ella lo mejor posible y, en ese sentido, hacer de nosotros mismos el mejor mundo posible, la poiesis que resulta tal invitación, a pesar de su inconmensurabilidad manifiesta en dicha invisibilidad.
Sin embargo, por si doy pie a alguna confusión, antes de hacer creer que soy partidario de un realismo ingenuo, incluso después de haber dudado de postura semejante en las primeras líneas de este escrito, me parece pertinente aclarar lo siguiente. Asumiendo los limites del lenguaje verbal, sin demeritar la importante posibilidad del mismo para la transmisión de nuestro pensamiento, ¿no será posible que fenómenos como las fantasmalidades metafísicas de las que hablo nos ayuden a establecer una primera relación simbólica, por supuesto, siempre susceptible de reconfiguración, con el padecimiento -en términos llanos- al cual queremos acceder para su comprensión? ¿Por qué no podrían contribuir a clarificar la inextricable relación entre padecimiento como consciencia y consciencia como padecimiento de nuestra fisiología? La clarificación de las dinámicas vitales del cuerpo manifiestas en la complejidad de su actividad.
Por supuesto, tales fenómenos simbólicos son inevitables y, por su carácter aparente y “elevado” -como si dejaran de ser fenómenos de un cuerpo y, por lo tanto, su fisiología-, susceptibles de la ambigüedad propia de lo poético, sin dejar de ser fenómenos del cuerpo en el que se manifiestan, insisto, y de la sabiduría de una verdad que construimos todos, que, por ello, jamás es absoluta. En ella se manifiesta la sabiduría de quien accede al humor y no se toma en serio la vida. Bien dice Dostoievski, “El humor mueve a la conmiseración”. Ese es justo el tema, la posibilidad de aprovechar la sabiduría de una debilidad como la compasión -me permito un abuso conceptual a través de una palabra cercana a la usada por Dostoievski- para hacer la labor de habitar la fisiología de nuestro cuerpo, aquella que manifiesta nuestra emociones y sentimientos, y, de tal forma, abrir una vía para intentar comprender el sufrimiento de los demás.
Es entonces que la ambigüedad propia de lo poético juega a nuestro favor ante la complejidad de los fenómenos que constituyen la manifestación vital de nuestra fisiología, tanto en su apariencia como en la invisibilidad vinculante que se manifiesta en la primera. Más allá de la rigidez de la claridad y distinción y su compromiso con una lógica de la identidad -sin desestimar lo importante que ésta fue en su momento y sin poner en duda su probable necesidad, actualidad y vigencia, sobre todo ante fenómenos que la demanden para facilitar su comprensión-, la ambigüedad característica de lo poético nos permite ser un puente, el de la lógica de la semejanza, parafraseando a mi amigo Rafael Ángel Gómez Choreño, capaz de permitirnos las imaginaciones que configuren, signos, símbolos e imágenes que evidencien la relación, el vínculo, entre los fenómenos aparentes e invisibles de nuestra fisiología, entre la “verdad” y “mentira” entrecomilladas por la valiosa sencillez de lo común de lo cotidiano, entre la verdad y mentira de nuestro mundo, a pesar de la profundidad de nuestro logos del cual todos participamos.
El mundo busca habitar a un hombre de carne y hueso al tratar de impactar su cabeza para destruirla. La bala que fue usada para ello resulta detenida por el casco que portaba. El mundo que es la relación de su cuerpo con el paisaje que lo habita para habitarse se ensaña con su pecho y espalda y, aunque nos parezca increíble, el hombre puede contarlo, si decidimos creerle a nuestro cronista, Sebastian Junger. Sin embargo, el duelo resulta lo más contundente de todo, si seguimos el relato.
El mundo como paisaje de quien lo padece ha hecho restos de plomo y esquirlas de sí mismo al cráneo vaciado de su mejor amigo. ¿Qué verdad capaz de claridad y distinción es posible ante tal contundencia?, ¿qué definición u artificio metafísico con tales pretensiones puede soportar -ser soporte- de tal padecimiento de la propia finitud sin antojarse experiencia de estufa? La radical pérdida de alguien, parte de lo demás, alguien que es parte constitutiva tu emoción y sentimiento, quizá lo más invisible de tu finitud, manifiesta en su fisiología dinámica, la vida profunda de tu cuerpo siempre e inevitablemente sensible, el mundo, tu mundo, el de aquel soldado, invisible en la apariencia de la emoción y el sentimiento habitantes de sí mismo, su mundo, su cuerpo testigo de la aparente fuga de la vida más concreta y particular de un cuerpo, el de su compañero, habitando el instante último de la extinción del mundo, su mundo ¿no resulta limitado el lenguaje y sus imágenes? ¿Por qué no asumir su finitud, no como una incapacidad sino como la compleja posibilidad de sus potencias ante el tipo de relaciones que puede ser capaz de establecer en tanto que fenómeno humano?
Es momento de hacer una humilde advertencia, quien en este punto esté decepcionado por haber esperado alguna novedad de mi parte -si es que algo así realmente es posible, en especial de mi parte-, tiene todo el derecho a abandonar esta lectura. No vine aquí a hablar de nada nuevo ni de nada que otros no hayan dicho.
¿Qué clase de vida se mueve en el cuerpo de quien sufre el sobrecogimiento, la fisiología, que implica ver el cráneo vaciado de tu mejor amigo mientras su contenido se derrama sobre su espalda?; ¿qué clase de significatividad se constituye a través del dolor de tan sublime magnitud en un cuerpo cuya sensibilidad ha sido subvertida por tal sufrimiento?; ¿cómo no esperar que la consciencia busque su escisión del cuerpo -desvinculación, desarmonización, de sí mismo- ante la experiencia del fin del mundo?; ¿cómo el ser testigo de tan sublime magnitud sobrevive sin reinventarse, sin una poiesis de sí mismo, más allá de lo abstracta que resulta en tal momento la palabra muerte si le hacemos caso a la veracidad que pretende la crónica que ahora nos invita a su reflexión?
Es suficiente la “simple” evocación de los trágicos paisajes del mundo desolado en esta clase de instantes para desafiar al pensamiento, basta su imaginación. Resulta en la invitación al esfuerzo de que la emergencia de su vida en nosotros no derive meramente en una formalización-convencional y abstracta como a las que tiende la constitución de toda moral. Nos invita a una subversión de nosotros mismos, una praxis, una poiesis, en el mejor de los casos cuando resulta una consciencia. Nos exige una representación vital en nosotros mismos, en un sentido de actualidad más aristotélico que platónico. Sólo queda la ayuda de nuestra imaginación, a través del ejercicio perverso de la sabia debilidad de nuestra compasión, para hacer de nuestro dolor una habitación de nosotros mismos. De tal forma, hacemos el esfuerzo de “apropiarnos” de lo “ajeno”, lo demás que constituye nuestro mundo (haciéndolo común), haciendo el esfuerzo de contener -no reprimir- la necesaria y salvadora fantasmagoría metafísica del yo -con todo y su potencialmente poética emergencia y carácter simbólicos. El sentido de ello es comprender a los demás que son parte de nuestro mundo (comunidad).